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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La faute de l?Espagne

Sarkozy ya no puede abrir la boca sin hablar de España. Los franceses que han votado a Marine no quieren ser como España. Si él quiere seguir presidiendo la République, es para no convertirse en España. Si gana Hollande, Francia será España. Sarko l?americain se está convirtiendo en Sarko el antiespañol. Curiosa transformación, hay que decirlo, y muy poco francesa. Lo español es ser antifrancés, y lo más genuinamente francés es ser despreciativo y arrogante con lo español, y no antiespañol sino antialemán.

Los repertorios de tópicos históricos, cultivados en el jardín de los prejuicios y de la xenofobia durante años, sino siglos, regresaron invertidos con el triunfo de la transición y la integración europea. Aunque a la derecha española le sigue costando dejar de ser antifrancesa, la derecha francesa se convirtió en encantadoramente hispanófila. No olvidemos que la España de guitarra y pandereta es un invento francés. Fuimos el ?otro? exótico y Sarkozy quiere ahora situarnos de nuevo en la ?otredad? menos exótica y más dolorosa de la Europa del derroche y del desgobierno económico. En sus insistentes invocaciones de España Sarkozy manifiesta hasta qué punto el fantasma de la crisis se está convirtiendo en una pesadilla para un presidente que con sus cinco años en el Elíseo pocas lecciones puede dar respecto a limitación del endeudamiento y recorte del déficit público. Es un rebote de los viejos tópicos antiespañoles, que regresan a dónde solían después de la etapa de enamoramiento. Se produce en forma de conjuro antisocialista: la España en crisis era el socialismo de Zapatero, que era como decir el único socialismo que quedaba en Europa; y ahora hay que impedir que regrese de la mano de Hollande. La crisis c?est la faute de l?Espagne. Yo, por mi parte, no puedo olvidar las buenas relaciones de Sarkozy con Zapatero, y sobre todo los elogios durante su anterior campaña electoral a la política de vivienda española, con promesas de imitación a los estímulos fiscales y a las facilidades bancarias para que los jóvenes compraran en vez de alquilar. Afortunadamente para Francia, nada pudo poner en práctica de aquellas ocurrencias suyas. Y seguro que ahora ha olvidado del todo que fue un embobado admirador de la burbuja inmobiliaria española.



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24 de abril de 2012
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Espadas sobre fondo de oro

En noviembre de 1519 aquellos hombres protegidos por pesadas corazas y con los caballos resoplándoles en el cogote se adentraron por el gran camino que sale de Estapalapa. No tardaron mucho en montar la formación. A medida que se aproximaban a la gran ciudad, ellos, que sólo conocían los pueblos españoles y las villas coloniales cubanas, iban quedando cada vez más atónitos: "Y de que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que, por una parte, en tierra había grandes cibdades, y en la laguna, otras muchas; e víamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchas puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la cibdad de México".

 

Al frente de un gentío de indígenas enemigos del azteca formaban 400 soldados al mando de Hernán Cortés. Para nuestra fortuna uno de ellos era Bernal Díaz del Castillo, nacido en Medina del Campo hacia 1495 en cuna plebeya, aunque acomodada, y sin apenas educación porque tenía entonces 20 años y llevaba ya en la aventura americana desde 1514. Este muchacho sería el más grande cronista de la conquista americana aunque, como él decía, "no soy latino", es decir, no sabía latín ni poseía elegancia literaria ninguna. Su escritura, en efecto, es seca, desaliñada, a veces brutal y vehemente, como sin duda fue su juventud, pero de una inmensa eficacia. La Historia verdadera de la conquista de Nueva España es, a juicio de este modesto comentarista, una obra maestra de la literatura española capaz de medirse perfectamente con las de Cervantes, no en la perfección formal sino en su grandeza narrativa. La reciente edición, muy diestramente anotada y comentada por Guillermo Serés en esa cada día más impresionante biblioteca clásica de la Real Academia, es de todo punto imprescindible para cualquier lector educado. El precio también es educado.

Esta tremenda historia, sin comparación alguna con nada similar en la literatura europea, comenzó a escribirla un hombre de 60 años cuando ya no podía emprender empresa guerrera alguna, pero no la abandonó hasta su muerte en 1584, añadiendo, quitando, reescribiendo, corrigiendo, enmendando el texto sin descanso, en parecida obsesión a la de Proust. Las razones para escribir, sin embargo, diferían. A Proust le movía el deseo desesperado de salvar algún sentido antes de que la muerte todo lo aniquilara. A Bernal, en cambio, le movían varias indignaciones, la primera y principal de ellas las mentiras de los cronistas oficiales, las cuales le obligaban a tomar la péñola "...porque cosas tan heroicas como adelante diré no se olviden, ni más las aniquilen y claramente se conozcan ser verdaderas, y porque se reprueben y den por ningunos los libros que sobre esta materia han escrito, porque van muy viciosos y escuros de la verdad...". Se refiere a cronistas como López de Gómara, Gonzalo de Illescas o Paulo Jovio, contra los cuales añadió, por contraste, ese sorprendente adjetivo de "verdadera" a su historia. Él había combatido y sufrido codo con codo con Cortés durante décadas, pero ahora llegaban unos cronistas a sueldo y peroraban disparates pagados por los potentados en busca de fácil fama. Bernal había hecho con su cuerpo la historia verdadera, pues "a tan excesivos riesgos de muerte y heridas y mil cuentos de miserias pusimos y aventuramos nuestras vidas (...) y de día y noche batallando con multitud de belicosos guerreros, y tan apartados de Castilla", que no podía soportar las invenciones de quienes sin haber empuñado ni una navaja ahora escribían la historia de América.

"Tan apartados de Castilla", en efecto, porque la segunda indignación de Bernal es que le estaban quitando sus privilegios y posesiones para beneficiar a unos señoritos recién llegados y sin más mérito que su encumbrada parentela. A partir de 1542, cuando el soldado se acercaba a la peligrosa cincuentena, las "Leyes Nuevas" promovidas por Las Casas para "frenar la esclavitud de los indios, fijar límites a la perpetuidad de las encomiendas y dotar de cierta igualdad a los nativos" (Serés), leyes sin duda tan necesarias como justas, despojaron a los viejos soldados de sus propiedades y beneficiaron a los burócratas emparentados con la nobleza. Las reivindicaciones de Bernal (que respetaba a Las Casas y nunca le dirigió la menor invectiva) asemejan a veces a las del pleiteante obsesivo de Dickens, aunque siempre desde la digna actitud de un soldado viejo y maltratado. De haber vivido en el siglo XVIII se habría comparado con el general Belisario.

Lo asombroso es que esta historia escrita por un hombre sin apenas formación (aunque lector de novelas de caballerías), enfurecido por cronistas mentirosos, perturbado por la abyecta política española, sea a pesar de todo una obra maestra de la literatura. Lo milagroso es que Bernal fuera siendo devorado por la pasión literaria y a medida que avanzaba en el relato la gracia misma de la narración venciera sobre sus venganzas y miserias privadas, quizás como le sucedió también al gran Saint Simon en su interminable historia. La pura pasión literaria fue lo que le empujó a introducir toda suerte de detalles, cuadros de género, observaciones y escenas de modo que el lector fuera tropezando con "diálogos, anécdotas, catálogos detallados de naves, caballos, provisiones, descripciones fisiognómicas de españoles, mexicanos, tácticas militares etc." (Serés), lo que da una viveza singular a esta crónica distinta de todas, pero próxima a la de Herodoto a quien Bernal desconocía. Aunque "no era latino", Bernal sí era un narrador natural y tan avanzado en su época que algunos expertos, como Ángel Delgado, no dudan en ponerlo junto a Cervantes como el primero en dar pasos metaliterarios antes de hora.

Esta es, pues, la historia de un soldado de cuna humilde que se atribuye sin pudor el valor de sus hazañas como un héroe antiguo y siente la injusticia de no acceder a una nobleza, la de las armas, en nada distinta a la que merecieron Amadis o Juan de Austria. No sabía que iba a ser la conquista de América, justamente, lo que acabara con la vieja nobleza guerrera y diera paso a un funcionariado gandul que en pocos años arruinaría el imperio, como siempre ha sucedido en España.

Y no sólo en España, también para el resto de Europa se avecinaba esa época que Max Weber llamó la del desencanto del mundo, cuyo último y residual modelo heroico sería Alonso Quijano, el hidalgo pobre que sigue creyendo en los encantamientos y milagros de un mundo que él todavía lee a lo cristiano, aunque se rompa la crisma contra la sociedad práctica, pragmática, funcional, que se ríe de él como de un orate porque ha aprendido que la vida va en serio.

El mundo en el que se crió Bernal era todavía un lugar donde eran posibles los milagros y en el que las hazañas traían consigo gloria, honra y nobleza. El mundo en el que muere Bernal es ya el de los primeros laboratorios científicos, los incipientes Estados administrados por una burocracia de casta, y unos súbditos que van a ir dejando de creer en los encantamientos y milagros para dedicarse a ganar dinero, o, como prefería decirlo Karl Marx, a construir un Paraíso de los humanos levantado con el trabajo humano y no regalado por la divinidad. La historia de Bernal es una de las últimas épicas caballerescas europeas y su único defecto es el de ser verdadera.

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24 de abril de 2012
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La razón y la ira

Y también están los corruptos. Si no hubiera corrupción posiblemente la hecatombe que  se cierne sobre los ciudadanos sería la misma. Pues la reducción de las personas es inevitable corolario de que la lógica del  dinero impregne exhaustivamente la vida económica. Mas para que los términos de esta polaridad se diluyan, para que no se sepa exactamente dónde reside el combate, el corrupto viene a jugar su papel estructural. El poder mismo jalea a los que anatematizan a los malos, evitando simplemente que la ira se arme de razón, dirigiendo entonces sus puños contra El Mal.

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24 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Así comenzamos…

“A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta…” El sótano Thomas Bernhard “Claro, la vida es un proceso de demolición” Crack-Up Francis Scott Fitzgerald “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena.” Conversación en la Catedral Mario Vargas Llosa Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.”? El amor en los tiempos del cólera Gabriel García Márquez Cuando era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. “Siempre que sientas deseos de criticar a alguien”, me dijo, “recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti”. El Gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald “Cuando te pescaron en el canal, La Salute amanecía, Tintoreto desplegaba sus velas, los turistas al acecho se mordían los labios. ¿Con quién fue la cita esta vez, Dogaresa? ¿te fotografiaron al fin, como tanto habías deseado, con tu gran traje de seda, tus cabellos rojos, tu adorable silueta tendida en el pantano?” El cuerpo de Giulia-no Jorge Eduardo Eielson. “El sol aún no se había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo arraigado, permitían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que el cielo clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía el cielo del mar, y en el paño gris aparecieron gruesas líneas que lo rayaban, avanzando una tras otra, bajo la superficie, cada cual siguiendo a la anterior, persiguiéndose una a otra, perpetuamente.” Las Olas, Virginia Woolf “Estoy viviendo en la Villa Borghese. No hay una pizca de tierra en ninguna parte, ni una silla fuera de lugar. Estamos solos aquí, estamos muertos.” Trópico de cáncer. Henry Miller? “Para volver a nacer - cantaba Gabrieel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos- tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste?” Los versos satánicos. Salman Rushdie “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.” Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes  “Cuando, como dos petrificados, nos sentamos a comer o nos topamos de noche en la puerta de la casa porque ambos pensamos al mismo tiempo en cerrarla, percibo nuestra tristeza como un arco que llega desde un extremo del mundo al otro, o sea, de Hanna hasta mí, y en el arco tensado, una flecha lista para dar en el corazón del cielo inmóvil.” “Todo”  Ingeborg Bachmann ¿Encontraría a la Maga? Rayuela Julio Cortázar “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la ecuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.” Lolita Vladímir Nabokov “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Cien años de soledad Gabriel García Márquez A LÉON WERTH Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una excusa seria: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede entender todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene mucha necesidad de ser consolada. Si todas estas excusas no son suficientes, quiero dedicar este libro al niño que este señor ha sido. Todas las personas mayores fueron primero niños. (Pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria: A LÉON WERTH CUANDO ERA NIÑO”  El Principito Antoine de Saint-Exupéry “abra este libro como quien pela una fruta” Cinco metros de poemas Carlos Oquendo de Amat “Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.” “Axolotl” Julio Cortázar “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.? La Vorágine José Eustacio Rivera “Mi nombre es Martín Romaña y ésta es la historia de mi crisis positiva. Y la historia también de mi cuaderno azul. Y la historia además de cómo un día necesité de un cuaderno rojo para continuar la historia del cuaderno azul. Todo, en un sillón Voltaire.” La vida exagerada de Martín Romaña Alfredo Bryce Echenique “Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.” “Bienvenido, Bob” Juan Carlos Onetti “Llámenme Ismael.” Moby Dick Herman Melville “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.” “El Aleph” Jorge Luis Borges



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23 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Moleskine Literario en La noche de los libros

Foto: murphyeppoon Comenzar una historia.- Para abrir la puerta a los libros debemos fijarnos primero en el rellano, en las primeras frases con que comienzan las historias. ¡Anímate a enviar vuestros comienzos favoritos! Hoy 23 de Abril, Moleskine Literario se une a La Noche de los Libros colgando el comienzo de un relato cada 15 minutos. Si tienes un comienzo que te guste, pues envíalo a Moleskine Literario o a Vano Oficio y colaborarás con esta ceremonia en homenaje a lo que tanto amamos.



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23 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Clarice Lispector y los "olvidados" del Boom

Con motivo de la celebración de la Noche de los Libros este lunes 23 en Madrid, la Casa de América me invitó a hablar sobre alguno de los escritores "olvidados" del Boom. Escogí a Clarice Lispector, una escritora que siempre me ha interesado por la naturaleza inquietante de su mundo. Cambian los tiempos y ella ya no es tan olvidada; todavía recuerdo que, en el Berkeley de principios de los noventa, debí leer La pasión según G. H. (1964) en inglés porque, pese a estar editada en español -sobre todo sus títulos más canónicos--, sus obras no eran fáciles de conseguir. Por esa época ella ya era un nombre importante en las universidades de los Estados Unidos, gracias sobre todo a los artículos que en los años ochenta habían escrito sobre ella las filósofas francesas Luce Irigaray y Hélène Cixious. Aparte de La pasión, circulaban dos libros: La hora de la estrella (1977), novela crítica del compromiso del escritor con los "subalternos", y Lazos de familia (1960), una brillante colección de cuentos sobre subjetividades femeninas en crisis. La década pasada supuso su verdadero descubrimiento en España y América Latina gracias a la paciente labor de la editorial Siruela, que prácticamente ha editado toda su obra. Este año, la apuesta que ha hecho la editorial norteamericana New Directions de lanzar toda su obra en inglés, a partir de la magnífica biografía de Benjamin Moser (Why This World), significará un serio intento por convertir a esta escritora brasilera en parte fundamental del canon literario del siglo XX. Un productor inglés está preparando una película basada en la biografía de Moser. Pronto, muy pronto, puede que Clarice Lispector sea más conocida que algunos de los nombres más rutilantes del Boom.

El Boom, con todo lo que sirvió para internacionalizar la literatura del continente, tuvo un aspecto negativo: echó su amplia sombra sobre algunos escritores poco interesados en escribir la gran novela latinoamericana. Un escritor como el peruano Julio Ramón Ribeyro, con sus cuentos y su trabajo con el diario y el aforismo, tardó mucho en convertirse en un referente. Algo de esto sin duda influyó en la recepción de Lispector, pues sus textos de profunda introspección psicólogica y reflexión metafísica no entraban en sintonía con la euforia abarcadora de obras como La casa verde (1966) o Tres tristes tigres (1967). Sin embargo, quien lea La pasión según G. H. hoy se dará cuenta que, en cuanto a las formas, esta novela no es menos experimental que Rayuela (1963) u otros grandes libros del Boom. Pocos escritores se han arriesgado tanto como Lispector en este libro breve, que comienza con diez páginas de disquisiciones existenciales, prosigue con un escueto nudo narrativo -una mujer de clase media acomodada descubre una cucaracha en el cuarto de la criada, la aplasta y se la come--, y luego dedica el resto de la novela a analizar el impacto casi místico de la cucaracha en la subjetividad de esa mujer.

Sin duda, hay otras razones para explicar el tardío descubrimiento de la obra de Lispector en América Latina. Aparte de las obvias -relacionadas con dinámicas de mercado y de género--, lo cierto es que la literatura latinoamericana no ha tenido una relación fluida con la brasileña. João Guimarães Rosa publicó en 1956 Gran Sertón: Veredas, una novela que por sus características podía más fácilmente formar parte del Boom que la obra de Lispector. Sin embargo, Guimarães Rosa es otro de los "olvidados" del Boom. Algún día, cuando descubramos verdaderamente a la literatura brasileña, quizás nos demos cuenta de que el Boom no tuvo culpa de nada. En realidad somos nosotros quienes, con nuestras anteojeras mentales, seguimos dándole más importancia al nuevo descubrimiento de las editoriales neoyorquinas que a esos talentos jóvenes que hoy mismo están publicando en ese país-continente llamado Brasil.    

 

(La Tercera, 22 de abril 2012)



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23 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El príncipe de la niebla

El disparate comienza cuando la oronda señora Hanhaus, una aventurera con más ingenio que escrúpulos y que cuenta con la inestimable ayuda de la bella Puppi, su peluquera, se las arregla para que Theodor Lerner, un periodista en ciernes que está a punto de perder su trabajo por culpa justamente de la señora Hanhaus, sea  enviado al Ártico para llevar a cabo una misión trascendente. En teoría dicha misión consiste en localizar a un osado explorador que trataba de atravesar el Círculo Polar Ártico a bordo de un dirigible y que lleva varias semanas perdido. Gracias a la inestimable ayuda de la seductora Puppi, la señora Hanhaus no sólo logra que  Schoeps, el redactor jefe del periódico para el que trabaja Lerner,  no ponga a éste de patitas en la calle sino que le hace ver el golpe publicitario (y las ventas) que supondría para el periódico dar con el paradero del desgraciado explorador.   

 

Sin embargo (pero por eso digo que todo ello es un disparate) los verdaderos planes de la astuta señora Hanhaus  incluyen que Lerner tome posesión, en nombre del imperio alemán, de una isla deshabitada y pedida en el  Ártico  cuyo subsuelo guarda (supuestamente) un fabuloso yacimiento de carbón.

A partir del momento en que un cada vez más desconcertado Theodor Lerner se adentra en los hielos  infinitos a bordo de un destartalado pesquero comandado por un ex capitán de la armada imperial, los acontecimientos, diestramente manejados a distancia por la incombustible señora Hanhaus,  se irán complicando y retorciendo hasta atrapar sin escapatoria posible a Lerner, y con éste al lector. Es de aclarar sin embargo que si se tratase de una novela norteamericana, el ritmo del catastrófico acontecer sería trepidante y que las posibles discrepancias o inconsistencias de la trama quedarían disimuladas tras el vertiginoso desarrollo del artificio narrativo.

Lejos de ello, El príncipe de la niebla entra de lleno en la gran tradición de la novela europea contada sin prisas y construida sobre un exquisito rigor histórico. Por descontado que los posibles capitalistas e inversores contactados por la señora Hanhaus para crear una compañía minera no se diferencian gran cosa de los capitalistas e inversores que las crónicas de sucesos actuales desenmascaran todos los días; y por descontado que los políticos y grandes cargos cuyo prestigio debe respaldar la iniciativa polar tampoco se diferencian gran cosa de los chapuceros políticos que actualmente se sientan en los banquillos de los juzgados. Pero es de agradecer el gran trabajo que se ha tomado Martin Mosebach  en reproducir  la atmósfera, los ambientes, los personajes e incluso las vestimentas imperantes en la Centroeuropa de finales del siglo XIX, cuando el mundo germano pugnaba por erigir un imperio equiparable al de las grandes potencias del momento. Y sobre todo hay que agradecerle un  finísimo sentido del humor que le permite describir las situaciones más descabelladas, o las bajezas más reprobables con un distanciamiento y una ligereza de ánimo encomiables.

Curiosamente, leyendo esta novela que ahora publica Acantilado, y que en 2007 le valió el muy prestigioso premio Georg Büchner (el jurado destacó entonces la “alegría narrativa” del premiado y su  “conciencia humorística de la historia”), nadie adivinaría que Martin Mosebach es un escritor religioso con gran prestigio en los círculos practicantes católicos. En su obra    Häresie der Formlosigkei. Die römische Liturgie und ihr Feind (La herejía de la ausencia de forma. La liturgia romana y su enemigo), abogaba por el regreso a las formas litúrgicas tradicionales anteriores al Concilio Vaticano II. En términos generales podría decirse que Mosebach mantiene una línea de pensamiento tradicional y que apoya sin reservas a Benedicto XVI y los esfuerzos de éste por devolver a la Iglesia el rigor religioso en el que ha basado su supervivencia de dos mil años. Por la razón que sea, esa ideología no se trasluce en absoluto en El príncipe de la tiniebla, pues aquí, como queda dicho, lo que predomina es el aire de farsa apoyado en una gran precisión histórica y un notable sentido del humor.

 

El príncipe de la niebla

Martin Mosebach

Acantilado

 



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23 de abril de 2012
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Una noche, un tren

Veinte años después de haber obtenido (y rechazado) el premio Goncourt por ‘El mar de las Sirtes', Julien Gracq publicó en 1970 con su habitual editor francés José Corti ‘La presqu´île' (‘La península'), un volumen narrativo compuesto de tres relatos sin más unidad que la impuesta por el estilo y la inspiración del paisaje transfigurado de uno de los más grandes novelistas del siglo XX. La segunda parte independiente que daba título a aquel libro, ‘La península', nos llega en castellano editada por Nocturna, que ya sacó anteriormente, por separado, la tercera y más breve, ‘El rey Copetua', también en traducción de Julià de Jòdar. No quisiera quedar como un exagerado al afirmar que este libro de poco más de cien páginas, y en esta versión, constituye un acontecimiento literario que, probablemente, no situará a Gracq en las listas de los ‘best sellers'; nunca fue, y no podía ser, un autor de muchedumbres, pese a su estatuto de clásico moderno en Francia, ya entronizado desde los años 90 en los dos volúmenes de sus obras completas dentro de la Bibliothèque de la Pléiade.

      Preguntado en cierta ocasión sobre el influjo de su formación científica en su obra, Gracq respondió que "cuando se ha hecho geografía física es igual de imposible al mirar un paisaje dejar de ser geógrafo de lo que lo es para un médico que mira una escultura olvidar la anatomía y las sesiones de disección". Gracq el escritor (escindido del profesor de geografía Louis Poirier, su verdadero nombre) hace habitable en sus novelas una Bretaña primordial y descrita en bellísima minucia como un lugar lleno de resonancias del tiempo ido pero a la vez sujeto al color y a las figuraciones de lo contemporáneo. De hecho, el protagonista de ‘La península', Simon, se pasa casi todo el relato conduciendo su coche y esperando trenes que pueden traer de pasajera a Irmgard, la amante con la que fantasea en un delirio diurno o sueño anticipado.

     Gran maestro en el arte descriptivo, equiparable a Proust, Gracq usa las palabras llevado por una sensualidad del sonido que le procura al lector no ya aquel "placer del texto" que señalaba Barthes, sino una intensa y verdadera lujuria de la lengua. Todo ello sin amaneramiento ni poses verbales; ‘La península' avanza al ritmo de la espera de Simon, angustiosa y sensual, sostenida la trama por el movimiento interno de una sucesión de metáforas que nunca son estampas, pues añaden densidad dramática y crean tensión. Cito un ejemplo: "tan cerca como estaba ahora del placer que el tren nocturno le acercaba a toda velocidad, le parecía que el paisaje que le rodeaba hubiera debido de enarbolar alguna señal precursora, algo así como esas comitivas musicales, esas calles alfombradas, esas carretas enjaezadas que advierten de la proximidad de las romerías aldeanas".

    Científico de la construcción narrativa y orfebre de la frase (y modelo en las dos instancias de Juan Benet, para quien fue seminal, más que Faulkner), leer a Gracq consiste en introducirse en un paraíso intoxicante donde, entre la vegetación frondosa y bellísima siempre hay, a punto de brotar, un convulso mundo de pasiones (el escritor coqueteó con el Surrealismo y publicó un libro, lleno de interés, sobre André Breton). Da gusto poder decir que en Julià de Jòdar Julien Gracq ha encontrado a un traductor de una calidad extraordinaria, nada frecuente, y mucho menos al enfrentarse a quien es, por su ritmo, su precisión y la riqueza un tanto arcaizante del léxico, un autor de los que se suele considerar intraducibles. Aquí está, traducido de modo deslumbrante por un novelista -y eso produce más asombro- de lengua catalana que maneja el castellano con un rigor y una inspiración inmejorables. Sólo es de señalar, a riesgo de caer en la mezquindad ante un trabajo de tanta perfección, el pequeño desliz de ese "llegase con el tren" (por "serait dans le train") o el uso corrompido por el habla corriente de "derelictos" en vez de "derrelictos", aunque es de justicia resaltar que la recuperación de la palabra castellana en su acepción auténtica de sustantivo (traduciendo la francesa "épaves") es uno de los incontables logros del traductor.

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23 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El naufragio español

El 19 de febrero de 1588, Felipe II envió a su Grande y Felicísima Armada, formada por unas 127 naves, hacia Inglaterra, con la católica misión de deponer a Isabel I del trono. Tras unas cuantas escaramuzas, ésta se vio obligada a rodear la tormentosa costa británica de vuelta a los puertos españoles -con el naufragio de unos 35 barcos-, sin haber alcanzado su objetivo. El fracaso de la Armada Invencible marcó el cenit del poderío español en Europa y el inicio de un largo periodo de decadencia. Hubieron de transcurrir casi cuatro siglos para que la nación ibérica volviese a ocupar un sitio de honor en el mundo.

 

            Tras la muerte de Franco en 1975, España por fin atisbó una era de progreso ininterrumpido, acentuado por su ingreso a la Comunidad Europea en 1986. Pese a las amenazas de ETA y algún requiebre económico, en menos de tres décadas la España democrática se convirtió en una de las principales economías del planeta e incluso, durante un breve y engañoso lapso, quiso mostrarse como una potencia global: recuérdese el embarazoso trío de las Azores, cuando José María Aznar, entonces presidente del Gobierno, se empeñó en comparecer con Bush Jr. y "el amigo" Blair para decretar la ilegal invasión de Irak.

            Tras la caída de Lehman Brothers en 2008 y la crisis del mercado hipotecario, España ha sufrido una nueva tormenta perfecta que no sólo la ha dejado con los más altos índices de desempleo -cerca de 5 millones en una población de 47, con un paro juvenil del 50%-, sino que amenaza a todas las instituciones nacidas con la transición. Hoy, España parece a punto de naufragar de nuevo, enredada en la telaraña que, al calor de la imprevisión y la avaricia, su élite tejió durante los años de vacas gordas.

            Los últimos días no podían haber sido más turbulentos. Primero, Felipe Froilán, uno de los nietos de don Juan Carlos, de 13 años, se disparó en un pie. Por qué un adolescente manejaba una escopeta calibre .36 es algo que, hablando de la familia real, no hay que preguntar. Apenas unos días después, se anunció que el propio rey se había fracturado la cadera mientras se hallaba en Botsuana en una cacería de elefantes. (Los deslices borbónicos con las armas no son nuevos: en 1956, don Juan Carlos mató accidentalmente a su hermano don Alfonso mientras jugaban con una pistola calibre .22).

            El desliz no podía resultar más incómodo, no sólo porque el rey preside honoríficamente el World Wild Fund o porque la monarquía se encuentre en sus horas más bajas -a raíz de la imputación por fraude del Iñaki Undargarin, esposo de la infanta Cristina-, sino porque ofrece una imagen de soberbia sin precedentes en alguien que había sido protegido de todo ataque por su papel ejemplar durante el fallido golpe militar de 1981. En épocas de bonanza, apenas importa que una familia sin mérito se beneficie de los impuestos ciudadanos, pero cuando el gobierno de Mariano Rajoy ha recortado millones de euros al estado de bienestar y la prima de riesgo vuelve a dispararse -y, para colmo, Cristina Kirchner ordena expropiar YPF, la filial argentina de Repsol-, las voces que exigen la abdicación se multiplican.

            La erosión de la monarquía es un síntoma de la quiebra del modelo español. Pésimamente gestionada por los socialistas, la crisis provocó la estrepitosa caída de Rodríguez Zapatero, pero el nuevo gobierno del PP carece de margen de maniobra. España es, a todos los efectos, un país intervenido -como Grecia, Portugal o Irlanda-, cuyas férreas medidas de austeridad no derivan de la voluntad de sus dirigentes, sino de las órdenes de Bruselas, que son las de Alemania. Ninguna de las medidas de Rajoy estimula el crecimiento o el empleo; obsesionado con reducir el déficit, siguiendo la línea ideológica de Merkel, éstas sólo alargarán la recesión.

            Y es aquí donde otro pilar de la transición podría hundirse: el sistema autonómico. Para responder al centralismo franquista, España se dotó con regiones cuyas competencias exceden las de muchos estados federales. Durante la prosperidad, éstas no sólo mejoraron las infraestructuras públicas -las mejores de Europa-, sino que dilapidaron sus recursos en incontables proyectos faraónicos. Otra vez: en épocas de crecimiento, a nadie le preocupaba el derroche; ahora, la existencia misma de las autonomías está en cuestión (sobre todo al revisar sus cuentas).

            Lo peor del laberinto de España es que no ofrece salida. Su pertenencia a la Unión Europea, que la catapultó al primer mundo, motiva ahora su letargo -al menos mientras domine la ortodoxia germana-, pero abandonar el euro suena impensable. La monarquía ya no sólo resulta anacrónica, sino vergonzosa, pero nadie exige su abolición. Las autonomías son corruptas y onerosas, pero nadie llama a descabezarlas. Mientras tanto, la educación es degradada, el paro aumenta, se impone el copago sanitario -burdo eufemismo: el pago sanitario-, y España naufraga. Al menos hasta que los ciudadanos, no sólo de la península, sino de toda Europa, digan basta.

             

twitter: @jvolpi

 



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23 de abril de 2012
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Leer es un clima

Los libros son un medio de transporte. La llave para penetrar en vidas ajenas. Un desentenderse del mundo para llegar a entender sus migas. También significan un salvoconducto que permite sentir la complejidad y la sencillez de las cosas. Leer es recogerse. Descubrir sin sorpresa, como Georges Perec en Un hombre que duerme, «que algo no va bien, que hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás», a pesar de que el sol caliente la chapa del tejado o que tus sentidos reconozcan los olores que llegan de la calle. Leer es tomar conciencia de que te quedas inmóvil mientras los ruidos de la vida suenan cerca. También es no advertir que atardece hasta que terminas el capítulo y media luna descansa sobre el lomo del cielo. Es olvidar el tiempo, alcanzar un microclima, recostar la cabeza en la ventanilla del tren y pensar con los ojos cerrados. O reclinarla sobre la almohada para releer la misma línea que te ha devuelto las palabras que no encontrabas para decir lo que ya sabías. Buscar respuestas pero hallar preguntas distintas. Agazaparse a pie de página sintiendo el crujido del papel o la luz lechosa de la pantalla. Leer es una forma de conversar a solas. «Dicen que el libro está destinado a desaparecer. Con él nos iremos todos», escribió Álvaro Mutis. Leer también es encerrarse con uno mismo en una casa llena de gente, y seguir con los ojos una línea hasta extraviarse entre las dunas del pensamiento. Sentirse silencioso en una sociedad de seductores, mudo en tiempos de charlatanes, misterioso en un mundo de cristal, escaneado y previsible. Pero leer es reconocer los límites, identificar las sombras, el pecho ahuecado o el nudo en la garganta. Descubrir «que ya no somos tan felices, ni queremos, como antaño, decirle al mundo entero lo que pensamos» (Tolstói, La felicidad conyugal). Recuperar lo real: «Él ha dejado de llorar. Contempla su mundo. La piscina, las baldosas. Nunca fuimos a África, ni a ninguna parte. Casi nunca salimos de esta casa» (Jennifer Egan, El tiempo es un canalla). Tomar conciencia de que «siempre que llegas a una encrucijada en el camino, se te destroza el organismo porque tu cuerpo siempre ha sabido lo que tu intelecto desconocía» (Paul Auster, Diario de invierno). O prolongar la ausencia, «sólo yo, dócil, perro fiel, ando tras la huella ya borrada» (M. Mercè Marçal, Deshielo). Leer es sentirse orgulloso -pero también celoso- de que los otros lean. De que los otros escriban. De que un día como hoy los libreros salgan a la calle y los autores se pavoneen o se coman las uñas. De que las ediciones digitales prosperen, los libros breves sean aliados de un tiempo entrecortado, los blogs literarios, un bulevar despierto. Leer es apurar un buen libro como una copa de vino, cerrarlo sobre tu pecho y rozar tu intimidad.

(La Vanguardia)

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23 de abril de 2012
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El Boomeran(g)
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