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Sigfrido como ismo

Sigfrido Martín Begué era tan artístico en sí mismo que a veces se corría el riesgo de dar por descontado su arte. Pasará el tiempo, sin embargo, pasarán las modas, se acartonará la carne de ciertos ídolos momentáneos, y allí seguirá él intacto. El gran pintor de un mundo que comprende tanto el santoral como la demonología. El ilustrador ocurrente de textos que saltaban, gracias a su dibujo, de la página impresa. El inventor de joyas que nos hemos puesto y que, contra todo pronóstico, hicieron hasta a los del montón hermosos y deseables. El diseñador de muebles que nos han sostenido en su aparentemente imposible geometría y su colorido, que más que pintado parecía confitado. El creador de escenografías de fondo inabarcable y de vestidos que los cantantes y los bailarines querían ponerse también al salir a la calle, después de la función, para alegrar los ojos de la caterva que no va al teatro.

      Pero hablemos también un poco de la persona privada, si es que Sigfrido no fue, por su opulenta entrega a los demás, enteramente público. Público de sí mismo, pues siendo una de las personas con más refinado instinto histriónico, uno tenía a menudo, al estar con él, la sensación de que el espectáculo ‘martínbeguesco' iba en primera instancia dirigido al espectador de la fila cero que llevaba su propio nombre. Público y privado, secreto y expansivo, derrochador de palabras y muy celoso en sus quehaceres. Son sólo algunas de las paradojas de nuestro amigo.

      La obra de arte total empezaba en él por la punta de los pies, sólidamente enfundados en zapatos de buena piel que, dado el atropello con el que pasó por el mundo, también pudieran haberle servido como botas de siete leguas. Dentro de ese calzado de exquisita factura estaba el calcetín, una prenda que la mayoría de los hombres juzga perfunctoriamente funcional y para Sigfrido, por el contrario, tenía un contenido muy superior al que permite la podología. En sus calcetines de color vivo y estampación abstracta había una toma de postura ajena a la veleidad llamativa del ‘dandy'. Con sus calcetines, Sigfrido enunciaba una estética que también le define como artista: lo que no se ve está ahí, y no hay ninguna obra de arte, como ninguna vida, que no dependa del rico acopio de los complementos. La zumba implícita en sus alegorías más serias era así tan importante como la pincelada o la viveza cromática del cuadro, del mismo modo que el vestuario, subiendo ahora ya por el resto del cuerpo ‘sigfridiano', alcanzaba un apogeo trascendental en su legión de corbatas, a veces aquejada de bajas y siempre renovada con especimenes aún más aguerridos y vistosos.

    Sigfrido disfrutaba del ocio como pocos seres humanos que yo haya conocido, pero lo hacía, con suprema elegancia, después de haberse dejado la piel en el trabajo. La muerte nos ha privado del amplio campo de su madurez artística, y a mí me quita las ganas de confeccionar a solas el proyecto que teníamos ‘in mente' desde hace años: un libro con el ‘table-talk' de las ocurrencias ajenas y propias, entre las que muchas de sus improvisadas ingeniosidades habrían sido las mejores.

     Nos queda, además del recuerdo y la obra, su ‘ismo', que podría añadirse sin desdoro a los que Ramón Gómez de la Serna intercaló unipersonalmente entre los ‘ismos' de la vanguardia: ‘Daliísmo', ‘Picassismo', ‘Apollinerismo', ‘Ducassismo', ‘Riverismo', ‘Lipchitzmo', ‘Archipenkismo', y otros más recónditos.

    Sigfrido no tendrá probablemente imitadores, pues sin él presente la escuela o el taller carecerían de toda gracia. Presiento sin embargo que el futuro le será acogedor, y entonces hablaremos, nosotros o los que nos sigan en el descubrimiento, de esa página única de la historia del arte español llamada el ‘Sigfridismo'.

 

[Texto escrito como pórtico a la edición de una carpeta de grabados en homenaje al artista]

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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Preferiría no saberlo

¿A qué hora debe morir un hombre? Por grande que sea la curiosidad que nos lleva a hurgar en el destino, la mayoría de nosotros preferiría no saberlo. Felizmente consolados por esta santa ignorancia, que tanto nos ofende, vivimos como si tal cosa o nos comportamos como si esto fuera a durar siempre.

Pero hay hombres para los que la muerte no es una contrariedad que valga la pena tener en cuenta. Aunque supieran cuándo y cómo, dónde y a qué hora, su estilo confundiría a la mortalidad que acecha a la vuelta de la esquina y su desbordada vitalidad seguiría siendo muy temeraria.

Yo no podía imaginar a Carlos Fuentes sentado como un viejito en su mecedora y muchas veces me pregunté si algún día, cortésmente, dejaría pasar de largo la ocasión de hacer lo que no había hecho o decir lo que no había dicho todavía. Durante su larga y prolífica existencia Carlos ha sido un personaje infatigable al que la más breve de las pausas le resultaba insoportable. Por descorazonador que sea decirle adiós a un amigo por última vez, lo cierto es que uno debe agradecer a ese opaco e impredecible destino que Carlos se haya ido de repente, sin desfallecer, y en pleno uso de sus facultades físicas, sus dominios intelectuales y con la inolvidable complicidad de su humor.

Por más que fueran pasando los años, Carlos Fuentes conservaba erguido su porte, viva su descomunal memoria, lúcido su pensamiento, elocuente su verbo e inaplazable su cita diaria con la escritura. Sin dejar de ocuparse en su gran novela, la que empezó a publicar en la década de los cincuenta, Carlos Fuentes dictaba lecciones, escribía artículos, pronunciaba conferencias, acudía a foros y congresos y no dejaba de polemizar con el rumbo torcido de la Humanidad.

Todavía es pronto para calibrar el vacío que dejará su ausencia, pero ya se adivina la soledad en la que ha dejado a algunas de las ilustres tribunas iberoamericanas. Carlos Fuentes ha sido un intelectual de acción del siglo XX, dotado con un raro don de gentes, una habilidad insólita para cultivar centenares de conversaciones simultáneas, una exquisita destreza diplomática y un savoir faire que le hacía destacar en cualquiera de los juegos mundanos de nuestro tiempo. Su rotundo discurso político conciliaba la gran tradición cultural europea con el arte de afrontar dilemas sociales y no dejaba de alentar a los líderes gubernamentales que se deslizan hacia la abrumada impotencia contemporánea.

Carlos ha sido un hombre de buena voluntad pero sobre todo ha sido un hombre de voluntad, de genio y fortaleza. Querer es poder -pensaba- y nada celebró con más alegría que el azar de encontrarse con hombres imbuidos por la misma certeza. Los temerosos le inspiraban una agria prevención, pues sin duda el miedo, en la vida y en la vida literaria, preludia decepcionantes traiciones. No obstante, nada le impedía actuar con una generosidad espléndida y ofrecer su ayuda a todo cuanto joven escritor se cruzara en su camino. Si reconocía la verdadera condición literaria no dudaba en brindarles su amistad y todos los editores que hemos tratado con él sabemos lo que eso significa: un elogio sin tacañería. Debe recordarse que esta singular cualidad de Carlos no fue el fruto de su posición como autor maduro y reconocido. Lo testimonia José Donoso cuando cuenta como un joven Carlos Fuentes gestionó la publicación de su obra en Estados Unidos.

Como protagonista de la insurgencia estética que supuso el boom narrativo latinoamericano, Carlos Fuentes fue también un agitador, un activísimo enlace entre España y América, un promotor de encuentros y debates que generaban conocimiento y desencadenaban las poderosas influencias que tan fértiles han resultado en las más recientes generaciones literarias. También en este territorio de invención y de imaginación se notará la ausencia del más optimista de los escritores.

Estos méritos pueden parecer rasgos de un inventario biográfico, pero sólo adquieren su sentido en una personalidad consagrada a la amistad. Si algo veneraba Carlos, además de a la periodista Silvia Lemus, su esposa y compañera, es la complicidad de la inteligencia y la fraternidad de los cómplices. El rescate de una obra literaria perdida, sacar a un escritor de la cárcel o postularlo para un merecido premio, es algo que vale la pena sólo cuando la confabulación es una noble alianza. Téngase en cuenta que esto sucedía en un hombre sobrio, pulcro, que no se consentía el más mínimo sentimentalismo.

El más reciente empeño que compartimos con Carlos fue rescatar de las cenizas del pasado al legendario Premio Formentor. Nos costó algunos años de apacibles conversaciones, pero lo que Carlos no supo hasta el último momento es que, a sus espaldas, el empresario Simón Pedro Barceló, la familia Buadas y yo lo preparamos todo para que fuera precisamente Carlos Fuentes el primer galardonado por un premio consagrado a la literatura, a la ensoñación que inspiran las grandes obras literarias.



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21 de mayo de 2012
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En manos del enemigo

Con frecuencia oigo decir que es inmoral condenar a todos los políticos por el mal comportamiento de unos pocos. Aunque quienes lo dicen suelen ser políticos, podríamos aceptarlo, pero sería más convincente si los políticos que aún no se han corrompido denunciaran a sus colegas corruptos. No suele suceder, o al menos yo no conozco un solo caso.

En Andalucía un tipo ha estado gastando el dinero del contribuyente en dosis de cocaína capaces de matar un hipopótamo, pero ninguno de sus colegas se había percatado. Iba repartiendo dinero a puñados entre los amigos del partido, pero ningún socialista andaluz lo había advertido. Los subsidios de desempleo iban a parar a sus colegas y ningún responsable lo había señalado. Sin embargo el delincuente, un alto cargo de la Junta, dice que todo el mundo lo sabía.

    En Valencia una trama corrupta llega por fin hasta los juzgados, pero sin consecuencias entre los políticos profesionales del partido incriminado. Ni uno solo ha pedido excusas o ha censurado a sus compañeros rufianes. En Las Baleares hay un partido, el de una mujer llamada Munar, que se inscribió en el registro con el propósito explícito de delinquir y en efecto se convirtió en el partido del latrocinio abierto y conocido por toda la sociedad política balear. Ni un solo político dijo nada. Tampoco los de la oposición.

    En fin, la impresión es que la totalidad de la sociedad política está corrompida, sea de facto o por su silencio, a la manera de los nacionalistas vascos, cómplices de los crímenes de ETA por su colaboración pasiva.

Una sociedad totalmente corrupta es muy difícil de combatir. No hace muchas semanas escribí que las tramas de corrupción actuales son tan opacas y técnicas que sólo un novelista puede dar cuenta de ellas. Así sucede en Cataluña, donde una corrupción general está perfectamente controlada por las cien familias. ¿Podría con ellas un novelista?

    Confieso que me equivocaba porque ha sido un periodista el que ha escrito un reportaje demoledor sobre las tramas de corrupción catalanas, las cuales incluyen a nacionalistas, socialistas, separatistas e incluso al PP. Sólo se salvan los de Ciutadans. El periodista es Manuel Trallero y el libro se titula Música celestial (Debate). La trama delictiva viene descrita a partir del llamado "caso Palau", es decir, el latrocinio a que se dedicaban Félix Millet y sus secuaces desde la sede del Palau de la Música Catalana. Nadie conoce a ciencia cierta las cifras finales, pero parece que ya vamos por los trescientos millones de euros.

Lo asombroso es que en la minuciosa descripción del sistema y de las corrupciones concretas, expuesto por Trallero con gran detalle, aparecen todos los nombres de la sociedad barcelonesa acomodada, los ricos, los poderosos, sus abogados, sus banqueros, no falta ni uno. La colaboración de políticos, empresarios, leguleyos, inspectores de hacienda, medios de comunicación, jueces, en fin, de la elite catalana, para desvalijar a los contribuyentes es apabullante.

    No es un libro para leer por diversión, es un tremendo volumen de quinientas páginas en donde se detalla cada operación, quién cobró y cuánto, cómo se escondía, quién urdía la mentira, cómo se disimulaba, cómo aparecía en los diarios "serios" y en las televisiones nacionalistas. Los lectores barceloneses conocerán a cada uno de los personajes implicados, los cuales van desde columnistas de diario hasta banqueros del catalanismo y grandes familias soberanistas, pero los lectores forasteros apenas si les sonarán un par de personajes. No importa. Lo relevante del libro es que expone con precisión la complicidad de toda la sociedad acomodada y la necesidad de que los partidos políticos garanticen la impunidad de estos truhanes. Parece que no tengan mejor función. Es, en verdad, terrorífico.

    Ahora bien, no vaya a creerse que es un trabajo para descubrir tan sólo la ciénaga que oculta el llamado "oasis catalán" y la inmensa corrupción que se envuelve en la bandera catalana (eso todos lo sabíamos), es más bien un trabajo para entender cómo funciona la corrupción generalizada en Cataluña, en Valencia, en Andalucía, en Baleares, en España entera, porque los métodos son los mismos, se imitan los unos a los otros y sólo cambian los nombres.

    Así que, en efecto, seguramente hay políticos honrados, pero tampoco me fío de ellos si no se deciden a defender la democracia. Porque lo abyecto de la corrupción es que destruye cualquier intento de hacernos creer que vivimos en un país democrático. La partitocracia no es democracia, como bien lo han sufrido los italianos hasta que ha llegado un tecnócrata europeo para sustituir a los delincuentes. ¿Cuándo nos enviarán uno a nosotros?

(Artículo publicado en Jot Down Magazine)

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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historia menor de Grecia

La historia se suele escribir a partir de los grandes sucesos que han marcado el devenir de los pueblos (relato cronográfico). Y para facilitar el discurso narrativo lo normal es recurrir a los grandes hombres que unas veces los protagonizaron y otras los padecieron.

 

En su Historia menor de Grecia, Pedro Olalla ha seguido un camino muy diferente. Llama a su libro “historia menor” porque no se ocupa de los grandes acontecimientos históricos sino, como dice en el prólogo el historiador griego  Nikos Moschonas, de “pequeños instantes que la historia oficial no registra” y que son “una detección, una recomposición y, hasta cierto punto, una restauración de la historia griega”.

El título también merece otra precisión. Aunque en él aparece la palabra Grecia, y aunque en muchos casos se hable de ella, el tema central del libro es el helenismo o, mejor aún, el espíritu que iluminó el helenismo y que va surgiendo en breves pero intensos fogonazos  bajo títulos tales como “Costas de Jonia Oriental, mar Egeo, c.750 a.C.”, “Pastos de Ascra, monte Helicón, Beocia c. 720 a.C.”, “Antigonia, antes Mantinea, Arcadia, c-10”, “Constantinopla, calles de la ciudad, 395”. Así, a saltos de unas decenas de años, los fogonazos del espíritu heleno llegan hasta los dolorosos encontronazos modernos con el imperio otomano para terminar en la “Isla de Ischia (antigua Pitecusa), Italia, 1955”. El motivo son las excavaciones que entonces estaba llevando a cabo el arqueólogo Giorgio Buchner para sacar a la luz la colonia griega de Cuma, que en el siglo VIII a. C. fue una de las principales de la Magna Grecia: con ello se cierra el ciclo iniciado, cómo no, cuando en el 750 a.C. un oscuro aedo se propone contar la cólera de Aquiles y todos los sucesos posteriores a ese airado arrebato primigenio.

Es de resaltar finalmente, aunque tal vez yo debería haber empezado aquí, que el libro está escrito por un hombre nacido en Oviedo en 1966 y que siente Grecia de forma tan apasionada que lleva muchos años afincado allí porque, como él mismo dijo el día de la presentación en Barcelona, deseaba ser un helenista epitopou,  lo cual, en sus propias palabras, vendría a ser un “estudioso del mundo griego a pie de obra”. Esa cualidad de narración vivida, y muchas veces vista con sus propios ojos (por ejemplo los paisajes), confiere a los sucesivos episodios un tono intenso de intimidad y conocimiento de  primera mano, como si hubiera estado presente cuando, en el año 267, el repicar de los mazos de los canteros marca el ritmo de la enésima reconstrucción de Atenas, esta vez destruida por los hérulos, “un pueblo que saquea cuanto encuentra a su paso, mata a los suyos cuando enferman y no permite que las mujeres sobrevivan a sus maridos”. Pero también puede ser una predicación de Pablo de Tarso, la visita a la devastada biblioteca de Alejandría  por parte del joven Pablo Osorio, el último paseo que darán el abad Nectario y su amigo ateniense Giorgios Vardanis  por los alrededores del monasterio italiano de Otranto,  el inquietante asomar por Oriente de los invasores bárbaros, las salvajadas de los fanatismos religiosos y tantos otros pequeños chispazos que Pedro Olalla, con escrupulosa precisión histórica, ha ido entresacando de aquí y de allá para hilar un relato que se lee con una curiosa sensación de asombro (porque nunca sabes a dónde vas a ir a parar de un capítulo a otro) y de reconocimiento, pues al fin y al cabo está contando la historia de la civilización que nos ha conformado. Y en este sentido creo muy revelador este fragmento que el norteamericano Don Delillo incluía en su novela Los nombres al hablar de Grecia y la extraña sensación de familiaridad que el país provoca en muchos visitantes incluso cuando es la primera vez que pisan sus paisajes. Dice uno de los personajes de Delillo: “Por fin he averiguado el secreto. Durante todos estos meses me he estado preguntando qué era lo que no conseguía identificar en mis sentimientos acerca de este lugar [en el que nunca ha estado antes]. La profunda cualidad de las cosas. La forma de las rocas, el viento. Las cosas vistas contra el cielo. Esa cualidad de la luz antes del ocaso que casi me parte el corazón. Y entonces me he dado cuenta. Son todas ellas cosas que me parece recordar […] Siento que he conocido ya la claridad concreta de este aire y de esta agua. He trepado por los caminos pedregosos hasta las colinas. Es una sensación inquietante…”.

Eso es. De alguna manera, Pedro Olalla se las arregla para que Atenas, Rodas, Antioquía, Tesalónica, Palestina, Constantinopla, Macedonia  o Ioannina, surjan del pasado (o del destino) común y tengamos la sensación de haber estado allí entonces, porque todo cuanto se cuenta nos parece recordarlo. Y es una sensación en verdad inquietante la que deja la lectura de este libro apasionante y magníficamente escrito.

 

Historia menor de Grecia

Pedro Olalla

Acantilado

 



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21 de mayo de 2012
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Madres en crisis

Para más de la mitad de las madres occidentales, recibir un abrazo de sus hijos es la mejor forma de compensar sus desvelos. Para la casi totalidad de las madres asiáticas, el ideal del buen hijo consiste en que este saque sobresalientes, toque el violín y consiga una beca para Georgetown. Mano dura, aunque se alcancen métodos rayanos en la tortura. Veamos si no el impacto que tuvo entre nosotros el Himno de batalla la madre tigre, el libro de la profesora de Yale Amy Chua, ante el cual no sólo le respondieron, escandalizados, varios pedagogos occidentales, sino que varias hijas de inmigrantes coreanos o chinos confesaron estar pagando aún terapias a fin de resarcirse de una educación que exaltó hasta el extremo el mito de la meritocracia norteamericana. Nada que ver con la cultura como un medio para elevar el espíritu ni con entender el trabajo como un preciado valor, sino como una lógica en la que ambos son fines en sí mismos. Los estudiantes de la ESO españoles tienen grandes dificultades con las matemáticas, a diferencia de los hijos de las madres tigre a quienes no se les permiten actividades de ocio. Creatividad, para ellas, es una palabra tan inconveniente como pasión; el pensamiento crítico, un precipicio que conduce a la marginalidad, y no hay otro sentido de la vida que no sea el éxito, casi siempre disociado de la felicidad, otra palabra tabú. Creyentes acérrimas en una pedagogía humanista, las indulgentes madres occidentales nos preguntamos acerca de nuestra blandura. Pero cuando los hijos nos dicen llorando que no soportan más ir a clase de piano, no transigimos sólo desde la laxitud sino desde la agitación interior: ¿por qué queremos que nuestros hijos sean todo aquello que nosotros no fuimos? Más allá de los modelos de madre, hoy existe un debate urgente: el impacto de la crisis en la maternidad. Según el informe de Save the Children sobre los mejores países para ser madre, España ha bajado cuatro puntos ?situándose detrás de Francia y Portugal?. Además de la menguante ley de Dependencia, de la congelación de escuelas infantiles públicas, de las ayudas familiares, del permiso de paternidad o la flexibilidad para conciliar, una de cada dos mujeres españolas piensa que su labor como madre se ve dificultada por la situación económica. La desprotección laboral se hace notar ?en Galicia acaban de despedir a tres embarazadas sin más?. Noruega, Islandia y Suecia son los mejores países para ser madre, Níger el peor (un ranking muy parecido al de la igualdad entre se- xos). En el tercer mundo, la educación de las niñas sigue siendo clave para romper el ciclo de la desnutrición, pero aún es un objetivo lejano. Y en España, puestos a posponer, ocurre lo de siempre: el Estado delega en las familias y estas en sus mujeres, cargando sobre sus espaldas la responsabilidad de construir el futuro.

(La Vanguardia)

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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plegarias no atendidas

Algunos días atrás, en mi primera visita a la India, me encontraba en un bazar en Nueva Delhi, tratando de decidir si comprarme unos pantalones y una camisa que me dieran un aspecto menos turístico, cuando me distrajeron unos ruidos de tambores que procedían de la calle principal. Atraído por la conmoción, me acerqué a ver un desfile de hombres desnudos que interrumpía el tráfico. Me sorprendía la falta de sorpresa de la gente, como si ese ver ese desfile fuera cosa de todos los días. Luego descubriría que sí lo era. Se trataba de monjes digambara, pertenecientes a la ascética religión jainista, una de las más radicales en un país conocido por sus religiones radicales. Se dirigían al templo jainista Digambara, a unas cuantas cuadras del bazar. 

Un par de horas después me acerqué al templo, un imponente edificio de arenisca roja situado en una esquina. Los monjes desnudos ya no estaban. Me saqué los zapatos y entré a un lugar de jardines apacibles, dominado por los santuarios de Adinath, Parasnath y Mahavira, tres de los veinticuatro Tirthankaras de la religión jainista. William Darlymple escribe en Nine Lives --uno de los mejores libros sobre el choque entre lo sagrado y lo secular en la India contemporánea-- que los Tirthankaras son adorados por los jainas porque han mostrado el camino al Nirvana, pero que, a diferencia de las deidades hindúes, no se encarnan en las estatuas e imágenes en los templos; quienes les rezaban junto a mí, en medio de un profundo ambiente de recogimiento, sabían que sus dioses no escuchaban sus plegarias: según Darlymple, el jainismo es "casi una religión atea, y las imagenes veneradas de los Tirthankaras en los templos no representan tanto una presencia divina como una ausencia divina".     

En el complejo del templo Digambara me topé con un hospital de pájaros. En las jaulas había como cincuenta, en diferentes estados de malestar: un ala rota, el pico quebrado, sarna. El veterinario que los atendía me explicó que su labor era acorde con los postulados más profundos del jainismo, que enseñan que toda vida es sagrada y que nuestro deber es preservarla. Eso me permitió entender por qué muchos jainas deambulaban por el templo con un barbijo en la boca o miraban cuidadosamente dónde iban a dar el siguiente paso: se trataba de vivir evitando incluso la muerte accidental de cualquier insecto o microorganismo. Los jainas eran tan extremos en ese aspecto que solo comían frutos o granos de plantas como el arroz, que no morían al ser cosechadas. Digamos que no habían tomado el camino fácil para conseguir adeptos a su religión. Su veganismo extremo, sin embargo, ha sido muy influyente en los estados en los que la religión tiene presencia.

 Darylmple cuenta que el jainismo es una de las religiones más antiguas del mundo, en muchos aspectos similar al budismo, nacida como este en la cuenca del Ganges, entre nueve a seis siglos antes de Cristo, a partir una reacción a la conciencia de casta de los Brahmanes hindúes y a la facilidad con que sacrificaban animales en los templos. Pero el jainismo es mucho más estricto que el budismo en su renunciación del mundo, y por eso quizás hoy solo existan cuatro millones de seguidores en un país de más de un billón de habitantes, y, a diferencia del budismo, no haya sido importado por Occidente, ni siquiera en una versión light New Age.

Ese día, en el templo Digambara, me senté al lado de esos devotos humildes que venían con ofrendas de todo tipo a sus Tirthankaras -frutas, flores, dulces- y me dejé llevar y conmover por su sabiduría. No quería renunciar al mundo, pero quizás podía aprender algo de ellos. Quizás me iría mejor si, la siguiente vez que visitaba un templo, rezaba a esas imágenes y estatuas a mi alrededor asumiendo que, como los Tirthankaras, no atendían mis ruegos.  

(La Tercera, 20 de mayo 2012)



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20 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El legado de Carlos Fuentes

Descubrí a Carlos Fuentes en colegio, a través de esa maravilla llamada Aura. En los años universitarios en Buenos Aires leí y admiré Las buenas conciencias y La muerte de Artemio Cruz. Con La región más transparente comenzaron las primeras desaveniencias: había secciones ejemplares que mostraban a un gran narrador de la revolución mexicana, y otras que consolidaban de manera verosímil su mirada del tiempo mexicano como algo simultáneo y no lineal, en el que la historia da lugar al mito. Sin embargo, también había partes muy discursivas, con reflexiones agotadoras sobre el verdadero rostro del mexicano. Igual quedaba el asombro ante el ritmo y la fluidez de su lenguaje barroco, mutante, capaz de adoptar el habla del pueblo en una página y el de la élite en otra. Como Vargas Llosa, Fuentes parecía capaz de estar en todas partes, y en cierto modo lo estaba: en los libros, en los periódicos, en la televisión. 

El Boom lo formaron no solo las obras sino las redes, los contactos, y el escritor mexicano fue central en esa revolución, como recuerda José Donoso en Historia personal del Boom: "Fuentes fue el primer agente activo y consciente de la internacionalización de la novela hispanoamericana de la década de los años sesenta". Fuentes fue uno de los herederos más conspicuos de los letrados decimonónicos, escritores como Sarmiento o Andrés Bello que intervenían activamente en la vida pública de un país y sentían que su obra no se limitaba solo a sus libros; para ellos, la letra estaba necesariamente conectada al poder y ayudaba no solo a consolidar repúblicas sino a criticarlas y reordenarlas. En la época de los medios esa presencia constante del escritor-opinador como parte activa del hipermercado de la cultura resultó cansina, y del post-Boom en adelante hubo en general otra actitud, un deseo de abandonar los espacios públicos para dedicarse sobre todo a la obra. No es casual que, en El congreso de literatura, César Aira haya decidido maliciosamente clonar a Carlos Fuentes, un escritor "indiscutido", "intachable", una celebridad mediática. 

Las últimas dos décadas lo leí intermitentemente. Con novelas fallidas como Diana o La cazadora solitaria y La voluntad y la fortuna, sentí que se iba haciendo cada vez más retórico, menos fresco. Creo que, por eso, su influencia fue disminuyendo. En cuanto a su legado, los mexicanos han tenido que lidiar de una u otra forma con su obra monumental. Están, por un lado, autores como Jorge Volpi y Álvaro Enrigue, quienes han reconocido cuán importante fue en sus primeras lecturas, aunque no estén interesados en buscar la identidad esencial de lo mexicano a la manera de Fuentes; y están, por otro lado, autores como Carlos Velázquez y Antonio Ortuño, que han visto a Fuentes como una influencia perniciosa. Las nuevas generaciones prefieren reivindicar a otros nombres (Sergio Pitol, Daniel Sada, Jorge Ibargüengoitia), lo cual no impide que, tanto en el panorama literario mexicano como en el latinoamericano, se reconozcan las innegables y múltiples contribuciones de Fuentes, los clásicos que dejó para la literatura en castellano, lo fundamental que fue en la revolución de la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo veinte.

(revista Eñe, Clarín, 19 de mayo 2012)



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19 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viejos rockeros políticos

París siempre sorprende. Ni en la pendiente pierde su poder de fascinación. Por segunda vez consecutiva, un presidente de la República efectúa una misma jugada, llena de significado político e incluso generacional. Ante los peores tiempos, los mejores políticos: Sarkozy se sacó de la manga a Alain Juppé, y Hollande hace lo propio con Laurent Fabius, para ocupar la segunda cartera en importancia del Gobierno, detrás del primer ministro. El Quai d?Orsay, el palacio en la orilla del Sena y vecino de la Asamblea Nacional, está cargado de historia y de simbolismos sobre la proyección mundial de Francia y alberga uno de los cuerpos diplomáticos más experimentados y eficaces del mundo. De ahí que sea una apuesta mayor situar al frente a un peso pesado del partido mayoritario, aunque sea en ambos casos un auténtico adversario del presidente.

Alain Juppé, de 67 años, había sido ya ministro de Exteriores y primer ministro, apoyó a Jacques Chirac en la campaña presidencial frente a Edouard Balladur, en 1995, y habría sido él mismo candidato presidencial si la mala fortuna no hubiera cargado sobre sus espaldas los pecados de financiación ilegal debidos a su líder. Chirac le llamaba ?el mejor de todos nosotros?, algo que removía las entrañas del ambicioso Sarkozy, que apoyó a Balladur. Cuando la joven promesa neogaullista llegó a la presidencia, no dudó en recurrir a sus servicios, primero como ministro de Defensa y luego de Exteriores, en sustitución precipitada de Michelle Alliot-Marie, pillada en su interesada amistad con el dictador tunecino Ben Ali. Laurent Fabius, de 66 años, fue el niño mimado de François Mitterrand, que le nombró ministro del presupuesto de su primer Gobierno en 1981. Fue su segundo primer ministro de 1984 a 1986. Y era evidente en aquel entonces que le lanzaba a una carrera presidencial que luego nunca se llegó a concretar. Volvió a ser ministro de Estado con el Gobierno de Lionel Jospin. Siempre observó al joven François Hollande por encima del hombro y en los últimos tiempos con la inquina que proporciona la auténtica rivalidad. Pero el mayor enfrentamiento con quien era el secretario general del PS se produjo con motivo del referéndum sobre la Constitución europea, en el que propugnó el voto negativo, en contra de la consigna de su propio partido. Muchos atribuyen a Fabius la victoria del no y buena parte de los males que de ella se siguieron. Jugadas similares no son posibles en todos los países. Se han visto en Italia, en Israel o también en Alemania con Schäuble. Por supuesto, jamás en España, donde las quemaduras del ejercicio del gobierno se consideran definitivas e irreversibles. Ni en mitad de una crisis de caballo, que se puede llevar por delante a instituciones y políticas fundamentales, alguien podría imaginar apuestas como las que París ha hecho tanto con Sarkozy como con Hollande.



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19 de mayo de 2012
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IV. Vida ganada, revolución perdida

La revolución se hizo en Nicaragua gracias a diversos componentes, entre ellos el compromiso de los cristianos, sacerdotes, religiosos, monjas, laicos, el país se volvió un laboratorio vivo de la teología de la liberación, y se produjeron graves conflictos entre la jerarquía católica y los sacerdotes comprometidos, entre ellos Ernesto y su hermano Fernando, de la Compañía de Jesús, y todo vino a desembocar en la muy famoso fotografía que dio tantas veces la vuelta al mundo, Ernesto arrodillado en la rampa del aeropuerto de Managua, el 4 de marzo de 1983, frente al Papa Juan Pablo II, quien lo señala admonitoriamente con el dedo mientras le exige que arregle sus cuentas con la iglesia.
Ese momento, recogido en esa foto, viene a ser lo más "extraliterario" en la vida de Ernesto, o lo que se toma por lo más "extraliterario", capaz de haber incidido tanto tiempo en el reconocimiento de sus méritos como un poeta de su tiempo, y de todos los tiempos.
Con la revolución, que vivió con alma mística, comprometido hasta los huesos, cerró sus cuentas y dejó testimonio en su libro de 2004 La revolución perdida, el último de sus libros de memorias que empieza con Vida perdida, de 1999: "el que pierde su vida por mí, la salvará", dice el Evangelio de San Lucas.
Un poeta siempre cierra cuentas en cada libro, e igual que Ernesto recuerda con nostalgia su juventud perdida en Gethsemaní, Ky, en estas memorias de la revolución recuerda, también con nostalgia, el derrumbe de aquella torre hasta el cielo cuyas piedras aún siguen cayendo con ecos sordos.
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18 de mayo de 2012
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El Boomeran(g)
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