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La férrea fragilidad de Lucy Barton

 

Un profesor en la universidad nos habló de un personaje protagonista en una novela que consideraba clave en la literatura del exilio. Se había desarrollado toda una guerra civil a su alrededor y él no se había dado cuenta de nada, a pesar de vivir en una gran capital y rodeado de víctimas y verdugos. Entonces me pareció poco verosímil, imposible no percatarse de acontecimientos colectivos e históricos de tal calibre cuando uno los está viviendo. Tal vez todavía no había comprendido ni aprehendido el significado del adjetivo solipsista, que con tanta frecuencia se me aparece últimamente.

Ha regresado este recuerdo al leer una escena de la impactante Ay, William, de Elizabeth Strout, publicada por Alfagura en enero de este año, con traducción de Catalina Martínez Muñoz. En ella, una de las hijas de Lucy Barton –la recuperada protagonista de la novela Me llamo Lucy y los relatos Todo es posible– extiende un brazo para protegerse del acercamiento de su madre, que pretende consolarla. En ningún momento se ha jactado de ser la madre ideal, pero el gesto dispara las alarmas. Eso es muy corriente en el universo que Strout ha creado para Lucy Barton y su entorno: la cotidianidad sencilla, domesticada y casi diría que placentera, construida con un lenguaje engañosamente sencillo y directo, de repente se altera y se transforma por gestos sencillos y aparentemente nimios.

La realidad es lo que narra en primera persona la escritora Lucy Barton, que goza del éxito de sus libros viviendo en la capital del mundo, Nueva York, y disfrutando de una vida acomodada y plena de estímulos, ejemplo del triunfo que supone haber dejado atrás una infancia en una familia paupérrima. Otro gesto símbolo de toda una vida e incluso de un universo: el que hacían los compañeros del colegio de los niños Barton, al llevarse dos dedos a la nariz formando una pinza para hacerles saber que olían mal. La narradora supo protegerse del gesto y todo cuanto significaba reforzando su fragilidad, para lo que encontró instrumentos afilados en la lectura y la escritura.

Pero el éxito no es sólo haber preservado la parte más vulnerable del ser humano, sino haber conseguido, con el paso de los años, que los demás –unos otros diferentes a los que se llevaban los dedos a la nariz– asuman buena parte de la responsabilidad en esa vigilancia. Y sin ser siempre consciente, o sin querer serlo. En principio y en apariencia, Ay, William es la historia de los terrores nocturnos que sufre el primer marido de Lucy Barton, y la narración de sus pesquisas para encontrar una hermana secreta sobre la que nunca le había hablado su madre. No obstante, la trama se va llenando de pistas –muchas devuelven al magnífico Me llamo Lucy– que indican que otros caminos menos evidentes llevan a otros resultados más reveladores.

Es el exmarido que la engañaba con diferentes mujeres quien llama a la narradora para confesarle sus miedos e inseguridades, y quien le pide que le acompañe en su viaje detectivesco, incluso quien reclama atenciones cuando le abandona su tercera esposa; así mismo, es la suegra quien le compra la ropa a Lucy Barton para recordarle que ella viene de la nada, y, por lo tanto es imposible que pueda tener buen gusto. Sin embargo, es ella quien sigue necesitando verse a través de los ojos de los demás para, paradójicamente, seguir afirmando que su principal atributo es que pasa desapercibida para todo el mundo, como la perfecta mujer invisible. En muchos momentos llegamos a creerle y a verter en ella nuestra empatía, hasta que una de sus hijas nos muestra, al extender un brazo, que la supuesta invisibilidad ocupa mucho espacio y con frecuencia supone una carga onerosa para los demás.

Strout hace gala de una cautivadora maestría para mostrarnos cómo determinadas personas –nunca conviene generalizar, por si acaso– utilizan a los otros para la creación del personaje que les define, que incluye las manipulaciones que sean necesarias para salvaguardar y reafirmar la propia vulnerabilidad. Así, el otro no es sino el reflejo de una parte de nosotros mismos que necesitamos observar y admirar, pero el mensaje es sutil, hay que estar dispuestos a aceptar que casi siempre existe una razón que explica las acciones de los otros. Todos esos motivos circulan por canales invisibles en el comportamiento de los personajes de Strout, dotándoles de esa la fuerza y brillo que hacen tan sólidas sus novelas y relatos. La férrea fragilidad de Lucy Barton es un aviso que a veces asusta, precisamente porque es demasiado cotidiana: otra vez los niños tristes porque sus compañeros se burlan de ellos y les dicen que huelen mal. Probablemente, Lucy Barton ha conseguido ser una escritora de éxito porque demuestra que cuando hablamos de los demás no hacemos sino referirnos siempre a nosotros mismos, y al revés.

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20 de febrero de 2022
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Semblanza de Pedro Gimferrer

‘Intensidad’ es la palabra. La entrada en mi vida de Pedro Gimferrer Torrens produjo una conmoción que se mantuvo durante dos o tres años; actividad frenética diaria sustanciada en la asistencia a las salas de cine y a la visita a librerías y exposiciones. Personaje de prodigiosa memoria y exclusiva consagración al mundo de la literatura y las artes, supuso, para mí, la apertura al conocimiento de nuevos autores del universo literario y, también, dada su condición desinhibida, la posibilidad de tratar a la reducida nómina barcelonesa de editores y escritores, a los que Pedro con singular soltura abordaba. Transcribo a continuación algunos textos que hacen mención a la amistad que nos unió durante aquella etapa y al marco en el que se desarrolló la misma. Pedro, El Sabio, Pere y Potencia son los nombres con que se le cita.

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Conocí a Francisco Ferrer Lerín en la Universidad (aunque cursábamos carreras distintas: él Medicina y yo Derecho, ambos sin lo que se suele llamar vocación) en el curso 1962-63. Pronto nos hicimos amigos; y, hasta 1965 aproximadamente, creo que fue la persona con quien sostuve más abundantes y extensas conversaciones sobre arte y literatura. Quiero decir, que descubrimos juntos muchas cosas. Me parece que éramos los únicos estudiantes que en la Universidad teníamos en aquellos años algún interés por el surrealismo y el arte de vanguardia en general. Quizá esta afirmación sea inexacta, pero no he tenido hasta ahora ninguna ocasión de verificar tal inexactitud. El tiempo suele poner a prueba las amistades de adolescencia. Yo inicié tempranamente una cierta carrera literaria; Ferrer Lerín partió al servicio militar y posteriormente supe que se había recluido en un centro de Biología experimental, dedicado a la ornitología. (...)

Pedro Gimferrer. Prólogo de La hora oval, F. Ferrer Lerín, Colección Ocnos, Barcelona, 1971.

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(...) Nadie hurtó más y mejor que aquel grupo de poetas caminantes, merodeadores, sabuesos de impar olfato, bibliófilos a la carrera, conocedores de cada una de las librerías de nuevo y de viejo hasta extremos de delirio. (...) Había que explicar el mundo. Y qué mejor manera que encuadrar las cosas en categorías. Eran estas: ‘Dios’ y ‘Esputo’. La primera, por ejemplo, acogía a Orson Welles, a William Faulkner y a Piranesi. La segunda, por ejemplo, acogía a Doris Day, a Gabriel Celaya y a la Jota Navarra. La formulación era la siguiente: ‘Esto es de Dios’ o bien ‘Esto es un esputo’. Teniendo en cuenta que el manejo de estas categorías, aunque no registrado, era de uso casi exclusivo de quien les habla y del poeta conocido por ‘el Sabio’, habrá que reconocer la responsabilidad en que se incurría cada vez que ante las masas sedientas se daba un veredicto. Por lo que no deja de ser sorprendente, desde la actual perspectiva, la inclusión, por parte de El Sabio, en la categoría de Esputo, yo diría que en su grado máximo, de dos conceptos siempre peliagudos como son ‘lo religioso’ y ‘lo catalán’ aunque tal declaración se produjera ante un grupito de exaltados epígonos ávidos de noticias y en un clima de agradable relajación allá en la primavera de 1964. (...)

Francisco Ferrer Lerín. “Jornada laboral de un poeta barcelonés (1959-1974)”. Ponencia leída en el congreso “Poéticas Novísimas”, Zaragoza, 27 de abril de 2002, y publicada en Tropelías, 15-17, Zaragoza, 2009.

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—¿Qué tipo de humus había en la Barcelona de la época para el desarrollo de una poesía que dejase atrás el lastre del socialrealismo? ¿Cómo se rompe, en definitiva: hace falta una personalidad muy marcada, unas lecturas muy concretas?

-Barcelona es épater le bourgeois, ir siempre contracorriente (del resto de España). Cursando medicina escribía poemas en inglés, en letra muy gorda, al alcance de mis compañeros de aula; en filología garabateaba cortes anatómicos. Nunca noté presión política; los libros prohibidos se hallaban aún más a mano que los otros: los «infiernos» estaban poco o nada vigilados. ¿Humus? Hijos de la alta burguesía -o al menos dos del cuarteto-, no era necesario soportar el tedio de los celayas y sí indispensable esgrimir nuevas lecturas, a ser posible las más delirantes y qué bien si además albergaban a un genio.

—¿ Cómo se produce -literariamente— el primer contacto entre el grupo: Ferrer Lerín, Gimferrer, Azúa, posteriormente Panero?¿Qué tipo de jerarquía literaria, sobre todo lecturas, se estableció?

-A Pedro, olfateador y lector sin par, le debieron de llegar unos protoversos míos y algún alcahuete organizó la cita, que se materializó durante un festival Antonioni. Félix llegó por la vía lógica del paroxismo elitista. Leopoldo vino de Madrid a pasar unos días y el póquer más que la literatura nos envolvió. La noción de grupo no es la apropiada. A lo más, cuatro tipos unidos por su afición a la carne de ternera. Hubo un careo diario con Pedro que duró dos o tres años con programa cerrado -librerías, galerías de arte, cine-, una relación más laxa con Félix y una relación espasmódica con Leopoldo. Nada de jefes y autoridades; en todo caso algunas recomendaciones por parte de El Sabio en la línea de la obligatoriedad y algunas mías en la línea de la extravagancia. Fruto de todo ello Perse, Borges, Pound, Ossian, Beowulf...

—¿Cómo se encauzó la acción? ¿Eran solamente tertulias, salidas nocturnas, o había una voluntad de canalizar todo eso en algún tipo de publicación? ¿Crees que eso hubiera sido posible entonces?

-Yo, al menos, no encaucé nada. Como ya se ha dicho no existía la conciencia de grupo y sólo Pedro, en etapas más avanzadas (años de mi mili), a instancias de Castellet por ejemplo, agrupó la tropa y promovió ascensos. En cualquier caso habrá que separar la etapa inicial, en la que estuve presente, de lo que sucedió después. Repito que por lo que a mí respecta nunca pensé en constituir grupos, en dedicarme profesionalmente a aquello y ni siquiera en continuarlo como mero pasatiempo.

—¿Puede haber ruptura sin conciencia de con qué se está rompiendo? ¿Realmente leíais a los poetas precedentes?¿Quién se salvaba, según vosotros, entonces?

-A algunos de nosotros (y siempre hablo de Pedro, de Félix, en mucha menor medida de Leopoldo y, claro está, de mí, que es de quien únicamente debería hablar) nos llegó antes Henry Miller que Antonio Machado. Para romper hay que estar unido a algo y el nexo con el 98, el 27 y el 50 era inexistente. ¿Hubiera salvado a Cernuda y Lorca? No sé, otros lo hacían por solidaridad corporativa aunque en privado los denostaran; no era mi caso. (...)

—Hablemos de las circunstancias editoriales que rodearon a la aparición de tus libros: ¿a qué puertas llamaste, quién llamó a tu puerta, qué te propusieron incluir, qué decidiste no incluir? ¿Cómo viviste por ejemplo, la publicación de tu primer libro?

-“De las condiciones humanas” fue editado por Joaquín Buxó Montesinos, poeta y dramaturgo, hijo del marqués de Castellflorite, presidente de la Diputación y de una de las grandes Cajas catalanas. Pedro Gimferrer, hombre dotado de un gran desparpajo, al menos en aquellos años, le llamó por teléfono anunciándole que dos poetas irían a verle, y así, en la colección «De trigo y voz provisto» se publicó al poco tiempo... con un tranquilizador prólogo del también poeta Corredor Matheos. “La hora oval” vino de la mano del poeta Joaquín Marco, abanderado entonces de mi causa y que capitaneaba la colección «Ocnos». Tampoco se consideró apropiado dejarme despegar solo y se bendijo la aventura con un prólogo de Pedro Gimferrer. “Cónsul” fue el resultado de una selección de poemas, realizada por Félix de Azúa, que por su atrevimiento formal y/o temático habían quedado fuera de “La hora oval”. Azúa no quiso prologarlo y se pensó esta vez en el poeta catalán Pere Gimferrer. (...)

Entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 658, Madrid, abril 2005.

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(...) “De las condiciones humanas” estaba abriendo nuevas vías para la expresión poética en España. Era el año 1964, aunque el libro databa en realidad de 1962, y fue publicado, no se olvide, en la misma colección que “Mensaje del Tetrarca”, de Pedro Gimferrer, de 1963, aunque este último orquestó su presentación en sociedad en fecha suficientemente antedatada. (...) Un verso de “De las condiciones humanas” constituye la cita que Gimferrer incluye, junto a otra de Poe, en la primera edición de “Mensaje del Tetrarca”, publicado en la misma colección. El que el libro de Ferrer Lerín estuviera aún inédito cuando Gimferrer incluye la cita ilustra la proximidad y afinidad de ambos poetas entonces. También lo falaz que resulta hablar de quién fuera en realidad el primero en arribar a qué costas. Pero si la falta de generosidad se pudiera leer como síntoma de miedo pánico a perder la pole position, es notorio que el autor de “Arde el mar” no incluye los versos de su coevo en sucesivas reediciones de su obra. (...)

Carlos Jiménez Arribas, prólogo de Ciudad propia. Poesía autorizada, F. Ferrer Lerín, Artemisa Ediciones, Tenerife, 2006.

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(...) de pronto, entre la muchedumbre de barbudos y fumadores en pipa, apartándola gracias a su corpulencia y a su andar vacilante, apareció un personaje de difícil catalogación -joven pero de nobles entradas en una frente rimbombante, rostro incontrolado, cutis jienense, chubasquero de plástico oscuro- que, para mi sorpresa, saludó -eso sí, con altivez- a mis compañeros y se colocó el primero en la más o menos difusa cola. Entramos juntos y tras varios cambios decidió sentarse a mi lado aunque con un espacio de por medio. Encajó su cuerpo en la butaca, y se produjo una especie de terremoto en toda la fila, pero lo sorprendente vino después; al apagarse las lámparas surgió un resplandor, un fogonazo verde, su piel irradiaba una intensa luz, un rarísimo fenómeno de fosforescencia que (...) es la causa, junto a otras, por la que le denominaremos Potencia, evitando también con esta triquiñuela cualquier tipo de responsabilidad, ya que hoy es persona de poder omnímodo. (...) su prodigiosa memoria que según parece hacía que los profesores acudieran a él y, luego, las sempiternas manchas en sus pantalones bombachos producidas por la sardina de lata en aceite envuelta en papel de periódico que se traía de casa y que hasta ser consumida en el recreo permanecía en sus bolsillos (alternaba derecho e izquierdo). (...) era un ser omnipresente, era tiránico en sus obsesiones intelectuales y, a su desaliño corporal, sumaba una dificultad motriz estrepitosa. Dos ejemplos sobre esto último: no sólo no acertaba nunca a entrar por una puerta -se golpeaba contra el marco- sino que era incapaz de sujetar cualquier objeto y así se llegaba a situaciones dramáticas como en aquel cóctel en la Terraza Martini (a menudo nos colábamos en eventos así) en que fue expulsado tras habérsele escapado de la mano un vaso de whisky -que estalló con gran estrépito al chocar contra la barra- luego derramar una copa de champán en la moqueta y, finalmente, esparcir por los peldaños de la escalera todos los canapés de una bandeja durante el forcejeo con un camarero creyendo que éste se la ofrecía entera. Pero no había rivalidad entre nosotros. Potencia vivía en el mundo de la fantasía. Y yo en el de la realidad. En el momento en que el grado de compenetración fue lo suficientemente elevado y no fueron necesarias las farragosas preguntas, sólo diciendo Miller le refería cuáles habían sido mis últimos lances sexuales y, si decía Rossen, le contaba el resultado de la timba de anoche. Porque los libros y el cine -y las artes plásticas secundariamente- ocupaban en exclusiva nuestro marco de relación pero él vivía dentro de ellos y yo, en cambio, me limitaba a disfrutar con ellos, como disfrutaba también con otras cosas. (...) Tras ver “El buscavidas” y llegar a la conclusión de que era el único epílogo posible del cine negro emprendimos una tournée por las salas de billar. Potencia era el Gordo de Minnesota y yo era Paul Newman. En una de ellas, creo que en El Velódromo, un hombrecillo pulcro que por allí trotaba nos estuvo estudiando largo rato -Potencia de Minnesota con traje oscuro sentado en una silla con las regordetas piernas abiertas y Paul Amatller inclinado sobre la mesa dándole al taco y a las bolas- y debió parecerle un cuadro de gran carga sexual porque nos abordó resuelto, y nos propuso hacer lo mismo en su casa pero todos con menos ropa y con algún dinero a cambio. (...)

Ferrer Lerín. Familias como la mía, Tusquets Editores, Barcelona, 2011.

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Francisco Ferrer Lerín

Versión completa del artículo publicado, con título parecido, en "Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada", 20, Zaragoza, 2013.

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19 de febrero de 2022
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El capote ucraniano de Gógol

 

Hace tres décadas una narrativa hegemónica se disgregó en 15 relatos independientes. Ucrania, una de las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética, emergió entonces como un país de nuevo cuño después de varios siglos bajo la influencia de la fuerza centrífuga rusa, que lo absorbía todo, desde la receta del borsch al talento literario. Por la teoría interesada de las zonas de influencia o de patrimonio compartido, la inercia persiste: Rusia, aun después de separarse del jardín de los cerezos que creía suyo (la obra de Chéjov homónima se desarrolla en los alrededores de Járkov), insiste en reclamar sus frutos. Al mirarse en Ucrania, se ve reflejada a sí misma, o lo que considera una prolongación suya.

En un polémico artículo sobre la unidad histórica de unos y otros, Putin puso como ejemplo a Gógol, "un patriota ruso" -el mismo calificativo que empleó el editorial del Pravda en el centenario de su muerte (1952)- que coloreó sus obras "escritas en ruso" con "refranes y motivos populares de la Rusia Menor". En la misma frase, el inquilino del Kremlin recalcó tres veces la adscripción del escritor.

El ejemplo de Nikolái Gógol (o Mykola Hohol, en ucraniano) es paradigmático. Del capote de un emigrante de la margen izquierda del Dniéper llegado a San Petersburgo en busca de empleo surgió toda la narrativa rusa, después de que un poeta de ascendencia africana como Pushkin hiciera lo propio con la lírica. En cualquier caso, si quería labrarse una carrera literaria debía hacerlo en ruso y ser legitimado en la capital del imperio.

Y he aquí otra vuelta de tuerca: después de irrumpir con relatos inspirados en el folclore ucraniano o los cosacos zaporogos, cuando volvió la mirada a San Petersburgo o las provincias rusas Gógol no dejó títere con cabeza. Su crítica es implacable, tanto en sus cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche de humor, inteligencia y fantasía que obnubiló al personal, incluido el propio zar. Solo un genio podía mostrar a cara descubierta el despotismo fractal que aquejaba a los rusos: de arriba abajo se reproducía el mismo patrón de corruptelas, desidia, servilismo.

Se le afeó que no perfilara un solo personaje ruso positivo, mientras que los ucranianos desprendían candor y autenticidad. No ajeno a esas suspicacias, cuando una amiga le preguntó si su alma era rusa o ucraniana, vino a contestar que no lo sabía, que un ucraniano no era menos que un ruso y viceversa, y si no eran lo mismo -porque sus raíces son disímiles-, en todo caso se complementaban.

Aun así, cuando Gógol emprendió la segunda parte de su gran novela, que sería en teoría más optimista respecto al porvenir del carácter nacional ruso, murió (literalmente) en el intento.

La historia de las letras ucranianas es la de un doloroso «a pesar de». Al margen del idioma en el que se haya expresado, ha sido rehén de sus fronteras físicas imprecisas y de las políticas cambiantes, del menosprecio o prohibición del ucraniano como lengua literaria, de los imperios y mancomunidades, de la asimilación cultural ruso-soviética, de la represión, del asesinato por hambruna, las purgas y los desplazamientos forzados. El nazismo dio la puntilla al metatexto políglota y multicultural ucraniano -tan fértil como su históricamente codiciada tierra negra, el chernozem-, inherente a ciudades de alma cosmopolita como Odesa o Lviv.

Y así, porque se expresaron en una lengua distinta al ucraniano, porque sus vidas los llevaron a cambiar de nacionalidad por una u otra razón, no imaginamos que un pedazo de Ucrania se lee en el polaco de Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Stanislaw Lem, Bruno Schulz o Zanna Sloniowska (pronto en Alianza), el hebreo del Nobel Shmuel Yosef Agnón, el portugués brasileño de Clarice Lispector, el francés de Irène Némirovsky, el inglés de Conrad o el alemán de Joseph Roth.

Y además de que no disponemos apenas de traducciones de quienes sí lo hicieron en ucraniano -Tarás Shevchenko, Iván Frankó, Lesya Ukrainka o Pavlo Tychyna-, tenemos por eminentemente rusos a ucranianos de origen que dignificaron el páramo literario soviético a cambio de un elevado coste personal: de Anna Ajmátova y Yuri Olesha a Mijaíl Bulgákov, pasando por Ilf y Petrov o Isaak Bábel, que se sentía el elegido de las "soleadas estepas perfiladas por el mar" para despejar "la misteriosa y densa niebla de Petersburgo".

 

La voz de los masacrados

Y en el centro, el profundo humanismo de Vasili Grossman, que habló por los que yacían masacrados bajo la tierra rusa, ucraniana o polaca, ya fuera por el Holodomor, la guerra, el Holocausto o el gulag. Grossman era de Berdýchiv, "la capital de los judíos" de Ucrania, sobre la que escribió su primer relato. La buena acogida que tuvo en las redacciones de las revistas literarias marcó su futuro como escritor y lo apartó de su carrera de ingeniero, que lo había llevado al Donbás, al este de Ucrania: "En fin, parece que me he encontrado con eso que llaman reconocimiento".

Siete años después, su madre reposaba en una de las fosas comunes de su ciudad natal. "Cuando muera, tú seguirás viviendo en el libro que te he dedicado, cuyo destino está unido al tuyo". Se refería a Vida y destino. En ella, la madre del protagonista -trasunto de la suya- se lleva al gueto de Berdýchiv, además de cartas y fotografías, libros de Chéjov y Pushkin.

Un último dato: como Las almas muertas de Gógol para la literatura rusa, una de las obras fundacionales de la ucraniana fue otra parodia: la Eneida, de Iván Kotliarevski (1789-1838), que cambió los troyanos de Virgilio por cosacos. Para definirse, para construir su propio relato, Ucrania no solo ha mirado hacia el Este.

 

NOTA BENE: En español la presencia de la literatura ucraniana contemporánea es escasa. Pocos autores tienen más de un título traducido, como Andréi Kurkov (rusófono) o Yuri Andrujóvich (ucraniófono). Este último califica la situación de triángulo amoroso tóxico: "Los ucranianos estamos enamorados de Europa, Europa está enamorada de Rusia, mientras que Rusia nos odia tanto a nosotros como a Europa, pero con nosotros y con Europa se comporta de manera diferente".

Si bien la guerra ha impactado en el contenido de las obras, en la vida de los autores de zonas de conflicto y en el mercado editorial -se ha complicado la importación de títulos de editoriales rusas y hay mayor demanda de libros en ucraniano-, uno de los fenómenos de mayor alcance desde la independencia es la proliferación de autoras en prosa, pues hasta entonces habían estado relegadas a la poesía.

Procedentes sobre todo del periodismo, mujeres de distintas generaciones han explorado temáticas inéditas o se han apropiado de otras ya existentes abordadas por hombres -violencia de género, nuevas sexualidades o crítica social- desde la literatura confesional, la prosa filosófica o la novela histórica. Destacan los nombres de Sofia Andrujóvych, Irena Karpa, Natalka Sniadanko, Maria Matios, Oksana Zabuzhko, Lyuko Dashvar, Lina Kostenko, Tania Maliarchuk o Larysa Denysenko.

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18 de febrero de 2022
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¿Máquinas creadoras? El saber musical no hace al músico

 

Vuelvo ahora a la pregunta que planteaba columnas atrás: asumiendo por un momento que un ente maquinal fuera susceptible de conocimiento científico… ¿podríamos ya sin más atribuirle la capacidad de creación plástica, musical o literaria? Uno de los puntos de arranque  de esta reflexión es  la tesis de la  tripartición (irreductible a toda fuente común conocida) de la razón humana en tres vertientes, cognoscitiva, ética y estética, sobre las cuales reflexiona Kant en cada una de sus tres famosas críticas (Crítica de la Razón Pura, Critica de la Razón Práctica y Crítica de la Facultad de Juzgar). Los defensores de la equiparación  de la inteligencia artificial  a la inteligencia humana  habrían de mostrar  que la primera es susceptible de funcionar  en ese  triple registro. Pero además: habrían de matizar la diferencia misma en el seno de la kantiana repartición, sin proyectar sobre  una de ellas criterios lo que es propio de la otra.

Y creo que el indignado artista (al que me refería  en un texto  anterior), miembro de la academia vasca Jakiunde que protestaba ante la presentación de una composición pictórica maquinal como obra de arte, estaba barruntando que la máquina había aplicado criterios propios de la razón cognoscitiva  (temática propia de la primera crítica kantiana) apuntando a algo que concierne al sentimiento  de  lo bello o lo repulsivo (asunto que concierne a la  tercera de las críticas). Es como si un pianista creyera que su dominio técnico del instrumento (asunto a tratar  también en el marco de la primera crítica, pues hasta ahí se trata meramente de conocimiento) es lo que hace de él un artista.

Lo esencial del asunto reside en que tratándose de conocimiento, el objeto legisla, el objeto da o quita razón, mientras que tratándose de  percepción estética la razón funciona como subjetividad (en ocasiones intersubjetividad) carente de  baremo objetivo.

No hay general acuerdo sobre lo irreductible de la diferencia entre razón humana que apunta a la creación artística y razón humana que  apunta al conocimiento. Es usual escuchar  el argumento de que la percepción y creación estética responden a una forma de conocimiento que se ignora como tal. En una tesis como la hegeliana (según la cual el arte sería  una figura del pasado  inútil  ya cuando el concepto adquiere vigencia plena) parece considerarse que en el arte  se trata de un conocimiento asténico, pero al fin y al cabo se trataría de conocimiento (incluso se ha llegado a pensar que los imperativos éticos serían también corolario de una forma de conocimiento).

Establecida así la discusión, una de las modalidades de reducir la singularidad de la razón estética es anular  lo que hay de específico en los instrumentos de la misma. Consideremos el caso de la literatura. La metáfora juega en ella un papel fundamental. Por ello, si se reduce la función de la metáfora en literatura a la función  de la metáfora en ciencia se habrá ya quitado puntos a la tesis de la diferenciación entre la actividad cognoscitiva y la actividad artística de los seres de razón. Me centraré la próxima columna en este asunto.

 

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17 de febrero de 2022

Fry, Roger Eliot; Virginia Woolf (1882-1941)

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Las croquetas de la abuela

 

En sus diarios, Virginia Woolf cuenta que tiene que dejar de escribir para guisar la cena. “Creo que ciertamente es verdad que una adquiere cierto dominio sobre la carne de salchicha y sobre el róbalo por el medio de hacerlos constar por escrito”. Woolf era una virtuosa literaria, pero eso no la eximía de las tareas impuestas a las damas hacendosas. De ahí que, en un ensayo sobre las profesiones femeninas, señale que “el deber de toda mujer escritora es matar al ángel del hogar”. Su sentencia caló, aunque solo entre nosotras, que decidimos acabar silenciosamente con el fantasma doméstico que se aparecía bajo la forma de una fregona, escapando de la abnegación propia de las buenas amitas de su casa. Y para ello contamos con complicidades inesperadas: las de nuestras propias abuelas y madres.

Curiosamente, hoy, en mi casa se oyen quejas con sorna. “Queremos comer unas croquetas de la abuela, pero tú no sabes cocinar”, me dicen, haciendo suya esa nostalgia que han comercializado las marcas de congelados. El caso es que ni mi madre ni mi abuela –como tantas otras– se preocuparon por enseñarme sus recetas. “Tú estudia”, me decían mientras bregaban entre los vapores de sus ollas. Ellas se quedaban con sus cuchillos frente a los fogones y yo me ocupaba de mis metáforas. Nunca tuve tanto tiempo propio como en aquellos años de estudiante ni volví a disfrutar de largas horas de lectura porque su gran transferencia fue la generosidad y el aliento para que lograra mi emancipación intelectual y profesional.

El viernes se celebró el día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, y el sesgo de género volvió a aflorar. El número de mujeres que se dedican a las llamadas carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) retrocede. Y mucho más después de la pandemia, cuando tuvieron que interrumpir sus estudios porque alguien tenía que preparar las croquetas de la abuela.

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16 de febrero de 2022
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Batacazo

La única salida es impensable: un pacto de Estado con el PSOE para evitar que Vox gobierne, a cambio de la ruptura con los separatistas vascos y catalanes. No lo verán mis ojos

Es uno de esos raros momentos en los que el periodista le ve la gracia al oficio, cuando empieza a escribir sobre unas elecciones antes de que se abran las urnas, con la idea de entregar cuando todo haya acabado. Un viaje de dron. Empiezo a escribir el sábado y el domingo saldrán a votar (o no) los súbditos. Los profesionales de la política, los que se juegan el dinero, están ahora temblando, porque lo cierto es que los votantes ocupamos el lugar de los antiguos proletarios y servimos a unos amos cuyos intereses rara vez coinciden con los nuestros. ¿Nos han persuadido de lo bien que nos irá en esta vida si gana su partido? ¿Compramos el producto? No lo saben. Tienen un puño en la garganta.

Ahora ya es domingo. La campaña ha sido mediocre y futbolera. Enormes palabras para ideas minúsculas en dos formaciones de una incompetencia insondable. Pegados a ellos sus hijuelos, decenas de pequeños partidos que nacen como hongos. Es la metástasis identitaria. Alguien pedirá subir el porcentaje exigible para tener representación y que los enanos vuelvan al bosque, pero será una guerra perdida. Por las entrevistas se advierte que los votantes solo han aceptado los insultos porque nadie habla de programas. Saben a quién no deben votar, pero no para qué. A las ocho de la noche, las “encuestas a pie de urna” dan la victoria al PP, pero deberá gobernar con Vox. A las 10 de la noche se confirma el desastre: todos han perdido. Menudo éxito el del PP, cambiar a Ciudadanos por Vox. ¿Quién dirige ese carromato?

El lunes empezaron las verdaderas elecciones. Solo puede llegar al poder el PP, pero con medio Gobierno de Vox. La única salida es impensable: un pacto de Estado con el PSOE para evitar que Vox gobierne, a cambio de la ruptura con los separatistas vascos y catalanes. No lo verán mis ojos. Ni los suyos. Vienen meses ciegos.

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15 de febrero de 2022
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Los juicios de Managua

En Managua se están celebrando juicios para condenar a los prisioneros políticos encarcelados desde mayo del año pasado, cuando el régimen quiso eliminar cualquier riesgo en contra del fraude electoral que ya estaba montando y que culminó con la cuarta reelección de Daniel Ortega en noviembre.

Los juicios de Managua recuerdan en muchos sentidos a los juicios de Moscú, que se celebraron entre 1936 y 1938 en contra de figuras políticas relevantes que representaban algún tipo de amenaza para el poder de Stalin; unos juicios que le sirvieron también para imponer el terror entre aquellos que abrigaran algún mal pensamiento y quisieran de alguna manera revelarse. Mejor el silencio que el tiro en la nuca.

Se parecen en cuanto al siniestro catálogo de delitos. El famoso artículo 58 del Código Penal de Stalin estaba diseñado para eliminar adversarios, disidentes y potenciales enemigos, y sacarlos del juego. Traición a la patria, traición a la revolución, atentados contra la soberanía nacional, colaboración con potencias extranjeras; un artículo que se iba reformando de acuerdo a las necesidades de la represión. Parecidos delitos están contenidos en las leyes que fueron dictadas en Nicaragua de manera expresa antes de que comenzaran las redadas de prisioneros; sólo que ahora, además de la traición y el menoscabo de la soberanía, esas leyes contemplan los ciberdelitos, y se castigan los chats que contengan palabras ofensivas contra la familia en el poder, y hasta los memes; ya no se diga la difusión de noticias “que promuevan el odio y la disensión social”.

En los juicios de Moscú, los prisioneros comparecían delante del tribunal con el ánimo quebrado tras largas sesiones de tortura, la luz siempre ardiendo en sus celdas, sacados constantemente a medianoche para ser interrogados. En los juicios de Managua hay prisioneros que, tras meses sin ver la luz del sol, y sin saber si es de día o de noche, han empezado a perder la memoria y a olvidar el nombre de sus hijos; a otros se les está cayendo la dentadura, o se han convertido en esqueletos de tanto peso que han perdido, y también son levantados a cualquier hora de la madrugada para llevarlos a interrogatorio y preguntarles siempre lo mismo.

Pero a ningún han logrado doblegar. Ana Margarita Vijil, a quien se le impidió hablar durante el juicio, sólo tenía derecho de poner su firma al pie del acta de condena. Y debajo de la firma escribió: “prisionera política”. Fue sentenciada a diez años de prisión por “conspirar para cometer menoscabo a la integridad nacional”.

Y si los juicios de Moscú se celebraban en una sala de la Corte Suprema de muchos dorados y cortinajes, en cambio, los juicios de Managua tienen lugar en secreto dentro de la propia prisión, sin acceso a la prensa. Y los reos no tienen derecho a la palabra, que escasamente se concede a sus abogados.

Pero en ambos casos se trata de condenadas dictadas de antemano. Jueces y fiscales no son más que comparsas de una puesta en escena. Y si los juicios de Moscú podían durar semanas, con desfile de testigos y confesiones públicas de los acusados, los juicios de Managua no duran más de dos o tres horas, y no hay más testigos que los propios policías. Y los jueces tampoco deciden las penas. Eso ya está resuelto desde más arriba desde sus cabezas.

Tampoco los prisioneros que sufren enfermedades graves, o los de edad avanzada, de los que hay varios, son apartados de los rigores del régimen carcelario que tiene mucho de crueldad vengativa. El comandante Hugo Torres, héroe de la lucha guerrillera contra Somoza, acaba de morir a los 73 años, víctima de una enfermedad terminal de la que sus carceleros hicieron poco caso. Aún muerto, en las redes oficialistas siguen llamándolo traidor. En diciembre de 1974 había sido parte del comando armado que tomó en Managua la casa de un alto funcionario de Somoza mientras se celebraba una fiesta, y el comando logró canjear a los invitados por los presos políticos que pudieron volar hacia Cuba, entre ellos Daniel Ortega. Triste y terrible. Habiendo liberado a Ortega de la prisión, ahora Hugo Torres ha muerto en una prisión de Ortega.

Y al tiempo que se celebran los juicios de Managua, decenas de organizaciones no gubernamentales están siendo ilegalizadas, entre ellas universidades privadas que sufren el despojo de sus instalaciones, y miles de estudiantes son dejados a la deriva. Universidades obedientes, o nada.

Cuando los juicios de Moscú se celebraron, en el mundo hubo poco eco de aquel bárbaro montaje. La opinión pública y los periódicos tenían entonces cosas distintas de qué ocuparse: la amenaza del nazismo, el cerco de Madrid.

Hoy también, cuando se llevan a cabo los juicios de Managua, el mundo tiene otras cosas de que ocuparse: la impávida cara de jugador de póker de Putin negando que quiera invadir Ucrania, y el presidente Biden insistiendo en que la invasión es inminente.

Mientras tanto, el martillo de los comparsas de Ortega disfrazados de jueces, que golpea al dictarse una condena tras otra dentro de los muros de la cárcel convertida en tribunal, no se escucha. Nadie lo escucha.

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15 de febrero de 2022
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El espasmo narcisista del hombre resentido

El progreso que va de la mano de las nuevas tecnologías a menudo hace olvidar sus aspectos más cuestionables. El filósofo inglés e historiador de la cultura Jeremy Naydler se adentra en ellos, en un combativo ensayo que apunta a limitar sus dominios.

Aunque la chimenea de las fábricas, el tubo de escape de los coches y la punta del cigarro han humeado visiblemente sobre nuestras cabezas, encharcando con alquitrán los pulmones del tórax y del planeta, ha sido necesario más de un siglo y miles de reclamaciones, denuncias y tumultos para admitir los trastornos que estos fogones causan a la salud del mundo. Cabrá preguntarse entonces cuánto tiempo hará falta para comprender los efectos perniciosos de la cibernética y cuánto se tardará en concertar un acuerdo que limite sus dominios.

Dado el ímpetu de la cuarta ola tecnológica, parece conveniente consultar la obra de los pensadores, analistas y ensayistas dedicados a cuestionar el despliegue de la inteligencia artificial. Será un pobre contrapeso a la abrumadora propaganda de los fabricantes, al ardiente entusiasmo de los partidarios, la confiada credulidad de los clientes y la impotencia legislativa de los gobiernos, pero nos ayudará a entender la encrucijada en la que hemos caído de bruces.

Con el inquietante título La lucha por el futuro humano el filósofo inglés e historiador de la cultura Jeremy Naydler reúne en cinco ensayos el inventario crítico de las innovaciones y primicias que han enajenado nuestra más íntima, profunda y verdadera razón de ser en el mundo.

Naydler subraya los aspectos oscuros que silencian los publicistas de la computación y calibra a dónde nos puede llevar la adicción, la fragmentación psíquica, el abandono de lo real por lo virtual y la mengua moral que hará del cuerpo humano un artefacto ciborg. El autor comenta las pantallas hipnóticas de la realidad “aumentada”, la radiación electromagnética de alta intensidad que necesitan las antenas del 5G, sus efectos dañinos en el sistema inmunológico de los organismos vivos y la extinción de plantas, hormigas, colonias de abejas y gorriones, su impacto en la salud humana y el brote de tumores cerebrales, la neurodegeneración y la infertilidad que provoca en los individuos.

Naydler nos invita a visualizar los 100.000 satélites que deben ponerse en órbita –con sus correspondientes residuos de chatarra espacial– para que funcione el famoso “internet de las cosas”, la malla de routers que deben instalarse en hogares, campos y ciudades para “monitorizar” la posición, el movimiento y los pensamientos de los habitantes del mundo.

Con paciencia pedagógica Naydler enumera los efectos encadenados al artificio tecnológico y busca con perplejidad el motivo por el cual la tecnificación del todo es celebrada como un logro del progreso y un salto cualitativo de la perfección evolutiva. El autor confiesa no entender la complicidad festiva de ministerios, universidades, partidos políticos y escuelas con el moderno Leviatán.

Mucho más fácil resulta comprender el entusiasmo de los emprendedores que dirigen la factoría tecnocientífica. Al fin y al cabo el nicho de mercado que les espera es un masivo parque de clientes dispuestos a comprar las más recientes invenciones de sus laboratorios. Injertar un chip en el cerebro de cada uno de los siete mil millones de seres humanos del planeta, y reponerlo cada vez que se estropee, será un negocio muy apreciable. No tuvo inconveniente en confesarlo Jeff Bezos después de su breve salto espacial, con la franqueza a la que nos tienen acostumbrados los gringos: “Clientes, empleados: todo esto lo habéis pagado vosotros”.

Recientemente El País recogía las declaraciones de los dos expertos españoles invitados a la reunión convocada en Washington por el Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Con alegre contundencia los entrevistados anuncian el inminente estreno del “ser híbrido” que llevará implantado en el cerebro las terminales de las grandes tecnológicas. Aclaran los expertos que las aplicaciones incrustadas en el cráneo humano proporcionarán un cómodo acceso a los videojuegos y a la pornografía, pero que luego, más adelante, el algoritmo nos permitirá operaciones más sofisticadas. Por ejemplo: “Acabar las frases en las que estamos pensando…”. Otra milagrosa conquista del hombre enchufado consistirá en superar el descomunal obstáculo que padece cuando intenta “decirle algo a la gente” (sic).

Como no se llega a entender la truculenta humorada de la profecía, a la que se dedican miles de millones de dólares, el lector tendrá que adivinar por su cuenta si estamos en verdad ante ese gran horizonte de sucesos pronosticado por la tecnociencia o a la sombra de una colosal tomadura de pelo.

No obstante, la interrogación de Naydler va más allá de la atrofia cognitiva, la ingenuidad servil y el fetichismo consumista de los usuarios. Nuestro autor polemiza frontalmente con la ideología transhumanista cuyos dogmas, consignas y doctrinas bullen a nuestro alrededor. Niega categóricamente que la cibernética vaya a procurar el “mejoramiento” de lo humano y declara que la fatal consecuencia de la innovación tecnológica será la subordinación del hombre al imperativo mecanicista de una extraña y bastarda presencia.

La reflexión filosófica de Naydler sigue el hilo de una crucial observación del pensador francés Jean-François Lyotard: “¿Y si lo propio del hombre fuera estar habitado por algo inhumano?”. La sospecha de ese algo enquistado en el cuerpo, patológicamente corroído por la envidia a la máquina y alentado por el delirio de una inmunidad ortopédica, conduce su indagación sobre el síndrome fáustico de nuestra época.

¿Qué perturbadora burla puede incubarse en el seno de un hombre harto de sí mismo? ¿Qué fuerza le lleva a someterse temerariamente a una computadora más inteligente y poderosa? ¿De dónde nace la obsesión por dar a la técnica el poder de gobernar a la humanidad? ¿Qué influencia ha extirpado de la conciencia humana el principio de dignidad, soberanía y autonomía que glosa la filosofía kantiana?

La mentalidad colonizada por la doctrina mecanicista anhela el ocaso de lo humano y ver cumplido el vaticinio distópico que consuele el espasmo narcisista del hombre resentido, acabe de una vez con la disyuntiva del libre albedrío y borre de la memoria cultural la dimensión espiritual de un ser alumbrado por la trascendencia.

 

Publicado en La Vanguardia Cultura/s  El espasmo Narcisista 12 02 2022

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14 de febrero de 2022

Efe

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Sobre mares, poetas, imperios

En el inicio de El jinete de bronce, poema fundacional del mito de San Petersburgo, aparece ya mencionado el Viejo Continente. Pushkin, padre de la literatura rusa moderna, tomó una imagen de un poeta italiano para sintetizar el motivo que impulsó la creación de “la ciudad más premeditada del mundo”: abrir una ventana a Europa. Un balcón “a orilla de los mares” por el que asomarse a Occidente. Casi dos siglos después, la metáfora de abertura de una ventana, que sugería una mirada curiosa hacia fuera, ha dado paso a otra imagen más prosaica: la de un gaseoducto, el Nord Stream 2.

A mediados del siglo pasado, desde la historiografía se apuntó la necesidad de mantener una perspectiva de longue durée. Se proponía dar un paso atrás y ganar en profundidad: centrarse demasiado en lo concreto –“las crestas espumosas que las mareas de la historia llevan sobre sus lomos”– agudiza una suerte de miopía que desenfoca el conjunto. Como cuando, en una sala de museo, nos acercamos a un cuadro de grandes dimensiones para fijarnos solo en la pincelada. En la larga duración, el historiador debería captar estructuras profundas y realidades estables (“los arrecifes de coral de la historia”), como los marcos geográficos o ciertos fenómenos ideológicos. Y esto los grandes poetas, como barómetros del clima que se respira (así los calificó el polaco Zbigniew Herbert), lo captan de manera instintiva.

Durante la ocupación de Ucrania del 2014, de boca de los partidarios de una nueva tutela de Moscú se oyó repetir otro poema de Pushkin, A los calumniadores de Rusia (1831), que tiene el amargo sabor de los versos patrióticos. Compuesto con motivo del levantamiento en Varsovia contra el dominio del zar, el poeta exigía a Europa no inmiscuirse en disputas domésticas: “Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”. Una disputa cuya resolución estaba determinada de antemano, no por la guerra ni por la diplomacia, sino porque Rusia, juez y parte, debía ser el centro del mundo eslavo, su único interlocutor. Desde entonces en la política exterior rusa se esgrimiría esta idea de paneslavismo centralizado. Pushkin lanzó, además, una pregunta que resuena hoy en Berlín, Kíev, Moscú, París o Washington: “¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? Ese es el dilema”.

El bardo ruso, en cualquier caso, no pretendía convencer a Occidente –“Nos odiáis­, de todos modos”–, sino recordar a sus compatriotas que se podía ignorar el argumentario de Europa y seguir un destino propio, forjado sobre una identidad eslava compartida. Estas ideas las reformularía en 1869 Nikolái Danilevski en su ensayo Rusia y Europa. Dostoievski auguró que sería un título de referencia, y en 1991 se convirtió en un superventas gracias a un sentimiento que estaba arraigando: Rusia no podía reducirse a un mero afluente del mar del capitalismo. Tres décadas después, con la ventana tapiada, además de la amenaza bélica otro temor recorre Europa. Lo ha formulado, entre otros, el ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, y es que el Kremlin opte por asomarse solo a Asia. Basta con ver la buena sintonía entre Xi Jinping y Putin en la reciente visita del segundo a Pekín. ¿Se enfrentan dos ideas de democracia? ¿Una que solo ostenta el nombre (y que ya ha penetrado también en Bruselas: Hungría, por ejemplo) y otra que juega con cierta desventaja, pues es participativa, reposa sobre los derechos fundamentales y cree en la independencia (aunque imperfecta) de los tres poderes?

Otro poeta, Joseph Brods­ky escribió un poema despectivo sobre la independencia de Ucrania, aunque luego se autocensuró y no llegó a publicarlo. Brodsky –cuyo apellido, por cierto, deriva de un topónimo de la región ucraniana de Lviv– no lloraba el desmembramiento de la Unión Soviética, desde luego, sino el de un espacio cultural construido a lo largo de dos siglos de tradición literaria imperial, en el que Ucrania había tenido poca entidad propia, más bien era una prolongación: “El amor se acabó, si es que alguna vez lo hubo entre nosotros”. En 1992, durante un acto organizado por una universidad americana, cuando le presentaron a Oksana Zabuzhko como “poeta ucraniana», Brodsky preguntó con ironía: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko señaló su silla, situada entre la de Brodsky y la de Czesław Miłosz, y respondió: “¿No lo ve? Ahí sigue, como siempre, entre Polonia y Rusia”. Hay marcos mentales que fluyen a través de los siglos, hasta el punto de parecer eternos. Es vital conocerlos para entender algo de ese enrevesado mundo de las zonas de influencia. También para cambiarlos.

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11 de febrero de 2022
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¿Conocimiento científico en las máquinas?

 Hubo pasmo, en las décadas finales del pasado siglo, cuando  entes maquinales se mostraron  aptos a reconocer dígitos manuscritos.  Mayor  estupor todavía cuando se revelaron capaces de catalogar con acuidad aspectos del rostro (una nariz, una boca), o un rostro por entero, distinguiendo, si es el de un animal o el de una persona. Hoy entes  maquinales hacen previsiones que  los científicos no habían sido  capaces de hacer. Me detengo en este aspecto, considerando un caso de performance predictiva, en la intersección de la inteligencia artificial y la genética.  Me refiero a Alpha–Fold 2, artefacto que fue capaz de prever el repliegue sobre sí mismos de los polipéptidos, a fin de alcanzar la estructura tridimensional que es necesaria para el  correcto funcionamiento de las proteínas.

Es bien sabido que  prever no es explicar y no está claro que la acuidad predictiva de Alpha-Fold 2  sea consecuencia de que ha alcanzado una intelección plena, es decir, un conocimiento de la causa o razón.  Recordaré al respecto que la gravitación newtoniana preveía importantísimas cosas y sin embargo no se explicaba (pues de hecho era inexplicable, de ahí la importancia filosófica de sus sustitución por la gravitación  relativista).  Así que, aún no teniendo Alpha-Fold2 explicación de sus previsiones, dado que ello le ocurre en ocasiones también  a un científico, desde el punto de vista práctico cabe homologar la performance del primero   a la  del segundo. Pero digo homologar la performance y no homologar Alpha -Fold 2 a un científico, en razón de lo siguiente:

La inteligencia de  todo ser humano, científico o no científico  supone una imbricación de sintaxis y semántica que (como el pensador americano John Searle viene recordando desde hace decenios)  no es seguro en absoluto que quepa atribuir a un artefacto maquinal por importantes que puedan ser sus logros (en todo caso el asunto está en discusión). Muchas son las cosas susceptibles de sorprendernos y hasta de dejarnos estupefactos sin necesidad de que el agente productor este dotado de una inteligencia semántica. Piénsese simplemente en la acuidad descriptiva en el código de señales  de muchos animales, empezando por el siempre mencionado caso de la abeja.

El científico tiene sin duda  en todo momento  ideas, pero su acción concreta no siempre  es resultado del despliegue de tales ideas. El aprender de un algoritmo es desde luego homologable a ciertos aspectos del aprender de un científico, pero no hay seguridad de que se trate de esos momentos del aprendizaje científico en los que del manejo de parámetros conocidos surge literalmente una nueva idea.

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10 de febrero de 2022
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