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Hotel Formentor en los años 30

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Historia y leyenda de un hotel literario

 

Cuando el pasado 23 de abril, Día del Libro, leí el artículo publicado por el colaborador de El Cultural, Ignacio Echevarría, vislumbré de repente la esencial futilidad de los esfuerzos humanos y la apabullante tarea que nos ha sido asignada. No sólo se trata de decir y mostrar, contar y dar cuenta de nuestras ocupaciones, sino de repetirnos hasta la saciedad, insistir y reiterarnos con redundancia hasta que el fin de los tiempos se desplome sobre nuestra cabeza.

Con lógica irritación el articulista se preguntaba: “¿quién demonios está detrás del Premio Formentor?”

Parece evidente que escribir cada semana un artículo deja poco tiempo para buscar la información que esperan los lectores. Y resulta comprensible que en semejante estado de agotamiento no le hayan bastado al articulista once años para averiguar lo que sucede en Formentor. Con el fin de reparar las ausencias, omisiones y descuidos del articulista pongo a disposición del lector la breve sinopsis de este episodio de la historia cultural europea.

Es bien sabido que detrás del Premio Formentor no hay nadie. Todos los que están, están delante y con su rúbrica. Simón Pedro Barceló y Marta Buadas —en nombre de la Fundación Formentor— lo entregan cada año al autor galardonado. Como presidente del jurado soy yo el encargado de leer cada año el acta que declara los motivos de la elección. Durante estos once años han sido cuarenta los hombres y mujeres de letras —escritores, académicos, editores y críticos literarios— que han contribuido con su juicio, experiencia y buen criterio a las deliberaciones del jurado.

Cada año se dedica un número de Carnets de Formentor a glosar los méritos literarios del autor premiado. Estos ensayos hilvanan los motivos, argumentan las razones y expresan la responsabilidad intelectual asumida por los miembros del jurado. Al Comité de Honor del Premio Formentor pertenecen además tres destacados representantes de la escuela editorial europea: Antoine Gallimard, Roberto Calasso y Jorge Herralde.

No parece que en esta extensa comunidad culturalse dibuje algún parentesco con los demonios que atormentan al articulista. Y sin embargo podemos ver en su frase algo todavía más inquietante.

“¿Quién demonios está detrás del Premio Formentor? Me dicen que dos familias de hoteleros…” 

La historia de Formentor comenzó en 1931 cuando el hotelero y poeta argentino Adán Diehl construyó en la costa mallorquina el legendario hotel y lo inauguró convocando la Semana de la Sabiduría que presidió el Conde de Keyserling. A esta inspirada iniciativa se sumó treinta años después el hotelero Tomeu Buadas, que acogió las Conversaciones Poéticas organizadas por Camilo José Cela y el Premio Formentor creado por Carlos Barral, Einaudi, Gallimard, Rowolth… y otros colegas del mundo editorial.

Cincuenta años después, en el 2011, el hotelero Simón Pedro Barceló restauró la convocatoria del Premio Formentor y auspicia desde entonces las Conversaciones Literarias entre los más de trescientos escritores, poetas, ensayistas, artistas y actores que han pronunciado en los jardines de Formentor sus memorables intervenciones. Los mismos jardines en donde en plena pandemia se encontraron los editores independientes para redactar su reciente Declaración.

No es frecuente que el relato literario de unos hoteleros se sostenga durante tanto tiempo (¡90 años!) y sorprende que pese a las interrupciones se mantenga viva la entusiasta celebración de las bellas letras. El aura de este hotel literario incita asombradas meditaciones sobre la predestinación de un lugar, la belleza del paisaje y la casualidad que reúne a los hombres. Con resignación debo aceptar que al articulista se lo lleven los demonios cuando confiesa no saber nada del asunto. Pero confío que el rapto no dure mucho y algún día pueda leer ya sin prisas, como creíamos, los libros que han editado los propietarios de este legendario hotel literario.

Aunque si el articulista no tuviera tiempo puedo sugerir al lector, al desocupado lector, que vaya directamente al libro Prix Formentor (2020) y vea en sus páginas la historia del premio, los discursos leídos por los escritores galardonados —incluido el de nuestro querido Alberto Manguel— y las actas firmadas por los jurados. En el libro rojo de Formentor el lector verá escenificada la filosofía de nuestro Premio. Un galardón que se concede a la trayectoria de toda una vida y se convoca para rendir tributo a las obras maestras, alentar la intrépida lucidez de la conciencia artística, fomentar el buen gusto, la certeza de lo excelente, la elegancia cultural y la energía creativa de la imaginación literaria.

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16 de julio de 2021
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¿Última vaca?

Se proyecta aún en cines de España, y su directora Kelly Reichardt es la coqueluche de los cinéfilos: los franceses, siempre tan suyos, ya se la han apropiado, pero incluso en entornos más ásperos, como el mainstream norteamericano y el público español, es de culto. No voy a hablar aquí, sin embargo, de méritos fílmicos ni del argumento de su western pre-moderno, muy bien reseñado en estas páginas por Elsa Fernández-Santos, sino de la vaca esencial de First Cow, película a la que aludimos. Diré solo, para no estropearles la fascinante trama, que el mamífero protagonista es una criatura explotada sin sufrir violencia; ayuda a la humanidad, representada en el film por dos frescales y una lista de espera de compradores de aquello que la vaca produce, que es la leche.

Si no lo he entendido mal, lo que actualmente se preconiza entre la gente más sostenible son tres cosas: hacer guardar la línea a los que por nada engordamos, cambiándonos la sabrosa chuleta por un conglomerado; evitar la deforestación del planeta; luchar para que el pedo de los cuadrúpedos, transformado en gas invernadero, no arruine la atmósfera. Buenas causas las tres en un planeta ideal que aún no tenemos, pero al que aspiramos. ¿Por presión de un ministro? ¿Por modas que ahora molan? Los malos humos del mundo son naturalmente dañinos, y nos amenazan a todos. Pero hay peligros peores que un filete con grasa o un par de huevos fritos de una gallina tal vez apretujada en su corral; el peligro de muerte por no tener nada que comer, aunque sea vacuno o avícola.

Todos los animales sienten y padecen, y junto a ellos está, temeroso de sus fauces o deseoso de sus apetecibles entrañas, el animal humano. Ese ser que defeca y conduce o vuela y fuma y ensucia el agua con su basura y no siempre cede un poco de sus sobras a quien todo le falta.

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15 de julio de 2021

Denys Nevozhai (Licencia Unsplash).

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Una vida más pequeña

El mundo está enfermo, y seguimos tomándonos la vida como una carrera de Fórmula 1 aunque se trate de una pista de cochecitos de feria. De igual modo que dicen que la gente se divorcia porque cree en el amor, muchos quieren huir, bien porque creen en la felicidad, bien porque comparten aquel pensamiento de Séneca en su retiro: “Nada he reprobado excepto a mí mismo”. Tomo la idea de irse de uno mismo del libro La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), de José Ángel González Sainz, una meditación refrescante y lúcida sobre el olvido de vivir. El autor se pregunta tras la pandemia por la pérdida de significado. E invoca la tensión de la búsqueda, la verdadera alegría, la gratitud y la serenidad, el saber identificar lo realmente bueno, además de la necesidad de dejarse de lado a uno para poder ver con claridad lo atontada y envanecida que es nuestra existencia.

Pienso en los autores entre los que hurga –Hölderlin, Rilke, Montaigne, Thoreau, Camus–, grandes nombres, también populares, al contrario que el suyo, el de un prodigioso autor nada comercial al que sus indagaciones poéticas y filosóficas le han llevado a subrayar la necesidad de saber ver lo real. Su apelación a la vida pequeña está cargada de urgencia, pero nosotros seguimos instalados en las pantallas, como si conocer todo lo que sucede en ellas fuera a hacernos más listos, más divertidos, más completos. Bien lo saben las familias que estos días mandan a sus hijos a campamentos donde les exigen apagar los móviles. Piensan que no sobrevivirán a la desconexión. Pero ahí están la montaña y el río, las mejillas quemadas, las carreras de sacos y los bailes lentos. También el silencio, que acaso escuchan por primera vez. “Ningún amor verdadero empieza nunca sin su antesala de silencio y asombro”, se lee en La vida pequeña, de cuyas páginas una no querría moverse para que se le pegue esa forma de discurrir.

Stefan Zweig combatió el tópico de que los judíos quieren hacerse ricos por naturaleza; no, lo que querían era al­canzar algún tipo de espiritualidad moral, filantrópica o cultural, y por ello preferían que sus hijas se casaran con un poeta desheredado que con un rico comerciante (así se arruinaban en tres generaciones). Eso ocurría en el mundo de ayer. En el de hoy nos hemos quitado las mascarillas y ahí sigue el bruxismo, las mandíbulas apretadas y las bocas torcidas que anhelan una gran vida, aunque no nos quepa.

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14 de julio de 2021
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Soria pura

Todavía hoy la soledad del monasteruelo, a pesar de las restauraciones, muestra las cicatrices de la barbarie

Estas fueron tierras hostiles, páramos desolados, sin alma que en ellos pudiera vivir, frontera del Islam y por ello lugar de guerreros y creyentes. Luego, ya en el siglo XI, cuando el primer Fernando aseguró la zona, unos eremitas se acomodaron junto a un hilo de agua que por allá corría. Así comienza la historia del monasterio de San Baudelio, minúsculo cenobio que levantaron cristianos y mozárabes. Islámica es la palmera central de ocho brazos que cobija un ámbito apreciado por Rafael Moneo como el más emocionante de España. Islámica es también la mezquitilla que convive con el altar cristiano. Todo estaba vestido de preciosas pinturas.

El cenobio cayó en el abandono y acabó sirviendo de aprisco para ovejas, las tierras se abandonaron, la miseria atacó los fabulosos frescos, primeros del románico español, que unos vecinos vendieron en 1922 a un marchante. Están repartidos por Cincinnati, Nueva York, Boston Indianápolis, más una pequeña muestra en el Prado. Lo que ha quedado en la ermita son las llagas del hambre y la miseria. Todavía hoy la soledad del monasteruelo, a pesar de las restauraciones, muestra las cicatrices de la barbarie. Es como ver al famoso elefante que adornaba sus muros, tumbado en tierra por las heridas mortales de cazadores canallas. El azar ha dejado algunos restos en el Prado, entre los cuales, justamente, el elefante que carga en su lomo un castillo de tres torres pintado de oído por alguien que nunca había visto un elefante.

Es lo que sobrevive de San Baudelio, poema del olvido y la ferocidad en las tierras yermas, pardas, grises y magníficas de Berlanga, donde alguna vez hubo mozárabes y cristianos que convivían en paz cuidando el huerto y pintando. Grandeza y hermosura de la España vacía.

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13 de julio de 2021
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Adicta al infierno

 

Todo arde es un título que evoca el fragmento de Heráclito sobre el fuego: Todo arde vivamente según medida y según medida se apaga, o también: Todo es fuego vivo que arde según medida, y según me vida se apaga. La novela es una envolvente narración sobre la combustión del ser y la disipación de la vida.

Disiparse: convertirse en aire, como dijo Fitzgerald.

Los cuerpos que buscan la disipación están buscando la desaparición. Y de hecho la novela comienza con la desaparición y la aparición de un personaje que ha emprendido un viaje desintegrador.

Los parajes de la novela son dimensiones oscuras, aunque las golpee el sol, donde la desarticulación personal excede a veces los límites de la esperanza porque prevalece la consumación, en el sentido más ígneo de la palabra. Viajamos por universos de una vida degradada, donde sin embargo alienta a veces la humanidad y el amor, en su forma más generosa y  fraternal. Nuria Barrios hace una variación del mito de Orfeo convirtiendo a Eurídice en la hermana del protagonista, que ha sido mordida por una serpiente tan letal como la del mito.

La novela en pródiga en párrafos contundentes y precisos.  Podría convertirse en una buena película.

Elijo uno de los muchos fragmentos para probar lo que digo: “Tirada boca abajo en el descampado, Noe se tapó las orejas. Temblaba sin poder controlarse contra el suelo reseco. Aferró entonces la tierra con las manos para intentar detener el temblor, cerró los ojos y hundió el rostro en el polvo y las piedras hasta que un tirón de pelo la obligó a levantar la cabeza.

Señalo en cursiva la sucesión de rimas internas que acentúan el ritmo y la melodía de las frases. Este fragmento, cogido al azar, podría quedar así en verso (lo hago para recalcar el mimbre rítmico de la prosa):

Tirada boca abajo en el descampado,

Noe se tapó las orejas.

Temblaba sin poder controlarse contra el suelo reseco.

Aferró entonces la tierra con las manos

para intentar detener el temblor,

cerró los ojos y hundió

el rostro en el polvo y las piedras

hasta que un tirón de pelo

la obligó a levantar la cabeza.

La prosa de Nuria Barrios es poética sin necesidad de recurrir a palabras presuntamente poéticas y a menudo muy desgastadas.

El desenlace de la historia es ambiguo y Nuria Barrios huye de las conclusiones fáciles y consoladoras. Toda la novela podría resumirse en una sola frase, tan nihilista como esperanzadora: hay siempre una grieta de luz en las tinieblas, si bien esa grieta podría ser simplemente una alucinación producida por el deseo de hacer de la vida una sustancia más  digna y más amable.

Nuria Barrios plantea un relato con un final expectante, tras haber pasado por un tobogán de emociones. La protagonista femenina nunca deja de danzar junto al abismo, como si le doliera en el alma apartarse del camino más destructivo del deseo. La novela vindica una idea que ya nos parece une dimensión perdida: la fraternidad.

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9 de julio de 2021
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Argonautas

Me pregunto qué habría dicho de los patinetes el gran Julio Torri, que trazó en veinte líneas la épica de las bicicletas. A menudo recurro a él como a un oráculo que da a todo respuestas breves, en una obra completa que no llega a las 200 páginas. ¿Escritor de escritores? Tal vez lo fue y lo es en su país, México, aunque tuvo en vida la admiración de algunos huesos nuestros como Valle-Inclán y Juan Ramón, o la de Menéndez Pidal, que tanto ponderaba el manual sobre La literatura española que Torri publicó en 1952, magistral y singularísima condensación muy bien fundamentada en sus lecturas. De fusilamientos, el delgado volumen que contiene su esencial creación literaria, está a precios asequibles en el circuito de segunda mano, pero se trata de un libro y de un autor que tendrían que ser reeditados sin falta en España.

Pensé en su cristalina prosa al ver a esos seres alados que cruzan ante ti o se te acercan por la espalda, imparablemente, en la nueva movilidad compuesta de repartidores con caja de Pandora fast food y figuras altivas como argonautas de naves de un solo tripulante. Torri (muerto en 1970) habló de la misantropía del ciclismo, “raro deporte que se ejercita sentado, como el remar”, definiendo así a la bicicleta: “Lo exclusivo de su disfrute la hace apreciable a los egoístas”.

Es un paisaje nuevo que no sabemos cuánto va a durar y molesta considerablemente al peatón desprovisto de ayuda automotora. Hay riesgo de atropellos, ya se han dado, pero tanto el dispensador de alimentos como el navegador solitario al menos avanzan impulsados por una electricidad limpia, sin combustión dañina. Me quedo sin saber si Torri, brillante analista de Don Quijote, tendría hoy respuesta al porqué estos caballeros rodantes son todos hombres, como si las mujeres, en el tiempo actual de su centelleo, se reservasen la misión de observar y anotar lo que pasa.

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8 de julio de 2021

La artista Violeta la Burra

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Memoria de Violeta

En aquella Barcelona preolímpica aspirábamos volutas de humo y de placer con las coplas de Violeta la Burra, la artista que, en los setenta, fue contratada por el parisino Paradis Latin, templo del travestismo euro­peo. Violeta aparcó su sueño para cuidar de su madre, y en los noventa actuaba en El Cangrejo, en esa Rambla que antes de turista fue libertaria, a derecha y a izquierda. La preferíamos a los dj de los clubs de moda, pues su vestuario era mucho más arriesgado y su capacidad de provocación nos convertía a todos en rapsodas. Cuando la jaleábamos para que nos contara historias, ella expresaba el dolor con distancia y verbo florido de guasa para que solo emergieran las luces.

Violeta, nacida como Pedro Moreno Moreno, murió el año pasado. Pobre. Inseparable del sintagma “bajos fondos”, donde recalaron todas aquellas trans –entonces llamadas travestis– que a algunos jóvenes nos abrieron un tercer ojo. Sí, porque aquellas criaturas que fusionaban lo femenino con lo masculino exhalaban el aliento transgresor de quien siente vivir en otro cuerpo y otro sexo. Su salida del casillero les había dado muy mala vida: no olvidemos que gais, lesbianas y trans salieron de las cárceles, acabada la dictadura, dos años después que los presos políticos.

Esta semana, con la aprobación de la ley trans, que vuelve a colocar a España en vanguardia de los derechos sociales, he recordado a las Violetas. A todas las que lucharon doblemente, sin victimismos ni focos, por su sexo sentido y los derechos de las mujeres. A las que siempre llevaban las pancartas en las manis del tardo-franquismo, a las más humilladas y vejadas, expulsadas del sistema y del DNI, a las que no tenían talento artístico ni picardía y soñaban con ser farmacéuticas o abogadas. Qué ridículo es pensar que con la ley oportunistas y majaderos se harán pasar por mujeres para tocarnos el culo en un baño a quienes nacimos con útero. Violeta, ¡va por ti!

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7 de julio de 2021
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Cosas de julio

Estoy dedicando mis columnas a los libros; primero porque las bicicletas y los libros son para el verano, y segundo porque la política del Gobierno ha entrado en estado catatónico

Quizás haya usted advertido que las últimas columnas las voy dedicando a libros de muy diverso pelaje. Esto es así por dos razones, la primera y principal porque las bicicletas y los libros son para el verano. Muchos expertos coinciden en el aumento de lectores: el encierro produjo una sed de letra que no se ha apagado y al unirse a las vacaciones seguramente cuidará la alegría de los libreros. Buena falta les hace.

La segunda es que el filón habitual de los columnistas, o sea, la política del Gobierno, ha entrado en estado catatónico, a un paso de la momificación. Cuando ya ni siquiera tus socios, los que te aguantan en el gobierno, creen en ti y dicen en plenas Cortes que eres un embustero, la dignidad obliga a recluirse en un monasterio. Tengo para mí que Sánchez está esperando unas vacaciones monacales que hagan olvidar el bochorno de que ese improbable diputado catalán le saque los colores justo cuando acaba de soltar a sus jefes para que puedan ponerse morenos.

Así que sólo nos queda la parte sana de la sociedad, la que lee libros y desdeña la política oficial insoportablemente infantil y enferma, como decía Lenin. Se nota que los políticos de este país están entre las gentes que menos libros han leído en su vida. Por eso hoy les añado otra lectura de verano: Mexicana, de Manuel Arroyo (Acantilado), que él no pudo ver. Hace unos días la Casa de México en Madrid nos reunió a los amigos para recordarle, beber unas coronitas y oír mariachis. Lloramos todos, incluida la gentil directora, Ximena. Pero no hay nada triste en los libros de Arroyo, ni siquiera en el insuperable Pisando ceniza (Turner) que cuenta variadas muertes de gente amable. Gran lectura de verano que nos recuerda que volverá el invierno y tendrá tus ojos.

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6 de julio de 2021
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Los que te leen y los que no

Con los amigos y conocidos detecto a menudo lo siguiente: los que me han leído suelen decir que no me han leído, los que no me han leído suelen decir que me han leído.

Cuando no te han leído, les resulta muy fácil y oportunista exclamar: ¡Acabo de leer tu novela y me ha encantado! Nunca dan detalles de su lectura, nunca evocan las escenas que al parecer tanto les han conmovido: no pueden porque ni siquiera han abierto tu libro. Se trata de sinvergüenzas que quieren quedar bien contigo. En cambio los que te han leído, y hasta les ha gustado tu libro y les ha inspirado y ayudado, esos tienden a negar que te han leído, por mezquindad, por vileza intelectual, y a veces por razones aún peores. En España es una vieja costumbre: es lo tradicional.

Ambas tribus de mentirosos le toman a uno por más tonto de lo que es. Una actitud imperdonable que no obstante suelo perdonar, sabiendo que no me engañan. Uno es zorro viejo y descubre esas mentiras a la velocidad del sonido.

Supongo que muchos escritores estarán de acuerdo conmigo.

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6 de julio de 2021
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Una primavera lejana

Cuando las columnas sandinistas entraron victoriosas en Managua el 19 de julio de 1979, una de las fotos que dio vuelta al mundo fue la de unos guerrilleros enjabonándose en la pileta de mármol donde se bañaba Somoza. En las oficinas presidenciales, adyacentes al baño, lo que quedaba era un reguero de papeles y uniformes militares, cananas de tiros, y en una esquina en el suelo un retrato del dictador sonriente, perforado de un balazo.

Una guerra de liberación tras un terremoto que había destruido la capital siete años antes, y la Plaza de la Revolución, donde se celebró el triunfo, se abría entre escombros, solares y esqueletos de edificios. Frente a la plaza, el reloj de una de las torres de la catedral en ruinas aún marcaba la hora del sismo, las 12.35 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972. En otros de los costados, sólo había quedado incólume el Palacio Nacional, tomado el año antes en una acción espectacular por un comando guerrillero.

Esta es la ciudad desolada que recordaría Julio Cortázar en un poema: “la viste desde el aire, ésta es Managua/ de pie entre ruinas, bella en sus baldíos/ pobre como las armas combatientes/ rica como la sangre de sus hijos…”.

Y su voz representaba la de numerosos intelectuales que veían en la revolución nicaragüense un fenómeno nuevo, distinto, que valía la pena respaldar porque encarnaba una esperanza de cambio para un país pobre y atrasado.

Ya habían pasado para entonces veinte años desde el triunfo de la revolución cubana, que era entonces el referente más próximo, de entre las tres únicas revoluciones armadas que se dieron en América Latina en el siglo veinte, contando como la primera de ellas la revolución mexicana de 1910. En los tres casos, el sistema sería remecido desde sus cimientos, y se daba paso a un nuevo orden que implicaba cambios radicales.

La revolución cubana había sido vista en su momento como un fenómeno novedoso que atrajo también a los intelectuales, empezando por Jean Paul Sartre. Y ninguno de los escritores latinoamericanos del boom, que llegarían a marcar una época en nuestra literatura fueron ajenos a esa atracción, entre ellos el propio Cortázar.

Pero cuando aquellos guerrilleros entran en Managua, alumbrados por una nueva aura romántica, para mucho de esos intelectuales ya se habían creado demasiadas decepciones alrededor del modelo cubano; del caso Padilla, que ponía en evidencia la intolerancia frente a la libertad de creación, sobre la que se colocaba como una losa la fidelidad militante al partido único, a los campos de concentración donde fueron a dar no pocos escritores, bajo el cargo de homosexuales que debían ser reeducados.

El modelo nicaragüense comenzó a parecerse al cubano en no pocos aspectos, el primero de ellos la pretensión de constituir un partido único, pero la diferencia estaba en que sólo se quedó en pretensión, como lo demostrarían las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista perdió de manera democrática, algo que no estaba presente en el esquema ideológico, lo de democracia burguesa con alternabilidad, pero estaba en la realidad, que terminó derrotando a la ideología. Y tampoco hubo imposición de esquemas de creación artística, ni represión contra los escritores por sus preferencias sexuales.

De modo que, en los diez años que duró la revolución nicaragüense, desde el triunfo armado hasta la derrota en las urnas electorales, si bien hubo prevenciones, reservas y advertencias, no se dieron deserciones notables entre los intelectuales de renombre dispuestos a respaldar el nuevo experimento.

Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, resultado de la experiencia de su viaje a Nicaragua en 1986, usó una imagen muy bella y eficaz: “había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar. /Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar”. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa. Ese era el gran riesgo, y la gran pregunta.

Aquella primavera lejana atrajo también a García Márquez, Carlos Fuentes, Günter Grass, Heinrich Böll, Harold Pinter, Graham Greene, William Styron, Mikis Theodorakis, Julio Pontecorvo, Noam Chomsky, Alice Walker, Susan Sarandon, Margaret Randall, y a decenas más de filósofos, escritores, académicos, directores y artistas de cine de todo el mundo. Cuarenta años después, quienes de entre ellos aún viven no se callan frente a lo que está ocurriendo ahora en Nicaragua; el viejo sueño revolucionario convertido en una pesadilla de represión despiadada.

De quienes ya no están, al menos puedo dar fe de lo que pensaban Carlos Fuentes y García Márquez, cuya frase lapidaria, cuando se refería al proyecto de poder para siempre de Ortega, basado en pactos espurios y en imposiciones, era: “a mí, me estafaron”, recordando sus tiempos de conspirador en favor del triunfo de una revolución que ya no lo era más.

Y allí se alzan ahora las voces de Elena Poniatowska, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Ruhsdie, Noam Chomsky, denunciando que, de las ruinas de aquella revolución, lo que ha nacido es una dictadura familiar. Y la de José Mujica, ex presidente de Uruguay, y su esposa Lucía Topolansky, todos ellos figuras sin tacha de la izquierda mundial.

Para que sepamos bien que, de aquello de entonces, nada queda.

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5 de julio de 2021
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