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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Niños futbolistas y el debate moral

Una radio de España, Aragón Radio, le pregunta a sus auditores: ¿Os parece moral que se puedan comprar a niños futbolistas por 200€? La consulta la lanzan un par de horas antes de que me toque salir al aire, en la misma radio, hablando de "Niños futbolistas". Después de la emisión, me llegan un par de correos que hablan de niños, euros y moralidad.

No estoy contra las encuestas que hacen los medios. Pero, esta vez, la pregunta es la que complica todo. O más bien, es el precio.

Si es inmoral comprar niños futbolistas por 200 euros, ¿no lo es comprarlos por 2 mil? ¿20 mil? ¿200 mil? Y si la moralidad depende del precio, entonces, como todos, tenemos que ajustarnos a las leyes de consumo, de oferta y demanda. De ahí sale el precio. De esa moral. Cash.

Ahora, entiendo que lo del precio pudo ser un error de quién armó la encuesta. En realidad, quiso preguntar ¿Os parece moral que se puedan comprar a niños futbolistas? Así, a secas. Sin monto.

Y entonces, a los auditores que les parece una inmoralidad de lo que trata "Niños futbolistas", deben saber que Messi fue comprado y enviado a otro continente a los 12 años por el Barcelona, y que el argentino Leo Coria fue presentado por el Real Madrid como nuevo fichaje a los siete años.

Y hasta ahora, que yo sepa, nadie trató de inmorales a esas instituciones. Y ellos lo hicieron antes.

 

 

@menesesportatil 

 



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24 de junio de 2013
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Enseñando con Orwell en Kirguistán

Estoy en Bishkek, capital de la república de Kirguistán, enseñando periodismo "con una mirada sensible a los conflictos" a jóvenes periodistas de Asia Central. Hoy ellos están buscando información en las calles y plazas, hablando con los poderosos, los desposeídos, los valientes y los débiles, y por eso puedo sentarme a escribir en el blog.

El otro día les hablé de George Orwell, de la manipulación y la propaganda como formas de mantener un sistema totalitario. Les conté el argumento de 1984, con su Gran Hermano, su Ministerio del Amor, en cuyas catacumbas se tortura a los rebeldes, y su Ministerio de la Verdad, en cuyas oficinas se inventa el pasado. Jamás habían oído hablar de Orwell, pero mientras la traductora vertía mi inglés al ruso, iban moviendo la cabeza y sonriendo. Entendieron la fábula orwelliana a la primera.  

Esa sesión me hizo acordar de mi trabajo con la obra de Orwell en mi libro Periodismo narrativo. Aquí les comparto una versión abreviada, que publiqué hace un par de años en el suplemento de Cultura del diario argentino Perfil. Les aseguro que desde mi hotel en Bishkek, la mirada limpia y las lúcidas profecías de Orwell adquieren otra dimensión.

*                *                      *

En una de sus noches en pensiones de mala muerte en el Londres mugriento de grasa y hollín de principios de los años treinta, tras dormir sólo una hora por culpa de los gritos, las toses y los ladridos, George Orwell se despertó con “la vaga impresión de una cosa larga y marrón viniendo hacia mí”.

 “Abrí los ojos y vi que era el pie de uno de los marineros que salía de la cama y avanzaba hacia mí”, escribe el autor de Rebelión en la granja y 1984.

“Era marrón oscuro, como el pie de un indio con suciedad. Las paredes daban grima y las sábanas, lavadas hace tres semanas, estaban de un color umbrío crudo. Me vestí y bajé al sótano. Abajo había una hilera de bacinicas y dos rollos de toallas. Tenía un pedazo de jabón en mi bolsillo, y estaba a punto de lavarme, cuando me di cuenta de que cada recipiente estaba repleto de suciedad. Sólida, pringosa y negra como betún. Me fui sin lavarme”. 

No sé si se me permitirá dar nombre a un nuevo género periodístico-literario. Lo llamaría ‘Sufrir para contarlo’, y es el método de los tres libros de no ficción de George Orwell. La serie empieza con Sin blanca en París y Londres, publicado en 1933, el libro del que sale la historia del pie del marinero, y sigue con El camino de Wigan Pier, un viaje a las horribles condiciones de trabajo y vida de los mineros del norte de Inglaterra, de 1937, y Homenaje a Cataluña, el relato las experiencias del autor como combatiente antifranquista y víctima de la represión estalinista dentro del bando republicano, de 1938.

Así funciona el método: el escritor se convierte en uno de los personajes de los que quiere escribir, por lo general gente de mal vivir y peor comer. Pasa frío, hambre, miedo, enfermedades, y va anotándolo todo. Después lo escribe en una larguísima carta a sus camaradas de la izquierda. Está seguro de que ellos sí entenderán las razones y las consecuencias de sus viajes a los márgenes, los bajos fondos y las violencias del sistema.

Al vivir las vidas de los oprimidos y las de los que se rebelan contra los opresores, el escritor va anotando sus observaciones y también lo que piensa y siente a lo largo de su camino. Escribe sobre su propio frío, su hambre, su escozor de piojos, sus problemas respiratorios, sus ataques de fiebre. Y comparte además sus ideas, juicios y prejuicios. Y también relata sus peleas con sus propias percepciones y los instintos que adquirió en la infancia, y también sus debates con el lector, al que imagina quisquilloso, inquisitivo, sensible a los problemas sociales, pero anclado en el sentido común de su tiempo.

*                *                      *

El método Orwell consiste en sufrir en nombre del lector. Mejor dicho, en el lugar del lector. Al mostrarnos lo que pasa a su alrededor como un periodista y al mismo tiempo meternos en su cabeza y confiarnos sus pensamientos, aunque se sienta avergonzado de ellos, logra una combinación asombrosa y muy original de periodismo y literatura testimonial.

Nunca pierde de vista que está sufriendo, está tomando notas y está escribiendo para que nos demos cuenta de algo, algo muy superior a sus propios padecimientos. Tan grande es su ‘misión’ que no se encuentran en sus libros ni el humor ni la levedad de la crónica de costumbres. Las obras de Orwell son ascéticas y severas.

Sin embargo, y pese al ceño fruncido de su estilo, lo “salvan” siempre dos grandes cualidades. Por un lado, la alegría que produce la perfección del estilo, la descripción atinada, la metáfora feliz, el análisis inteligente y certero. Por otro, su enorme capacidad para autoexaminarse, criticarse y hasta burlarse de sí mismo. Soportamos que ponga en el microscopio nuestras confortables certezas porque puso antes sus amores, odios, miserias y cobardías bajo la misma lente.

Esas virtudes ya brillan en Sin blanca en París y Londres, que es su primer libro de observación y testimonio, se agudizan en el segundo, El camino de Wigan Pier y estallan con la perfección de una bomba mortífera en su último y más dramático libro de no ficción, Homage to Catalonia. Su novela de hechos ciertos tienen un sentido de urgencia, de necesidad, de claridad buscada que para mí tiene que ver con esa pasión por ser entendido. No se entiende su estilo sin la ética práctica a la que estaba atado.

*                *                      *

La Guerra Civil Española fue la caída final de la venda en los ojos de Orwell. Cuando estalló el conflicto, no dudó en alistarse. Henry Miller, quien lo recibió en París a su paso hacia Barcelona, lo describió como imbuido de un fervor casi religioso y una seguridad total en que la batalla es entre el bien y el mal. Aunque no compartía ni su análisis ni su entusiasmo, el americano hedonista le regaló un abrigo. Orwell le dijo que iba como cronista y reportero, pero Miller estaba seguro de que su amigo se disponía a tomar las armas.

En España, Orwell combatió con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, filo-trotskista) y vivió, tanto en Barcelona como en el frente, lo más parecido a su sueño de igualdad, de hermandad, de generosidad, la revolución que suprime la injusticia y la sociedad sin clases. Por supuesto –y esto lo han marcado bien los estudiosos catalanes de Orwell– su paraíso era una mezcla entre cambios reales y lo que él quería y soñaba ver.

Al volver herido a Barcelona desde el frente en Aragón, Orwell se encontró con que el POUM estaba prohibido, sus líderes asesinados, detenidos o buscados, y que su vida corría peligro. Los comunistas los acusaban de haber traicionado a la república pasando información a Franco. Se salvó por los pelos.  El libro lo enfrentó a sus antiguos camaradas, quienes no querían oír hablar de rencillas internas entre los republicanos.

Homenaje a Cataluña, para muchos el mejor libro de Orwell, es un tardío viaje de descubrimiento. En cierto sentido, las miserias e iniquidades que describe en Sin blanca en París y Londres y en El camino de Wigan Pier eran cosas que ya conocía o intuía. Le faltaban los detalles, el ‘cómo’, pero las penurias físicas y psíquicas y las contradicciones de los pobres que describe son parte de su experiencia pasada en Birmania y en Inglaterra, y son congruentes con sus ideas y su ideología.

Pero en España descubre dos cosas nuevas: el santo desorden de la Barcelona libertaria y la feroz represión dentro del bando republicano. Es un libro complejo; comienza feliz y termina desesperanzado. Todo parece fácil y posible al comienzo, y al final todo es mucho más complejo de lo que suponía. Y su proceso interno también está narrado con trazos más precisos, porque lo que le sucede no es siempre de entender y porque no es lo que se esperaba que le pasara. Ahí está ya el germen de la amarga fábula con animales Rebelión en la granja y en la cruel distopía futurista 1984.

*                *                      *

Con peligro para su vida y efectos letales para su salud, siguió hasta su temprana muerte a los 47 años describiendo sin cerrar los ojos lo que encontraba en el fondo cienagoso al que había bajado.

Si seguimos con detenimiento la carrera de Orwell, vemos que la observación y la descripción de lo real son a la vez caminos hacia la ficción última y formas de comunicar sus ideas y sus ideales.

En su proceso de escribir como quien respira, por necesidad, nos fue limpiando la mirada y el estilo. Leer a Orwell nos hace volver a la mesa de trabajo con la pluma limpia de sentimentalismos y palabrerías, y con una sensación más noble y ética de la profesión de escritor, de periodista, o simplemente de ciudadano de nuestro tiempo. 

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24 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pueblo digital en marcha

El populismo es un viejo conocido. No hay democracia sin populismo, en dosis más o menos exageradas. Obtener el favor de la mayoría exige a veces alguna concesión a la demagogia que pocos políticos, derechas e izquierdas confundidas, se atreven a evitar. Quienes hacen bandera del antipopulismo suelen perder las elecciones en cuanto se presentan. Así que nada de fariseísmos. El que no haya pecado de populismo que tire la primera piedra.

En momentos de crisis, y sobre todo en una crisis que hace época como la actual, el lenguaje populista invade el entero campo semántico. La demanda se halla en la raíz misma de la crisis, que es de confianza y de mediación. Los ciudadanos desconfiamos de quienes nos representan en todos los ámbitos de la sociedad. De forma que avanzan sus peones los que saben hablar el lenguaje a veces soez del populismo.

El populismo es ante todo una reacción contra las elites. Se disfraza de anticapitalismo cuando es una rebelión contra los ricos. De antiintelectualismo cuando se levanta contra los sabelotodo que monopolizan las verdades celestiales y terrenas y desprecian al pueblo llano. Y de antipolítica cuando rechazan a la casta que secuestra la voluntad de los ciudadanos para sus intereses particulares, con frecuencia corruptos.

El populismo vive del mito del pueblo, un ser vivo que habla, siente y se expresa; tiene voluntad, actúa, y busca a tientas al guía que sepa prestarle su voz y sus gestos. Hay algo de misterio en esta búsqueda mutua en la que se enzarzan el pueblo y quienes quieren dirigirlo. Misterio que termina en epifanía, cuando una extraña luz ilumina al elegido, que electriza con sus palabras a quienes le escuchan y consigue el efecto sobrenatural de que las masas le sigan y obedezcan.

Extraña e inquietante, claro que sí. Y evocador de épocas siniestras. Los populismos más recientes, con carismas más garbanceros, parecen tranquilizarnos, aunque no debiéramos. De ahí el interés del libro recién publicado El pueblo contra el Parlamento. El nuevo populismo en España, 1989-2013, de Xavier Casals, que traza una genealogía de nuestros populismos, los sitúa en el contexto de los populismos en el mundo y los utiliza como reveladores de tendencias. Mensajeros de futuro les llama, atribuyéndoles una capacidad de anticipación respecto a las crisis que nos esperan.

Populistas siempre son los otros, naturalmente. Casals no duda en repasar el espectro político y social, desde el PP hasta los indignados, ni en señalar que ?Cataluña se ha convertido en el rompeolas populista de las Españas y en su laboratorio político?, afirmación de impacto aunque justificada: 1.- La erosión de los grandes partidos es más acentuada; 2.- Como en un microcosmos, se reproducen a escala todos los populismos europeos, desde Plataforma por Cataluña hasta los émulos de la Syriza; 3.- El populismo plebiscitario se halla en pleno vigor; 4.- Se extiende una cultura de la insumisión, desde las protestas antipeajes hasta el movimiento por la hacienda propia; y 5.- Cuenta con una capital de larga y profunda tradición rebelde y contestataria.

La novedad del populismo de nuestros días, señalada tanto por Casals como por su prologuista, Enric Ucelay de Cal, viene de mano de la tecnología. Las redes sociales, imprescindibles para entender los movimientos de protesta, llenan el vacío que ha deja la mediación política en crisis. Y lo hacen en forma de una quimera: las multitudes pueden dirigir la sociedad con el nuevo instrumento de poder que es un teléfono móvil; la democracia directa es posible gracias a la tecnología.

El funcionamiento de las redes se acomoda al lenguaje divisivo, polarizador y estridente del populismo, pero añade una paradoja: el individuo aislado, con los vínculos sociales rotos y solo con su móvil, se siente parte de una nueva comunidad virtual, un pueblo digital en marcha. Y en la otra cara de la difusión tecnológica del poder, oculta en la nube, avanza la organización todopoderosa del espionaje de Estado hasta controlar los más íntimos rincones de la vida privada de este ciudadano solitario, que le entrega voluntariamente sus datos. El reto de nuestra época es mantener espacios para la democracia representativa entre el cibercontrol universal y el populismo digital.



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24 de junio de 2013
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Una de nazis, judíos y Franco

De un tiempo a esta parte se han acumulado diversas noticias sobre las polillas del nazismo: la aparición de un libro escrito con asepsia clínica sobre cómo se divertían los mandos de las SS en Auschwitz; la herencia, de más de un millón de euros, del llamado Doctor Muerte rechazada por uno de sus dos hijos, o la recuperación por el Gobierno de EE.UU. de las 400 reveladoras páginas del diario extraviado de Alfred Rosenberg, firme ideólogo del movimiento además de confidente de Hitler. Coinciden además con el estreno de la película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt, una de las filósofas más portentosas del siglo XX, judía, y autora del excepcional ensayo Eichmann en Jerusalén, que escribió originalmente para The New Yorker en 1961, donde acuñaba el concepto de la banalidad del mal que ha inspirado y recorrido buena parte del pensamiento contemporáneo sobre los orígenes de la violencia. En el polo opuesto al salvajismo de los verdugos nazis se inscriben las historias de bondad y coraje de los Schindler y compañía, como los ejemplares funcionarios españoles de la embajada de Budapest que salvaron a cerca de 3.000 judíos de ser exterminados. A la historia del diplomático Ángel Sanz Briz ha llegado ahora el periodista Arcadi Espada husmeando la trágica suerte de Aly Herscovitz, amante de Josep Pla. En nombre de Franco (Espasa) es una crónica leída y revivida con el ímpetu del periodista que no se inhibe de replicar al mismísimo Adorno: “No, no me parece moral que las torres de Auschwitz sean tratadas retóricamente como la torre Eiffel, y hay que vomitar sobre ese crepúsculo (…) Pero una vez limpio y refrescado conviene preguntarse si demasiado vómito no lleva a la claudicación de considerar que Auschwitz no puede representarse”. El grueso del libro de Espada se esfuerza en comprobar que el franquismo ayudó a los judíos en el ocaso del III Reich. Si bien nunca quiso festejarlo. El mismo régimen que persiguió a Walter Benjamin, que acabaría suicidándose en un hotelucho de Portbou. A Espada le ha replicado el historiador Bernd Rother, en una apasionada polémica que consigue el milagro de que un libro siga vivo después de ser apilado. Y que incluso le ha valido que cancelasen su presentación en Casa Sefarad, con la excusa de no incomodar a la familia del diplomático debido a la revelación de una presunta amante -la misteriosa baronesa Piroska-, por boca del cónsul italiano Giorgio Perlasca, que se llevó todos los honores, incluso los de Sanz Briz, y murió en la pobreza, como suelen ocurrir las cosas. La luz no siempre sale a borbotones en la recuperación de la memoria. Egos, ideologías, parálisis, comodidades y otras gangas se aprestan a enmarañar lo que ya estamos acostumbrados a concebir de acuerdo con ese decir, miserable y al tiempo confortablemente humano: “Mejor dejarlo como está”.

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24 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los persas

Según cuenta Heródoto en sus Historias, en el año 480 antes de nuestra era el cuarto emperador de los persas, Xerxes el Grande, reunió uno de los ejércitos más numerosos de que se tuviera noticia y se dispuso a conquistar Grecia en represalia por el apoyo proporcionado por espartanos y atenienses a la rebelión de las ciudades jonias. Tras la batalla de las Termópilas -estilizada en el cómic 300 de Frank Miller y retomada en la burda película de Zach Snyder-, en la cual un pequeño grupo de heroicos soldados comandado por Leónidas, rey de Esparta, resistió el avance enemigo antes de ser aniquilado, los persas parecían encontrarse en una situación idónea para acabar definitivamente con sus rivales.

 

Víctima de la hubris -al menos según la versión de Esquilo en Los persas- Xerxes no tuvo empacho en incendiar Atenas y prosiguió su avance por mar y por tierra, indiferente al odio que concitaba entre sus nuevos súbditos. En contra de todas las predicciones, su enorme flota fue destruida por las naves de Temístocles en la batalla de Salamina, y posteriormente su armada volvió a sufrir estrepitosas derrotas en Platea y Micale. Aunque los griegos se preciaban de haber terminado con la amenaza persa de esta forma, los historiadores modernos juzgan que en realidad las hostilidades terminaron de manera negociada con la llamada Paz de Calias.

Desde esos lejanos tiempos, los persas quedaron dibujados no tanto como bárbaros, sino como miembros de una civilización misteriosa y ajena, caracterizada por su ritos incomprensibles y su boato decadente, imposible de ser asimilada conforme a nuestros patrones. Para los griegos, Persia se convirtió en una obsesión y en un enigma, un lugar agreste frente al cual no podía sentirse sino desconfianza y temor. No deja de asombrar que dos mil quinientos años después el "mundo occidental" continúe teniendo la misma imagen de Irán, la potencia sucesora de la antigua Persia. 

            Convertida al Islam en el sigo VII de nuestra era, esta nación nunca dejó de defender un carácter particular dentro del orbe islámico -la fe chií y una lengua y una literatura propias-, distanciándose tanto de los modelos europeos como de sus vecinos árabes. Férreamente independientes, durante los siglos IX y X los iraníes desarrollaron una de las culturas más vibrantes de la historia, plena de avances científicos y artísticos, y en realidad nunca fueron dominados directamente, excepto por unos años durante la segunda guerra mundial a manos de británicos y rusos.

            Aun así, la mutua incomprensión ha prevalecido siempre en las relaciones entre Occidente e Irán. Más cerca de nosotros, Estados Unidos inauguró su temple imperial al organizar el golpe de estado contra el Dr. Mohammed Mossaddeq, el primer ministro nacionalista, democráticamente elegido, que había comenzado a modernizar el país y había decretado la nacionalización del petróleo. Desde entonces, como en tantos otros lugares (piénsese en Bin Laden), la CIA se encargó de crear a los propios monstruos que terminarían por amenazarlo.

            Estados Unidos no dudó en apoyar el régimen cada vez más autoritario del shah Mohammed Reza Pahlavi, el cual sobrevivía gracias al todopoderoso SAVAK, uno de los servicios secretos más cruentos de la época. Aun así, el descontento popular culminó en una revuelta que envió al shah al exilio -durante unos meses en Cuernavaca- y entronizó como líder supremo de la República Islámica a Ruhollah Jomeini, quien instauró una auténtica teocracia que en mucho recuerda al poder absoluto que disfrutaron Xerxes o Darío.

            Nadie duda que el régimen islámico, con su férreo dogmatismo y su antisemitismo militante, es uno de los sistemas políticos más anacrónicos del planeta, pero los prejuicios que desde hace siglos cargamos contra los antiguos persas no deben cegarnos frente a una sociedad mucho mas compleja y refinada que su gobierno y que no merece ser caracterizada como parte del Eje del Mal. Como ha quedado demostrado, cada vez que Estados Unidos se ha alzado soberbiamente contra Irán -como cuando alentó al Irak de Saddam Hussein a derrocar a Jomeini-, el resultado ha sido catastrófico.

            En los últimos años, la presión de Occidente contra los reformistas culminó en la elección del ultrarradical Mahmud Ajmadineyad, quien no sólo se caracterizó por sus histéricas salidas de tono, sino por ser el artífice del fraude electoral de 2009 que provocó numerosas protestas cívicas. La elección del clérigo moderado Hassan Rohaní, con más del 50 por ciento de los votos, da cuenta de que la sociedad iraní ha decidido dar un drástico giro a su política. En contra de todas las predicciones, hoy se ofrece una posibilidad de un diálogo menos crispado entre Irán y Estados Unidos sobre su programa nuclear y otros temas sensibles, como Siria. Esperemos que en esta en esta ocasión los ancestrales prejuicios entre persas y occidentales no se resuelvan en otra batalla, sino en un acuerdo negociado como la Paz de Calias. 

 

Twitter: @jvolpi



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24 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Amado Google

Evita pagar impuestos. Da libre acceso a artículos, fotos, vídeos y libros enteros, siempre que no existan barreras de pago. Se lleva buena parte de la publicidad que antes servía para financiar la prensa, sobre todo local, gracias al enorme alcance del buscador y a los precios rompedores que hay que pagar por publicitarse. Y ahora, para coronar la proeza, nos enteramos de que todos los miles de millones de datos acumulados van a parar a los ordenadores de la NSA (Agencia Nacional de Inteligencia), donde son procesados y analizados al servicio del Gobierno de Estados Unidos.

Todos estos inconvenientes compensan largamente el servicio individual que da a cada uno de sus usuarios. Nos busca palabras, documentos e imágenes, nos orienta en los mapas, nos da noticias, correo y agenda al día, nos permite bloguear, chatear, hablar a distancia, compartir todo tipo de documentos, leer libros, traducir en todos los idiomas y cada día se inventa nuevas cosas que pueda darnos, gratis total. O quitarnos, porque todo va a parar luego a la NSA.

Google es un instrumento precioso para los periodistas, aunque tenga un pequeño inconveniente: nada es más eficaz para cargarse los negocios de los que hemos vivido hasta ahora. Si las noticias y la publicidad ya son suyas y además no paga impuestos mientras nos brean a nosotros individualmente y a cada una de las empresas para las que trabajamos, está visto que nos enfrentamos a un caso colosal de competencia desleal, tan colosal que no hay organismo de la competencia en el mundo con capacidad y poder para abordarlo. Google vive de la tecnología y del libre mercado, tan bien fusionados que no se entienden la una sin el otro. La tecnología rompe las fronteras y el mercado desregulado se acomoda como un guante al negocio tecnológico. Pero no basta. Sin un poderoso servicio jurídico este tipo de empresas no tendrían forma de romper todas las barreras. Y ahí está la clave de muchas de las cosas que suceden en el mundo con las empresas tecnológicas. Son sociedades que se deben a las leyes de su país, al que rinden buenos servicios cada vez que el Gobierno se lo pide, como es el caso del suministro de datos para que los espías digitales los analicen. Sin orden judicial, nadie va a vulnerar el derecho a la intimidad de un ciudadano estadounidense. Y que se apañen los ciudadanos del resto del mundo para buscar quien les proteja de las intromisiones.

No le demos la culpa a nuestro amado Google. Si alguien entrega los datos de los europeos a la NSA, incluyendo mensajes totalmente cubiertos por la privacidad, se debe a que nadie en Europa, ni los gobiernos ni las instituciones de la Unión Europea, cumple con las obligaciones inscritas en las constituciones nacionales y también en los tratados europeos de proteger la intimidad y la vida privada de todos nosotros.



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22 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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89. Dotarse de lengua

Ante lo que Dante llamase la cortedad del decir, muchos autores sienten la necesidad de fabular nuevas lenguas para enriquecer su mundo o reflejarlo con más propiedad. Podemos recordar los ejercicios de lenguaje babélico de Eugenio Montejo en Los cuadernos de Blas Coll, el Finnegans Wake de Joyce, la neohabla de Orwell, el jabberwocky de Lewis Carroll, el gíglico del capítulo 68 de la Rayuela cortazariana (que recuerda la imaginería verbal de Oliverio Girondo), las jitantáforas de Alfonso Reyes, la jerga Nadsat de La naranja mecánica de Anthony Burgess, el neoidioma de algunos personajes del Esperanto de Fresán, el “enoquiano” de John Dee recordado por Borges, que sería el lenguaje de los ángeles, o el Zaum transracional de los poetas futuristas rusos. En 1929, Han Henny Jahnn describe en su novela Perrudja al personaje del mismo nombre, que "tiene que ‘decir lo indecible' y entona canciones en una lengua elemental inventada por él mismo" (Walter Muschg). Belén Gache recuerda los fragmentos de "lengua utópica" incluidos por Tomás Moro en su Utopía (1516), y la lengua ignota creada por Hildegarda de Bingen. Nabokov, en Fuego pálido, inventa el “zemblano”, idioma de la ficcional Zembla que parece una mezcla de alemán y sueco, y escribe algunos versos en él: “Ret woren ok spoz on natt ut vett / Eto est votchez ut mid ik dett”. Otros creadores fueron incluso más allá: la protagonista demente y cruel de Lilith (1964, Robert Rossen), protagonizada por Jean Seberg, habla un idioma propio que sólo entiende ella, y el escritor australiano Robert Dessaix también dice tener un idioma particular, llamado “K”, porque “deseaba palabras para describir la realidad. Así que me las inventé” (“The Lenguage of K”, Lingua Franca, 1998). Uno de mis creadores favoritos de lenguas, de quien hablé en Pasadizos, es Stillman, de La ciudad de cristal (1985) de Auster. Así justifica su objetivo: “Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. [...] Estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. [...]que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. [...] Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. […] —¿Y qué hace usted con esas cosas? —Les pongo nombre”. / Pero uno de los autores que llegó más lejos en estos propósitos fue Rusell Hoban, un gran escritor no tan conocido como debiese, a pesar de que Harold Bloom lo haya recomendado y de que el citado Burguess llegase a decir de Riddley Walker (1980): “esto es lo que la literatura debería ser”. Esta novela está redactada en un dialecto que, según el propio Hoban, “contiene restos de una cultura perdida y de su tecnología: las palabras son descompuestas en palabras más pequeñas, y esos nuevos usos conllevan nuevos significados”. Es el resultado de la degeneración de la lengua tras un armaggedon nuclear, en un ambiente primitivo y atávico que no resultará extraño a los lectores de Rafael Pinedo. Veamos un ejemplo, en la versión de Marisa Pascual y David Cruz: “lo traje hazia mi tenia la caveça casi arrancada. Savian aualanzado a por sus partes”. / Crear lenguas o romperlas (Beckett, Hoban, Roussel): el lugar donde novela y poesía comparten, por una vez, el mismo espacio.



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21 de junio de 2013
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IV. La vieja linterna mágica descompuesta

La remoción de sedimentos de semejante dragado, enturbiaría las aguas del Gran Lago de tal manera que dejarían de ser potables y la vida de toda su fauna llegaría a su fin. Una catástrofe, según el científico. Y aún otra, sólo para apuntar dos: el paso del canal por los ríos de la cuenca del Caribe necesitaría de la protección de los caudales, lo que sólo puede conseguirse con la reforestación de miles de kilómetros hoy dedicados a los pastos para ganadería, uno de los más importantes rubros de la economía de exportación del país. Árboles en lugar de ganado, sino no habría canal, lo que en términos de la pequeña economía de Nicaragua, significaría un violento vuelco, y la ruina de miles de ganaderos.
Y otro vuelco demográfico, pues en un país donde la pobreza certificada alcanza la mitad de la población, esas obras faraónicas serían un potente imán de atracción desordenada el país entero se trasladaría a vivir a las cercanías del Gran Canal. Pero la mano de obra ociosa, de ninguna manera especializada, sería inútil para las complejas tareas de construcción.
Cuando la entrevista termina y el doctor Incer baja del set, me acerco a darle las gracias. En apenas 15 minutos de respuestas certeras y ponderadas, ha demostrado que semejante proyecto, tan desproporcionado y estrafalario, no es sino el mismo ardid de siempre para encender falsas esperanzas.
Puedo entonces seguir viendo al recurrente canal por Nicaragua como novelista, fascinado por los grandes mitos nacionales, éste el primero de todos, destinados, dichosamente, a no cumplirse nunca. Nuestra vieja linterna mágica descompuesta, que proyecta siempre las mismas viejas imágenes.

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21 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rayuela sobre Rayuela

 

I.

Se cumplen 50 años de la publicación de Rayuela. ¿Cree que ha envejecido bien esta novela? ¿Cuál es su secreto?

 

Rayuela hizo un pacto con el diablo y preserva su desafío. Como Ulises, como Tiempo de silencio, pertenece a un momento epifánico: la refutación de lo que pasa por lo real. Es una novela que rompe con los límites de la realidad en el lenguaje, y proyecta un espacio de invención que nos descubre, más humanos por más libres. Tendría que ser hoy más actual que nunca, para confrontar la estúpida realidad que nos ha tocado. Con goce, humor, rabia y pasión, Rayuela es un acto anárquico contra lo que llama la Gran Costumbre, que hoy sería la Gran Obediencia, la de la resignación.

 

¿Qué lugar ocupa en la literatura contemporánea? ¿Cuál ha sido su legado?

 

Lo primero es la noción misma de novela como el relato de lo nuevo: cada novela es la primera novela, nos dice; y, lo segundo, su visión del ciudadano no como mero "homo faber" sino como "homo ludens," capaz de hacer de la ciudad un espacio afectivo. Hoy que la ciudad ha sido tomada por el Estado y es un mercado de la corrupción (palacios más, palacios menos) y de la violencia (alimentada por una Economía inclemente), el juego y el fuego de Rayuela tienen futuro.

 

En una conferencia reciente en la Universidad de Alicante dijo que Rayuela había contribuido en su época a crear "una identidad latinoamericana". Quisiera que desarrollara este aspecto que me pareció interesante.

 

Hemos tenido, en América Latina, ciclos de identidad retórica: colonial, étnica, nacional, mestiza, política...Siempre bajo la hipótesis truculenta de un trauma del origen. Pero con la "nueva novela latinoamericana" la identidad ha dejado de ser un problema y se ha convertido en un derroche. Nos identificamos en el relato de un mundo que no cesa de hacerse, como promesa humanizada de lo Moderno. Si nuestra historia es el renovado ensayo de construir el futuro, la novela celebra ese devenir.

 

II.

¿Cómo recuerda el impacto social de Rayuela en 1963? 

La leí el mismo año 63. Fue una lectura deslumbrante. Para un estudiante de 20 años que quería escribir fue un pasaporte a la libertad. Llevábamos Rayuela bajo el brazo, subrayada a colores, y en el patio de Letras compartíamos asombros. Sólo el encuentro con la poesía de Vallejo, primero, y con la prosa de Borges después, habían sido equivalentes. Le deberemos para siempre esa ruta sin mapa.

¿Todos aplaudieron la invención de Cortazar o tuvo críticas? ¿Cuáles fueron? 

Después me enteré que en Argentina se descartaba a Cortázar, como antes a Borges, por cosmopolita, extranjerizante, europeizado. Yo, que consideraba la literatura nacional como una forma de la melancolía, celebraba, más bien, esos rasgos con entusiasmo. Los jóvenes de los 60 creíamos que el extranjero era la patria grande, y que las fronteras eran una resignación. 

¿Qué sensación le causó a usted, como lector y como crítico?

Siempre detesté a los lectores que se creían cronopios y llamaban a Julio el Gran Cronopio. Y nunca creí que la muerte de Rocamadour era el mejor capítulo, y el recital de Berthe Trepat el más cómico. Lo cierto es que Cortázar no simpatizaba con los niños, y no podía tolerar lo inauténtico. Lo peor es que Berthe existía y era, en efecto, odiosa. Pero cualquier lectura sentimental me alarma. Como joven crítico yo militaba en la parte del juego, y creía, seriamente, que el homo ludens tenía por fin su novela en español. El homo faber me parecía cancelado desde Bartleby, el escribiente.

¿Conoció a Cortázar? ¿qué impresión le causó?

Tuve la suerte de encontrarlo el 72, cuando viví un par de años en Barcelona. Lo convencí de que Rayuela era varias novelas y una de ellas la de Morelli, y se entusiasmó con mi idea de editar los fragmentos de Morelli como una poética del nuevo relato. Cuando Beatriz de Moura nos juntó para hablar del contrato Julio me dijo: tendrás que firmarlo tú, eres el autor. No, protesté, soy el mero lector, el libro es tuyo. Entonces, lo firmaremos los dos, dijo él. Luego, Beatriz habló de los derechos, y los dos Julios enrojecieron. No hay que olvidar que Cortázar nunca ganó un premio, no recibía más de 500 dólares al año por sus regalías de autor, y tuvo que trabajar de traductor medio año toda la vida. La literatura era del todo  gratuita, y lo único que no tenía precio.  

¿Hay escritores con el talento, la lucidez y la capacidad de expresión de Cortázar?

Una vez Carlos Fuentes le envió un artículo suyo sobre los maestros del "boom": Asturias, Carpentier, Rulfo, Cortázar. Julio le escribió: Estupendo ensayo pero ¿cómo me pones junto a Alejo? El es un gran escritor que se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas. Hay malos lectores que creen que Julio escribía inspirado y fluidamente. Al contrario, lo suyo era una estrategia de suscitamiento, aleación y sorpresa. Un método riguroso  contra el español socializado y mal llamado cotidiano.

¿Cree que Rayuela es una obra universal?                                

El juego es universal, como el azar y el asombro. La lectura cambia,  pero siempre hay un lector que descubre Rayuela y se le abren las puertas. Sigue siendo la novela latinoamericana más inventiva, y las demandas de Morelli de una literatura radical, así como la idea de una ética afectiva, en una época donde la subjetividad ha sido tomada por la economía, convierten a Rayuela en un tratado de anarquismo feliz.

¿Cree que es un libro leído por las generaciones actuales?

En EEUU la leen los estudiantes como un taller de creatividad, y es la novela favorita, en inglés, de los nuevos escritores. Me he divertido leyendo que algunos novelistas dicen que Rayuela ha envejecido. Si Rayuela ha perdido gracia, ya sabemos lo que pasará con las novelas de esos escritores.

 

III.

Se dice que Rayuela aporta nuevas técnicas narrativas. Se sabe que Cortázar quería terminar con la estructura y los sistemas cerrados. Pero desde su punto de vista, ¿qué lugar ocupa hoy en la historia de la literatura universal?, y ¿cuál es la propuesta esencial que proyecta como narrador?

Rayuela es una novela que cristaliza el cambio, no sólo de la novela misma (que es por definición siempre distinta, salvo los best-sellers) sino de una idea del autor, del lector, y del mundo que refuta.  Como el Ulises de Joyce, Rayuela hace del autor un operador del juego de leer entre la fragmentación, la recurrencia y la variación.  Rayuela es un instrumento para  cambiar también al lector de hábitos antihigiénicos, o sea, de un realismo indistinto y pedestre. Y refuta un mundo que ha extraviado el valor gratuito de lo genuino. Cortázar propone el juego como ética afectiva, contra la violencia mutua. Es un proyecto radical: nos enseña a recuperar nuestro derecho de ciudad, una ciudadanía conversada.

Ha comentado que la obra de Julio Cortázar no parece cómoda en la historia de la literatura, ¿a qué se debe?

Cortázar escribe contra la literatura convertida en una rama de la sociología. Viene del sueño, del deseo, de la libertad del lenguaje. No pertenece a una corriente, a una nacionalidad, a una forma de poder. Se trata de un escritor como no ha habido otro, fundamentalmente un artista de la búsqueda, cuya demanda estética lo libera de la literatura nacional, de las obligaciones de la fama, de la servidumbre del mercado.  Su estética se basa en el valor de aquello que no tiene precio. De allí su alfabeto narrativo, hecho de lo nimio, lo casual, lo residual.

¿Se puede considerar Rayuela como una obra surrealista o parcialmente surrealista? ¿Es Rayuela un juego también como el que lleva su propio nombre?

Rayuela se burla del surrealismo llamándolo “literatura,” aunque luego se demora en las “turas.” Se basa en una de sus fuentes: la “patafísica,” o sea la burla farsesca de la burguesía (Ubú Rey), a partir de un nihilismo placentero, que prefiere buscar que encontrar (al revés de Picasso, que amenazaba: Yo no busco, encuentro),  y que concibe al lenguaje no como un mapa del mundo sino como una sesión de jazz.  Empieza, por eso, por el juego, aquello que se debe a la duración, al puro espectáculo, al evento sin comienzo ni fin. Frente al  “homo faber” opta por el “homo ludens,” por una estética de las imágenes imantadas.  No hay nada como Rayuela en la historia de la novela; salvo, en otras sumas, Rabelais, Joyce, y Lezama Lima en su Paradiso. La riqueza de su gravitación, alienta en los proyectos narrativos de Luis Goytisolo ( comparten la intimidad cómplice del relato desplegándose); de Julián Ríos (que instaura en Londres una Rayuela plurilingue, menos lírica y más jocosa); de Alfredo Bryce Echenique (en La vida exagerada de Martín Romaña, que prolonga el humor cortazariano en una versión bufa de la “novela de arte”); de Roberto Bolaño (que cultivó el habla como materia de la subjetividad ya sin ilusiones de un centro, proteico, ardoroso y satírico); en Juan Francisco Ferré (cuyas novelas celebran el fin del mundo anticipado por Oliveira a nombre de una literatura que lo remplace con una herejía feliz).  El operativo cortazariano tiene viva resonancia, así mismo, en los excelentes narradores venezolanos José Balza, Carlos Noguera y Antonio López Ortega, cuyo trabajo merece inmediato seguimiento; en la prosa reverberante y placentera de Alberto Ruiz Sánchez y en los recuentos inclusivos de las tramas de Juan Villoro, ambos mexicanos pero sin tribu. En Argentina dos narradores, desaparecidos en el bosque de su propia obra, Néstor Sánchez y Héctor Libertella, hoy escritores de culto, tuvieron un secreto debate con la escritura de Cortázar. No hay otro novelista en esta lengua que haya tenido interlocutores tan comprometidos con las furias de la invención.

Hay dos  formas de leer Rayuela según el tablero de dirección, y una tercera que marca el libre albedrío. ¿Cuál es la que usted recomendaría?, o ¿por cuál se ha inclinado más en sus relecturas?

Naturalmente, por la lectura a saltos. Cortázar decía que sus lectores formaban dos tribus: los que preferían Rayuela y los que preferían los cuentos. Yo lo convencí de que Rayuela era, en verdad, varias novelas. Y una de ellas, mi favorita entonces (hacia 1972, cuando lo conocí), era la novela de Morelli. Fue así que edité en Tusquets una compilación de las Morellianas, un manual del arte de narrar derivado de Rayuela.  Entonces, yo no sospechaba que me iba a ocupar, diez años después, del manuscrito de Rayuela, que pude hacer comprar a la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin, donde era profesor. Fui editor, con Saúl Yurkievich, de ese manuscrito maravilloso,  que salió en la colección de Archivos de la Literatura Latinoamericana.  Descubrí que Cortázar habia ensayado ocho ordenamientos de la novela. Se puede decir que buscó la novela entre sus fragmentos como Oliveira busca a la Maga en el laberinto de París: no la encontraron pero dejaron larga huella. De pronto, se dio cuenta de que la novela estaba escrita, y cada fragmento era restado de ese todo. Así nació el orden a saltos, como una substracción y una remisión. Pero también como la forma mayor del arte de los márgenes que en el centro del relato declara el turno de un español sin fronteras. Como César Vallejo antes y Juan Goytisolo después, Cortázar prolonga el territorio de una literatura hecha mundo.

(Respuestas a Juan Losa Lózano, El Público,Madrid; Florencia Guerrero, Veintitrés, Buenos Aires; Juan Carlos Talavera, Crónica, México). 




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20 de junio de 2013
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