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Je t’aime, je t’aime

En general, aparte de las guerras e incongruencias celestiales, podría decirse que nunca pasa nada. Todo va bien. Se dice que algunos, los más afortunados, tenemos toda una vida por delante. Una. Es cierto, pero viejos o jóvenes, todos estamos empezando. La velocidad es una exigencia de los tiempos que vivimos. Frenesí, alquimia; prisa, premura. Siempre nos acechará una edad en la que el horizonte se obture como un empaste sobre la peor caries. Para la poesía, lo mismo: siempre se es un poeta que empieza a escribir. Asomo por aquí el recado de escribir con el que Alejandro V. Bellido inicia su libro de poemas La oculta esperanza:

Os dejo a cargo de estos niños.

Tratadlos bien, no seáis duros con ellos.

Son solo niños de papá

jugando a ser rebeldes

en el patio de esta hoja en blanco,

intentando -los pobres ilusos- transgredir los dictados del Tiempo.

 

Todos los que alguna vez empezamos a escribir fuimos desastrosamente infelices. Seguimos esperando la reforma profunda que todo lo cambie. La más rebelde, la más excéntrica. Siempre esperando, pobres ilusos. Demasiado viejos para el radicalismo. En La vida material, Marguerite Duras dice que lo que llena el tiempo verdaderamente es perderlo. El tiempo es un ejército capaz de hundir las islas británicas. Una constelación diminuta, imperceptible. «Esto es un lápiz rojo, pero pinta negro. Las apariencias engañan», dice el protagonista de Je t’aime, je t’aime (1968). Vivimos en el corazón de lo indisponible.

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3 de octubre de 2022
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Segundos apellidos

Me pregunta Esther Peñas Domingo: ¿Qué significa que uno se identifique más con los apellidos que con el nombre? Y respondo: En tiempos de delirio regionalista, surge la avalancha de nombres de pila de carácter local, de golpe todos se llaman Jordi o Iñaki. También, le digo, en aras de la concordancia se producen feminizaciones tipo Pilara Delgada, en vez del original Pilar Delgado y, además, existen cofradías muy osadas que dirigen cartas a tipos como yo, Francisco Ferrer Lerín, bautizándome Francesc Farré i Llarí. Pero, por ahora, son hechos excepcionales, el apellido, que es lo único que nos vincula al pasado, aún cuesta destruirlo.

Reconozco, por otra parte, que soy un entusiasta de los apellidos, en realidad, y para precisar, soy un entusiasta de disponer de dos apellidos, quiero decir que el sistema español de nombrar a cada individuo mediante el uso del primer apellido del padre seguido del primer apellido de la madre me parece una fórmula excelente. Ya sé que colectivos izquierdosos abominan de la doble rotulación, que la consideran exclusivista, casi noble, que prefieren la existencia aborregada de muchos e indistinguibles José García y que, hoy, los movimientos feministas abogan por el cambio de orden antecediendo el nombre de la madre al del padre, pero son tendencias que no me interesan, es más, propongo, y quizá me aplique yo la propuesta, utilizar cuatro apellidos, los dos apellidos del padre y los dos de la madre, siguiendo un orden lógico, los dos apellidos actuales, el primero del padre y el primero de la madre, seguidos por los segundos respectivos. En mi caso la cosa quedaría así: Ferrer Lerín Auger Falcó, sin guiones ni otras trabas. Lo que sucede es que al duplicar el número duplicamos la posibilidad de que aparezcan coincidencias indeseables; quiero decir, por ejemplo que, en lo que a mí respecta, Ferrer y Lerín no plantean problemas, son dos apellidos judíos, el primero un apellido de oficio, ferrer > herrero, y el segundo un apellido de procedencia, de la judería de la villa navarra de Lerín, cuyos moradores expulsados recibieron el nombre, en su destino francés, del lugar de origen. Pero ahora Auger, a mi padre siempre le gustaba recordar que un antepasado suyo fue el espectacular occitano Auger de Catalogne, corresponde a un deportista canadiense-gabonés que le da con un palo a una pelota, mientras que Falcó, de satisfactorias resonancias heráldicas y ornitológicas, es el apellido de Tamara, una chica mona, de innegable atractivo sexual, pero de una estolidez a prueba de bomba.

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3 de octubre de 2022
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Locos, verdades, Zola, potencia, estremecedor

"No hay nada incomprensible", decía Lautréamont. Y habría que añadir: ciertamente es así para los locos.

 

"No admirar nada es una fuerza", decía Paul Léautand. Yo más bien creo que es una debilidad mental.

 

"La verdad tiene un corazón tranquilo", dijo Shakespeare. Hermoso idealismo: cuando la verdad es hiriente, se enardece su corazón, pienso yo.

 

VÍctor Hugo creía que la verdad era una dimensión solar, capaz de iluminarlo todo. Otros, menos triunfalistas, piensan que la verdad es una dimensión difusa como la luz de la luna otoñal.

 

Puentes sobre ríos sin peces, bosques sin ciervos y sin pájaros, praderas sin flores, sin hierba, sin abejas... Vámonos de camping, cielo. ¡Es tan hermoso el silencio...!

 

Algún día nos avergonzaremos de tanta negatividad, tanta irresponsabilidad, tanto desprecio, tanto desatino.

 

La belleza es un estado de ánimo”, decía Zola. Casi acertó: la belleza sería una realización que exige, para su materialización, un estado de ánimo muy especial.

 

El humor es la lógica elevada a la enésima potencia, que estalla en forma de risa o de carcajada.

 

Los seres que más admiro son los que saben nadar en un mar de conflictos sin permitir que les arrebaten su propio ser.

 

¿Verdad que el oído nos dice que "estremecedor" tendría que escribirse extremecedor? La etimología también lo dice, pero la lengua tiene sus caprichos.

 

En este país la coherencia brilla tanto por su ausencia que habría que decir que resplandece.

 

La generosidad se demuestra cuando te dan algo que no pides

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2 de octubre de 2022
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Los nombres sin cosas, las puertas sin estancias de Vila-Matas

En el inicio de la novela corta Compañía, de Samuel Beckett, un individuo se encuentra postrado, en la oscuridad, boca arriba, y le llega la voz. Imagina. En la última novela de Enrique Vila-Matas, Montevideo, su protagonista narrador habita estancias a las que llegan voces de las habitaciones contiguas. Es decir, también descubre la voz que, para Beckett, está caracterizada por el uso de la segunda persona. La voz, provenga de donde provenga, encarna al otro, ya sea porque nos habla o porque le hablamos y forzamos nuestra propia voz, nuestra propia presencia.

Alguien habla. Hablar o escribir para certificar la existencia más que para describirla o dotarla de significados. Hablar de lo que no se puede hablar o escribir, porque –como le dice Miles Davis a Mallarmé– se escribe sobre lo que impide escribir, o como escribe Machado, se canta lo que se pierde. Eso sí –volviendo al personaje narrador ensayista–, sin “tomarse demasiado en serio la literatura, lo que a mi modo de ver, siempre ha sido la mejor forma precisamente de tomársela en serio de verdad”.

Está más que comprobada la capacidad de Vila-Matas para alumbrar caminos con sus aparentes contradicciones, aunque sean caminos que se transitan para ser borrados. De la misma manera, hace tiempo que quedó demostrada su habilidad para traspasar umbrales con cada libro sin moverse apenas nada de su estilo territorio. Las lindes entre realismo, psicologismo, biografía y ensayo no han sido más que líneas de tensión que han contribuido a sostener la complejidad consistente de la propuesta vilamatiana. Una consistencia que ha querido analizarse a sí misma mediante la articulación de una biografía de su estilo. El estilo es también uno de los temas que más preocupa a Cesare Pavese en su diario El oficio de vivir. No es un vínculo gratuito. Pavese escribe que la narración no se hace de realismo psicológico ni naturalista, sino de un diseño autónomo de los acontecimientos creados según un estilo, que no es otra cosa que la realidad de quien cuenta, único personaje insustituible. Añade Pavese que el estilo se compone de explosiones de inteligencia que sostienen la realidad psicológica y natural.

Ya ha dicho muchas veces Vila-Matas que él es su estilo. Con su última novela ha hecho de ello y de sus explosiones de inteligencia una celebración. París sigue siendo una fiesta, de la misma manera que Barcelona siempre va a ser la ciudad gris de la que se huye para añorarla incluso en “la bonita” Lisboa, o igual que Montevideo está en cualquier lugar. Porque al final es de agradecer que no sea tan fácil desprenderse de lo que uno es. Y, siguiendo con las contradicciones que iluminan al añadir algo de penumbra, al final nos define mejor lo que negamos que lo que fingimos ser, porque “en realidad, lo visible no es sino un resto de lo invisible”.

En su continuo avanzar, en Montevideo la contradicción se transforma en ambigüedad. No deben ser cuestiones baladíes si la universidad de St. Gallen dedica un congreso a las “Fronteras nebulosas”: un encuentro erudito que acabará por ser el “Congreso de la Ambigüedad”, en el que sería fácil encontrar una buena ponencia sobre la Santa Indecisión.

En la habitación de al lado de la del narrador protagonista ensayista de Montevideo se dan hasta 400 risas que en otro tiempo fueron golpes. En la habitación contigua, personajes estrambóticos y duplicados juegan y se divierten. Con tanta ambigüedad y confusión también puede suceder que la habitación de al lado no exista o que no sea tan sencillo tener una habitación propia, o un cuarto propio construido para nosotros en el Pompidou por una artista prestigiosa. Todo puede ser y no ser a la vez. Lo que cuenta es la posibilidad de las posibilidades. Puede ser que Rayuela no sea un libro tan bueno, pero no deberíamos perdernos la oportunidad de viajar hasta el punto exacto por donde entra la extrañeza en la obra de Cortázar.

La extrañeza es y sigue siendo la estancia propia, el estilo territorio de Vila-Matas. Idéntica en Barcelona, París, Cascais, Bogotá o Montevideo. Portátil, como aquel tipo de literatura, como lo que se aprende tan hondo que llega a parecer ADN y no citas de otros, hasta el punto de que ya no parece fingimiento –o sólo fingimiento pessoano.

Vila-Matas deslumbra con más entusiasmo porque acaba, con convencimiento, con humor y con disfrute, con Bartleby. Con contradicciones y ambigüedades, también es cierto. Contradicciones y ambigüedades que a la vez silencian y refuerzan las negativas del escribiente. Porque es cierto que a veces es imposible escribir, pero también lo es que si no se escribe y no se respira al final se muere, o, como decía el doctor Johnson, escribir es “extraer algo de la nada”, o como dice la amiga de la artista Dominique Gonzalez-Foerster, buscar “una puerta que te condujera a un nuevo paraje y a un nuevo libro” es la “única forma, créeme, de no estar muerto”. Quién sabe, nos preguntamos como hizo Paco Monge antes de morir, “¿Y por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?”. También se escribe para eso: para dotar de cosas a los nombres, porque, siguiendo el consejo paterno del protagonista narrador ensayista, la inteligencia solo sirve para encontrar el agujero que nos permita escapar de lo que nos tiene atrapados. O como dice Pavese, para crear la realidad a nuestro estilo, o como escribe Beckett, para crear una realidad que permita respirar en la oscuridad.

Por fortuna para sus lectores, Vila-Matas sigue sin encontrar el resquicio para huir de su cuarto propio, de la extrañeza, por mucho que viaje. Siempre hay una puerta detrás de otra, pero es majestuoso al mirar por el ojo de la cerradura o con rayos que permiten ver en mitad de la noche y la oscuridad y encontrar el punto exacto por el que escapar y elevarnos, el punto exacto donde reside la salida hacia la extrañeza y la grandeza de algo tan extrañamente cotidiano como es la vida.

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28 de septiembre de 2022
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Los santos también a la cárcel

En Nicaragua, entre tantos prisioneros políticos, hay ahora dos santos que tienen por cárcel las iglesias donde son venerados.

Se trata de San Miguel Arcángel y San Jerónimo, cuyas fiestas se celebran en Masaya en fechas vecinas, el 29 y el 30 se septiembre. San Miguel sale en procesión en su día, y tras el recorrido triunfal por las calles no regresa a su templo, sino que pernocta en la iglesia de su par San Jerónimo, para acompañarlo a la mañana siguiente en su propia procesión.

San Jerónimo, es el patrono de la ciudad. La devoción popular de siglos lo ha transformado de doctor de la iglesia en doctor en medicina, y tanta fama tiene de curar enfermos que es vitoreado con gritos de ¡viva el doctor San Jerónimo, que cura sin medicina!

La policía ha acordonado ambos templos con tropas antimotines, y cerrado las calles, previa notificación a los curas párrocos de que los santos quedaban prohibidos de salir de sus iglesias.

El miedo es que las procesiones, que son muestras multitudinarias de fervor religioso, con ancestrales raíces culturales, puedan transformarse en demostraciones de repudio popular, sobre todo en Masaya, reconocida por su tradición combativa.

En el barrio indígena de Monimbó estalló la primera insurrección contra la dictadura de Somoza en 1978, y la resistencia indomable de sus habitantes fue clave en el triunfo de la revolución al año siguiente; y las barricadas se volvieron a alzar contra la nueva dictadura en 2018, dándose el hecho insólito de que los alzados, sin más que petardos pirotécnicos, mantuvieron a la policía encerrada en sus cuarteles, hasta que Ortega se decidió a ordenar la “operación limpieza” a cargo de paramilitares.

Presos políticos San Miguel y San Jerónimo, igual que el obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez. Tras permanecer bajo cerco policial en la curia episcopal de su diócesis, finalmente asaltada, fue secuestrado y conducido a Managua, donde quedó prisionero en casas de familiares. Mientras tanto, tres sacerdotes, un diácono, y dos seminaristas que se hallaban con él, más de un mes después de haber sido detenidos serán ahora juzgados por terrorismo e incitación al odio. Y decenas de clérigos más han huido clandestinamente al exilio, con lo que sus parroquias, descabezadas, terminarán cerrándose.

Hay dos íconos de la resistencia contra la dictadura que han calado en la conciencia popular: monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Nicaragua, obligado al exilio en Miami, después de que el Papa lo llamó a Roma bajo el pretexto de que ocuparía un cargo en la curia romana; y monseñor Álvarez, que no temió nunca enfrentarse en las calles a las fuerzas represivas, ni dejó de clamar desde el púlpito contra la opresión. Junté a ambos para componer al personaje de monseñor Bienvenido Ortez en mi novela Tongolele no sabía bailar, que termina en el exilio, abandonado por la jerarquía eclesiástica, y engañado por la diplomacia vaticana.

La desaforada persecución no deja resquicios. Universidades, colegios profesionales, organizaciones civiles, medios de comunicación. Junto con los curas, los periodistas que se atreven a ejercer de verdad su oficio, o están presos, o se van al exilio. Sólo está seguro el que calla, o el que consiente. Y tan notable es la saña contra la obispos y sacerdotes que no se callan, como el silencio sepulcral de la conferencia episcopal de Nicaragua.

Y todo esto de prohibir que los santos salgan a la calle, dejándolos encerrados en sus iglesias, me tienta a recordar a otros personajes extravagantes de América Latina, como el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal.

En el año de 1925 saqueó y clausuró las iglesias, hizo quemar las imágenes, mandó a quitar las cruces de las tumbas en los cementerios; sustituyó las fiestas religiosas por ferias agrícolas, ordenó cambiar los nombres de santos de las poblaciones por nombres de próceres revolucionarios; prohibió la palabra "adiós" para saludarse, y mandó que en cambio se usara "salud".

En su finca bautizó a un burro como "el Papa", a un toro como "Dios", a una vaca como "la Virgen de Guadalupe", y a un cerdo como "San José". Y creó "Los camisas rojas", una milicia privada dedica a vigilar que sus medidas se cumplieran.

“La más feroz persecución religiosa conocida en país alguno desde la época de la reina Isabel", dice el novelista Graham Greene, quien tuvo en cuenta a Garrido Canabal cuando escribió El poder y la gloria.

En el año 1926, el general Plutarco Elías Calles, caudillo institucionalizado de la revolución mexicana, había promulgado una ley que facultaba al gobierno para cerrar templos, escuelas católicas y conventos, expulsar sacerdotes extranjeros. Fue lo que dio manos libres a Garrido Canabal para imaginar, y desatar, su campaña de represión. Y también terminó por provocar en 1927 la "guerra de los cristeros", cuando los campesinos se alzaron al grito de "¡Viva Cristo Rey!", bajo el estandarte de la virgen de Guadalupe.

Mientras tanto, San Miguel y San Jerónimo, siguen confinados en sus iglesias a puerta cerrada, y tienen prohibidas las visitas, ya no se diga ser llevados en andas por las calles. La lista de cargos que se prepara contra ellos será igual a las de los demás reos políticos: subversión del orden público y terrorismo.

 

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27 de septiembre de 2022
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Pompas británicas al servicio de la política

Hasta que no vi The Crown no alcancé a comprender por qué mi padre guardaba en su biblioteca un ejemplar de Life con una página desplegable a todo color de la familia real británica. Un gran formato del clan Windsor Sajonia-Coburgo, o sea, con primos, tíos, sobrinos… y demás miembros posando en una foto oficial tras la ceremonia de coronación de la reina Isabel II. Corría el año 1953, el mes de junio.

Cierto que mi padre era un anglófilo empedernido. Aprendió inglés en solitario, con una pequeña colección de discos didácticos, leía libros de bolsillo de Penguin y se carteó durante lustros con un señor de Derby al que no sé cómo conoció. Solo estuvo una vez en Londres y volvió fascinado. Le escribió a Winston Churchill por su cumpleaños en 1960, explicándole su ilusión por una democracia española, y el exprimer ministro le contestó de su puño y letra dándole las gracias. Sin más. Un año y pico después tuvo lugar el Contubernio de Munich. Y en el 63 aparecería el primer número de Cuadernos para el diálogo, al que nos suscribimos en casa.

Pero aquella foto tan monárquica archivada por un azañista como mi padre, no cuadraba. De hecho, representaba algo más. La coronación de la reina de Inglaterra fue el primer acto público retransmitido en directo por la televisión en todo el mundo. Provocó un terremoto mental difícilmente detectable por las generaciones futuras que ya vivimos el fenómeno televisivo con normalidad. Mi padre no guardó un recuerdo monárquico, sino un acontecimiento civilizatorio, un nuevo eslabón mental. Tal vez por ello casi nunca se quedó en el salón de casa a seguir los programas de la tele y prefería refugiarse a leer en una pequeña salita llena de libros, revistas y periódicos.

El boato, la legendaria pompa británica encontraba un aliado inesperado en la televisión. Lo hemos visto estos últimos días, en especial cuando el cortejo fúnebre isabelino recorrió el trayecto londinense desde la abadía de Westminster hasta el castillo de Windsor. La última magna epifanía de la era televisiva. Calles y jardines llenos de público para contemplar un desfile a la británica: ordenado en su completa cadencia, riguroso en los decorados y uniformes, emotivo por la musicalidad de los gestos y sones que se oyeron durante horas. (Qué importante resulta para la cohesión social que las cantatas populares sean hermosas, armónicas).

Con todos los detalles perfectamente captados por la BBC. Y no es de extrañar, la televisión pública británica, lo han desvelado a raíz del deceso real, lleva tiempo dedicando al menos un día al año a los preparativos para la retransmisión de un funeral de Estado, televisando simulacros. Necesario complemento catódico a los preparativos que la propia Casa Real planifica al milímetro como en un minucioso guion de película, incluyendo el tweet con el que se anunció el fallecimiento de la reina. Los expertos palaciegos de Buckingham le asignan nombres de puentes de Londres a los distintos operativos funerarios de cada miembro de la familia real que puede contar con ese nivel de ceremonial.

No se trata tan solo de un recreo ni de una exaltación monárquica por más que lo parezca. La pompa del desfile resulta una herramienta política de primer orden como instituyeron los patricios romanos desde tiempos republicanos, mientras las legiones de los cónsules debían acampar más allá del río Rubicón y no participar de los fastos ciudadanos en el foro. Mucho antes, el libro egipcio de los muertos ya dibuja un largo cortejo religioso, mientras que en Atenas la misma acrópolis adaptaba su itinerario para dar realce a la procesión de las panateneas, nocturna y con antorchas, la más importante consagración griega tal como la describe Richard Sennett en Carne y piedra.

El año pasado, sin ir más lejos, el Gobierno de Egipto organizó una especie de charada televisada a todo el planeta con motivo del traslado de una veintena de momias faraónicas al nuevo museo arqueológico, emulando los desfiles que tenían lugar en avenidas tan peculiares como el camino de los carneros de Luxor. Nada parangonable, sin embargo, al ejercicio escenográfico que llevó a cabo Hollywood en la versión de Cleopatra dirigida en 1963 por Joseph L. Mankiewicz (tras la renuncia de Rouben Mamoulian después de filmar apenas 12 minutos en tres meses), cuya formidable parada romana casi deja en la ruina a la 20th Century Fox según los cronistas. No sabemos muy bien a quién se debe la creatividad de ese desfile rodado en la misma Cinecittà, si al coreógrafo Hermes Pan (que lo fue también de Fred Astaire), a los directores de arte o al propio y más intimista Mankiewicz, pero según parece, la larga secuencia del desfile en la carroza con forma de esfinge dilapidó una verdadera fortuna, la parte principal de los 300 millones de dólares (cantidad actualizada a día de hoy) que vino a costar toda la producción.

Aunque para desfiles, también los nuestros. Los pasos religiosos en primer lugar: las dramaturgias andaluzas que se viven en Semana Santa o las procesiones teatralizadas como las del Corpus. Y los festivos valencianos, de la Ofrenda floral a la Virgen que hacen los falleros recorriendo toda la ciudad a las entradas de Moros y Cristianos habituales en poblaciones como Alcoy, la Vilajoyosa u Ontinyent. Fue también con la autorización de una procesión cívica para el 9 de Octubre (fecha de la batalla decisiva contra los musulmanes) que el rey Alfonso el Magnánimo premió a la ciudad de Valencia por haberle concedido los créditos para sus guerras napolitanas. De ese y otros modos, los valencianos, y en particular la ciudad de Valencia, construyen su identidad sobre la fiesta que se desfila. Lo cuenta en su libro el medievalista Rafael Narbona, La ciudad y la fiesta; del siglo XIII al XV las procesiones marcan el ritmo de la vida en Valencia.

No mucho después, a mediados del XVI, se harían legendarios los funerales de Carlos V, quien viviera retirado en Yuste obsesionado con la muerte hasta el punto de meterse en su propio ataúd, a modo de ensayo y plegaria. Se le honraron exequias por todo el Imperio Hispánico, particularmente en Bruselas, presididas por su hijo Felipe II, cuya procesión fúnebre fue reproducida en un maravilloso libro ilustrado que se conserva en la Biblioteca Real de Bélgica y resultó uno de los tesoros más admirados en la exposición, Carolus, que se organizó en Toledo en el año 2000.

Así pues, los cortejos nutren sus raíces de historia, y en la Gran Bretaña, de algún modo, lo que observamos hoy es una sociedad que ha sabido (o podido) mantener vivas las tradiciones sin renunciar a la modernidad, no sin tensiones (recordemos a los Sex Pistols, ese momento punk que cuestionó la asimilación del pop por el stablishment). Se trata de acomodar los elementos históricos al presente para utilizarlos en beneficio de la cohesión social y de las naciones que constituyen su Reino Unido; y más allá. No es nada gratuito que los varones de la familia real siempre se vistan con el kilt escocés cuando es necesaria la gala o que el nuevo monarca, Carlos III, sepa expresarse en gaélico y se haya convertido al ecologismo. Puede que tampoco lo sea el hecho de que Isabel II haya expirado en Balmoral, en las tierras altas de Escocia, y sus restos mortales hayan recorrido en furgón media Escocia hasta llegar a la Royal Mile de Edimburgo.

En cualquier caso, los problemas políticos no se solucionan solo con aparato y cortejos. Hace falta bastante más, desde luego. Así lo cuenta otro texto, luminoso, de la norteamericana Barbara W. Tuchman, Los cañones de agosto, con el que ganó un Pulitzer y en el que narra los sucesos que desencadenaron la Primera Guerra Mundial. El ensayo es célebre también por la descripción de unas exequias. Transcribo su arranque: “Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de Eduardo VII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol”.

Esos reyes eran el sucesor Jorge V (abuelo de Isabel II), su primo hermano el káiser alemán Guillermo II, el rey danés Federico, el griego Geórgios, Haakon de Noruega, Fernando de Bulgaria, el último rey portugués Manuel II, y el monarca español Alfonso XIII con apenas 24 años, a quienes seguían multitud de altezas y príncipes reales de todos los países del mundo, incluyendo el hermano del emperador del Japón y otro hermano del zar de Rusia. Casi todos ellos eran familiares, descendían por diversas ramas genealógicas de la reina Victoria de Inglaterra. Apenas cuatro años después de verse en Londres se enfrentarían en una encarnizada guerra, una de las más salvajes que se recuerdan.

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20 de septiembre de 2022
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Pesadilla

Leía por enésima vez el cuento “Del rigor en la ciencia”, ese fake magistral que establece la relación 1 por 1 entre un mapa y el territorio descrito. Ese breve cuento que comienza ‘En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección…’ y que su autor, Jorge Luis Borges, concluye con la referencia a la fuente, al libro cuarto, capítulo XIV, de los Viajes de Varones Prudentes de Suárez Miranda, publicado en 1658, en Lérida. Mas algo gravísimo sucede, una descarga neuronal de inusitada potencia, un despertar de gran brusquedad que me arroja de la cama, que me obliga a levantarme dolorido del suelo y, en el lóbrego pasillo que conduce a mi despacho, contemplar la irrupción atroz, en imágenes holográficas, de una reproducción del sueño; la página 136 de la Historia Universal de la Infamia, tercera edición (1978) en El Libro de Bolsillo de Alianza Emecé, donde una errata bárbara, inmisericorde, transforma el topónimo, muta el diáfano ‘Lérida’ en el viscoso ‘Lleida’.

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20 de septiembre de 2022
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Efectivamente ajena a la evolución natural

 

Con conciencia de reiteración, a la manera usual de los docentes en cada nueva clase, sintetizo el asunto que ha alimentado últimamente esta reflexión:

He abordado la pregunta de hasta  qué punto está fundado en razón el cuestionamiento del  papel jerárquico del ser humano respecto de entidades maquinales, lo cual supondría atribuir a estas  el entero espectro de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos  a través de los cuales se expresa la potencialidad de la razón. No estoy obviamente en condiciones de dar una respuesta asentada a esta pregunta,  entre otras razones porque no está científicamente y filosóficamente delimitado qué cabe esperar y qué no cabe esperar  de  entidades como AlphaFold2 o el previsible  ordenador cuántico. Voy simplemente a enfatizar la diferencia que supone la palabra misma artificial, y extraer algún corolario de la misma a la hora de efectuar comparaciones de estatuto con la inteligencia humana.

El hombre no es desde luego un artificio, un  resultado de una modalidad pretérita de  arte-técnica   que a su vez constituye una expresión  de  la inteligencia. Excepto en el contexto de formas  más o menos sofisticadas de creacionismo (tal la que fue llamada “diseño inteligente”), no es cuestionable que el hombre es un ser natural, un resultado de la historia evolutiva.  Un resultado ciertamente singular, pues el hombre responde a motivaciones que parecen trascender su pertenencia genérica a la animalidad.  La aparición de un ser que se pregunta por la relación entre su animalidad y su pensamiento (forjador de fórmulas, metáforas y pirámides) supone una emergencia sin precedentes algo radicalmente singular, pero al fin y al cabo se trata de un fruto de la vida, es decir: en la vida misma se daban las condiciones que posibilitaban esa ruptura de continuidad que supuso la conversión de un código de señales en lenguaje, y con ello la aparición de un ser de razón en el sentido integral de la palabra. Este hecho de  ser una inteligencia resultado de la evolución  marca una diferencia esencial respecto a cualquier ente maquinal considerado inteligente.

 La aparición de la inteligencia humana necesitó cientos de millones de años de historia evolutiva, magnitud inconmensurable respecto a la que separa el Hombre de Herto de la hipótesis de Turing sobre la inteligencia artificial, AlphaFold2 o el previsible (¿en 30 años?) ordenador cuántico. En sólo cosa de cientos de años, la inteligencia artificial habrá quizás alcanzado su desarrollo pleno. Ello exige prudencia antes de transponer  al progreso científico y técnico la idea de  evolución natural.

Hay motivos para pensar que ese ser inteligente que es el hombre, en lo esencial ha dejado de evolucionar. Obviamente en el seno de la razón se da progreso (así la ciencia  progresa rechazando conjeturas pretéritamente avanzadas y sustituyéndolas en ocasiones por conjeturas opuestas), pero en su esencia  la facultad humana de razón y lenguaje  ni avanza ni retrocede. Esta ausencia de evolución es aún más perceptible tratándose del arte, no sólo por lo diminuto (en relación a los tiempos que exige la evolución) del intervalo entre  las pinturas de Lascaux  y Joan Miró, sino porque el arte retorna cíclicamente a formas arcaicas, no para repetirlas, sino para tomar de nuevo en ellas alimento. Ya he tenido ocasión aquí de señalar que  el arte sólo avanza a la manera de la espiral de Arquímedes,  de forma que la recta que  el hombre va trazando con sus logros gira a idéntica velocidad que el pincel mismo.

Como una de las expresiones de avance en el seno de la razón (reitero que no cambio evolutivo  en  la facultad de razonar como tal) surgen  las entidades “inteligentes” maquinales, luego de  entrada con soporte en algo contrapuesto a la base misma de  la vida (aunque hoy se hagan esfuerzos que dejan estupefacto para dotarlas de rasgos comunes con esta).

Los algoritmos de nuestro tiempo, que algunos consideran creadores, y  los artefactos a los que confieren una suerte de espíritu,  no son pues un eslabón en la historia evolutiva sino un momento de la historia humana. No los ha producido directamente la naturaleza, aunque obviamente  son compatibles con el orden natural (y en ocasiones preciosa ayuda para que este orden sea inteligible), sino esa suerte de  interno  polo dialéctico de sí misma que encierra cierta forma de naturaleza viva  y que indiscutiblemente merece el nombre de inteligencia.

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13 de septiembre de 2022
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El cuentista O. Henry, creador de la República Bananera

El 8 de septiembre, el experto en Big Data mexicano Alberto Escorcia remeció a la opinión pública de Suecia al declarar que ese país, considerado por muchos como un modelo de pulcritud democrática, es en realidad una “república bananera”. Lo decía por la manipulación burda de datos en la red social Twitter de cara a las elecciones suecas del 11 de septiembre. No importa que en Suecia haya mucho frío, no se cultiven bananas y sea un Reino. Todos entienden de qué se habla cuando se habla de “república bananera”.
Es fascinante el origen de esta expresión: la creó el gran maestro del cuento norteamericano Sydney Porter, conocido por su seudónimo O. Henry. Ninguna antología del cuento norteamericano está completa sin alguno de los suyos, y el principal premio de cuentos de EE.UU. se llama “O. Henry Prize”.
Antes de publicar su centenar largo de cuentos, O. Henry tuvo que huir, acusado de robar fondos en el banco de Texas donde trabajaba. En 1896 se instaló en Honduras, que no tenía tratado de extradición con su país. Allí fue testigo del nacimiento de las empresas bananeras que tres años más tarde se fusionaron en la United Fruit Company: los empresarios corrompían, chantajeaban y daban órdenes a los débiles gobiernos centroamericanos de la época.
O. Henry volvió a Estados Unidos y estuvo preso cinco años. Allí empezó a escribir su única novela, De repollos y reyes, en la que satiriza sobre el presidente de un país imaginario llamado Anchuria (un chiste sobre Honduras), que intenta enfrentarse a las demandas de la empresa frutera Vesubio. Al final, el gerente de la Vesubio financia el golpe de estado de un general pomposo. Dos veces en esa novela usa el término “república bananera”, que él inventó.
Faltaban dos décadas para que la United Fruit Company ordenara al ejército de Colombia asesinar a los trabajadores bananeros en huelga en el Caribe, una masacre que se convirtió en un episodio clave de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, quien nació en una plantación de la compañía. Y cinco décadas para que la empresa orquestara el golpe de estado de 1954 en Guatemala, contra un gobierno que pretendía comprar sus tierras por el precio que ella misma había fijado en sus mentirosas declaraciones de impuestos.
La multinacional todopoderosa hoy ya no es la productora de bananas. Pero el concepto político al que dio su nombre está más vivo que nunca. En Suecia, en Brasil, en Argentina, en Estados Unidos, la expresión “república bananera” se usa hoy para describir una relación tóxica entre el gran capital multinacional y el poder político.
El control que ejercen las grandes corporaciones financieras, tecnológicas y militares (las “bananeras” de hoy) sobre los gobiernos, tanto de derecha como de izquierda, que denuncian muchos economistas y politólogos de hoy, ya lo vio con su sagacidad de cuentista el gran O. Henry.

Este texto, ligado a mi investigación sobre los escritores “bananeros” en mi libro Crónicas bananeras, es una colaboración para el perfil de O. Henry publicado por Daniel Gigena en el suplemento Ideas de La Nación, Argentina, que fue publicado el 11 de septiembre de 2022.

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13 de septiembre de 2022
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Trilce: una puerta en las entrañas del espejo

Los libros que cambian para siempre la literatura no tienen siempre la suerte de ser reconocidos por su trascendencia a la hora de publicarse, ni salen a la calle en grandes tiradas. Azul de Rubén Darío, publicado en Chile en 1888, se imprimió en una modesta edición, financiada por amigos del poeta; y despreciado por la prensa local, no estalló como una novedad sino cuando don Juan Valera, sumo sacerdote de la crítica entonces, le dedicó desde Madrid dos de sus Cartas americanas.

En 1922, hace ahora un siglo, se publicó en Lima Trilce, de César Vallejo, que cambiaría de manera radical la lengua, y que corrió entonces una suerte peor que la de Azul. Para empezar con los infortunios, Vallejo había recién salido de la cárcel de Trujillo, donde escribió parte de los poemas del libro, preso por represalia política bajo la acusación de incendio y saqueo en su pueblo natal de Santiago del Chuco.

Trilce fue impreso en los talleres tipográfico de la Penitenciaría Central de Lima, sufragado por el propio autor, que retiraba por parte los ejemplares en la medida en que los iba pagando, para venderlos a tres soles cada uno, sin asomo de éxito de público, ni tampoco de crítica. Los viejos, recuerda su contemporáneo Luis Alberto Sánchez, lo calificaban de disparate, y los jóvenes de mera pose.

Ya impresos los primeros pliegos resolvió cambiar el nombre que había elegido, Cráneos de bronce, por el otro tan luminoso de Trilce, y resolvió también firmar con su propio nombre y no con el seudónimo de César Perú, dos decisiones muy afortunadas. Trilce, una invención absoluta, es el mejor nombre que pudo hallar para este libro tan imprescindible como imperecedero.

Antenor Orrego, decía en el prólogo: “César Vallejo está destripando los muñecos de la retórica. Los ha destripado ya…ha hecho pedazos todos los alambritos convencionales mecánicos...”. Era cierto. Y Vallejo le escribió en una carta: “El libro ha nacido en el mayor vacío…asumo toda la responsabilidad de su estética…siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás”.

Trilce era el puente de libertad que Vallejo tendía entre el modernismo, del que era un ejemplo postrero su libro anterior de 1919, Los heraldos negros, y la vanguardia, que aún no existía como movimiento.

Un adelantado que descoyuntaba las palabras, trastocaba la sintaxis, creaba neologismos, convertía los verbos en sustantivos, despellejaba el lenguaje hasta dejarlo en carne viva, porque su propósito no era espantar a los incautos con novedades provocadoras, un simple juego pirotécnico donde lo que importara fuera el artificio, sino calcar sus amargas experiencias de vida, la soledad y el sufrimiento. Un espejo oscuro en el que cada uno llegara a encontrar su propia claridad, y con el que revelaba la pesadumbre de la intimidad: la muerte reciente de su madre; una pena amorosa que pareciera de letra de bolero, porque su amada se alejaba de él, enferma de tuberculosis; la injusticia de la cárcel que no hacía sino revelar la injusticia social de un país estructuralmente injusto.

El atrevimiento desmedido, que después se vuelve herencia cuando entra en el caudal incesante de la lengua, llama siempre al asombro, al descrédito, a la burla: La simple calabrina tesórea/que brinda sin querer, /en el insular corazón,/ salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada./Gallos cancionan escarbando en vano

Y las palabras buscan los entreveros de la infancia en el hogar desierto ya para siempre, metido en los escondrijos del pasado. Aguedita, Nativa, Miguel, los hermanos que se vuelve sombras en la memoria. Y acaban de pasar gangueando sus memorias / dobladoras penas, / hacia el silencioso corral, y por donde / las gallinas que se están acostando todavía, se han espantado tanto. / Mejor estamos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría”. Dijo que no demoraría, y no volverá.

Ese año de 1922 se publican otros dos libros capitales de la literatura universal: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T.S. Elliot. También, como Trilce, son propuestas de ruptura incomprendidas, que se adelantan a su tiempo, y se publican en ediciones escasas, entre múltiples dificultades.

Joyce comentaba sobre La tierra baldía lo mismo que se podría decir de su propio Ulises, y así mismo de Trilce: “los dos nos hemos rebelado contra los clichés, por eso no nos perdonan quienes no saben hacer otra cosa que repetir lo ya manido hasta la náusea…

seguro que van a decir, como sé que lo dicen de mí, que carece de lógica. Pero no se trata de hacer proposiciones lógicas…lo que el escritor tiene que hacer hoy es trasladar emociones, y estas tienen un componente irracional…”.

Y el propio Vallejo agrega sal a la misma herida: “la gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica. Le basta no salir de los fueros básicos del idioma…”

Cerrad aquella puerta que/ está entreabierta en las entrañas de ese espejo, dice Vallejo en Trilce. Y con eso lo dice todo.

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12 de septiembre de 2022
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El Boomeran(g)
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