Francisco Ferrer Lerín
Estoy tumbado en un sofá, en posición de echar la siesta o de descansar tras un periodo de colosales fatigas. La granada de mano, de fragmentación, de conmoción, o aturdidora, quizá la haya encontrado en ese espacio ominoso entre el cojín y el respaldo, donde me gusta, a veces, rebuscar. De modo maquinal tiro de la palanca y arrojo el proyectil por la ventana que tengo a mi izquierda, una ventana espaciosa pero que dada su ubicación respecto a donde me hallo y, sobre todo, por la postura que mantengo, no es fácil de acertar, por lo que experimento un lógico alivio cuando el proyectil describe una parábola limpia y desaparece explotando en un punto que queda fuera de mi vista, pero que debe de situarse cerca de la fachada ya que se oyen cascotes cayendo a la calle, donde el griterío de niños y adultos demuestra que el impacto ha sido notable. Pero hay algo que sorprende, un segundo estruendo que, a modo de eco, se produce casi de inmediato, procedente, sin duda, de las montañas que rodean la ciudad y, esto es lo llamativo, un estruendo, un eco, un factor sorpresa que tanto el hombre soñado, como, al despertarse, el hombre tumbado, no tenían previsto que hiciera acto de presencia; les sorprende algo que no estaba en el sueño, algo autónomo, no un elemento más de la estructura convencional de este sueño del que el hombre soñado forma parte, así como forman parte el sofá, la bomba, el ventanal, la primera explosión, los cascotes, los gritos de la calle, pero del que no forma parte esta segunda explosión, sorpresiva, no programada, ajena al que sueña y al soñado, pero no al mundo de los sueños, del cual este sueño de la granada de mano sería una minúscula parte, una tibia conexión con el mundo, mucho más limitado, de los llamados vivos.