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Sosias

Llama mi viejo amigo Andrés Albiol para decirme que está en Alcalá de Henares y que me ha visto, o que cree que me ha visto. Le contesto que sí, que efectivamente me encuentro en este momento en Alcalá de Henares y le pregunto que cómo es que no ha ido a mi encuentro, y contesta que iba en coche, que no podía parar y que, por otra parte, mi atuendo, gorra americana y polo amarillo, le ha despistado un poco. Le digo que imposible, que de gorra americana y polo amarillo nada de nada, que estoy en un acto en la Universidad y que voy vestido, lógicamente, de otra manera. Sospecho que una vez más ha hecho aparición ese odioso individuo que se me parece y que no hace más que seguirme. Pero qué casualidad que Andrés lo haya visto a él y no a mí. Aunque, quizá, ¿no seré yo el otro?

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20 de septiembre de 2021
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Ñamerica: Desde hace 30 años Martín Caparrós viaja para nombrarnos

“Llevo años discutiendo con gente que dice que escribo ´relatos de viaje’. Les contesto que no, que nunca pensé estos textos como ´relatos de viaje´. Que nunca quise contar viajes. Que si viajaba a lugares era porque en ellos había historias que me daban la mejor excusa para hacer algo que siempre me gustó, pero que el viaje era el recurso para tratar un problema concreto, no un tema en sí”.

Dice Martín Caparrós en Lacrónica, su inclasificable recopilación de crónicas viajadas, autobiografía de cronista y ensayo.

Pero acto seguido, se contradice. O discute consigo mismo y aporta una larga cita en contra de lo que acaba de decir: sí quiere contar viajes. Se la pasa escribiendo sobre para qué y cómo viajar, y estudiándose a sí mismo como viajero.

Digo: la legión de lectores de Caparrós ya sabe que, junto con historias apasionantes y complejas sobre el mundo y sobre nosotros mismos, siempre encuentran en sus libros un permanente dar vueltas sobre lo que cuenta como cronista para discutirlo como ensayista.

Y también saben que nutre sus páginas una prosa depurada, mezcla de palabras eruditas y lunfardo argentino. Por ejemplo, en cada una de sus obras fulgura la palabra “brillito”, a veces escrita como “brishito”, como la pronunciamos los porteños.

Y que tiene una sintaxis propia, que a la vez hace avanzar sus argumentos con inicios como la palabra “digo” seguida de dos puntos, y el poner el autor de una frase en el párrafo siguiente al de su cita, como hice yo al inicio de este texto.

La primera vez que yo lo noté fue en una impresionante entrevista con el teniente coronel Aldo Rico en plena rebelión carapintada en 1987. Rico decía algo, que aparecía entrecomillado, y en el siguiente párrafo, Caparrós repetía la frase sin comillas. Como mirando de reojo al lector, su cómplice. Como décadas después hacía Kevin Spacey en el personaje de Frank Underwood en House of Cards.
Así:
“Soy un demócrata”.

Aldo Rico dice que es un demócrata.

Con el tiempo, en vez de convertirse en una parodia de sí mismo como otros autores que crearon un estilo personal, Caparrós fue transformando su estilo en una puesta en escena de su proyecto literario.

Digo: un proyecto único en la crónica latinoamericana, que arma ambiciosos ensayos narrativos hilvanados con análisis de contexto, largas entrevistas con personajes insólitos, relatos de viaje, breves citas de autores sorprendentes o de sus entrevistados, el buceo en sesudos informes e investigaciones, y la descripciones de paisajes (desde El interior muchas de estas descripciones son minúsculos poemas del tamaño de un haiku que el autor dice deber a la inspiración de poetas como Edgar Lee Masters).

Martín Caparrós es muchas cosas, y tal vez por eso es único en el firmamento de la crónica de Latinoamérica. Yo supe de él por primera vez a comienzos de los ochenta, en la maravillosa Radio Belgrano dirigida por Daniel Divinsky. Hacía un programa cultísimo y desternillante, Sueños de una noche de Belgrano, con Jorge Dorio. Pasó a la televisión (los innovadores documentales falsos de El mirador argentino), a escribir novelas, a la tremenda investigación en tres tomos de la militancia revolucionaria La voluntad, con Eduardo Anguita.

En 1992 encontró esa voz única de ensayista viajero que nos explica el mundo. En aquel libro pionero del nuevo género, Larga distancia, Caparrós “ha encontrado por fin su voz. Una voz conmovedora, memorable, que no se parece a ninguna otra”, dice Tomás Eloy Martínez en el prólogo.

Después, siguió una sucesión de libros de rigor investigativo y vuelo poético como La guerra moderna (que incluye clásicos de la crónica como El sí de los niños), Amor y anarquía, Contra el cambio, Una luna, el delicioso estudio narrado de su pasión futbolística, Boquita, y el luminoso viaje para conocer la Argentina que ya estaba antes de la patria, El interior, donde encuentra una nueva voz, más irónica y a la vez más literaria.

En 2014 lanzó su libro más ambicioso e internacional, El hambre, que es una indignada denuncia por las injusticias del mundo y un acercamiento humano a sus víctimas. Mientras tanto, sigue alternando estas crónicas que leen con fruición los estudiantes de periodismo y estudian con agrado los académicos con novelas históricas como Echeverría y El enigma Valfierno.

Tras desmenuzar con deleite nuestro particular modo de hablar (Argentinismos), solo le faltaba convertir su mirada y estilo únicos en la invención de palabras para su arte y para su territorio. Burlándose del auge del periodismo narrativo en estos tiempos, tituló su strip tease como escritor de no ficción Lacrónica, así, como una sola palabra.

Y ahora bautiza nuestra región del mundo como Ñamérica: lo describe como aquel territorio separado artificialmente en vetustas patrias y unido por la lengua latina que puso sobre una letra que ya existía un divertido bigote, como el frondoso adorno capilar que preside el conocido rostro del autor.

Estilo y sustancia se hacen uno en él. Bienvenidos a la tierra contada por Martín Caparrós.

Este perfil fue publicado en la revista Eñe de Clarín el 3 de septiembre de 2021

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18 de septiembre de 2021

Ilustración Marta Cerdà

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Zombis y androides del tercer milenio

Ningún guionista se habría atrevido a programar un comienzo de siglo tan espectacular y, sin embargo, el hundimiento de las Torres Gemelas permanece en la memoria como la metáfora inaugural del tercer milenio. Al desmoronarse a plena luz del día las imponentes moles de Manhattan, un doloroso interrogante agitó la angustia de la multitud asustada: ¿acaso es este el signo de un mundo condenado a sufrir temblores más terribles?

Los conspiranoicos que ponen en duda la demolición de las Torres Gemelas aciertan al percibir los secretos temores de la civilización y desvelan con su obsesiva sospecha la trama argumental de la gigantesca tramoya: para que algo sea imposible debe suceder dos veces.

Se acentuó con este doble estremecimiento la intensa batalla de nuestra guerra cultural y la tendencia más tercamente arraigada en la mentalidad contemporánea: la confusión endémica entre realidad y ficción. Alentada por los embaucadores de siempre, claro está, pero pérfidamente enquistada en el cerebro adictivo del consumidor.

La industria del entretenimiento fue la primera en comprender el nicho de mercado abierto al desplazarse el eje cognitivo. Una masa creciente de consumidores necesitaba ratificar la confusión del nuevo siglo y renunciar a entender la diferencia entre aquello que se teme y aquello que se desea.

Tecnociencia y espectáculo

La tecnociencia ha precipitado en estas dos décadas la patente de sus dispositivos, ha permitido el surgimiento de las plataformas televisivas y promulgado el dominio de la predicción algorítmica. Esta laboriosa y triunfante industria ha sustituido con sus ingenios narrativos a las obras del séptimo arte y ha ampliado con una nueva vuelta de tuerca la sociedad del espectáculo. De ser un miembro del público que esperan los creadores, el espectador ha pasado a ser el sujeto encadenado a un inmenso catálogo de ficciones adictivas. Nunca antes la humanidad había vivido apabullada por semejante estruendo de imágenes artificiales.

En el escenario portátil de las pantallas deambula un repertorio de personajes cuya marca es la infamia. Mercenarios, sicarios, narcos, policías desquiciados, macarras, matones, espías, asesinos en serie, secuestradores, sádicos, violadores, pederastas, drogadictos y todo tipo de tarados sostienen con sus fechorías una delirante visión del mundo contemporáneo y una mórbida patología que la cultura se niega a diagnosticar. Series y videojuegos se ofrecen como pista de entrenamiento a un espectador atrapado en el torturado bucle de la violencia virtual. Los canallas que antes daban la réplica escénica al héroe clásico son ahora los magos negros de una siniestra ilusión.

La historia de la novela y del teatro ha sido saqueada por una factoría de ficciones que en lugar de alumbrar las zonas oscuras de la conciencia, expande las regiones sombrías de la fantasía. Cuando las entelequias de esta industria californiana no son banales, cursis o directamente estúpidas (ridículas comedias románticas o combinaciones cansinas del habitual inspector de crímenes pasionales), sus ocurrencias proceden de una poderosa tentación cultural.

La distopía como género narrativo ha desplegado su influencia gracias a la ociosa indolencia y la odiosa credulidad del espectador embelesado. Unos relatos de pobre imaginación y desbordada fantasía elaboran las presunciones del cientifismo y dan forma dramática al código cibernético del transhumanismo.

Horizontal

En un espectro de la programación desfilan los zombis y en el otro los androides. Los protagonistas de la fantasía distópica expresan con plasticidad los terrores apocalípticos y el consuelo de las promesas tecnológicas. El zombi enuncia la penosa certeza de la corrupción de la carne, la podredumbre de los cuerpos, la lenta agonía de los hombres medicados y la venganza de los muertos envidiosos. Los androides, en cambio, nos muestran la saludable vitalidad de unos mecanismos diseñados para repararse a sí mismos y durar sin desmayo ni fatiga.

Entretenimiento y doctrina

Los zombis ulcerados que arrastran los pies con la mandíbula colgante por las ruinas de un mundo desolado vienen a lamentar con su gemido el fracaso de un Creador incapaz de proporcionarnos la inmortalidad que veníamos reclamando. Los androides, sin embargo, ilustran las ofertas del fabricante de cuerpos resistentes a la maldición de la muerte. Da la impresión que las plataformas televisivas han encontrado un filón y están dispuestas a entretener al espectador y fomentar al mismo tiempo su confianza en el alegato doctrinal del cientifismo conductista.

No se sabe a ciencia cierta qué abanico de efectos secundarios despliega la ficción distópica en la mentalidad colectiva ni cómo activa el mecanismo mimético de un espectador predispuesto a adquirir hábitos, imitar conductas y adoptar ideas que no comprende. Dado que sigue causando desagrado la idea de morirse el día menos pensado y que ser devorado bajo tierra por los gusanos es algo que no todo el mundo acepta de buen grado, las predicciones del transhumanismo seducen a un público encantado con la propaganda de la ciencia ficción.

La guerra cultural entablada entre el humanismo y sus enemigos libra en el campo de la ficción una decisiva batalla de ideas de la que no todos los actores son conscientes. El combate entre las criaturas de la imaginación y los personajes de la fantasía cibernética es más intenso de lo que ha sido declarado. Aquellas criaturas reflejan la vida insurgente del espíritu creativo, los personajes auguran la resignada derrota de una humanidad trastornada.

Publicado en CULTURA/S de LA VANGUARDIA



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18 de septiembre de 2021
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La escuela del fracaso

 

Desearíamos poner en nuestra puerta aquella calcomanía que la escritora María Gainza recuerda en su deslumbrante El nervio óptico (Anagrama): “Déjennos en paz, estamos atravesando una crisis”. ¿Quién osaría llamar a la puerta de nuestra casa, nuestro taller o nuestro corazón ante dicha inscripción? La vida es una colección de crisis. Con suerte se espacian, pero aun así aguardan agazapadas, como un pequeño bicho que se alimenta hasta no caber en el armario. Le basta esperar la hora en que revienten el ánimo, el estómago, las hormonas, la pareja, el trabajo, o en que la muerte cercana te dé una bofetada: de todo a nada. Nos gustaría pensarlas detenidamente, sentir el tiempo igual que una vasta llanura para meditar, y resolver de una vez por todas el problema como dicen hoy, “en micro y en macro”, aunque en realidad preferimos estar ocupados, apartados del foco de la crisis, que seguirá cabalgando a nuestro lomo.

Hemos agitado tanto la bandera de la felicidad que una pasta hecha de melancolía y tedio embadurna el planeta. La vida en pantalla es trepidante, por lo que algunos entran más en crisis. Ven a gente que sonríe y brilla, que parece estar perpetuamente enamorada. Que posa en rincones idílicos, brinda con cursilería y corta flores. Los profetas del pensamiento positivo nos convencieron de que el optimismo no era cosa de tontos. Por ello, los estilos de vida que engrosan la ideología del bienestar, la que más cátedra sienta entre todas, nos complacen tanto como nos torturan. A menudo nos gustaría ser nuestro yo ideal, disfrutar de la ar­monía, regresar a aquel estado fugaz, parecido a una alegre bolsa de aire puro en los pulmones. En la calle, en cambio, recibimos los manotazos de quienes andan con ira.

El libro de Gainza repasa algunas escenas biográficas de maestros del arte que deberían formar parte de una docta escuela del fracaso. “Cezanne decía: lo grandioso acaba por cansar. Hay montañas, que, cuando uno está delante, te hacen gritar ‘¡me cago en Dios!’, pero para el día a día con un simple cerro hay de sobra. Tu ciudad es una llanura gris pero cada tanto las nubes se corren y algo emerge en medio de la nada”. La vida no nos deja en paz, y, por ello, en nuestro constante reto de mantenernos en pie, seguimos luchando contra molinos de viento que a menudo sobrevaloramos. No combatimos las crisis deseando menos sino ambicionando más; tenemos esa triste manera de castigarnos.

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16 de septiembre de 2021
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Los fundadores de Ciudadanos defienden que el partido sigue siendo “útil”

“Ciudadanos sigue siendo un partido necesario en la política catalana y española”, apuntan diez firmantes en un texto de apoyo a la formación

Los fundadores de Ciudadanos que firmaron el manifiesto embrionario de 2005 han publicado una carta en la que defienden que el partido sigue siendo “útil” para luchar contra los nacionalismos y populismos, y a pesar de que a lo largo de la historia de la formación haya habido “aciertos y errores”. Los diez firmantes del texto, entre los que figuran Albert Boadella, Arcadi Espada y Francesc de Carreras, han querido salir en defensa de las siglas, cuyo futuro hay quien ve hipotecado al resultado del 14-F, y han apuntado que “Ciudadanos sigue siendo un partido necesario en la política catalana y española”.

“Ahora, más de quince años después y ante unas importantes elecciones en Cataluña, Ciudadanos, con aciertos y errores en su trayectoria, sigue defendiendo los mismos valores de libertad e igualdad y es el partido que se ha opuesto con mayor firmeza, sin cesiones ni renuncias, a quienes pretenden poner fin a nuestro sistema constitucional”, han defendido. “Ciudadanos es una opción política útil para garantizar el cumplimiento de la Constitución en el ámbito de Cataluña y articular grandes pactos en España entre aquellos partidos que no se sitúan en los extremos, es decir, ni en el populismo social ni en el nacionalista”, han proseguido en una carta que llega un mes antes de las elecciones catalanas.

También rubrican la defensa del partido quince años después de su fundación Félix de Azúa, Teresa Giménez Barbat, Ana Nuño, Xavier Pericay, Ponç Puigdevall, Sevi Rodríguez Mora y Ferran Toutain.

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14 de septiembre de 2021
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Un aniversario desabrido

Llegamos de manera casi inadvertida al aniversario de los dos siglos de la independencia centroamericana. Los fastos oficiales son escasos, y los gobiernos de las antiguas provincias que un día constituyeron la república federal no han programado ni los tradicionales juegos pirotécnicos para la magna fecha del 15 de septiembre, ni vistosos desfiles militares.

Tampoco parece que los presidentes de los países centroamericanos se verán las caras, aún en un encuentro ceremonial a distancia; si aún no han podido ponerse de acuerdo en nombrar un nuevo secretario general del SIECA, el organismo regional de integración es porque hay desavenencias, algunas de fondo, que afectan aún a los actos protocolarios. No esperemos, por tanto, grandes declaraciones oficiales, que en todo caso serían las mismas de siempre, envueltas en retórica de ocasión.

La independencia de las provincias de Centroamérica, proclamada en 1821 en Guatemala, entonces sede de la Capitanía General, cayó como una fruta madura después que en los otros países latinoamericanos culminaban, o estaban por culminar, las grandes epopeyas libertadoras. Y quienes la proclamaron corrieron de inmediato a anexar a la recién independizada Centroamérica, que incluía entonces a Chiapas, al imperio mexicano de Agustín de Iturbide, que no tardó en fracasar.

Según se consignó en el acta misma, la independencia se declaraba “para prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Más claro no canta un gallo. Desde entonces aprendimos la regla de oro de que entre nosotros todo cambia para que no cambie nada, según la regla gatopardeana. En lugar de próceres y revolucionarios, lo que hemos tenido casi siempre son ilusionistas de oficio.

Lo primero que se precisa es un balance de la democracia tras estos doscientos años de vida independiente. Al romperse con el molde colonial, lo que se escribió en las constituciones fue un credo de libertad cimentado en los grandes ejemplos que estaban a la vista: las ideas de la ilustración, la revolución francesa, y el acta de independencia de Estados Unidos.

Si un denominador común había en las proclamas liberales, era la convicción de que todos los caminos de regreso hacia el autoritarismo monárquico quedaban cerrados, y el ideal era la formación de una república federal cimentada en las formas democráticas de gobierno, independencia de poderes y elección libre de autoridades.

Este modelo político se había vuelto insoslayable para quienes dieron la lucha libertaria en el continente americano, de Bolívar, a Sucre, a San Martín; y al general Francisco Morazán, quien, una vez lograda a independencia de Centroamérica peleó por la sobrevivencia de la república federal, aquel proyecto finalmente frustrado tras largos años de guerras civiles le costó la vida.

La historia independiente de Centroamérica parte así de un gran fracaso, el de la república federal. Los cinco países estaban marcados por las inquinas entre caudillos, y el provincianismo más cerril pugnaba por la dispersión.

Estar unidos o separados se volvió, por desgracia, uno asunto de divisas políticas: los liberales eran los federalistas, y los conservadores los localistas, con la añoranza de la autoridad monárquica. Y entonces la unión centroamericana pasó a ser un asunto militar, que debía dilucidarse por medio de las guerras. Y así siguieron fracasando estos países, ya sueltos, entre el acoso de las grandes potencias coloniales e imperiales. Más tarde, ya en el siglo veinte, el siglo de las dictaduras bananeras, el asunto de la unidad política se volvió una mofa. Cuando al viejo Somoza le preguntaban por la unión centroamericana, respondía con todo cinismo que su renuncia a la presidencia estaba a la orden para facilitar esa unión. Un pícaro, que igual que sus congéneres vecinos, ofrecía lo que sabía no estaba en riesgo, su propio poder, porque la unidad no era sino una proclama vacía.

Había llegado a ser un sainete.

Centroamérica tiene un territorio conjunto de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con una población de 50 millones de habitantes, inmensamente joven. Se trata de un gran país, visto en su conjunto, y, por tanto, de un gran mercado potencial. El Tratado de Integración Económica de 1960, fue un intento, cada vez más maltrecho.

Pero lo que más agobia a Centroamérica, ya entrado el siglo veintiuno, es la persistente debilidad de sus instituciones, carcomidas por el autoritarismo, que sigue tan campante como en el siglo diecinueve, cuando los caudillos armados en guerra no querían bajarse del caballo, ni tampoco de las sillas presidenciales, que matriculaban como suyas para siempre.

Unas instituciones carcomidas por la corrupción, que contribuye al descrédito de la democracia, bajo la amenaza permanente del narcotráfico que se cuela en las esferas más altas del poder, en el sistema de justicia y en el aparato de seguridad pública.

La población joven de Centroamérica, que es mayoritaria, está llamada a hacerse cargo sin demora de revisar el pasado que nos frena, con sus rémoras antidemocráticas y excluyentes, y sus egoísmos y perversidades, para abrir el camino hacia el futuro común.

Las oportunidades en este siglo veintiuno en el que nos adentramos serán de conjunto para los países centroamericanos, y no las habrá para pequeñas parcelas aisladas, que no son viables por sí mismas.

Y sin democracia, sin instituciones creíbles, no vamos a ningún lado.

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13 de septiembre de 2021
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Mi asesino

Ayer cené con mi asesino. Una de esas cenas pantagruélicas de finales de agosto que se montan como cierre de temporada. Yo no estaba advertido, pero algo me decía que allí, además de servir un marisco inaceptable, ocurrían otras cosas. Éramos unos veinte, y en esa mesa rectangular, gigantesca, me situaron en el centro, quizá por mi edad, quizá para que un mayor número de comensales se beneficiara de mis ocurrencias. Frente a mí quedaron una serie de individuos desconocidos, primos o hermanos de no sé qué veraneantes, que no cesaron de reír y gritar durante todo el ágape. Uno de ellos, al que llamaban Pitarra o Piparra, y me resisto a creer que nombre tan desgraciado fuera realmente el suyo, era el que parecía llevar la voz cantante. Pues bien, respecto a esa persona, alguien me comentó después, cuando salíamos del jardín, que era mi asesino, el tipo que en la primavera pasada se dedicó una noche, o una madrugada, a anunciar por ahí, telefoneando en horas intempestivas, que Ferrer Lerín había fallecido, que los medios llevaban la noticia. Estuve tentado de agarrar por la pechera al tal Pitarra / Piparra, mas no tenía claro si se trataba de uno o de dos energúmenos, es decir un energúmeno Pitarra y otro energúmeno Piparra, cuando ampliando la información me contaron que Miguel Lucas, un amigo mío de toda la vida, sufrió un desvanecimiento al recibir la llamada y que también a otras personas de mi confianza les impresionó grandemente la noticia... pero me contuve, pensé que lo mejor era tener paciencia, y esperar. Y así ha sido, la espera parece que ha sido provechosa. La tele informa que la gota fría se ha cobrado dos vidas, dos hombres, uno en la provincia de Lérida y otro en la provincia de Guipúzcoa, se han ahogado en situaciones similares; ambos cruzaban un barranco a lomos de una mula; ¿sería mucho pedir que al menos uno de ellos fuera Pitarra / Piparra?

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12 de septiembre de 2021
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Diario de la peste (18). Pensamiento mágico en Francia

La Francia laica está resucitando a san Roque, santo de las epidemias y patrono de Santiago de Compostela, ciudad que apostó por su devoción tras un episodio de peste. En Francia le están dedicando a Roque programas televisivos, obviamente en canales conservadores,  a los que acuden medievalistas y teólogos para hablar de él y situarlo en el tiempo.

Al parecer Roque nació en Monpellier en el siglo XIV. Le tocó vivir una época infernal: la guerra de los cien años, las milicias salvajes de mercenarios asolando las ciudades por las que pasaban, violando, saqueando y matando. Como colofón a tanto desastre apareció la peste negra.

Roque, que había estudiado medicina de Monpellier, se ocupaba de los apestados mientras peregrinaba a Roma, donde curó a un cardenal, y el papa lo mando llamar. En cuanto vio a Roque, el pontífice quedó cautivado por su mirada trasparente y exclamó: “¡Sé que llegáis del cielo!”

El papa se equivocaba, en realidad Roque llegaba de infierno, y se le veía un hombre tranquilo, que había mirado la cara taladrada de la muerte, que había comprendido la precariedad de la existencia, y que vivía en un puente entre la vida y la muerte, curando a los enfermos o enterrándolos con sus propias manos cuando morían.

En una ocasión contrajo la enfermedad y al percibir las llagas y los bubones en sus piernas, huyó al bosque para no perturbar a nadie con su dolencia y morir en la soledad y el silencio. Según el mito, un  perro se apiadó de él y le llevaba pan todos los días. Roque consiguió sanar y regresó a los caminos y a las ciudades para seguir luchando contra la peste.

Si ahora mismo vais a París, a una iglesia del distrito 1 donde se conserva una estatua de San Roque, veréis a gente de diferente naturaleza y condición encendiendo velas ante la imagen del santo. Se entregan a un rito antiguo, que hoy se podría considerar folclore, si bien no hay que olvidar que el folclore es, entre otras cosas, una colección de mitos más o menos salutíferos.

Los que en París le ponen velas al santo de las epidemias, entran en su mitología, y participan en ritos parecidos a los de sus bisabuelos. Regresan al pensamiento mágico. ¿Regresan? No exactamente. El pensamiento mágico nunca nos ha abandonado, y hasta en las personas más lógicas y severas, convive todo el rato con el pensamiento racionalista y laico. Somos una mezcla de ambos, ya desde los presocráticos.

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11 de septiembre de 2021

Foto: Ehimetalor Akhere (Licencia Unsplash).

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Sin relojes en Afganistán

 

“Una pérdida de tiempo, un puto discurso plagado de putas estupideces”. Esta frase tan mal hablada pertenece a la película Máquina de guerra, en la que Brad Pitt interpreta a un trasunto del carismático general norteamericano Stanley McChrystal. Y se refiere al discurso de Obama en West Point en el que anunciaba una terrible contradicción: enviaría más tropas al país que invadieron tras los atentados del 11-S, aunque se comprometía a emprender su retirada escalonada a partir del 2011. McChrystal, en cambio, quiere pelear en las regiones más hostiles para asegurar el país antes de la retirada. Es austero, duerme cuatro horas, moriría por sus tropas. “No ganamos la guerra porque no la libramos”, dice. El rearme silencioso de los extremistas no se hará esperar; se extiende una frase premonitoria de los talibanes: “Vosotros tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”.

A la entonces ministra de Defensa, Carme Chacón, le interesaba McChrystal, con el que se reunió varias veces en Kabul junto al entonces Jemad, José Julio Rodríguez. Fluyó la empatía entre dos seductores. Intercambiaban mensajes, incluso Chacón llegó a variar algunas tácticas siguiendo las ideas del general. Ella tenía muy claro que aquello era una guerra, y siempre se refirió al conflicto como tal, sin eufemismos, porque no quería que le ocurriera lo que a Zapatero con la crisis.

De nuevo, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra; no hay otra salida que el asilo En las Navidades del 2008 pude integrarme en el Falcon que viajaría hasta Manas para, desde allí –en un infernal vuelo en Hércules–, llegar a Herat, donde la ministra visitaría al contingente. Recuerdo bien al pastún que nos condujo en un autobús soviético hasta la base y los dormitorios de las militares, con ositos de peluche y un libro de Dulce Chacón sobre la litera. No pudimos salir de la base por el elevado riesgo de ataques. “¿Cómo es la vida en Afganistán? ¿Y la de las mujeres?”, preguntaba a quienes habían recorrido sus calles. Y relataban una vida medieval, donde muchas niñas estudiaban clandestinamente. Las mujeres vivían con las libertades limitadísimas, reservadas para una élite –el 20% de la población que colaboraba con los extranjeros–. Como Sharifef, refugiada en Madrid desde hace cinco años, que fue condenada al analfabetismo. Esta semana llegaron su madre y su hermana pequeña a Madrid. Forman parte de las 2.181 personas que han podido salir del aeropuerto de Kabul, de ellas 1.700 han pedido asilo en España, según fuentes de ­CEAR. Se sienten igual que extraterrestres, y el dolor por los suyos, retenidos en Herat, les hace sangrar los dientes.

El tiempo ha demostrado acertadas las críticas que el general McChrystal vertió contra Joe Biden –entonces vicepresidente de Obama–, al que tildó de miope. Hemos llegado al Caosistán, predijo antes de su relevo al frente de las tropas de la OTAN en Afganistán. Ahora, una década después, se acaba de desmontar la pantomima: un gobierno de cartón piedra apuntalado militarmente se ha derrumbado como un mal decorado, y ha permitido a las fieras recuperar el control. Fieras salvajes y crueles. De nuevo, la vida de una mujer vale menos que la de una cabra. Parece difícil pensar otra salida que no sea el asilo. “Desde España estamos liderando una campaña de salida de emergencia, para abrir corredores humanitarios”, me informan desde CEAR. Porque la solidaridad internacional parece el único paliativo ante un desastre anunciado y engordado a causa de las dioptrías geopolíticas de quienes todavía no han comprendido cómo se combate el fanatismo.

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10 de septiembre de 2021
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Decíamos ayer

Voy a ofrecer al Gobierno bicéfalo algunos consejos prácticos de empoderamiento resiliente, solidario, sostenible y paritario, como diría el hípster de Daniel Gascón

Saludo el curso escolar de mis atentos lectores (y también de los desatentos) desde esta frágil columna. Entrados en el otoño, voy a ayudar al Gobierno bicéfalo para que dure por lo menos unos meses más. De manera que le ofrezco algunos consejos prácticos de empoderamiento resiliente, solidario, sostenible y paritario, como diría el hípster de Daniel Gascón.

El primero es impedir que los personajes que encarnan la maldad en las películas, especialmente las del Oeste, se rían a carcajadas mostrando la bajeza de sus instintos y una dentadura lamentable. La orden de la dirección de ETA para que sus empleados sonrieran sin descanso cuando se los juzgaba, obedecía al mismo fraude. Un teatro seguido dócilmente por los políticos separatistas encarcelados e indultados. Signo de mala conciencia y alma de spaghetti western.

El segundo consejo es el de prohibir mediante norma bien fundada que se aplauda en el Parlamento. No hay nada más descorazonador para el pobre votante que ver las interminables ovaciones de los diputados de uno y otro bando, a veces en pie como en los toros, cada vez que termina de hablar alguien o incluso mientras está hablando. Este fervor tan fácil de confundir con la célebre expresión de “dar jabón” (u otras más soeces), trae la conclusión de que cuantas más majaderías diga el prohombre o la promujer, más se le ovaciona.

El último consejo de la semana trata de evitar que la envidia, sobre todo la ancestral envidia morisca y fenicia, castigue a las comunidades donde se vive sin rencores ni celos, como Madrid. No hay que multarlas con impuestos, pero puede suplirlos una nueva gabela de gran futuro: un gravamen a todos los varones blancos, heterosexuales y sanos. Que paguen o se reinicien. ¡Banda de colonos!

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7 de septiembre de 2021
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El Boomeran(g)
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