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Elogio de la conversación

Por 20 de diciembre de 2021 Sin comentarios

DIEGO MIR

Marta Rebón

 

Entre los muchos logros de Internet figura el cruce inmediato de mensajes entre personas distantes. Paradójicamente, eso ha herido la comunicación verbal, entendida como el intercambio directo de ideas.

¿Conversar es un arte en peligro de extinción? Decir que sí sería, cuando menos, controvertido, pues hoy todo a nuestro alrededor está montado de tal manera que nos llegan sin cesar oportunidades de interactuar tanto con amigos como con desconocidos. La conectividad digital permite intercambiar mensajes sin límite, de modo que vivimos en la ilusión de estar inmersos en una suerte de charla infinita. Puede que la pregunta inicial no parezca tan desatinada si nos paramos a pensar en qué se entiende por conversación y, en especial, qué se espera de sus participantes: la expresión de argumentos, por un lado, y la escucha atenta, por el otro. En nuestro actual entorno hipertecnificado, ambas acciones constituyen todo un reto. Lo primero exige ciertas dosis de soledad previa para que quien hable haya tenido la posibilidad de elaborar algo genuinamente propio; lo segundo, prestar atención. O, dicho de otro modo, remar a contracorriente en el caudaloso río de estímulos e interrupciones por el que navegamos a diario. Y, además, dialogar no es un intercambio de monólogos. Afirmaba Jean de La Bruyère que el talento de la conversación no consiste tanto en mostrar mucho como en hacer que los demás encuentren.

Nuestras vidas se basan en interacciones, y la comunicación verbal es la herramienta más a mano para producirlas. Nadie discutirá la máxima aristotélica de que el ser humano es un animal social inclinado a exteriorizar opiniones y sentimientos. Por lo tanto, el silencio impuesto conlleva pesadumbre y, cuando un ser querido deja de dirigirnos la palabra, experimentamos dolor. El escritor Henry Fielding, en su ensayo de 1743 dedicado a la conversación, la definió como el intercambio de ideas mediante el cual se examina la verdad y en el que cada cuestión se analiza desde distintos puntos de vista, de manera que el conocimiento se comparte. La historia ha conocido momentos estelares de este arte desde que Platón señalara que es la forma más elevada del conocimiento. Muchos siglos después se empezó a percibir la relación directa entre estabilidad política y el mundo conversacional, aquel que David Hume describió como el de la conversación respetuosa en la que se da y se recibe en aras de un goce mutuo. Para mantener un intercambio lingüístico auténtico se deben dejar a un lado la vanidad, la intransigencia y el orgullo; así pues, la antítesis de la charla es la polarización enconada.

La conversación, tal como se ha desarrollado tradicionalmente a lo largo de la historia, tiene un denominador común: el cara a cara, el aquí y el ahora. Y esa necesidad de comunicarnos mirándonos a los ojos es lo que la omnipresencia de las pantallas ha empezado a difuminar, hasta el punto de que hay quien ha llegado a creer que, con esos sucedáneos de coloquios mediados por un dispositivo, nada se pierde en el camino. La pantalla, cabe recordarlo, no solo es una superficie que transmite contenidos, sino también, en su segunda acepción, una separación, barrera o protección que se interpone entre los individuos. Por eso investigadores como Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología del MIT, alertan de la crisis de empatía que fomentan los aparatos electrónicos, pues nos privan de ver las emociones que afloran cuando dos personas se explican frente a frente y en tiempo real. Conversar, además, es la manera más eficaz de crear vínculos afectivos. Turkle apunta en En defensa de la conversación (Ático Bolsillo) que cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas que nos rodean, a las que hemos arrebatado buena parte de nuestra atención para desviarla a contenidos alojados en otra parte. “Hemos sacrificado la conversación por la mera conexión”, añade, y cita estudios científicos que demuestran que la mera presencia de un teléfono en la mesa, aun desconectado, desvirtúa la atención de todos los presentes. Otro dato preocupante: cuanto más tiempo pasan conectados los niños, menor es su capacidad para identificar sentimientos ajenos.

Tal es nuestra confianza depositada en la tecnología para llenar los silencios, combatir el aburrimiento y expresarnos sin el temor a sentirnos juzgados que la industria se afana en desarrollar inteligencia artificial a fin de que hablemos con objetos en lugar de con personas. Los robots conversacionales son ya una realidad. Hoy en día es posible reunir todos los mensajes y comentarios de un usuario en la Red para que, una vez muerto, se puedan recrear sus patrones de conversación, de modo que podamos seguir chateando con él. Aunque esto, como vaticinó Alan Turing, no dejará de ser un juego de imitación. La tecnología es un medio extraordinario, pero nada es capaz, avisa Turkle, de sustituir una comunicación en persona y los beneficios que reporta. El sociólogo Georg Simmel, ya a principios del siglo pasado, calificó la conversación de antídoto contra la presión y el estrés que causaba la vida moderna. En fecha reciente, un estudio de la Universidad de Chicago ha probado que la tertulia fortuita entre dos extraños en un tren o en una sala de espera hace de ese momento una experiencia más agradable. Tal vez, señalan sus autores, sobrevaloramos el deseo de intimidad en un planeta cada vez más poblado. No entender los beneficios de la interacción social deriva forzosamente en soledad, empobrecimiento y falta de empatía.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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