Félix de Azúa
La mascarilla, contra el antifaz, oculta la parte más indefinida del rostro. Sólo vemos los ojos y eso favorece a las mujeres: suelen tenerlos grandes y expresivos
Lo tenía en el asiento frontero del autobús y podía observarlo con sosiego porque estaba absorto en sus cavilaciones y con los ojos muertos. Le calculé sesenta años. Un porte robusto y unas pobladas cejas a lo Breznev le añadían un toque feroz. Pero lo que atrajo mi atención es que aguantaba sobre las rodillas una enorme bolsa con el nombre del comercio: Le bonnet à pompón. Era como un guerrero vikingo que llevara en el regazo al nieto recién nacido. El negocio del título es ilustre entre las madres madrileñas. Venden ropitas infantiles e imaginaba yo que el abuelo iba feliz con sus tres kilos de ornatos para el bebé.
De ahí pasé al pompón, que en castellano se dice igual, aunque es más literario “borla”. Son ornatos que no han perdido su gracia a lo largo de siglos y me pregunto qué será lo que los hace tan simpáticos. En Estados Unidos se llaman así los grandes plumeros que agitan las cheerleader o animadoras del rugby, baloncesto o fútbol americano. En Escocia y con el nombre de toories adornan las boinas de algunos regimientos escoceses de gran prestigio. Es un adorno, por tanto, que engalana por igual a un severo militar, a un recién nacido o a una bella adolescente. Algo tiene el pompón que su presencia anima cualquier apariencia.
Volví al abuelo. La mascarilla me impedía concluir el tipo de persona que atraía mi atención. La mascarilla, contra el antifaz, oculta la parte más indefinida del rostro. Sólo vemos los ojos y eso favorece a las mujeres: suelen tenerlos grandes y expresivos. Así lo advirtieron los viajeros románticos. No hay visitante inglés, francés o alemán que no admire los “ojos hechiceros” de las españolas. Observen, por ejemplo, los anuncios de Carmen, sea película, libro o espectáculo. Enormes ojos brillantes y sugestivos. Veo pasear con mascarilla muchas más mujeres que hombres. Será por eso.