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Colectivo SMACK: ‘SPECULUM, Eden’, 2019 Colección Solo

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El Bosco finalmente rescatado

Algo así sucedió en el Museo del Prado con motivo de la exposición conmemorativa del quinientos aniversario de Jheronymus Bosch, el Bosco. Desde las páginas del catálogo editado por el museo, en aquél remoto 2016, los expertos extranjeros invitados a celebrar la efemérides aprovecharon la oportunidad para anudar la versión ortodoxa de las obras atribuidas al artista de Brabante.

Haciendo gala de una satisfecha convicción doctrinal, los especialistas imputaron a la obra del Bosco intenciones cuya huella no hay manera de encontrar en sus pinturas. Y aun así no vacilaron al proclamar la apropiación académica del enigmático y virtuoso personaje.

Uno de los textos publicados en el catálogo atrae con especial intensidad el interés del lector. Paul Vandenbroek, conservador del Museo de Bellas Artes de Amberes y profesor en la Universidad de Lovaina, sintetiza sus años de investigación y presenta al Bosco como el testigo de una época atormentada por las “conductas aberrantes de las clases sociales más bajas” (sic). Una caterva de “mendigos, vagabundos y prostitutas entregados a los salvajes impulsos del cuerpo y a la estúpida locura del pecado”. Pecadores poseídos por “el vicio de la promiscuidad, la gula y la ebriedad, frecuentan tabernas y burdeles y buscan el placer en las desinhibidas fiestas populares”.

Vandenbroek atribuye al Bosco un profundo desdén por los “mendigos y marginados, un rechazo frontal al dispendio, la pereza y el despilfarro, un vehemente desprecio por las clases bajas y las efusiones carnales de una festividad popular vil y vergonzante”. Subraya también el autor que el Bosco trata a los pobres como “zánganos, rufianes, ladrones y derrochadores” y que el espectáculo de la “pobreza autoinfligida” y la “pobreza autoprovocada” lleva al artista a promover “la ética del trabajo, la frugalidad y la sobriedad que prepara el terreno al discurso capitalista” (sic).

Eric de Bruyn, por su parte, asegura que el Bosco condena “todas las formas de conducta que la clase media burguesa considera desviadas y pecaminosas”. Larry Silver constata la “cruel visión de una humanidad pecadora y culpable”. Reindert Falkenburg imputa a las figuras del Bosco un “servilismo subordinado a las fuerzas del mal”.

Resulta desconcertante que los ­expertos invitados por el Museo del Prado imputen al Bosco la acritud ­calvinista que aún no había irrumpido en la historia, le atribuyan una per­turbada fobia a los pobres y sometan la ­bulliciosa creatividad de su obra al rigor de una doctrina clasista y puritana.

Si uno se propone examinar la obra del Bosco es aconsejable escrutar su tupido lenguaje visual con la ironía que percibe el reverso de las imágenes y descifrarla como un escurridizo tropo satírico que mientras omite, afirma, y cuando señala, engaña. La paráfrasis elíptica de la imaginación artística, incómoda con la evidencia grosera de la obviedad literal, se despliega en las pinturas del Bosco con asombrosa energía.

Las criaturas atroces, alimañas híbridas, enanos deformes, bufones endiablados y saltimbanquis lascivos que pueblan sus paisajes son las figuras de una monumental sinfonía burlesca. La simbiótica hermandad de ángeles caídos, basiliscos, bichos y libélulas fundada por el Bosco es la fábula de un fuego mistérico y de su farsa mundana.

La llamada Nave de los locos la presentan los expertos como parte de ese sermón lanzado contra los “zánganos, rufianes y ladrones”, como un edicto punitivo contra los “pecados de gula y lujuria que conducen a la perdición”. En realidad, La nave es una amable escena lacustre en la que un grupo de amigos disfruta de la bebida, la comida y la música. Del Carro de Heno , una de las soberbias e impenetrables escenas del Bosco, se dice que muestra a “la humanidad arrastrada por el pecado”, pero el reverso de la imagen, su réplica transparente, alude al libreto de otra dramaturgia. El desfile evoca además el fervor carnavalesco que convocaba la Fiesta del Asno.

Quien se haya demorado alguna vez ante el Jardín de las Delicias no dejará de recordar la sensación de plenitud erótica que envuelve a las damas y caballeros desnudos sobre la hierba, cabalgando a pelo los corceles y destilando el placer de la ternura hasta el orgasmo sostenido del amor sublime. Ningún rastro del obsesivo desdén supremacista a los “pobres, pecadores y mendigos”.

Así lo entendió fray José de Sigüenza, el bibliotecario de El Escorial que compartía el entusiasmo de Felipe II por el Jardín de las Delicias : “causa admiración cómo pudo haber tanto ingenio y extrañeza en una sola cabeza”.

La presentación de la Colección Solo, en el Centro de Creación Contemporánea de Matadero en Madrid, aparece ahora como una formidable respuesta a la compungida ortodoxia que tenía secuestrado al Bosco y nos muestra la impetuosa imaginación creativa de unos artistas fascinados por su obra.

Las obras expuestas en Matadero rinden tributo al Jardín de las Delicias y acogen el deslumbrante juego de reflejos, simetrías, y réplicas que excita la extraña obra en los artistas implicados en esta recuperación lúcida y poderosa.

Los hallazgos del arte digital, la estética de los videojuegos, el arte sonoro, la animación, el argot pop, el lenguaje de los comics y la historia de la pintura (en la obra de Davor Gromilovic, Mu Pan, Raqib Shaw, Sholim, Dave Cooper, Dan Hernández, Cassie McQuarter y otros) sustentan una penetración lúdica en los iconos herméticos y las figuras grotescas del Bosco y auspician su nueva instalación en la conciencia contemporánea. La mayoría de las obras expuestas en Matadero fueron encargadas a los quince artistas por la Colección Solo y se presentan como un diálogo con la emblemática obra del Bosco. Los comentarios de los autores que se recogen en el catálogo denotan un inteligente acercamiento al silencioso artista, a su sensualidad y a las fuentes de su visionaria imaginación.

El jardín de las delicias. Un recorrido a través de la Colección Solo. Matadero MADRID. Centro de creación contemporánea. Madrid.www.mataderomadrid.org. Hasta el 27 de febrero de 2021

Publicado enLa_Vanguardia_Culturas_El Bosco finalmente rescatado

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31 de octubre de 2021
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La matriarca de los mundos

Marcela de Juan fue, ella sola, un puente más largo que la ruta de la seda entre España y China. Gracias a ella el lector español pudo acceder a la poesía china en traducciones menos precisas que las actuales, pero también más líricas y musicalizadas. Le invito al lector a pasar por encima de esa y otras peculiaridades, y si le gusta la poesía china, abordar toda clase de traducciones, dándole un lugar privilegiado a Marcela de Juan, una mujer absolutamente única por sus orígenes. De padre chino y madre belga, nació en La Habana pero se crió en Madrid, cuando su padre, que procedía del mandarinato, cumplía funciones diplomáticas. Su padre conoció a Pío Baroja, que cuidaba mucho sus amistades exóticas, y a Palacio Valdés, que le dedicó un capítulo de una de sus novelas.

Para los que se han acercado a la literatura de la época de Marcela, verán en ella paralelismos con Lin Yutang, tanto en sus visiones de Pekín y Shanghái como en el uso del humor sin vinagre. Nos hallamos pues ante una mujer que renuncia a la amargura en beneficio de la ironía pura, que suele ser de naturaleza alegre y burlona. En La China que vi y entreví, Marcela de Juan aborda sus memorias en un estilo cordial, sencillo y familiar, en las antípodas de toda forma de pedantería, ya que nunca pretende oscurecer las aguas para que parezcan más profundas.

Por ser de madre católica, a Marcela le tocó conjugar en su persona dos universos religiosos muy diferentes, pero salió airosa de la prueba. Su padre era abierto y a la vez devoto de las tradiciones, y Marcela estuvo a punto de que le vendasen los pies. Afortunadamente, su madre se opuso a tan detestable práctica y Marcela pudo crecer a la par que sus pies. También la comprometieron, en matrimonio concertado, a los seis años, pero el novio murió, de modo que se quedó en plena infancia “compuesta y sin novio”, como dice ella. Le quedaba tiempo para encontrar otro compañero. A través de su libro, vemos desplegarse el Pekín anterior a la devastación industrial, con un urbanismo uterino donde la ciudad y el campo podían conjugarse, gracias a los distritos rectangulares y amurallados: los famosos hutongs, que solían incluir jardines en los que se desplegaba a diario la vida con todos sus matices.

La descripción de Pekín desde el registro sonoro, desde sus voces múltiples, sus músicas y sus ruidos, es todo un logro narrativo, que me desconcertó y me estimuló, y que me condujo a algunos momentos de la obra de Proust. Sorprende que su visión de la China maoísta no sea árida, y no lo es porque entiende el alma china, sus turbulencias y su sentido de la contradicción, bien presente en el Tao. Y así, de la China prerrevolucionaria de los primeros capítulos, pasamos a la China posterior a la Revolución Cultural, completando un mosaico circular que abre y cierra una vida tan singular como la de Edith Warton. Nos hallamos pues ante un libro fundamental de la gran matriarca de muestra sinología. Que esa mujer fuese a la vez belga, china y española no deja de ser una desconcertante y feliz fatalidad, como ella misma explica en este libro imprescindible y lleno de humanidad.

(Texto publicado en Babelia)

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28 de octubre de 2021
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El péndulo de la historia

 

Yuri Tyniánov aborda en esta novela inédita en español los estragos de la codicia imperialista a través de la trágica historia del poeta y diplomático Aleksandr Griboiédov

 

Sostengo esta voluminosa novela sobre la mano y pienso que sería una pena que su extensión siberiana (así como su título, La muerte del vazir-mujtar, y el apellido del autor, un tanto exóticos para los hispanohablantes) la privara de llegar a los lectores. Para Yuri Tyniánov (1894-1943), uno de los padres del formalismo ruso y brillante ensayista, la literatura se distinguía de la historia por su mayor comprensión de los hechos y sus actores. Experto en la obra y época de Pushkin, experimentó con la novela histórica a fin de hacerse preguntas, como en una investigación académica. La principal: ¿hasta qué punto la intuición literaria puede retorcer los documentos para alcanzar una verdad más honda? La literatura, lejos de ser un espejo de la realidad, la altera. Para superar la novela convencional se fijó en técnicas como el montaje cinematográfico.

En este título inédito hasta ahora en español, Tyniánov recorre —de San Petersburgo a Teherán, pasando por Tbilisi y Tabriz— los últimos meses del políglota y misterioso diplomático y poeta Aleksandr Griboiédov (1795-1829), cuya satírica obra teatral La desgracia de ser inteligente pasa por ser el texto más citado en el habla cotidiana y las letras rusas, además de texto alentador de la rebelión decembrista de 1825, fallido intento de establecer una democracia representativa en Rusia. Tyniánov abordó su figura intocable —encumbrada por la ortodoxia soviética como mensajero de la futura revolución— para dotarla de relieve. Un momento crucial en la vida de Griboiédov fue la escritura de su comedia, una crítica a la hipocresía a cargo de su protagonista, el misántropo Chatski, que, después de años ausente, vuelve a Moscú y choca con una sociedad rancia. Otro fue la redacción del severo tratado que puso fin a la guerra contra Persia, en virtud del cual el imperio ruso consolidó su ansiada salida al mar por el sur. Aunque Griboiédov volvió triunfal a San Petersburgo, se le ordenó volver a Persia en calidad de vazir-mujtar (ministro plenipotenciario). Para unos, era un temerario librepensador; para otros, un lacayo del zar. Ya en Teherán, una turba asaltó la Embajada rusa y consumó la yihad “contra el infiel de gafas”, al que desmembraron como culpable “de las guerras, de los abusos de los oficiales, de las malas cosechas”. En la novela se cuenta que su cabeza, ensartada en una pértiga, fue paseada varios días y que solo se pudo identificar una mano suya, por su meñique herido en un duelo, de entre los restos recuperados en un albañal.

El malogrado dramaturgo fue la excusa para que Tyniánov, que con el ascenso de Stalin tuvo que arrinconar sus teorías vanguardistas y dedicarse a la edición, crease un paralelismo entre su generación y la del siglo anterior (cuyas aspiraciones de cambio truncó otro dictador, Nicolás I), supervivientes ambas que debieron adaptarse a un “tiempo quebrado”. Leer a Tyniánov un siglo después, en la era de Putin, refuerza una imagen que atraviesa el libro, la del péndulo de la historia a veces convertido en bola de demolición. Documentada, sofisticada, meticulosa, filosófica y rica en referentes literarios, La muerte del vazir-mujtar es una admirable novela sobre los estragos de la codicia imperialista, la opresión, el desencanto generacional, el talento desperdiciado, la construcción del orden internacional y los destinos individuales en las oscilaciones del tiempo.

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27 de octubre de 2021
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‘Heauton timorumenos’

Consecuente con sus prejuicios, el Gobierno ha suprimido el estudio de la filosofía. Ya no es necesaria: estamos condenados y nos parece muy bien, vienen a decir

Quizás la primera alarma realmente popular fue la de Oswald Spengler en La decadencia de Occidente, publicada en 1918. El libro fue un fenómeno de ventas a pesar de su densidad. En España lo prologó Ortega y Gasset y fue también muy popular. En su momento se interpretó como el grito angustiado de un alemán tras la derrota de la I Guerra Mundial. La idea de que la cultura de Occidente había dejado de ser relevante se amplió exponencialmente con la carnicería de la II Guerra Mundial. Desde entonces han resonado mil ecos que anunciaban la muerte de la cultura occidental. Heidegger y Wittgenstein le dieron la puntilla. Hoy ya casi nadie duda de que ese final es insalvable y que sólo hay futuro en Oriente.

Sin embargo, los avisos adoloridos, como aquel de Leo Strauss cuando lamentaba que a la filosofía política la hubiera sustituido la ideología, se vieron vigorizados gracias a la profética actividad de los “artistas”. Y eso sucedió en plena Guerra Fría, a partir de los años cincuenta, cuando la red oficial del arte abominó de pintura, escultura, cine y cualquier otro medio representativo. Surgieron los artistas de la llamada “posvanguardia” (conceptuales, land art, performance y mil más) que excusaban su ataque frontal contra la tradición en el rechazo del mercado. Al principio pareció que era difícil vender cosas como la liebre muerta de Beuys. Un error. Ahora sabemos que es casi imposible no sacar dinero (y mucho) de aquello que el mercado del arte llama “arte”, sea este lo que sea. De ahí que en la actualidad casi todo lo que se exhibe bajo esa etiqueta sea, en realidad, propaganda ideológica. Consecuente con sus prejuicios, el Gobierno ha suprimido el estudio de la filosofía. Ya no es necesaria: estamos condenados y nos parece muy bien, vienen a decir. Es un “viva la muerte” progresista.

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26 de octubre de 2021
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Contemporaneidad y copia

Leo Sobre el Arte Contemporáneo siguiendo la edición de Random House de 2016 que incluye, en el mismo volumen, En La Habana, dos textos quizá excéntricos en la obra, de suyo excéntrica, del autor argentino César Aira, excéntrica, en el caso de Aira, respecto a ese centro común a tantos autores incluso actuales, el centro de lo tradicional por no decir de la convención. En La Habana es fruto de un viaje a Cuba realizado en el año 2000 y Sobre el Arte Contemporáneo es la alocución inaugural pronunciada en Madrid en octubre de 2010 con motivo del coloquio Artescritura.

Sobre el Arte Contemporáneo (S.A.C.), y me voy a referir sólo a este primer ensayo de los dos que conforman el libro, no está construido con una materia de uso habitual entre narradores de ficción, aunque alguno se aventure en el terreno pantanoso del Arte. César Aira entra a saco en esa, para muchos inabordable disciplina, denominada inseguramente Arte Contemporáneo, y lo hace con un aplomo que no admite fisuras en su discurso acerca de la relación entre Literatura y Arte contemporáneos, en el papel preponderante de la Copia, y en otros resquicios pasados por alto de forma intencionada, dada su dificultad, por teóricos especializados.

Los puntos de vista que Aira mantiene de modo irreductible sorprenden por su audacia y por su novedad. Tras reconocer que ha encontrado en las derivas del Arte Contemporáneo una fuente incomparable e inagotable de fantaseos productivos, confiesa que él quería ser escritor, quería escribir novelas como las que le habían acompañado desde la infancia, opinar sobre sus colegas, teclear la máquina de escribir hasta gastarse los dedos, decir cosas inteligentes, importantes, ser poeta, ensayista, ganar el Premio Nobel; además, y como si todo esto fuera poco, todavía se sentía a tiempo de llegar a ser Rimbaud, pero el hechizo de Duchamp, esa especie de fascinación fría de la que él tenía el secreto, interrumpió para siempre esos planes.

Sus consideraciones acerca  de las revistas de arte, de las que se confiesa lector asiduo y suscriptor, resultan particularmente sugerentes. Nos dice que ha percibido un hecho, que se hace más notorio cada año, cual es que estas revistas, cada vez mejor impresas, con reproducciones fotográficas cada vez más perfectas, tienen una oferta visual cada vez más pobre y desalentadora; muestran salas oscuras con pantallas en las que hay imágenes borrosas, galerías vacías, una mujer sentada junto a una mesa, ropa colgada de percheros, tomas de vídeo en las que apenas se discierne algo, un cuarto con tablones tirados por el suelo, una instantánea de una familia en la playa, una oficina... es posible llegar a la última página sin que nada haya hablado por sí mismo, se hace necesario volver al principio y leer con atención para descubrir a qué están haciendo referencia esas fotos decepcionantes, y una vez informado, reconocer que eran la mejor documentación que había podido lograrse de unas obras de arte que si bien pueden ser innovadoras, inteligentes, valiosas, parecen tener el empeño de no dejarse fotografiar. Reconozcamos que el papel de la copia como acompañante de la obra de arte, el convencimiento de que esta no es más que el modelo de sus reproducciones, esa labor incansable realizada desde la prehistoria pasando por Grecia, llegando al impresionismo y que con la fotografía llega a un estadio que se diría definitivo, se estrella con la llegada del Arte Contemporáneo, de hecho se establece una carrera entre la obra contemporánea y la posibilidad técnica de su reproducción, y en esta carrera la obra de arte contemporánea se hurta a la reproducción técnica en la misma medida en que esta avanza y se perfecciona... inútilmente; la obra se vuelve obra de arte en tanto se adelanta un paso a la posibilidad de su reproducción, adquiriendo una nueva forma. Un avatar elocuente de esta carrera, sigue señalando Aira, son las instalaciones, hoy ya un tanto pasadas de moda, pero cuya marca se extiende más allá de su formato ya que la fotografía da una idea sólo parcial, pone a la obra de arte en el mismo plano de las ilustraciones de una revista de decoración de interiores. César Aira, en un iluminador epítome, concreta que las instalaciones, y otras piezas similares contemporáneas, se burlan de la reproducción de manera insidiosa, constituyen una trampa no sólo para incautos sino para críticos tan perceptivos como David Sylvester quien, en un comentario a una instalación de Beuys, indica cuál es exactamente el sitio donde debe situarse el objetivo de la cámara, malentiende por completo el formato “instalación” pretendiendo rescatar la posibilidad de reproducirla. El Artista Contemporáneo, según Aira, sigue adelantándose, pone su ingenio e inventiva en conseguir que su obra contenga un aspecto, un costado, una punta, que siga oculta aun a la más novedosa y exhaustiva técnica de reproducción.

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25 de octubre de 2021
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La novela negra, un género ejemplar

 

La novela policíaca, conocida mejor como novela negra, ha tenido la fama mal merecida de ser una literatura de segunda, libros de leer y tirar sin más consecuencia que el buen rato que el lector pasa tratando de adelantarse a averiguar quién es el asesino, papel que tradicionalmente estaba reservado al mayordomo de chaquetín a rayas. O, como en las novelas de Agatha Christie, esperar el momento final en que el inspector Poirot reúne al total de los sospechosos alrededor del fuego de la chimenea, todos cómodamente sentados, para explicarles los entramados del crimen y señalar al culpable, que se halla invariablemente entre los circunstantes.

Se suele olvidar que la novela negra, tan vilipendiada, tiene por fundador nada menos que a Edgard Allan Poe. Y yo, tras repetidas lecturas de Raymond Chandler y Dashiell Hammett, entrenándome en el género, los coloqué sin vacilaciones en el santoral de mis autores de culto. Para empezar, ambos fueron capaces de desarrollar un estilo inconfundible, cortante y a la vez contundente, capaces de describir con trazos duros a tipos duros que se mueven en un ambiente crepuscularmente corrompido; y sus detectives estrella, Philip Marlowe y Sam Spade, los dos indefectiblemente ligado al mejor rostro que pudieron haber encontrado, el de Humphrey Bogart, son pesimistas y desilusionados, cínicos y un tanto alcohólicos, pero dueños de un cierto espíritu ético, que los lleva a resistir a las infaltables a las femmes fatales, y a la no menos erótica tentación del dinero.

La novela negra latinoamericana viene de estos dioses tutelares, pero en el trasiego se convierte en un género nuevo y diferente que se aparta del canon que podríamos llamar clásico. Diferente, en primer lugar, porque resulta teñido por la anormalidad política, que tiene que ver con las múltiples debilidades institucionales tan crónicas que padecemos, y que como una marea sucia y aceitosa se mete por todos los resquicios de la realidad, y por tanto del relato.

En la novela negra anglosajona, un policía o un investigador privado pueden ser todo lo desordenado que quieran en su vida privada, pero en su oficio tienen detrás el respaldo de las leyes, y de las instituciones judiciales. Los héroes de nuestra novela policial, en cambio, resultan siempre contaminados, empezando por la corrupción, que es orgánica y no deja escape, o los favores políticos que llevan tantas veces al apañe y a la impunidad.

 O, ahora en día, de manera más profunda como factor de distorsión de la justicia, el poder envolvente del narcotráfico, que induce al héroe a asumir una conducta de dualidad moral, como en el caso de el zurdo Mendieta de Elmer Mendoza, en el escenario de uno de los territorios calientes del tráfico de drogas, como lo es el estado de Sinaloa; y hay un momento en que a no sabemos dónde se sitúa esa tenue línea que separa lo moral de lo inmoral.

 Ya no se diga el héroe que no sale incólume de las tinieblas del pasado, como el Mario Conde de Leonardo Padura, atrapado en la maraña de los recuerdos de la guerra de Angola y en las frustraciones que padecen, tanto él como su compañeros de mala fortuna, metidos dentro de la máquina, ya deterioradora sin remedio, de una revolución que de sueño de cambio pasó a convertirse en una pesadilla burocrática. La Habana de Mario Conde es una ciudad fantasmagórica.

 En mi experiencia personal, la novela negra se vuelve un método de explorar la realidad contemporánea de Nicaragua, que me lleva necesariamente a entrar en un paisaje lleno tanto de anormalidades como de excentricidades. Mi inspector Morales se moverá en un terreno sinuoso, e impredecible, porque todo depende del arbitrio caprichoso del poder. Su vida está ligada a la revolución de los ochenta, y debe vivir la contradicción entre lo que esa revolución fue, y el remedio que ahora es. Y enfrenta la corrupción y los abusos de un poder sin reglas, desde una perspectiva que deberíamos llamar ética, como Sam Spade o como Marlowe. Pero no deja de ser marginal, porque no es un personaje político. Los acontecimientos son los que lo arrastran a observar con ojo crítico las ocurrencias anómalas, y muchas veces grotescas, a su alrededor.

Pierde una pierna combatiendo adolescente en la guerrilla contra Somoza, y la prótesis que lleva le recordará siempre ese pasado que fue heroico cuando se convierte en policía antinarcóticos, y más tarde, cuando termina como investigador privado de un pequeña y pobre oficina en Managua, marginal entre los marginales, y siempre rumiando las preguntas sobre lo que aquel pasado ha hecho de su vida, ahora llena de frustraciones.

Como escritor, creador del inspector Morales, y en muchos sentidos su alter ego, el género negro me da las defensas necesarias para protegerme de la política misma, porque me concede las distancias necesarias; no hay nada más peligroso que el tema de la política en el terreno literario.

El inspector Morales no es un personaje político, ni quienes lo rodean; todos entran en esa realidad pervertida, muchas veces a su pesar, pero no dejan de juzgarla. Y como están armados de humor, un humor negro si se quiere, tienen allí una salvaguarda para no involucrarse en el drama que la realidad contemporánea representa para ellos, y para mí. Un drama que, si no te cuidas, te puede llevar a la retórica y a las imprecaciones, enemigas mortales de la literatura, pues si no te sitúas lejos de la arenga y de la didáctica política, no sobrevives en las palabras.

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25 de octubre de 2021

Carmen Laforet / Wikimedia Commons

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¿Por qué amamos a Laforet?

 

La fascinación que siguen despertando la escritora Carmen Laforet y su obra maestra, Nada , es una pequeña victoria de la singularidad frente a la norma. De la libertad personal frente a los dictados de la ambición. ¿Cuántas veces ha ahondado la crítica en su bloqueo? “Cómo se puede no escribir sin dejar de ser escritora”, leemos en la biografía de Anna Caballé, Una mujer en fuga (RBA). La dificultad de conciliar la escritura con la vida forma parte del mito, además de su belleza. Qué bien quedan impresos sus retratos en blanco y negro, con camisa blanca y un pitillo. Su sonrisa, ajena al ruido, proyectada hacia su interior como hacen aquellas que ríen para dentro. Su media melena y su figura espigada. Su amistad intensa con la tenista que vestía las faldas palazzo de Schiaparelli, Lili Álvarez (“de todas mis amistades, tanto masculinas como femeninas, he estado enamorada siempre”). También su etapa mística, movida por un ansia de transcendencia.

En el centenario del nacimiento de la autora, tras reeditarse la mítica Nada –que sigue siendo un best seller–, se publica El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma ( Destino), con edición a cargo de su hijo pequeño y albacea, Agustín Cerezales Laforet. Se trata de un retrato íntimo trazado con extractos de sus diarios publicados en Abc –qué deliciosa prosa–, además de fragmentos de sus libros, entrevistas y correspondencia. A la pregunta: “¿Qué prefiere, mandar u obedecer?”, Laforet responde: “Pues no prefiero ninguna de las dos cosas. No me gusta mandar ni me gusta obedecer”. Esa contestación resume su carácter: una suavidad que se mece entre las afiladas aristas de todo proyecto vital, y una indolencia que será juzgada amargamente. Para ella viajar era una forma de mantener la mente en blanco, una moratoria frente a las responsabilidades que la atenazaban, incluida la obligación de escribir. Su hijo Agustín afirma que él nunca creyó que la inhibición, el trauma de la precocidad –escribir una obra maestra (premiada, además) con apenas 24 años–, ni la debilidad de carácter fueran las causas de su bloqueo. Quizá siguiese aquel pensamiento de Heidegger que induce a callar para dejar que el ser nos hable.

El enigma Laforet planea tanto sobre su escritura como su silencio. Su rebeldía también comprendía un escapismo inseparable de ella misma. Calló mejor que nadie, aunque hallase las palabras adecuadas bailando con el lápiz del pensamiento. Y fue capaz de atrapar los vapores cotidianos a fin de revelar un mundo en observación, macerado en su amor por la vida.

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22 de octubre de 2021
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La decisión del poeta

Las neuronas de una red artificial sopesan los datos que recibe en función de una finalidad (por ejemplo el reconocimiento de si los píxeles percibidos corresponden o no a un determinado dígito) y relativizan el monto añadiendo su propio sesgo o querencia. La mayor o menor acuidad en la tarea (por ejemplo tanto por ciento de dígitos reconocidos correctamente en un tiempo determinado) se acentúa por el hecho de que la red reconoce sus propios errores y aprende a corregirlos.

La proyección de nuestros estados psicológicos sobre sistemas artificiales se traduce directamente en el vocabulario. Un ejemplo:

En el reconocimiento de dígitos, en ocasiones el sistema parece funcionar al nivel de las imágenes que sirven de entrenamiento,  pero este buen funcionamiento es ilusorio, pues al pasar a las imágenes no específicamente seleccionadas para entrenar se percibe que el tanto por ciento de correcta clasificación se ha estancado. Se diría que el sistema, funcionando  bien ante el conjunto de dígitos elegidos para su entrenamiento, es sin embargo incapaz de generalizar. Pues bien, cuando esto ocurre se dice que el sistema, padece de sobre-entrenamiento (overtraining, también overfitting) de alguna manera está estresado. Y como se diría de un deportista que falla en el momento de la competición real mientras que se mantenía en los entrenamientos (algún caso se ha dado en los últimos juegos olímpicos), es entonces imperativo que la red neuronal deje de entrenar. En vista de todas estas analogías entre entidades artificiales y seres humanos es legítima la pregunta: ¿cabe decir que un sistema neuronal artificial adopta una resolución tal como nosotros lo hacemos de ordinario?

Tratándose de elucidar si lo que percibimos es un 5, quizás hay coincidencia entre los procesos que nosotros  efectuamos (de hecho sin conciencia de ello)  y lo que efectúa una red neuronal (por ejemplo cuando de diez neuronas output sólo la que corresponde al número 5 se activa). De todas maneras ciertos  autores  niegan que, incluso a este nivel, quepa hablar de homologación. Así el filósofo americano  John  Searle lleva decenios  proclamando que aunque la performance objetiva sea comparable, las entidades artificiales se mueven en una dimensión exclusivamente sintáctica, no teniendo acceso alguno  a la semántica.

En cualquier caso: ¿qué ocurre cuando se trata de tomar una resolución con implicaciones éticas y con datos contradictorios? Por ejemplo cuando hay variables que apoyan la decisión de tomar una medida sanitaria mientras otras variables la señalan como perjudicial. Y sobre todo: ¿es el comportamiento de la red homologable al nuestro cuando el poeta decide que las almas a las que se apela son las de las rosas (“A las aladas almas de las rosas/del almendro de nata te requiero”) y no las de algún otro ser que, de considerarse la oración desde el punto de vista de la información que da un código de señales,  sería perfectamente homologable?

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21 de octubre de 2021
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Sobre naufragios

"Náufrago", como "exiliado", aluden a condiciones con las que muchas personas pueden sentirse identificadas. Por lo menos, con algunos de los atributos que concitan esas palabras como metáforas o arquetipos. Pero en un momento como el que vivimos hay que andarse con mucho cuidado al utilizar una metáfora. Ya sabemos que esta figura literaria se basa con frecuencia en la exageración, como muestran –recordemos lo aprendido hace tantos años–, los dientes como perlas: una imagen que no deja de ser inquietante.

Sin embargo, necesitamos la metáfora para ampliar los significados, es decir, la vivencia imaginativa que convierte una palabra o idea en una sensación de límites difusos. Necesitamos la trampa que expande un término o un objeto a través de un territorio que parecía insondable y, de pronto, se ilumina y abre espacios nuevos.

En su riqueza conceptual, el atributo de “náufrago” puede contener algunos significados en los que nos encontramos definidos y, de pronto, nuestra manera de proceder o sentir lo que sucede a nuestro alrededor encaja mejor en un relato con el que más o menos podemos responder a esas insidiosas preguntas de “de dónde venimos y hacia dónde vamos”.

En los relatos de William Somerset Maugham reunidos en Lluvia y otros cuentos –manejo la edición publicada por Atalanta en 2016– no hay náufragos en el sentido estricto, ni literal. Lo que más podría acercarse al estereotipo lo encontramos en la escena del cuento “La nave de la ira”, en que Ginger Ted, borracho, pendenciero y, tal como lo describe el narrador, “desecho humano”, se ve obligado a pasar la noche en un islote junto con otros navegantes por una avería en la hélice de la pequeña embarcación en la que viajan, que les obliga a desviar su camino y atracar en el pedazo de tierra más próximo que encuentran.

Entre los náufragos se halla la señorita Jones (cercana a los cuarenta años), hermana del misionero responsable de velar por las almas en la isla de Baru, que forma parte del archipiélago de Alas en el Pacífico, bajo jurisdicción holandesa. Ella, se nos dice, está empecinada en ver el lado bueno de las cosas, pero sabe de la habilidad, las males artes y la agresividad de Ginger Ted para obtener lo que desea de las mujeres, por lo que es consciente de su vulnerabilidad en un islote precario ante tal depredador. Se prepara para la lucha, se sabe derrotada de antemano, aunque los lectores percibimos que Ginger Ted está mucho más interesado en los encantos del alcohol. No obstante, lo que sucedió aquella noche no deja de ser un misterio. Después de transmitirnos la angustia de la que cae presa la señorita Jones, Maugham nos traslada a las primeras horas de la mañana, cuando ella amanece tapada cuidadosamente con varios sacos de mercancía vacíos.

A partir de aquí, como agradecimiento ante lo que se interpreta como ejercicio de contención y muestra de respeto, todos los esfuerzos de la misionera, que tampoco tenía mucho más que hacer en Baru que rezar obsesivamente por la salvación de las almas ajenas, se encaminarán a redimir al náufrago Ginger Ted. La historia nos llega a través de la mirada complaciente e irónica del contrôleur de la isla, el señor Gruyter, un bon vivant al que solo le preocupa que nada altere el orden de la isla de la que está al mando para poder seguir su ritmo de grandes ágapes. Dar más detalles sería estropear el cuento para quienes no lo hayan disfrutado todavía.

En la mayoría de los relatos que conforman este volumen, los personajes habitan paradisíacas islas de los Mares del Sur: misioneros, médicos, marinos, comerciantes, prostitutas… Y las habitan, inconscientemente, como si de náufragos se tratara. Casi todos han abandonado las metrópolis huyendo de algo y buscando una vida mejor, aunque sea para los demás, como es el caso de los misioneros. Han iniciado una nueva vida, pero que viven de una manera que me atrevería a calificar de vicaria, como si la vida que de verdad les correspondía se hubiese quedado en la patria abandonada o en el barco accidentado. Toca improvisar, superar los días hora por hora, aceptar las tormentas y las noticias que traigan los barcos del otro mundo, sin llegar a saber nunca si los fantasmas del otro lado son ellos mismos o son los que habitan en la tierra que abandonaron. De las irónicas y distantes descripciones de Maugham deducimos que las vidas que han construido en las islas a las que han arribado no son todo lo satisfactorias que esperaban. En la atmósfera hay siempre una tenue melancolía, un regusto pesimista que acaba encontrando algún detalle que revela la farsa. En algún momento, el camino la ruta marcada se frustró: la fuerza de los elementos, de la realidad, truncó el sueño que había empujado el inicio del viaje y la decisión de embarcarse. La frustración de las expectativas, la persistencia del dolor del que se pretende huir, la capacidad destructora de una anécdota o una decisión aparentemente trivial, son rasgos del arquetipo en el que nos reconocemos, porque asistimos a naufragios constantes, cada día.

En otro de los relatos, “Lluvia”, una epidemia de sarampión obliga a los viajeros de una goleta a permanecer confinados en la isla de Pago Pago. Una isla repleta de náufragos, un simulacro de ciudad habitada por sombras que visten como en Occidente y ridiculizan a los nativos ciñéndoles camisas y pantalones cuando creen adecentarlos. Durante el encierro, no deja de llover, una densa y atosigante capa de agua cubre el espacio para recordar el sometimiento del humano a la Naturaleza. De la misma manera, las diatribas del misionero nos recuerdan la amenaza continua del pecado: ese error que nos aleja del que ha de ser nuestro destino último: la comunión con Dios.

Igual que en “La nave de la ira” la perspectiva escogida por el narrador omnisciente era la del contrôleur, en esta ocasión es el médico Macphail quien da testimonio de los naufragios metafóricos que se suceden a su alrededor. No es el médico quien nos habla, sino que Magham nos pone en la piel del facultativo para que sepamos desde qué ángulo se perciben los hechos, cómo son asimilados por un personaje en apariencia anodino, que pasaba por allí, exactamente como lo estamos haciendo nosotros, por casualidad.

El caso es que el médico presencia el enfrentamiento entre el puritano misionero y la escandalosa prostituta que han coincidido en el encierro en la casa de un comerciante de la isla. El señor Davidson se propone entregar a Dios el alma reformada de la mujer libertina, ejemplo claro de quien naufraga en lo que ya era un naufragio. El reverendo utiliza todos los recursos e influencias de los que dispone. Y asistimos a la transformación milagrosa de la mujer en un proceso que a veces nos llega como una humillación insoportable y otras como una epifanía que nos acerca a una experiencia mística. Con la señorita Thompson, queremos limpiarnos el alma, sentir que todavía es posible empezar de cero y sentir ilusión por el camino que nos queda hasta llegar a la conexión con el ser supremo. El señor Davidson, aunque se deja la salud en ello, consigue que la prostituta mire de cara a su propio pecado, a los errores que le han llevado hasta allí, a la fuerza sobrehumana que la puso en un camino para probar la fuerza de su voluntad y la de su amor a Dios. Una experiencia mística no demasiado lejana al éxtasis de Santa Teresa o la oscura noche de San Juan de la Cruz.

El puritano también necesita la redención de la prostituta para que su trayecto llegue a buen puerto. Cuando creemos que la fusión de las almas con el bien supremo está a punto de consumarse, el desenlace se convierte en un ejercicio virtuoso de ingenio e ilusionismo. Las palabras siempre tienen más de un significado, así como los pensamientos, y con demasiada frecuencia lo que decimos no se corresponde con lo que hacemos para construir nuestra vida día a día, lo que no deja de ser otra suerte de naufragio.

Las razones del accidente de la nave en la que viajamos pueden ser muchas. Pero cuando uno se encuentra abocado a surcar una inmensa superficie indómita, solo regida por el movimiento de energías y corrientes cuyas normas no siempre conocemos, es probable que la mayor amenaza sea la Naturaleza en sí misma. Nos pasamos toda la vida sometiéndonos a sus caprichos, pero creyendo, sin embargo, que somos nosotros quienes controlamos la situación, y consiguiendo únicamente contaminarla y destruirla.

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19 de octubre de 2021
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Elogio

Muchos indigenistas parece que preferirían reducir nuevamente el mundo a Europa, África y Asia, ya que dan por supuesto que América estaba mucho mejor cuando no existía

 

Hay un célebre chocolate en polvo que no ha logrado disolver su harina de cacao en la leche, de modo que basa la publicidad en alabar los grumos que flotan como náufragos en el líquido tras removerlo con la cuchara. En sus anuncios aparecen niños gordos y hermosos bebiendo con deleite los coágulos flotantes, como si esa fuera la parte buena de su desayuno.

Lo mismo sucede con reaccionarios ontológicos como López Obrador cuando exige perdón a los españoles por haberle traído a la existencia. Muchos indigenistas parece que preferirían reducir nuevamente el mundo a Europa, África y Asia, ya que dan por supuesto que América estaba mucho mejor cuando no existía. Como casi todas las exigencias de la izquierda reaccionaria, muestran un profundo rencor contra el mundo, contra los humanos, contra lo que hay, contra todo lo que no comprenden.

Ya sucedió algo similar en el siglo XVIII, cuando comenzó a ser frecuente que la gente ilustrada e inteligente dejara de creer en el Dios de las iglesias. Alarmados, los que entonces formaban la izquierda reaccionaria pidieron a las autoridades que no prohibieran las religiones supersticiosas, ya que, decían, con ellas la gente analfabeta se quedaba más tranquila. Que hubiera un juicio final apaciguaba la sed de venganza.

También hoy en día se da un fenómeno de devoción oficial y farisaica. La ausencia de religión y el declive de la popularidad eclesiástica, deslustrada por su sexualidad y la codicia inmobiliaria, ha hecho posible una religión que enmiende las injusticias, a sabiendas de que ningún juicio final las remediará. Esa piedad laica, inventada, como es lógico, por los norteamericanos, difunde una fe en la cultura indígena y mágica que quiere dar esperanzas a aquellas agobiadas minorías que se creen colonizadas por la biogenética. Son los elogios del grumo.

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19 de octubre de 2021
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El Boomeran(g)
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