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Generali

Muy baja era la probabilidad de que impactara en el cráneo de Esquilo una tortuga desprendida de las garras de un quebrantahuesos. Sin embargo, el año 456 antes de Cristo, cuando el poeta griego, advertido por los dioses de que moriría al venírsele la casa encima, vagaba por los campos al solo refugio de la luna y las estrellas, murió alcanzado por el símil de una casa, una casa móvil, una casa lenta, pero en esta ocasión acelerada por la fuerza de la gravedad. Porque esta ave, el quebrantahuesos, Gypaëtus barbatus para los científicos (algo así como Buitreáguila barbuda), es animal escaso, solitario, de fidelidad territorial y matrimonial, al que no le intimidan los rigores climáticos extremos y que tiene el hábito de arrojar tortugas, y sobre todo huesos, sobre canchales y roquedos para allí devorarlos fragmentados. Pues bien, esta licencia casi deportiva, en tan austera y mística personalidad, ha supuesto la rotura del parabrisas de mi automóvil cuando regresaba del monte de echar despojos caseros para alimento de aves necrófagas, entre las que se encontraba un inexperto joven de quebrantahuesos que ha soltado de las garras un hueso de ternera de los restos del cocido, y que ahora veré cómo explico el percance al bueno de mi agente de la aseguradora Generali.

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2 de enero de 2022
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Dos  Francias

Lo más extraordinario de La crónica francesa (The French Dispatch) es su existencia: un film de muy alto presupuesto destinado a una minoría selecta que al poco de empezar la proyección muy probablemente se vea desbordada por la lluvia de los significados intrincados y las bromas encriptadas, no todas ingeniosas. Wes Anderson es muy culto y tiene culto entre los cinéfilos, aunque no creo que los tenga en cantidad suficiente como para que en este caso a sus productores les salgan bien los  números, algo que, naturalmente, no me concierne, en tanto que mero espectador y no contable o tesorero. Me preocupó, pese a ello, ir a verla (dos veces, la segunda por si acaso me había yo perdido cosas trascendentales inadvertidas en la primera) y salir las dos veces tan contrariado, después del gran disfrute de El gran hotel Budapest y hasta de su fantasía animada en stop-motion Isla de perros (Isle of Dogs). Aclaro sin embargo que su nueva película es de una gran belleza formal, trascurre a un ritmo vertiginoso, entre lo arrebatador y lo mareante, y cuenta con un reparto de estrellas suntuoso; ¿habrán cobrado todas sus cachés o son prestaciones por amor al arte? Me refiero, entre otros, a Bill Murray, Tilda Swinton (hablando con tonillo y frenillo pomposo y un no menos estridente peinado de derechas), Frances McDormand, Saoirse Ronan, Timothée Chalamet, Willem Dafoe, Mathieu Amalric, a la voz narradora principal de Angelica Houston, al preso-artista que encarna Benicio del Toro y a su modelo-guardiana Léa Seydoux, que consigue memorablemente crear dos personajes embutidos en uno, aunque el que está en cueros supera al que lleva uniforme de carcelera. ¿Será, por cierto, The French Dispatch una metáfora sobre el periodismo entendido como prisión, manicomio o hangar de egos con teletipo? Las tres opciones me gustan, y las suscribo, habiendo yo escrito ininterrumpidamente en prensa, sin tener la carrera ni el carnet de periodista, desde los 17 años.

La trama que nos cuenta Anderson es provinciana, y aun así difícil de resumir; por razones poco explícitas, las ciudades de Kansas y Angulema se hermanan en un periódico, el que da título al film, viendo el espectador una Francia espesa y reinventada donde trascurre la mayor parte de su acción. Los decorados son sensacionales, el color y su blanco y negro alternante muy bien trabajados, el vestuario exquisito, y cuando los grandes medios corpóreos de los que dispone no le bastan, el director pasa de lo figurativo y lo sólido a lo gaseoso de la animación. Todo ello acompañado de una narración en off endiabladamente irónica, resabiada, punzante, que, siendo obra del Wes Anderson también guionista no ha de sorprendernos; pocos cineastas hay hoy en ejercicio que manejen la lengua escrita para ser dicha con tanto peso, con tanta riqueza de matiz, con tan gran cantidad de juegos de palabras y silencios cargados de elocuencia.

Lo que sucede es que La crónica francesa divaga y se desorienta, dando muestras constantes de finura intelectual y de amaneramiento; de vaciedad, más que de vacío semántico. Como si el propósito desencadenante del relato, (“traer el mundo a Kansas”, en las palabras altisonantes del propietario y editor, Bill Murray), naufragara en los churriguerescos decorados de Angulema, perdiendo en el naufragio el contenido de sus bodegas. Divertida a ratos en el zafarrancho de crímenes, delitos y estupros, la película adquiere la condición de pastiche con dificultad, quedándose más bien en un galimatías, un crucigrama que no lleva consigo la solución. Y esa misma apuesta fallida de Anderson se advierte en la música de Alexandre Desplat,  remedando a Satie con mucho oficio y poca invención. Homenaje a Francia y su cultura, o burla de Francia y  sus altanerías, La crónica francesa no acierta a conjugar esas dos vías abiertas entre la amable nostalgia y la ácida crítica.

Una Francia nada estrambótica y más naturalista es la que inspira a Céline Sciamma en Petite maman, película muy tenue en su osadía, que es de signo distinto a la de sus títulos anteriores Tomboy (2011) y Retrato de una mujer en llamas (2019), en los que el género indeciso de la pequeña niña/niño y la sexualidad de sus mujeres flamígeras determinaban la estética, lineal en la primera, barroquizante en la segunda. Las niñas de Petite maman, que son hermanas gemelas en la vida real, interpretan con preciosa soltura un juego infantil de casi 70 minutos en los que el bosque, la cabaña o refugio y las cocinas desempeñan su función primordial de lugares atávicos, restauradores, curativos. Y si bien eché de menos, como espectador, la riqueza iconográfica de Retrato de una mujer en llamas, película de época dieciochesca realizada con gran esmero y punteada por pequeños bloques de música, en la que destacaba el cántico nocturno de unas campesinas que hacen fiesta al aire libre, agradecí la austeridad sonora de esta Pequeña mamá; una entrada a todo meter de las Cuatro estaciones de Vivaldi resultaba un crescendo muy trillado en aquel retrato lésbico que Sciamma hizo el año 2019.

Las dos niñas de Petite maman no se desean, se aman, aunque la incógnita es que ignoremos el grado de su amor, que abarca tres generaciones femeninas, y consiste en unos contactos castos y una mirada constante al espejo en el que se miran para entender su parentesco, su necesidad de la otra. Todo ello en tanto que piezas humanas de un ajedrez sentimental en el que ambas son rey y reina, y los adultos alfiles escuetos pero necesarios. Cuando en la mitad del metraje advertimos que algunas de las figuras del breve elenco de intérpretes podrían ser fantasmas pasados o futuros, ya no hay tiempo para rebobinar el misterio. O no hay misterio, y sólo hay ensueño. Una desnudez paisajística, una casa vacía, un coche  que arranca sin destino preciso: la antítesis formal del abigarrado mundo francés de Wes Anderson.

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30 de diciembre de 2021
Ilustración de Diego Mir
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Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida

El ‘kintsugi’ es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.

En una época dominada por el consumismo y la obsolescencia programada, lo más probable es que si una mañana te levantas con el pie cambiado y, en un tropiezo, se te cae la taza del desayuno, te resignes a recoger sus pedazos y los tires a la basura sin más. Algo impensable en Japón. Hace cinco siglos, surgió en el lejano Oriente el kintsugi, una apreciada técnica artesanal con el fin de reparar un cuenco de cerámica roto. Su propietario, el sogún Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a ese objeto indispensable para la ceremonia del té, lo mandó a arreglar a China, donde se limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. No contento con el resultado, el señor feudal recurrió a los artesanos de su país, que dieron finalmente con una solución atractiva y duradera. Mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura. Se da el caso de que algunos objetos tratados con el método tradicional del kintsugi —también conocido como “carpintería de oro”— han llegado a ser más preciados que antes de romperse. Así que esta técnica es una potente metáfora de la importancia de la resistencia y del amor propio frente a las adversidades.

La filosofía vinculada al kintsugi se puede extrapolar a nuestra vida actual, colmada de ansias de perfección. A lo largo del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos, bajo la máscara de la infalibilidad y éxito. Se ocultan los defectos, aunque desde que nacemos nos recorre una grieta. Adam Soboczynski apunta en El arte de no decir la verdad (Anagrama) que hemos aprendido a camuflar “con gran esfuerzo, y manteniendo la compostura, incluso la más terrible de las conmociones que nos golpean”.

Somos vulnerables no solo física, sino también psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. A veces, es el azar el que nos lleva al punto de ruptura; otras, somos nosotros mismos, con nuestras elevadas expectativas no cumplidas y la avidez de novedad, los que nos metemos en el hoyo. Como animales dotados de creatividad, tenemos una poderosa herramienta en la capacidad de concebir alternativas a la realidad. Pero cuando soplan malos vientos, ¿qué más nos ayuda a resistir la embestida? La respuesta es, según la escritora Joan Didion, el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad “es dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter”. Y el logro de una vida plena pasa, además, por librarse de las expectativas ajenas y dejar atrás la compulsión de agradar.

No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia. En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su cohesión y durabilidad. Entre los cultivadores de la paciencia, Kafka ocupa un lugar privilegiado. Para él, la capacidad de saber sufrir y de tolerar infortunios era la clave para afrontar cualquier situación. Un día, mientras paseaba con un amigo, le dio este consejo: “Hay que dejarse llevar por todo, entregarse a todo, pero al mismo tiempo conservar la calma y tener paciencia. Solo hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo”. La receta para vivir del autor de El proceso es sencilla, pero no por ello menos difícil: “Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y crecer”.

Saber valorar lo que se rompe en nosotros nos aporta una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos, irreemplazables, en permanente cambio. ¡Feliz Año Nuevo!

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30 de diciembre de 2021
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La pandemia y los lobos enmascarados

He aquí el español internacional que exhibe un periódico estadounidense. La lengua ha ganado en polisemia y en intensidad lírica, como se observa en este titular que tanto me ha conmovido y que en sí mismo conforma un complejo relato de tan solo dos versos:

Era pandemia y adoptaste un perro.

Ahora, tenemos que hablar.

El primer verso te atrapa enseguida por su ambigüedad. Era pandemia... ¿Se está refiriendo a la era de la pandemia, o a una pandemia que fue, es decir, que era o que había sido? ¿O quizá quiere decir que estamos en plena pandemia? Parece que el asunto puede ir por ahí, pero con cierto retorcimiento barroco que torna el texto tan misterioso como sugestivo. Sí, era pandemia y adoptaste un perro. La alianza del concepto “pandemia” con el concepto “adoptar un perro” resulta tan hermosa como “el encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”, tan celebrado antaño por el conde de Lautreámont.

Era pandemia y adoptaste un perro. Era de noche y sin embargo llovía. Las dos frases encajan a la perfección porque ambas persiguen la derridiana destrucción del sentido. Era pandemia y compraste un perro, eran las diez y tenías verrugas, lucía la luna pero estabas en camisa, era vacuna y sin embargo te contagiabas. Y así ad infinitum.

Todos estamos de acuerdo en que el primer verso fulmina, pero, ¿qué decir del segundo? De pronto hay un giro dramático en el relato. Se invoca el presente (ahora), dando un toque de gravedad, seguido de una orden: tenemos que hablar.

Resulta que en plena pandemia te has comprado un perro y yo soy alérgico a los perros que no dejan de ser lobos disfrazados, lobos cínicos, y claro, tenemos que hablar porque estoy harto de tanto cánido, viene a decir el artículo. Pero eso llega más tarde. Lo mejor es el titular: te puedes pasar horas y horas repitiéndolo y añadiéndole nuevos elementos sorprendentes:

Era pandemia

y adoptaste un perro,

por eso el Ebro

guarda silencio,

por eso el viento

dice tu nombre

con ansiedad.

Era pandemia,

tenemos que hablar.

*

Al final, casi sin advertirlo, acabas la letra de un rock and roll:

*

Era pandemia y te vi de lejos,

venías corriendo con un sabueso descomunal.

¡No puedo creerlo!

¿Era pandemia y adoptaste un perro?

¡Tenemos que hablar!

De pronto recuerdo lo que decía Juan Luis Conde en su ensayo “Armónicos del cinismo” sobre el deterioro del español, que empieza a invadir el territorio de la sintaxis. Pero ¡qué necedades digo! Celebremos los nuevos giros. Era pandemia y compraste un lirio, me desmayé al hablar. La verdad es que cabe mucho lirismo si te dejas llevar por la musiquilla de los dos versos. Pero cuidado, si los repites muchas veces puede extraviarse tu mente y sales a la calle en pijama, y te echas a correr gritando: Era pandemia, era invierno, era verano, siempre pandemia, siempre la niebla, siempre el miedo, era pandemia, era invierno, era verano, era el reino de las tinieblas y tú no tienes mejor ocurrencia que comprarte un lobo disfrazado.

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28 de diciembre de 2021
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El acabose

Un año como este no apetece celebrarlo, pero podemos gozar la fiesta de su entierro. ¡Celebremos que por fin termina!

Al año le quedan tres días. Este 2021 ha sido uno de los peores de las últimas décadas. Más pobreza, más despotismo, más mentiras, más parásitos del Estado, más canallas enaltecidos, más asesinos ensalzados, pero por encima de todo, más muertos por la plaga. Un año así no apetece celebrarlo, pero podemos gozar la fiesta de su entierro. ¡Celebremos que por fin termina! Y que no vuelva.

O quizás sí. En estas fechas es bueno recordar el consejo que repiten todas las tragedias griegas: no se diga de nadie que es feliz, hasta que muera. Dicho a la inversa, mantengamos la esperanza de que el gozo seguirá siendo posible mientras no intervenga la muerte. Puede que alguien opine, cuando muramos, que hemos sido felices. Incluso a lo mejor lo decimos nosotros mismos.

Porque una cosa es la constricción del Estado, la asfixia política, el aplastamiento económico, la crueldad de los poderosos, el absurdo de la vida oficial, pero otra muy distinta la de cada uno con los suyos y su destino. Todavía puede y debe prepararse cada cual para agarrar su propia vida sin permitir que nadie se la arrebate. Ninguna colectividad, ninguna ideología, ninguna intolerancia, racismo o imbecilidad oficial puede robarnos la vida propia. Intervenir para remediar en lo posible los desastres públicos, sea, pero sin comprometer ni un gramo de nuestra individualidad.

Nacemos desnudos y así nos iremos de este mundo. La riqueza siempre es relativa y nunca dejará de haber alguien más pobre que el menos rico. No obstante, hay pobres felices y pobres que odian a los ricos porque creen que son ellos quienes les roban su alegría. A eso se le llama resentimiento. Ojalá que el año próximo nos pille más libres y alejados del odio, del resentimiento y la envidia. Más firmes en nuestras convicciones y por ello mismo más libres. Viva el nuevo año.

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28 de diciembre de 2021
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Venal

Los inicios de curso convertían los encerados de las aulas en tablones de anuncios. Ofertas y demandas de habitaciones para estudiantes en míseros pisos convivían con la venta de libros de años anteriores. Un día un alumno escribió “se vende Palomeque”, y fue respondido con singular vehemencia por un atrabiliario profesor que recriminó a gritos al responsable de la frase diciendo que sería un libro del catedrático Palomeque pero no su autor el que estaría en venta, que don Antonio Palomeque no era venal. Fue la primera vez que oí esta palabra, “venal”, y tras consultar en el diccionario tomé buena nota de ella con la esperanza de que alguien, algún día, me la aplicara, pero esto nunca sucedió, nadie quiso comprarme a lo largo de todos estos años, en especial durante ese periodo de angustia económica en el que me hubiera ido muy bien que me propusieran lo que fuera, lo más oscuro incluso, a cambio de poder pasar una minuta. Aún hoy, superadas las penurias, cuando oigo que se cierra la puerta del ascensor corro a mirar por el ventanuco que da al rellano por si un hombre de negro con un maletín a juego se dirige hacia mi puerta.

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24 de diciembre de 2021
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El desierto según [sin] Joan Didion

[Ha muerto Joan Didion. Otra pérdida. La aparición de sus libros era siempre una magnífica noticia. Me había propuesto escribir aquí sobre la última recopilación de sus crónicas, Lo que quiero decir. Mientras tanto, releo la lectura que hice en su día de sus pérdidas y sus desiertos en otros títulos.]

Para Joan Didion (Sacramento, California, 1934- Nueva York, 2021), hay veces en las que los crepúsculos son largos y azules –de ahí el título de su libro Noches azules– y se puede pensar que el día no se va a acabar nunca, aunque, paradójicamente, la noche cerrada y el fin se saben muy cerca. Esta es tan solo una de las numerosas definiciones de los fenómenos que conforman la existencia que la escritora norteamericana regala a sus lectores. En El año del pensamiento mágico consiguió estremecer no solo por la narración de la pérdida de su marido, John Gregory Dunne, sino por su capacidad de fijar la mirada en los pequeños detalles que dan forma al entorno. La mirada, en su prosa, se convierte en palabra que describe y, a la vez, interroga para dar un nuevo significado a lo que se está viendo. De ahí derivan todas las lecciones que Joan Didion ofrece.

Por todo lo anterior, Noches azules no es el librito en el que la escritora vuelve a una temática que casi se podría considerar un género –el del duelo–, y que le dio muy buenos resultados, para explicar en esta ocasión la muerte de su hija, Quintana Roo. Si bien es cierto que la pérdida de la hija es el punto de arranque y el centro de este conmovedor testimonio, la reflexión se complementa con otros muchos elementos, que adquirirán diferentes grados de importancia según la situación vital y la sensibilidad de los lectores. La vejez es descrita como la obligación de convivir con la propia decrepitud y la enfermedad para una persona que, a lo largo de toda su vida, ha tenido serias dificultades para comprender la lógica de las relaciones humanas, del paso del tiempo o del funcionamiento del cuerpo humano. Siendo así, tampoco es de extrañar que el proceso de adopción de su hija o la maternidad se le presenten como retos ambiciosos que ponen a prueba sus capacidades y su resistencia.

La feliz coincidencia de la publicación [la aparición de un libro suyo siempre era una magnífica noticia] de Noches azules y de la selección de algunos de sus ensayos y crónicas en Los que sueñan el sueño dorado [ambos editados en 2012 en Literatura RAndom House] permite una suerte de lectura en paralelo de la que resulta una muy provechosa inmersión en el universo de la autora. El amor por California, que se vive como el descubrimiento del Oeste de Estados Unidos; la fascinación por Nueva York, que también puede resultar una ciudad cansada y triste, o el San Francisco de los años sesenta como epicentro del movimiento hippy aparecen intermitentemente y reiteradamente en la crónica de Didion.

Muchos de los ensayos fueron escritos en los sesenta, pero tienen el mismo valor de crónica que lo tuvo El año del pensamiento mágico o lo tiene Noches azules. En toda su obra, la autora toma parte activa o se acerca tanto como les es posible a lo que está investigando para escribirlo después, ya sea la autopsia de su marido, la vida de las comunas de San Francisco, los rodajes y la comunidad de Hollywood o el recorrido de su hija por las UCI de diferentes hospitales. Gracias a la disciplina que impone a su trabajo y a sí misma para seguir adelante, Didion indaga aunque intuya desde el principio que no va a encontrar las respuestas que busca. En ese proceso, también reúne fuerzas para deshacer los tópicos con los que la cultura tradicional o los amigos bienintencionados quieren alcanzar un consuelo sedante. Es difícil conformarse con los recuerdos, que a veces hieren más que ayudan.

Su ingente producción como periodista –comenzó trabajando en Vogue y ha sido colaboradora habitual de The New York Review of Books–, narradora y guionista cinematográfica ha desembocado en una prosa limpia de artificios, directa y con una clara vocación de hacerse entender, incluso con frecuentes interpelaciones a los lectores. Joan Didion hace gala de haber tenido la fuerza y el valor suficiente para enfrentarse a todo aquello que no entendía, le incomodaba y le atemorizaba. En sus libros busca un interlocutor para seguir reflexionando, con lo que proporciona una oportunidad excepcional para redescubrir el Oeste y otros desiertos geográficos y anímicos.

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23 de diciembre de 2021

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La mala conversación

La madre de Sócrates fue comadrona, por lo que él supo desde niño que la vida se arranca de las entrañas con delicadeza y determinación. Y decidió hacer lo mismo con el conocimiento sirviéndose de la ma­yéutica, un método según el cual sus interlocutores indagaban en sí mismos hasta parir una idea, una metáfora todavía en uso, igual que decimos “¡menudo parto!” al culminar un trabajo arduo y laborioso.

“Para que nazcan las ideas se requiere una partera. Ese fue uno de los mayores descubrimientos jamás realizados”, señala Theodore Zeldin en su ya célebre y deliciosa Historia íntima de la humanidad (Plataforma Editorial), donde evoca al padre de la ética como un incansable interrogador que únicamente inventó la mitad de la conversación, ya que, sin respuestas, las preguntas no son más que apuntes para el diálogo. La conversación completa fue cosa de mujeres desde el Renacimiento, y en el XVIII, las salonnières eclosionaron: abrían sus casas para que hombres y mujeres inteligentes reaccionaran ante el efecto de la palabra cruzada, aunque según un misógino Voltaire eran “mujeres que en el ocaso de su belleza necesitaban hacer brillar el aura de su ingenio”. Los salones acabaron por ser aburridos porque la vanidad los pervirtió, pero hoy seguimos admirando aquella tradición de nuestros antepasados que se perdían en coloquios sin un fin concreto, un arte efímero cosido de percepciones, reflexiones, agudeza y humor.

España es un país donde se conversa poco y se discute mal, porque la perspectiva del otro incomoda y solivianta. Por ello, uno de los consejos más universales ha sido el de hacerse el tonto –máxime si una es rubia– a fin de no arriesgar alumbrando ideas para no levantar suspicacias ni envidias. Pasar inadvertidos, y hablar, como decía un escritor inglés, como el papel pintado. Así nos va: tras dos mil años de conversación continuamos silenciando lo que de verdad importa.

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23 de diciembre de 2021
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Triestino (Luis Bravo)

En Triestino Luis Bravo nos sumerge en un universo de versos largos, ondulantes y cinceladamente melancólicos, como hermosos cuerpos neoclásicos. Es un libro extraño, que nos trasporta al primer romanticismo (el que se proyectaba en Grecia) y a la vez al ambiente mortecino de nuestra época, y está lleno de voces que cruzan la noche del adiós. Está lleno de adioses. Las emociones se suceden como momentos luminosos que se perdieron. Elijo algunos versos:

Los paseos marítimos de mil novecientos no

sienten mis zapatos, porque la luz es suave,

porque el marchar es lento, porque el espigón

me contradice y dejo de creer y me sumo al agua

que es perla, alga, carta, recuerdo, y de nuevo

para no volver, un velero, mi juventud, veo, pasa.

*

...dos extranjeros en el cementerio de los ingleses.

Pasaron bandadas de mirlos, las sonajas

de la encina celosa por robarme tu atención,

el agua de riego que brillaba por los adoquines.

*

y las últimas palabras al oído sostienes:

Entierra mi corazón en el basurero central.

*

...la moda aquí,

como dijo Leopardi, es la hermana de la muerte.

*

Escribir no podía, supo, si no se sentía desamado.

*

...la amistad sirve

para hondas brechas, la mejor arma arrojadiza...

*

Un pavo real acompasó en las aguas su vuelo

y tuve que olvidarte por sus plumas de jaspe.

*

Viejos salones de palacio apagados.

En la carcoma, monólogos se suceden

susurrados al oído...

...los salones de palacio

se desploman. A crisantemos huele si cesan

los bailes...

*

...Es aquí su juventud. El amanecer

los delata como blancos cuerpos en la escollera.

*

Por las páginas abiertas como los matorrales

van las voces de los muertos sin raíces,

para que se borren y limpian como epitafios...

*

(El último poema, que es una dedicatoria, invoca “la noche final de un amor no correspondido”. El poemario fue escrito en Soria, Lisboa y Madrid, y se percibe en él el aliento de las tres ciudades.)

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21 de diciembre de 2021
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¿Democracia?

Ha bastado el evidente talento de Isabel Díaz Ayuso y Cayetana Álvarez de Toledo, para que los varones de su partido se acoquinen e intenten someterlas

A velocidad vertiginosa nuestra sociedad ha pasado del deseo y la pasión por vivir en una democracia parlamentaria, con sus partidos y dirigentes, a la decepción de sus partidos y sus dirigentes. Seguramente siguen siendo necesarios, pero lo cierto es que ya todo quisque sabe que los partidos y sus dirigentes no buscan el bienestar de los ciudadanos, ni siquiera la solución de problemas graves como la salud o el hambre, sino su propia conservación. Los partidos solo quieren preservarse y dar empleo a la tropa. Son empresas mercantiles que deben tratar con cierto respeto a sus empleados, pero lo esencial es el control de los enormes sueldos y negocios de la cúpula, como los bancos que solo benefician a sus consejos de administración. A eso llaman “el poder”. Y es verdad: eso es el poder.

Por esta razón voy siguiendo con interés las historias de dos miembros del Partido Popular que se han tropezado con este desagradable asunto: que sus jefes no quieren reconocer el talento para resolver problemas, sino tan solo la sumisión debida a quienes manejan el dinero. Que los empleados muestren talento no es algo bien recibido por los jefes. Últimamente, hemos asistido a la notoriedad de dos mujeres, Isabel Díaz Ayuso y Cayetana Álvarez de Toledo, con una inteligencia política destacada. Ha bastado eso, su evidente talento, para que los varones de su partido se acoquinen e intenten someterlas por todos los medios. Si hubieran sido feministas como las de Podemos, defensoras de símbolos y alegorías, nada habría pasado, pero estas dos mujeres hablan de cosas concretas, de problemas verdaderos, y se atreven a ganar elecciones. Esto ha de ser algo intolerable para la cúpula de funcionaros serviles que ahora conduce un partido sin coraje ni inteligencia. El feminismo, cuando es racional y legítimo, aplasta a los hombres sin cerebro.

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21 de diciembre de 2021
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