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Contrafaz

La mascarilla, contra el antifaz, oculta la parte más indefinida del rostro. Sólo vemos los ojos y eso favorece a las mujeres: suelen tenerlos grandes y expresivos

Lo tenía en el asiento frontero del autobús y podía observarlo con sosiego porque estaba absorto en sus cavilaciones y con los ojos muertos. Le calculé sesenta años. Un porte robusto y unas pobladas cejas a lo Breznev le añadían un toque feroz. Pero lo que atrajo mi atención es que aguantaba sobre las rodillas una enorme bolsa con el nombre del comercio: Le bonnet à pompón. Era como un guerrero vikingo que llevara en el regazo al nieto recién nacido. El negocio del título es ilustre entre las madres madrileñas. Venden ropitas infantiles e imaginaba yo que el abuelo iba feliz con sus tres kilos de ornatos para el bebé.

De ahí pasé al pompón, que en castellano se dice igual, aunque es más literario “borla”. Son ornatos que no han perdido su gracia a lo largo de siglos y me pregunto qué será lo que los hace tan simpáticos. En Estados Unidos se llaman así los grandes plumeros que agitan las cheerleader o animadoras del rugby, baloncesto o fútbol americano. En Escocia y con el nombre de toories adornan las boinas de algunos regimientos escoceses de gran prestigio. Es un adorno, por tanto, que engalana por igual a un severo militar, a un recién nacido o a una bella adolescente. Algo tiene el pompón que su presencia anima cualquier apariencia.

Volví al abuelo. La mascarilla me impedía concluir el tipo de persona que atraía mi atención. La mascarilla, contra el antifaz, oculta la parte más indefinida del rostro. Sólo vemos los ojos y eso favorece a las mujeres: suelen tenerlos grandes y expresivos. Así lo advirtieron los viajeros románticos. No hay visitante inglés, francés o alemán que no admire los “ojos hechiceros” de las españolas. Observen, por ejemplo, los anuncios de Carmen, sea película, libro o espectáculo. Enormes ojos brillantes y sugestivos. Veo pasear con mascarilla muchas más mujeres que hombres. Será por eso.

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16 de noviembre de 2021
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Pulsión de fútbol y pulsión de cine

En su ensayo titulado Mas allá del principio del placer, publicado hace casi justo un siglo, el eminente Sigmund Freud convino en definir dos categorías de pulsiones humanas, entendiendo como pulsión una excitación psicológica tal que se termina percibiendo como física y que el individuo trata de calmar, reprimiéndola o satisfaciéndola. Pues bien, Freud habló de una pulsión de vida, que también podemos entender como sexual o erótica, y de una pulsión de muerte que comprende las actitudes destructivas y violentas tanto contra uno mismo como contra los demás.

De un modo más simple, una pulsión de vida sería cualquiera que derivase en la autoconservación de uno mismo, de su prole e incluso de la especie, una pulsión de supervivencia en suma. La pulsión de muerte no solo agruparía todas las actitudes violentas sino también las inútiles, la pérdida de tiempo, el despilfarro de la existencia, incluyendo el mero entretenimiento.

A lo largo de mi vida he creado una especie de mitología propia respecto de las actividades más constantes que he llevado a cabo. Y de entre todas ellas he destacado siempre dos de ellas como usualmente antitéticas, de tal suerte que cuando me dedicaba con intensidad a una, la otra menguaba, contradiciéndose al modo freudiano. Quiero referirme al fútbol y al cine. A una le he conferido categoría de pulsión de vida y a la otra de muerte. Al fútbol me he dedicado no como practicante sino como aficionado, hooligan al fin y al cabo siquiera sea del sillón-bol frente al televisor de Movistar o de Gol. Y al cine, también, como mirón, adicto del mismo modo tanto a las películas como a las buenas series.

Desde la preadolescencia que, a temporadas, he consumido cine casi compulsivamente. Quise, incluso, ser director de cine como a los dieciocho, y empecé en la escritura en tiempos remotos ejerciendo de crítico junto a personajes tan cinematográficos como Sigfrid Monleón, Rafa Ferrando, un malogrado escritor local que firmaba sus críticas como Tallulah Banked, o Abelardo Muñoz, aspirante valenciano a Stendhal. Terminé de cinéfilo, viendo programas dobles y hasta triples en cines de reestreno o en las primeras filmotecas, coleccionando revistas: la Cartelera Turia de los 70 la debo tener al completo ya no sé dónde, el Fotogramas donde escribía Molina Foix y José Luis Guarner, Dirigido Por, Casablanca, en la que me publicaron un buen reportaje junto a unos artículos firmados por Miguel Marías y por Fernando Trueba, director entonces incipiente tras su Ópera prima, en 1980.

La cinefilia terminaba declinando y, a partir de los años universitarios, con cada declive sustituía las películas por el fútbol. Seguía entonces el campeonato, veía los partidos, comprobaba las clasificaciones… Arrastrado por la molicie de la liga, dejaba de acudir al cine. Eso era antes de que amanecieran los vídeo-clubs en los 90. Algún que otro día acudía al campo de Mestalla, incluso recuerdo una noche que llevé a un Valencia-Nantes al sociólogo Sami Naïr y nos quedamos embobados con Pedja Mijatovic. Más tarde me pidieron que escribiera las contracrónicas de los partidos en el periódico. Durante dos temporadas iba cada domingo al estadio –entonces siempre se jugaba en domingo por la tarde, tras la paella, y los miércoles competíamos en Europa–, muchas veces con el bueno de Álvaro Oyarbide, un cocinero navarro, sobrino de Zalacaín y de Príncipe de Viana, y con Vicent Todolí, el curator internacional de la Tate, a quienes les dejaba el pase Zubizarreta, el gran portero. Hasta que, de nuevo, dejaba el fútbol y volvía al cine.

Desde aquellas experiencias para mí el cine siempre fue y es pulsión de vida, una forma de contar historias, de reflexionar y narrar. Nunca es entretenimiento. Vives otras vidas, acumulas la experiencia de los demás, como en la literatura, a modo de lectura fácil de los libros. Me refiero al buen cine y a la buena literatura, y lo son si provocan esa metamorfosis, por eso son vida. El fútbol, en cambio, aún cuando en ocasiones incorpore metáforas sobre la vida, deviene pulsión de muerte, una forma de pasión entre romántica e improductiva. Me refiero al fútbol desde la mirada pasiva; pues como práctica, al igual que el resto de los deportes, resulta vivificante, del mismo modo que la literatura sobre fútbol, hablo de Mario Benedetti, del guardameta Albert Camus, incluso del Wittgenstein que filosofaba con el juego del balón desde su refugio en Cambridge. Escribir bien de fútbol es vida, e incluyo las excelentes crónicas de los partidos, en especial las británicas. Hasta los delirios psicoanalíticos de Vicente Verdú, quien comparaba el gol con un orgasmo, proceden de una pulsión de vida.

En esas estábamos cuando el genial poeta valenciano, Carlos Marzal, ha dado a luz un libro sobre fútbol. El título ya es revelador, Nunca fuimos más felices (Tusquets, 2021). Pulsión de vida. Se trata de un compendio de pequeñas anotaciones, a modo de diario o agenda, sobre las circunstancias del autor en torno al deporte del balompié. Como jugador pasional, como aficionado relajado y como padre de un joven jugador que pudiera, tal vez, caminar hacia la gloria deportiva. Unas remembranzas, en suma, que deambulan por la vida y en donde el fútbol es escusa, un punto de apoyo personal y memorialístico para repasar, en especial, los gozosos años juveniles y las aventuras domésticas de la paternidad.

El libro, sin embargo, termina con un capítulo especial y más largo. Como una prórroga interminable donde Marzal narra las vicisitudes emotivas del accidente futbolístico que llevó a la parálisis, y luego a la muerte, a uno de sus mejores amigos, el también escritor, Antonio Cabrera. Una extraordinaria persona, un brillante pensador y fino literato. Un desastre; la historia de un siniestro contada de modo catártico, un relato necesario para poder tranquilizar la pulsión de muerte mediante la reafirmación de la vida. El instante más perplejo.

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16 de noviembre de 2021
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Un reto para la máquina…una queja del hombre

Obviamente la reivindicación de la singularidad del ser humano en virtud de su capacidad de efectuar juicios éticos y sobre todo juicios estéticos, supone dos condiciones:

En primer lugar que tales juicios sean efectivamente de un orden diferente a lo que nuestra mente efectúa cuando codifica y sopesa información recibida, es decir: que una metáfora como “las aladas almas de las rosas” no sea una forma (disimulada para nosotros mismos) de responder a aquello mismo a lo que responden los códigos de señales. Hipótesis anti- reduccionista con la que no simpatizará ciertamente quien estime que el comportamiento lingüístico no es, en lo esencial, diferente del comportamiento que pone de relieve la abeja en su danza (por atenerse al ejemplo clásico).

La segunda condición no consiste en reducir al hombre sino en homologar a la creatura artificial en lo que haría la singularidad del anterior. Habría que decir que un algoritmo puede llegar a exceder la capacidad humana a la hora de simbolizar, de dar sentido o constatar la ausencia del mismo. Desde luego la entidad maquinal sería como nosotros si llegara estar realmente motivada por aquello que motiva a Garcilaso, y si tuviera entre sus intenciones el llegar realmente a emular a este. No digo que esto no pueda darse, digo simplemente que sólo si así fuera, la idea misma de entidades post- humanas tendría el peso que algunos le otorgan.

Utilizando, como señala Aristóteles, “metáforas poéticas”, Platón nos describe un horizonte de puros conceptos, el campo eidético, en el que aspirarían a instalarse todos aquellos que fueron tocados por la dialéctica de Sócrates. Esta querencia por alcanzar la ciudad de las ideas, es decir, el lugar donde las ideas no estarían contaminadas, aparece en los diálogos de Platón llamados “metafísicos” (Parménides, Teeteto, Sofista, Filebo) como ilusión vana, puesto que en el seno de las ideas mismas reaparecen la alteridad, la oposición y la contradicción, es decir, todo aquello que el espíritu repudiaba y que atribuía a la perturbación que para las ideas supondría su inserción en la materia. Hace muchísimos años describí esta decepción de aquel que se aventura en el campo eidético en un libro que llevaba por título “El drama de la ciudad ideal”.

Pasado tanto tiempo quiero simplemente señalar que más allá de la decepción a la llegada la aspiración al campo eidético encierra una suerte de profunda queja.

“¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub/ Almansur. Muera como tuvieron que morir las/rosas y Aristóteles?”, se interroga ácidamente el héroe magrebí de Borges. La mente que encadena metáforas, la mente que sintetiza un complejo número de ideas en una prodigiosa fórmula modificadora de las nociones mismas de masa luz y energía, la mente que explora vastos y diversos tipos de infinitud (laberinto cantoriano en el que Borges se queja de no haberle sido dado penetrar…) esta mente ¿ha der encerrada en la vida y heredar el destino de esta? La de los hombres es la única forma de vida que se sabe “un paréntesis entre dos nadas”. Saber tremendo que crea un abismo entre nosotros y el resto de seres vivos. La aspiración al campo eidético platónico, la aspiración a una poesía y una matemática no perturbadas por el transcurrir del tiempo, encierra una sorda y justificada queja por el hecho de que el verbo haya surgido de la carne, quejas por el hecho de que quien haya mutado en ser de palabra sea un animal.

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15 de noviembre de 2021
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Otoño ‘happysad’

 

En sueños, confundo las casas en que he vivido. A veces los pasos nocturnos me llevan hasta un antiguo piso de alquiler del que conservo una llave, y, en mi rapto onírico, pruebo si todavía abre su puerta. Sin dificultad entro en la vivienda, que todavía contiene algunos muebles míos, e incluso unos labios de metal rojo con un agujerito para clavar una barra de incienso. A pesar de la vaguedad del espacio, los detalles emergen con claridad. Pero la casa no tiene bombillas. Me digo: “Bueno, solo estaremos aquí durante unos meses… hasta que encontremos otro lugar”, aunque la parte más angustiosa del sueño consiste precisamente en simular que no vivimos allí. En la pesadilla me debato entre la estupidez de mi acto y la búsqueda de una salida airosa.

Otra de mis casas soñadas es rural y emana un aroma a mandil encebollado y residuos de aceite. Tiene una mesa de comedor con mantel de hule y cuartos pequeños con edredones de color ala de mosca; una especie de laberinto conduce a sucesivas estancias igual de lúgubres y ajenas, hasta que, al fondo, veo una habitación luminosa y pienso que no todo está perdido: allí podré sobrevivir sin mo­rirme de tristeza pues la blancura lo redime todo.

Walter Benjamin soñó que iba con sus padres a visitar a la abuela, y en el pasillo de la casa se topaba con una serie de camas de niño con bebés vestidos de adulto sentados en ellas. “No me quedó más remedio que suponer que eran de la familia”, escribe. En su libro Sueños (Abada Editores), una maravillosa recopilación de algunos de los suyos, define así la textura del sueño: “El tedio es un paño gris, caliente y forrado por dentro con la seda más ardiente y colorida. En ese paño nos envolvemos al soñar: en los arabescos de su forro nos encontramos entonces como en casa”.

Freud afirmaba que todo sueño satisface un deseo, y acaso lo de soñar casas dentro de la casa que es el sueño trata de complacer un temor antiguo, el de hallar un lugar para vivir, justo cuando el mundo acelera sus motores prepandémicos. Más atascos y colapsos. Contenedores varados en un tránsito infinito. Gastar, viajar, regresar a la vieja idea de felicidad, que no de normalidad. Palpita una nostalgia de aquel mundo a medio gas de hace un año, que se solapa con la alegría del reencuentro; una sensación happysad, como dirían los anglosajones, justo cuando nos volvemos a ahogar en la maraña de urgencias que nos impide soñar en grande. A ver si Morfeo me lleva esta noche hasta una villa en la Toscana.

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11 de noviembre de 2021
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Usted perdone

Ha caído del cielo una culpabilidad universal para todos aquellos que hayan hecho algo en el pasado y también en el presente

Ha caído del cielo una culpabilidad universal para todos aquellos que hayan hecho algo en el pasado y también en el presente. Quizás sea una admonición para que lo aconsejable, a partir de ahora, sea no hacer absolutamente nada. Así lo recomienda la ley Celaá y las instrucciones de Castells para los estudios en España. No hay futuro, pero si lo hubiera, estate quieto y callado o acabarás pidiendo perdón.

La culpabilidad está mal repartida. Los españoles hemos de pedir perdón por la colonización de América, pero los presidentes mexicanos no han de pedir perdón por el sinnúmero de crímenes que se cometen allí todos los días desde los aztecas. Tampoco recuerdo yo que los rusos hayan pedido perdón por los millones de asesinados durante el estalinismo y sus secuelas. O los chinos, o los de Pol Pot, o (más chocante aún) los caudillos cubanos. Como dijo Sloterdijk, la izquierda se perdona a sí misma siempre y sin necesidad de decirlo.

Aún más raro es que nadie le pida a ninguna república o mafia islámica que se disculpe por las matanzas terroristas o por su financiación. Quizás será para que los cristianos no pidamos perdón por las cruzadas. Todo lo cual está muy bien y no lo critico, Dios me libre, pero me gustaría saber qué Señor (o Señora) ordena la selección. Se diría que, si el agredido pertenece a lo que Fanon llamaba “los condenados de la tierra”, el agresor debe golpearse el pecho aunque haga siglos de ello, pero ahora mismo Venezuela, por ejemplo, es un “pueblo condenado” gracias a su fornido sátrapa y nadie de nuestro Gobierno y asociados le exige disculpas al colonizador chavista.

También los varones españoles somos culpables de un tal acopio de atrocidades machistas desde Mio Cid y Don Pelayo que hemos de ir pidiendo perdón a todas horas. Habrá que reinventar La Tebaida y sus anacoretas.

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9 de noviembre de 2021
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Granada de mano

Estoy tumbado en un sofá, en posición de echar la siesta o de descansar tras un periodo de colosales fatigas. La granada de mano, de fragmentación, de conmoción, o aturdidora, quizá la haya encontrado en ese espacio ominoso entre el cojín y el respaldo, donde me gusta, a veces, rebuscar. De modo maquinal tiro de la palanca y arrojo el proyectil por la ventana que tengo a mi izquierda, una ventana espaciosa pero que dada su ubicación respecto a donde me hallo y, sobre todo, por la postura que mantengo, no es fácil de acertar, por lo que experimento un lógico alivio cuando el proyectil describe una parábola limpia y desaparece explotando en un punto que queda fuera de mi vista, pero que debe de situarse cerca de la fachada ya que se oyen cascotes cayendo a la calle, donde el griterío de niños y adultos demuestra que el impacto ha sido notable. Pero hay algo que sorprende, un segundo estruendo que, a modo de eco, se produce casi de inmediato, procedente, sin duda, de las montañas que rodean la ciudad y, esto es lo llamativo, un estruendo, un eco, un factor sorpresa que tanto el hombre soñado, como, al despertarse, el hombre tumbado, no tenían previsto que hiciera acto de presencia; les sorprende algo que no estaba en el sueño, algo autónomo, no un elemento más de la estructura convencional de este sueño del que el hombre soñado forma parte, así como forman parte el sofá, la bomba, el ventanal, la primera explosión, los cascotes, los gritos de la calle, pero del que no forma parte esta segunda explosión, sorpresiva, no programada, ajena al que sueña y al soñado, pero no al mundo de los sueños, del cual este sueño de la granada de mano sería una minúscula parte, una tibia conexión con el mundo, mucho más limitado, de los llamados vivos.

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8 de noviembre de 2021
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Un oficio peligroso

La literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiranías, que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. El poder que se ejerce con crueldades y excesos tiene rostro de piedra y es contrario a las verdades y a la invención, y al humor, y a la risa, que son cualidades cervantinas.

Ovidio fue desterrado a los confines más inhóspitos del imperio romano en el Mar Negro, “allá, donde ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo”, porque sus poemas, o su irreverencia, o sus opiniones, eso ya nunca llegará a saberse, ofendieron al emperador Augusto, y habría de morir lejos, afligido por las calamidades de la soledad y el ostracismo.

Extrañado. Cuando a un escritor se le envía al exilio la pretensión es convertirlo en un extraño de su propia tierra, de su vida y de sus recuerdos.

“Como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, dice de sí mismo en sus Tristes, porque aún en aquellas lejanías siguió escribiendo, un oficio al que no se renuncia nunca. Más bien, la necesidad de escribir se exacerba entonces, si uno se debe a las palabras, o debe su vida a las palabras.

El arte de amar, uno de sus libros capitales, quedó prohibido y fue sacado de las bibliotecas públicas. Prohibidas sus palabras, y alejado para siempre de su tierra, que era, según él mismo lo dijo, como “ser llevado al sepulcro sin haber muerto”.

En América Latina se ha pagado siempre un alto precio por la palabra libre. Muerte, desaparición, cárcel, destierro. Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, asesinados por la dictadura del general Videla en Argentina.

Al destierro fue a dar dos veces Rómulo Gallegos, primero bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez, y luego bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, después que fue derrocado de la presidencia de Venezuela.

Había durado solamente nueve meses en el cargo, los mismos nueve meses que duró Juan Bosch, exiliado por la dictadura del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la República Dominicana, sólo para ser derrocado por los militares trujillistas, y vuelto otra vez al exilio.

Pablo Neruda se comprometió en 1946 con la candidatura de González Videla, y se involucró en su campaña electoral, pero, ya en el poder, aquel lo mandó perseguir y tuvo que huir a través de la cordillera hacia Argentina.

Exiliados tras el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala Tito Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, por la dictadura de Castillo Armas. Exiliado Augusto Roa Bastos por la dictadura de Stroessner en el Paraguay. Exiliado Mario Benedetti del Uruguay, exiliado Juan Gelman de Argentina, su hijo asesinado y su nuera secuestrada y llevada al Uruguay donde dio a luz a una niña, desaparecida por largos años; y él mismo canta mejor que nadie esa desolada canción del exilio: “huesos que fuego a tanto amor han dado/exiliados del sur sin casa o número/ahora desueñan tanto sueño roto/una fatiga les distrae el alma…”

Y exiliados de Cuba Rinaldo Arenas, y Guillermo Cabrera Infante, y Severo Sarduy; y de Venezuela, hoy, tantos escritores y artistas que forman una inmensa, e intensa, diáspora.

De modo que yo pertenezco a esa larga tradición de quienes pagan un precio por sus palabras, dos veces bajo orden de prisión, y dos veces obligado al exilio, primero en mi juventud por una dictadura familiar, y tantos años después, por otra dictadura familiar.

Pero hay algo de lo que nunca nadie podrá exiliarme, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua de escribir realidades, y de crear mundos imaginarios, es una lengua que no conoce fronteras.

Hay lenguas que tienen el país por cárcel, lenguas que terminan donde terminan las fronteras. No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Ese sentimiento de que la voz se escucha de cerca, pero no de lejos.

Que le quiten a uno su lengua por la fuerza. Sándor Márai, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, también fueron prohibidos en su patria. Le extirparon la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia, o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y se suicidó en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sándor Márai, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Pero yo, con mi lengua recorro todo un continente, atravieso el mar, y siempre me dejaré escuchar. Y si mis libros están prohibidos en Nicaragua, las veredas clandestinas de las redes sociales hacen que lleguen a miles de lectores, igual que pasaba antes con los libros inscritos en las listas negras de la inquisición, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula, o burlaban las aduanas escondidos en barriles de vino, o de tocino.

Por eso que las palabras se vuelven tan temibles. Porque tienen filo, porque desafían, porque no se las puede someter. Porque son la expresión misma de la libertad.

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8 de noviembre de 2021

Foto: Ferrán Mateo

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Dostoyevski viral

El día en que Iván Zhdánov, estrecho colaborador del encarcelado Navalni, principal opositor a Putin, llegó a Barcelona para reunirse con la comunidad rusa, me sumergía en el libro de Manel Alías. En Rússia, l’escenari més gran del món plasma lo que ha visto y vivido durante siete años de corresponsalía en Moscú para TV3. El epígrafe lo toma de una activista feminista a quien entrevistó: “Vamos a mejor y a peor, simultáneamente”. En un país de las dimensiones y la historia de Rusia, lo extraño sería no encontrar contradicciones a su medida. Zhdánov, que denunció en el Col·legi de Periodistes las corruptelas del círculo del Kremlin y la ­destrucción sistemática de cualquier alternativa democrática, nació en Moscú como Dostoyevski, de cuyo nacimiento se cumplirán doscientos años la próxima semana. La tierra en la que mejor se ha escrito sobre la importancia de la libertad ­individual –de Pushkin a Grossman, , etcétera .– es también donde más a menudo se la ha pisoteado. “Solo los rusos pueden aglutinar a la vez tantas contradicciones”, leemos en El jugador.

Dostoyevski podía llegar a ser un chovinista empedernido, pero defendió a ultranza la participación en el debate pú­blico y el ejercicio de las libertades, lo que casi le costó la vida de joven. Libertad incluso –y esto le fascinaba– para equivocarnos, actuar contra nuestros intereses, sabotearnos la vida si es preciso, como cuando él desafiaba al destino cada vez que visitaba un casino y a menudo se dejaba hasta el último kopek. No pude evitar preguntarle a Alías si creía que, con Putin, a Dostoyevski lo habrían vuelto a encarcelar. Tal como están ahora las cosas, me respondió, si formulara una crítica directa a la clase dirigente, no tendría más remedio que publicar en una pequeña editorial, o largarse. Y es que Rusia vive una de las represiones más negras contra la prensa independiente y la disidencia desde la época soviética. No son casuales dos premios de este año: el Nobel de la Paz para un veterano periodista ruso y el Sájarov a la libertad de conciencia del Parlamento Europeo para Navalni.

A los rusos les cuesta entender que el trágico Dostoyevski despierte pasiones en el extranjero. Con todo, la fascinación actual por el true crime tiene un antecedente en sus obras. Crimen y castigo debe de hacer las delicias de Carles Porta. Y luego todo ese desfile de príncipes epilépticos, terroristas revolucionarios, intelectuales nihilistas, parricidas, funcionarios neurasténicos, ludópatas incurables y usureras que pueblan sus novelas... Escribir devorado por las deudas le empujaba, más que a alcanzar la excelencia estilística, a intentar atrapar a los lectores. Dostoyevski lleva al límite psicológico a sus personajes, pero sabía muy bien de qué hablaba: practicó la resiliencia mucho antes de que la palabreja se pusiera de moda.

¿Cómo nos desenvolveríamos si diéramos a cada segundo de la vida un valor incalculable? Eso lo aprendió después de pasar por un simulacro de fusilamiento, como le explicó a su hermano. Además, hay un dilema que atraviesa toda su obra y que sigue vigente. Me explico. Tomemos algunas noticias internacionales: ¿un fin razonable justifica tomar un camino (quizás) equivocado? Por ejemplo, ¿¿protegerse con una tercera dosis, pero dejar a otros invacunados? ¿Y negociar con estados autoritarios a cambio de reservas de gas?

La pandemia nos hizo volver a aquellos clásicos que describían o presagiaban una gran plaga. En las redes se recordó la pesadilla que aparece al final de Crimen y castigo: en medio de la fiebre y los delirios, Raskólnikov sueña con una grave enfermedad mortal que se extiende por el planeta desde las profundidades de Asia. Además de la coincidencia geográfica, el escritor acertó también con otra cuestión (su segunda obsesión después de la libertad): cómo las ideas nos dirigen, gobiernan nuestras acciones y se propagan siguiendo un patrón epidemiológico, en especial las más radicales y menos elaboradas. El virus que aterra a Raskólnikov en sueños tiene un síntoma particular: quien lo padece se siente “el único depositario de la verdad”. A medida que avanza la epidemia, por tanto, nadie escucha a nadie, inamovibles en sus convicciones, en un mundo polarizado y en permanente confrontación, incluso entre correligionarios. El novelista ruso no podía concebir un panorama más desolador. Echando una ojeada a la actualidad, sueño y realidad vuelven a confundirse. Y yo no puedo evitar pellizcarme.

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5 de noviembre de 2021
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Antonio y Cleopatra

Representada, seguramente por primera vez, en una fecha imprecisa de 1606, Antonio y Cleopatra no volvió a los escenarios hasta pasados 150 años, lo cual más que de fracaso habla de unas circunstancias que ayudan hoy a entenderla mejor en su osadía y su gran ambición tragicómica. Fue además escrita, y también esto es significativo, a continuación de cuatro obras maestras del más alto periodo shakespeariano, precediéndola Otelo, Medida por medida, El rey Lear y Macbeth.

En 1677, setenta años después de aquel probable estreno y trascurridos más de sesenta de la muerte de Shakespeare, un buen poeta y comediógrafo de la Restauración, John Dryden, puso en escena Todo por amor (All for Love), “escrita en imitación del estilo de Shakespeare” confiesa el propio Dryden, y esa tragedia sobre Marco Antonio y la reina egipcia tuvo tanto éxito que eclipsó a su modelo; el original de Shakespeare sería rescatado ya en el siglo siguiente, en 1759, por una de las figuras legendarias del teatro británico, David Garrick, cuyo Antonio daba réplica a la Cleopatra de otra gran actriz del momento, Mary Ann Yates. Aun así, la obra no entró en el repertorio, y lo que sigue es mi interpretación somera y tentativa de las razones de esa incomprensión o temor a un texto actualmente considerado esencial dentro del canon del Bardo: un texto en exceso atrevido para aquellos siglos que veían fluir la sangre con gran derrame en los escenarios, y abundaban en la representación de incestos y estupros, pero en los que la intimidad carnal sin freno de una ilustre pareja histórica podía escandalizar.

Ya en su primera escena, Antonio y Cleopatra revela los componentes opuestos y tan bien ensamblados que la caracterizan; la voz de una opinión pública desconfiada que, en boca de dos ciudadanos de Alejandría lamenta, no sin racismo, la chochez de un militar de rango como Antonio enamorándose perdidamente de una “gitana con tez de betún”. Para esos ciudadanos recelosos, al igual que para la alta jerarquía que comparece poco después en Roma, Cleopatra ha hecho del general romano “el hazmerreír de una ramera”, y la descripción despectiva no es tan huera como parece. Si hay algo que destaca en esta tragedia es la idea de diversión, de placer gozoso que sostiene el desarrollo de la pasión y casi podría decirse que proyecta a los enamorados en un más allá hecho de sensualidad verbal y disfrute de la risa. No puede ser casual a tal respecto, sino premeditada ingeniería dramática, que las escenas de las agonías y muertes de los amantes (acto IV escena 15 y acto V escena 2) transcurran en un constante equilibrio entre lo conmovedoramente patético y lo descacharrantemente cómico. En sus crisis de celos, en sus desplantes, en sus golpes bajos y sus zalamerías, en sus acusaciones mutuas y sus gloriosas reconciliaciones, está la clave de una contienda erótica en la que ni ella ni él desean quedarse en segundo lugar. De ahí lo extraordinario que la primera frase pronunciada por la reina en la obra sea ese “Si es en verdad amor, dime cuánto”, a lo que Antonio, entrando al trapo, responde “Pobre es el amor que deja sacar cuentas”. Cielo y tierra, sublimación y rencillas domésticas, van a ser en esa larga fase postrera de su relación los dos polos que les mantenga unidos y al fin les destruya.

Amada Cleopatra por otros hombres de abolengo antes de conocerse Antonio y ella (cosa que se resalta en los diálogos con una mezcla de impudor y vanidad), la reina de Egipto quiere evaluar el amor del triunviro para estar segura de que, llegado el momento inevitable de la confrontación de Oriente y Occidente, el valor de su ligazón sentimental superará al otro gran poder que está en juego, el poder político; un territorio desplegado entre los campamentos, las naves de guerra, los palacios y las alcobas, lo que da paso a muy vivas escenas de conspiración, mangoneo, traiciones y alianzas de conveniencia.

Es sabido que Cleopatra, hija de reyes y reina ella misma, fue una mujer curiosa y sabia, lectora y escritora (a ello se alude en la escena 3 del acto III), pero también estratega astuta en un universo de hombres sibilinos a los que no es aventurado decir que les atraía su belleza, su arrojo y su labia. Shakespeare, el más consumado artista de la elocuencia teatral, lo es tanto por boca de reyes o princesas como cuando hace hablar a los más siniestros sicarios y a los bufones menos compasivos; en esta obra los criados, los centinelas, los agoreros profesionales y los mensajeros se expresan con una dignidad y un sentido inapelables, lo que quizá justifique a los ojos de la pareja protagonista las ganas de mezclarse y hacer fiestas con la servidumbre y la soldadesca. Aunque las batallas de ingenio que ambos pelean constantemente, sin dejar de amarse, no tienen parangón. La tragedia de Antonio y Cleopatra, antes de serlo, es una de las comedias más chispeantes del autor.

Es también una obra en la que una de las recurrencias mayores de Shakespeare, la paternidad y sus reflejos filiales, aparece de un modo singular, distinto al que se da en Hamlet o El rey Lear, en los dos Enriques IV y el Enrique V, en El mercader de Venecia y en El rey Juan. Cleopatra es hija y heredera de los Tolomeos, y para continuar esa dinastía de la que tan orgullosa se siente, insiste y maniobra con la finalidad suprema de que su hijo, un desdibujado Cesarión, posible retoño de Julio César, la continúe y la afirme. Por su parte, Antonio tiene en el dramatis personae del Bardo una condición única: ser personaje muy central en Julio César (1599), y desempeñar en 1606 uno de los roles titulares de esta tragedia egipcia. Es muy de subrayar que en su primera encarnación Shakespeare dote a Marco Antonio de una gran contención y dignidad en la austera y muy hermosa oración fúnebre tras el asesinato de Julio César en el Senado romano, y siete años más tarde le confiera al mismo personaje una oratoria colorista, asiática la llama Plutarco, cuajada de metáforas y ocurrencias que se equiparan y desafían a las de Cleopatra, reina oriental. Dentro y fuera del lecho, en el puente de mando naval o al frente de las tropas, Antonio tiene en su mente como referencia o modelo al admirado Julio César; tampoco Cleopatra le olvida, aunque siente rabia de que su sirvienta Carmia, tan avispada, compare a los dos hombres, poniendo a su antiguo amante por encima de su definitivo amor del presente.

La voluptuosidad de Antonio y Cleopatra se acentúa por la edad que han cumplido; como tantas parejas actuales, los dos vienen de un pasado amoroso nutrido y con descendencias cruzadas. Su madurez les apremia pero les da también sabiduría. El poder de atracción de Cleopatra, basado no sólo en su físico sino en su palabra y en la resonancia de su memoria, da pie a breves y picantes intentos de seducción, en los que Shakespeare es maestro. Y tienen mucho peso los perjudicados principales: Octavia, intercambiada en una transacción de alta política, Enobarbo el auto-castigado por su breve abandono al jefe, Lépido; Sexto Pompeyo (otro hijo con angustia de las influencias paternas), el adolescente Eros, de ambigua y delicada fidelidad a su señor Antonio. Y, naturalmente, el vencedor Octavio César, que no hay que confundir con el gran general; se trata de su ahijado y sobrino segundo, que consiguió el laurel de emperador ambicionado por su tío.

La macabra danza amorosa entre el deber y el placer, así como el desfile constante de adivinos y mensajeros, tiene un memorable momento teatral y melódico, en la escena 3 del acto IV, que también ha pasado en una condensación de veinte líneas a la historia de la literatura. Me refiero al extraordinario poema del griego de Alejandría C.P. Cavafis El dios abandona a Antonio, escrito en 1910 y para Luis Cernuda una de las cumbres de la poesía del siglo XX, como sin duda lo es toda la obra de Cavafis. Citando las Vidas paralelas de Plutarco (al igual que Shakespeare en varias de sus piezas), Cavafis, que compuso un buen número de poemas sobre el entorno de nuestra pareja de amantes, entona en sus versos el lamento de un mundo que, tanto para Cleopatra y Antonio como para el oscuro funcionario civil fallecido en 1933 que él fue, desapareció cuando las pasiones de amor extremo empezaron a estar mal vistas en sus respectivas épocas. Ellos dignificaron, dice el poeta, esa ciudad extinta que no fue un sueño. Y que si lo fue merece seguir siendo oído en la celeste música de la palabra.

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4 de noviembre de 2021
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Un posible argumento a favor de nuestra singularidad

Las computadoras pueden conectarse a otras, apropiándose así de la capacidad de almacenar información de estas últimas. Como esto les da una ventaja sobre nosotros, se está intentando que los humanos podamos mediante implantación de chips conectarnos a las redes de silicio. Asunto que se presenta como inminente, y que contribuiría decididamente a la equiparación –cuando menos parcial- de nuestros destinos con el de seres… creados por el hombre. Entiéndase bien que, según como se interprete todo el asunto, se trataría de que el hombre pueda emular a la entidad maquinal por él generada y no al revés.

Pues bien, precisamente porque reconozco que todo esto puede desbaratar arraigadas convicciones sobre la singularidad absoluta del ser humano (por las que a priori tengo sesgo positivo), aventuro a favor de tales convicciones un argumento digamos de factura kantiana, que creo es algo más que ideológico.

El funcionamiento de nuestra mente cuando lo que está en juego no es el orden del aprendizaje empírico ni el orden del conocimiento puramente eidético (un conocimiento del tipo del que nos ofrecen las matemáticas), el funcionamiento de nuestras facultades cuando el criterio no reside en la objetividad, sea empírica o trascendental (así el funcionamiento cuando legisla un principio moral), pero sobre todo el funcionamiento cuando lo que está en juego es aquello que denominamos estética (en un sentido ciertamente muy alejado de la significación originaria), tal funcionamiento sería el indicio mayor a la vez del peso de lo simbólico cuando se trata de nuestra especie y de la radical irreductibilidad de la misma, es decir, entre otras cosas, imposibilidad de objetivación del ser humano, y por consiguiente imposibilidad de hacer del mismo un objeto de ciencia.

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4 de noviembre de 2021
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El Boomeran(g)
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