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Historia menor de Grecia

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

La historia se suele escribir a partir de los grandes sucesos que han marcado el devenir de los pueblos (relato cronográfico). Y para facilitar el discurso narrativo lo normal es recurrir a los grandes hombres que unas veces los protagonizaron y otras los padecieron.

 

En su Historia menor de Grecia, Pedro Olalla ha seguido un camino muy diferente. Llama a su libro “historia menor” porque no se ocupa de los grandes acontecimientos históricos sino, como dice en el prólogo el historiador griego  Nikos Moschonas, de “pequeños instantes que la historia oficial no registra” y que son “una detección, una recomposición y, hasta cierto punto, una restauración de la historia griega”.

El título también merece otra precisión. Aunque en él aparece la palabra Grecia, y aunque en muchos casos se hable de ella, el tema central del libro es el helenismo o, mejor aún, el espíritu que iluminó el helenismo y que va surgiendo en breves pero intensos fogonazos  bajo títulos tales como “Costas de Jonia Oriental, mar Egeo, c.750 a.C.”, “Pastos de Ascra, monte Helicón, Beocia c. 720 a.C.”, “Antigonia, antes Mantinea, Arcadia, c-10”, “Constantinopla, calles de la ciudad, 395”. Así, a saltos de unas decenas de años, los fogonazos del espíritu heleno llegan hasta los dolorosos encontronazos modernos con el imperio otomano para terminar en la “Isla de Ischia (antigua Pitecusa), Italia, 1955”. El motivo son las excavaciones que entonces estaba llevando a cabo el arqueólogo Giorgio Buchner para sacar a la luz la colonia griega de Cuma, que en el siglo VIII a. C. fue una de las principales de la Magna Grecia: con ello se cierra el ciclo iniciado, cómo no, cuando en el 750 a.C. un oscuro aedo se propone contar la cólera de Aquiles y todos los sucesos posteriores a ese airado arrebato primigenio.

Es de resaltar finalmente, aunque tal vez yo debería haber empezado aquí, que el libro está escrito por un hombre nacido en Oviedo en 1966 y que siente Grecia de forma tan apasionada que lleva muchos años afincado allí porque, como él mismo dijo el día de la presentación en Barcelona, deseaba ser un helenista epitopou,  lo cual, en sus propias palabras, vendría a ser un “estudioso del mundo griego a pie de obra”. Esa cualidad de narración vivida, y muchas veces vista con sus propios ojos (por ejemplo los paisajes), confiere a los sucesivos episodios un tono intenso de intimidad y conocimiento de  primera mano, como si hubiera estado presente cuando, en el año 267, el repicar de los mazos de los canteros marca el ritmo de la enésima reconstrucción de Atenas, esta vez destruida por los hérulos, “un pueblo que saquea cuanto encuentra a su paso, mata a los suyos cuando enferman y no permite que las mujeres sobrevivan a sus maridos”. Pero también puede ser una predicación de Pablo de Tarso, la visita a la devastada biblioteca de Alejandría  por parte del joven Pablo Osorio, el último paseo que darán el abad Nectario y su amigo ateniense Giorgios Vardanis  por los alrededores del monasterio italiano de Otranto,  el inquietante asomar por Oriente de los invasores bárbaros, las salvajadas de los fanatismos religiosos y tantos otros pequeños chispazos que Pedro Olalla, con escrupulosa precisión histórica, ha ido entresacando de aquí y de allá para hilar un relato que se lee con una curiosa sensación de asombro (porque nunca sabes a dónde vas a ir a parar de un capítulo a otro) y de reconocimiento, pues al fin y al cabo está contando la historia de la civilización que nos ha conformado. Y en este sentido creo muy revelador este fragmento que el norteamericano Don Delillo incluía en su novela Los nombres al hablar de Grecia y la extraña sensación de familiaridad que el país provoca en muchos visitantes incluso cuando es la primera vez que pisan sus paisajes. Dice uno de los personajes de Delillo: “Por fin he averiguado el secreto. Durante todos estos meses me he estado preguntando qué era lo que no conseguía identificar en mis sentimientos acerca de este lugar [en el que nunca ha estado antes]. La profunda cualidad de las cosas. La forma de las rocas, el viento. Las cosas vistas contra el cielo. Esa cualidad de la luz antes del ocaso que casi me parte el corazón. Y entonces me he dado cuenta. Son todas ellas cosas que me parece recordar […] Siento que he conocido ya la claridad concreta de este aire y de esta agua. He trepado por los caminos pedregosos hasta las colinas. Es una sensación inquietante…”.

Eso es. De alguna manera, Pedro Olalla se las arregla para que Atenas, Rodas, Antioquía, Tesalónica, Palestina, Constantinopla, Macedonia  o Ioannina, surjan del pasado (o del destino) común y tengamos la sensación de haber estado allí entonces, porque todo cuanto se cuenta nos parece recordarlo. Y es una sensación en verdad inquietante la que deja la lectura de este libro apasionante y magníficamente escrito.

 

Historia menor de Grecia

Pedro Olalla

Acantilado

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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