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Antonio y Cleopatra

Por 4 de noviembre de 2021 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Representada, seguramente por primera vez, en una fecha imprecisa de 1606, Antonio y Cleopatra no volvió a los escenarios hasta pasados 150 años, lo cual más que de fracaso habla de unas circunstancias que ayudan hoy a entenderla mejor en su osadía y su gran ambición tragicómica. Fue además escrita, y también esto es significativo, a continuación de cuatro obras maestras del más alto periodo shakespeariano, precediéndola Otelo, Medida por medida, El rey Lear y Macbeth.

En 1677, setenta años después de aquel probable estreno y trascurridos más de sesenta de la muerte de Shakespeare, un buen poeta y comediógrafo de la Restauración, John Dryden, puso en escena Todo por amor (All for Love), “escrita en imitación del estilo de Shakespeare” confiesa el propio Dryden, y esa tragedia sobre Marco Antonio y la reina egipcia tuvo tanto éxito que eclipsó a su modelo; el original de Shakespeare sería rescatado ya en el siglo siguiente, en 1759, por una de las figuras legendarias del teatro británico, David Garrick, cuyo Antonio daba réplica a la Cleopatra de otra gran actriz del momento, Mary Ann Yates. Aun así, la obra no entró en el repertorio, y lo que sigue es mi interpretación somera y tentativa de las razones de esa incomprensión o temor a un texto actualmente considerado esencial dentro del canon del Bardo: un texto en exceso atrevido para aquellos siglos que veían fluir la sangre con gran derrame en los escenarios, y abundaban en la representación de incestos y estupros, pero en los que la intimidad carnal sin freno de una ilustre pareja histórica podía escandalizar.

Ya en su primera escena, Antonio y Cleopatra revela los componentes opuestos y tan bien ensamblados que la caracterizan; la voz de una opinión pública desconfiada que, en boca de dos ciudadanos de Alejandría lamenta, no sin racismo, la chochez de un militar de rango como Antonio enamorándose perdidamente de una “gitana con tez de betún”. Para esos ciudadanos recelosos, al igual que para la alta jerarquía que comparece poco después en Roma, Cleopatra ha hecho del general romano “el hazmerreír de una ramera”, y la descripción despectiva no es tan huera como parece. Si hay algo que destaca en esta tragedia es la idea de diversión, de placer gozoso que sostiene el desarrollo de la pasión y casi podría decirse que proyecta a los enamorados en un más allá hecho de sensualidad verbal y disfrute de la risa. No puede ser casual a tal respecto, sino premeditada ingeniería dramática, que las escenas de las agonías y muertes de los amantes (acto IV escena 15 y acto V escena 2) transcurran en un constante equilibrio entre lo conmovedoramente patético y lo descacharrantemente cómico. En sus crisis de celos, en sus desplantes, en sus golpes bajos y sus zalamerías, en sus acusaciones mutuas y sus gloriosas reconciliaciones, está la clave de una contienda erótica en la que ni ella ni él desean quedarse en segundo lugar. De ahí lo extraordinario que la primera frase pronunciada por la reina en la obra sea ese “Si es en verdad amor, dime cuánto”, a lo que Antonio, entrando al trapo, responde “Pobre es el amor que deja sacar cuentas”. Cielo y tierra, sublimación y rencillas domésticas, van a ser en esa larga fase postrera de su relación los dos polos que les mantenga unidos y al fin les destruya.

Amada Cleopatra por otros hombres de abolengo antes de conocerse Antonio y ella (cosa que se resalta en los diálogos con una mezcla de impudor y vanidad), la reina de Egipto quiere evaluar el amor del triunviro para estar segura de que, llegado el momento inevitable de la confrontación de Oriente y Occidente, el valor de su ligazón sentimental superará al otro gran poder que está en juego, el poder político; un territorio desplegado entre los campamentos, las naves de guerra, los palacios y las alcobas, lo que da paso a muy vivas escenas de conspiración, mangoneo, traiciones y alianzas de conveniencia.

Es sabido que Cleopatra, hija de reyes y reina ella misma, fue una mujer curiosa y sabia, lectora y escritora (a ello se alude en la escena 3 del acto III), pero también estratega astuta en un universo de hombres sibilinos a los que no es aventurado decir que les atraía su belleza, su arrojo y su labia. Shakespeare, el más consumado artista de la elocuencia teatral, lo es tanto por boca de reyes o princesas como cuando hace hablar a los más siniestros sicarios y a los bufones menos compasivos; en esta obra los criados, los centinelas, los agoreros profesionales y los mensajeros se expresan con una dignidad y un sentido inapelables, lo que quizá justifique a los ojos de la pareja protagonista las ganas de mezclarse y hacer fiestas con la servidumbre y la soldadesca. Aunque las batallas de ingenio que ambos pelean constantemente, sin dejar de amarse, no tienen parangón. La tragedia de Antonio y Cleopatra, antes de serlo, es una de las comedias más chispeantes del autor.

Es también una obra en la que una de las recurrencias mayores de Shakespeare, la paternidad y sus reflejos filiales, aparece de un modo singular, distinto al que se da en Hamlet o El rey Lear, en los dos Enriques IV y el Enrique V, en El mercader de Venecia y en El rey Juan. Cleopatra es hija y heredera de los Tolomeos, y para continuar esa dinastía de la que tan orgullosa se siente, insiste y maniobra con la finalidad suprema de que su hijo, un desdibujado Cesarión, posible retoño de Julio César, la continúe y la afirme. Por su parte, Antonio tiene en el dramatis personae del Bardo una condición única: ser personaje muy central en Julio César (1599), y desempeñar en 1606 uno de los roles titulares de esta tragedia egipcia. Es muy de subrayar que en su primera encarnación Shakespeare dote a Marco Antonio de una gran contención y dignidad en la austera y muy hermosa oración fúnebre tras el asesinato de Julio César en el Senado romano, y siete años más tarde le confiera al mismo personaje una oratoria colorista, asiática la llama Plutarco, cuajada de metáforas y ocurrencias que se equiparan y desafían a las de Cleopatra, reina oriental. Dentro y fuera del lecho, en el puente de mando naval o al frente de las tropas, Antonio tiene en su mente como referencia o modelo al admirado Julio César; tampoco Cleopatra le olvida, aunque siente rabia de que su sirvienta Carmia, tan avispada, compare a los dos hombres, poniendo a su antiguo amante por encima de su definitivo amor del presente.

La voluptuosidad de Antonio y Cleopatra se acentúa por la edad que han cumplido; como tantas parejas actuales, los dos vienen de un pasado amoroso nutrido y con descendencias cruzadas. Su madurez les apremia pero les da también sabiduría. El poder de atracción de Cleopatra, basado no sólo en su físico sino en su palabra y en la resonancia de su memoria, da pie a breves y picantes intentos de seducción, en los que Shakespeare es maestro. Y tienen mucho peso los perjudicados principales: Octavia, intercambiada en una transacción de alta política, Enobarbo el auto-castigado por su breve abandono al jefe, Lépido; Sexto Pompeyo (otro hijo con angustia de las influencias paternas), el adolescente Eros, de ambigua y delicada fidelidad a su señor Antonio. Y, naturalmente, el vencedor Octavio César, que no hay que confundir con el gran general; se trata de su ahijado y sobrino segundo, que consiguió el laurel de emperador ambicionado por su tío.

La macabra danza amorosa entre el deber y el placer, así como el desfile constante de adivinos y mensajeros, tiene un memorable momento teatral y melódico, en la escena 3 del acto IV, que también ha pasado en una condensación de veinte líneas a la historia de la literatura. Me refiero al extraordinario poema del griego de Alejandría C.P. Cavafis El dios abandona a Antonio, escrito en 1910 y para Luis Cernuda una de las cumbres de la poesía del siglo XX, como sin duda lo es toda la obra de Cavafis. Citando las Vidas paralelas de Plutarco (al igual que Shakespeare en varias de sus piezas), Cavafis, que compuso un buen número de poemas sobre el entorno de nuestra pareja de amantes, entona en sus versos el lamento de un mundo que, tanto para Cleopatra y Antonio como para el oscuro funcionario civil fallecido en 1933 que él fue, desapareció cuando las pasiones de amor extremo empezaron a estar mal vistas en sus respectivas épocas. Ellos dignificaron, dice el poeta, esa ciudad extinta que no fue un sueño. Y que si lo fue merece seguir siendo oído en la celeste música de la palabra.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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