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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Giovanna Rivero: la vida está en otra parte

98 segundos sin sombra (Caballo de Troya), la nueva y espléndida novela de Giovanna Rivero, cuenta la educación sentimental de Genoveva, la narradora adolescente, distanciada de sus padres y rebosante de ternura hacia Nacho, su hermano retardado. Genoveva vive en Montero, una ciudad que "disfruta" el auge del narcotráfico en la Bolivia de mediados de los ochenta (la novela sirve de complemento y contraste a Jonás y la ballena rosada). En esa ciudad paradójica, ese Culo del Mundo en el que la modernidad y el progreso se miden de forma equivocada -hay, digamos, muchas motocicletas importadas, pero las calles son de tierra--, Genoveva sueña con escapar. Con desaparecer, como en ese juego de la sombra que da título a la novela y que practica de vez en cuando con su amiga Inés ("...paradas allí, bajo el Sol del casi mediodía, contamos los segundos que tardan nuestras sombras en meterse bajo los pies igual que gusanos grasientos").

 Acompañada de la filosofía "brutal, sincera" de su abuela Clara Luz y el cariño de su amiga Inés, la mirada de Genoveva se posa, con lúcida y divertida ironía, en las marcas de la época (el spray Aquanet, los Reebok, la música de Queen), en los gestos provincianos de sus compañeras que se visten copiando a Madonna, en el ethos de un pueblo que "es solo un puente entre ciudades más grandes donde hay trabajo de verdad, porque aquí lo único a lo que se dedica la gente es al ‘negocio'". Pero esa ironía no la puede proteger del deseo de irse y trascender. Su educación disparatada, en la que caben tanto las enseñanzas de la revista Duda como influyentes libros de época sobre encuentros con extraterrestres (Yo visité Ganímedes), la hará receptiva a las enseñanzas del maestro Hernán, que sueña con escapes siderales gracias a hojitas lisérgicas, viajes en ovnis en busca de la verdadera vida, que siempre está más allá.

En 98 segundos sin sombra, el delirio de Giovanna Rivero está siempre al límite, con un registro engañoso, pues habla con total control de una adolescente descontrolada. Genoveva parece saberlo todo, pero en el fondo es una niña que solo quiere creer en algo. Es un personaje entrañable que llegó para quedarse.

 

(Página Siete, 20 de febrero 2014)



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20 de febrero de 2014
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Disneylandia en Facebook

Los oráculos de la red se atreven con el amor. Y juegan a la sociología con su mirada panóptica, aunque en realidad se centren en el trasiego contable: cifrar el número de clicks y medir el tiempo de conexión. Cuán importante es la curva tanto en los negocios como en el amor. No sabría decir si en la vida de las parejas el gráfico de la curva es más valle que colina, si hay más longitud de línea hendida que de remontada. ¿Qué dirán las estadísticas? Según Facebook, la curva que calibra la comunicación virtual cae en picado cuando dos se enamoran. En una campaña de jugoso marketing, anuncia que puede identificar cómo actúan dos perfiles de su red al enamorarse. El resultado no tiene mucho misterio: “Durante los 100 días previos al comienzo de la relación se observa un aumento lento pero constante en el número de posts compartidos en sus muros por la futura pareja. Cuando se inicia la relación (‘día 0′), los mensajes empiezan a disminuir. Presumiblemente, las parejas deciden entonces pasar más tiempo juntas; se acabó el cortejo, y las interacciones on line dan paso a una mayor relación en el mundo físico”. Cito a los científicos de datos de Facebook, cuyos razonamientos parecen demostrar lo que el saber popular ya conocía: que cuando dos intiman se para el mundo. Lo fascinante es hasta qué punto la multinacional de Menlo Park se ha convertido en una nueva Disneylandia, porque su mensaje, en el fondo, viene a ser: “Señores, puede que en internet no se ligue rápido, como en un bar. Se tarda unos tres meses en obrar el milagro… pero se logra. Y entonces ya no nos necesitará”. Conviene que desde las entrañas de Facebook se silencie a las legiones de solitarios que no desconectan ni un día. Que se han conformado con que sus cariños se expresen a través del plasma, sin necesidad de sudar o ruborizarse, sin tener que pagar la cuenta del restaurante ni equivocarse de dirección. El ideal romántico prendió la mecha en la red: ahí está la aguja en el pajar que te está aguardando pese a que nada sepa de sudor ni rubor. Pero un interesantísimo reportaje en Time sostiene justo lo contrario: que nuestra vida social virtual sabotea a menudo nuestras relaciones amorosas. La “conectividad 24/7 significa que nadamos contra una corriente de mensajes urgentes de nuestros amigos más cercanos, acrecentados por el me gusta. Y de Sexo en Nueva York a New girl, la cultura popular nos recuerda una y otra vez que es la amistad, y no el amor, lo que dura para siempre”, afirma la periodista. El frenesí de la hipercomunicación ahuyenta al click-cupido. Aunque, la verdad, tres meses de cortejo digital, en la vida de un adulto, dan buena cuenta de cuán placenteramente nos hemos disneylandizado.

(La Vanguardia)

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19 de febrero de 2014
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He comido como príncipe

Unos amigos latinoamericanos se han congregado para comer en el famoso restaurante parisino La Tour d'Argent el 21 de marzo de 1910. En el reverso de una postal con la fotografía de la fachada del restaurante, uno de ellos escribe unas líneas y todos firman: al oficiar ante el pato No. 32388, un recuerdo afectuoso. Los comensales son Rubén Darío, René Pérez Mascayano, pianista y compositor chileno, y Eugenio Díaz Romero, poeta y periodista argentino. El destinatario en Buenos Aires es el pintor Roberto Schiaffino. No se sabe quién de los tres pagó la cuenta, o si la compartieron. En todo caso, debió haber sido un día de bonanza, dado los precios que allí se cobraban, pues se trataba de un lugar para turistas ricos.
El pato a la sangre fue inventado por el cocinero de la Tour d'Argent en la época del primer imperio napoleónico, y en aquel restaurante, fundado en 1582 bajo el reinado de Enrique III, servirlo llegó a convertirse en un verdadero ritual. Y por cada medio pato se extendía un certificado numerado. El propietario, Frédéric Delair, decidió en 1890 este sistema como una manera de perennizar su obra, tal si se tratara de las copias de un aguafuerte.
Al mes siguiente, Eugenio Díaz Romero, uno de los comensales, escribe una carta a Schiaffino, el destinatario de la tarjeta, donde el pato a la sangre viene a quedar reducido a simple "pato silvestre". De su lectura sacamos en claro que les fue preparado de las propias manos de Delair, el gran sacerdote que desplegaba su ceremonia delante de las celebridades de la época; y, pertinente aclaración, tal como ya hemos advertido, el pato era caro: "el pato de Frédéric es de digestión difícil, por su precio...", escribe Díaz Romero.
Atengámonos a la receta: se necesita un pato joven y gordo, de seis a ocho semanas como máximo, cebado en los últimos quince días. Se mata por asfixia, estrangulándolo, para que no pierda la sangre. Con los huesos de otro pato se prepara de antemano un consomé bien condimentado. Después de limpiar el pato se asa por los unos 20 minutos, hecho lo cual se lleva al comedor.
Se pica el hígado y se añade un vaso de oporto y otro de cognac. Se quitan luego las patas y se asan por separado a la parrilla. Se retiran sus muslos y pechuga. La carcasa, con lo que le queda de carne, los huesos y la piel, se pone entonces en una prensa, y delante de los ojos de los comensales se extrae la sangre. Esta es la parte cumbre de la ceremonia.
Se agrega a la sangre el hígado, mantequilla y coñac, y se bate durante 20 minutos hasta que adquiere el espesor y color del chocolate derretido. Otros ingredientes que pueden incluirse a la salsa son foie gras, oporto, vino de madeira y limón. La pechuga se corta en lonjas y se sirve bañada con la salsa, acompañada de papas sopladas; mientras tanto los muslos asados se sirven como segundo plato, acompañados de lechuga tierna.
Del vino que acompañó aquel festín memorable no se habla, pero lo hubo sin duda, y de manera generosa, lo que habrá hecho aún más cara la cuenta.
Antes de morir, lleno de orgullo satisfecho, y de nostalgia insatisfecha, Rubén confiesa que sus entradas triunfales al disfrute de la vida galante y elegante, incluida la alta cocina, fueron espléndidas, dígalo sino el pato a la sangre. En el último mes de su vida, acabado por la cirrosis, desde su lecho comenta en Managua al periodista Francisco Huezo:
"En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de mi tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo, he tenido historias en el mundo de las supremas elegancias. Me he relacionado con los más altos personajes. He sentido con frecuencia el aletazo de la gloria. He derrochado dinero, que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? Nada. ¡Que venga la muerte!"

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19 de febrero de 2014
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Abrir la cripta de Franco

Siempre tiene interés que los británicos hablen de nosotros, algo que han hecho a menudo, sobre todo desde el XIX aunque también, esporádicamente, antes, como en alguna de las fantasías mas dislocadas del teatro isabelino. En el siglo XX fueron mucho más que curiosos impertinentes respecto a España: Brenan, Orwell, Raymond Carr, Hugo Thomas (además del irlandés Ian Gibson y una notable pléyade de hispanistas literarios), nos mostraron lo que no sabíamos o no podíamos ver de nosotros mismos. Uno de los últimos en llevar a cabo esa contemplación intelectual es Jeremy Treglown, durante varios años director del Times Literary Supplement y, como autor, responsable, entre otros que desconozco, de un buen estudio biográfico del gran novelista Henry Green; Treglown pasa desde hace cierto tiempo una parte del año en España, según se dice en su libro ‘Franco´s Crypt. Spanish Culture and Memory since 1936' (‘La cripta de Franco. Cultura española y memoria desde 1936'), publicado recientemente por la prestigiosa editorial neoyorkina Farrar, Straus and Giroux, y queda claro leyéndole que se ha interesado activamente por los vivos y por los muertos de nuestro pasado.

      Me cuento entre los que creen que es bueno airear la tumba del Generalísimo (¿hay sólo una?), y ya que en nuestro país persiste un serio problema funerario que impide dar sepultura a muchas víctimas del bando perdedor en la guerra civil, es de justicia que vengan en nuestra ayuda mortuoria expertos y forenses del exterior. El libro empieza de modo novelesco en un cementerio andaluz, habla después de una matanza de cerdos, y enseguida aparecen los primeros referentes literarios, Cela, Cercas, Grandes. Lo fatal es que antes de ese primer capítulo titulado ‘Mala memoria', el autor, en una breve nota, hace una aclaración que irremediablemente ha de poner en guardia al lector mínimamente informado: Treglown analiza novelas, películas, artículos (muchos artículos, entrevistas y reportajes de prensa) y libros de historia, dejando fuera de su análisis la poesía española del siglo XX, por la razón principal, dice, de que "las más potentes energías creativas han ido por otra parte". Esta afirmación tan palmariamente falsa podría ser sólo un desliz si Treglown la articulara en las páginas siguientes. No es así, por desgracia. Su estudio, sin duda trabajado en el territorio que él mismo se ha marcado, fracasa -además de por sus carencias en otras materias, como el cine- por la absurda amputación del trascendental significado político, además de artístico, que tuvo la generación del 27, la del 36 en su dos vertientes ideológicas, la de los 50, por no hablar de los cambios sustantivos que los posteriores ‘ismos' de la vanguardia poética (también del todo silenciados a la vez que se dedica un largo capítulo a los pictóricos) aportaron a la consolidación de una nueva ‘mentalidad' de notable relevancia cultural en el último tercio del siglo. La poesía prácticamente empieza y acaba para Treglown en García Lorca, visto sobre todo en sus facetas biográficas, y mientras en el desdichado postfacio se habla sobradamente del triunfo de Massiel en Eurovisión o de la serie ‘Cuéntame', Miguel Hernández, sin duda una de las figuras mayores de la poesía en lengua hispana del siglo XX, es despachado en apenas una línea como "un escritor local de clase obrera".

     Leyendo ‘Franco´s Crypt' se tiene la incómoda sensación de que su autor tenía delante de sí dos posibles libros que ha querido fundir en uno. Treglown es un viajero de buena estirpe, y tiene vigor, por poner un caso, el relato de su visita al Valle de los Caídos, donde la observación lúcida y la cita verbatim de sus interlocutores religiosos da resultados elocuentes. Para quienes no hemos sentido nunca ganas de ir de excursión a ese mausoleo nacional de los horrores, dichas páginas nos ilustran y nos confirman en nuestra reticencia. Otros pasajes están más cerca del ‘travelogue', un género que no es de despreciar. Lo malo es el batiburrillo que domina esta obra, donde coexisten a veces en el mismo párrafo la impresión superficial con el examen muy bien argumentado de, por ejemplo, Eugenio d´Ors, al que Treglown da la debida importancia, aunque exagere mucho diciendo que en la España de hoy carece de reputación y fuera es casi desconocido.

      El otro libro posible que se trasluce es un estudio literario de la narrativa sobre la guerra civil, y en los dos extensos capítulos que dedica al asunto vuelve a mostrarse como un lector perceptivo, al menos de ciertos autores; es muy atinado su resumen y defensa de ‘El Jarama' de Ferlosio, aguda la conexión de ‘Volverás a Región' de Benet con la novela de Heller ‘Catch-22', admiradísima por el novelista ingeniero, y de interés los apuntes sobre escritores más recientes, los "hijos y nietos". Junto a eso, desconcierta leer que Cela habría empezado a escribir trabajando en proximidad a Samuel Beckett, Camus,  Genet o Michel Tournier, así como la elevada valoración de José María Gironella. Treglown lo sitúa primero, en formación filosófica, al lado de Javier Marías y Cercas, entre otros, y después afirma lo mucho que ‘Los cipreses creen en Dios' comparte con el Joyce de ‘Retrato de un artista adolescente' y ‘Vida y destino' de Grossman. Confieso que no he releído al autor gerundense que indigestó mis noches de estudiante preuniversitario, pero de tener razón el inglés nos estamos perdiendo algo grande.

      Treglown también habla del cine español, y se le agradece, aunque queda raro que insista tanto en la dificultad de poder ver alguna de las películas que busca (por ejemplo ‘Camada negra' de Gutiérrez Aragón); naturalmente no están todas en el mercado legal, pero sorprende que un estudioso de su seriedad y empuje no haya pensado en solicitar ese material en los archivos fílmicos de nuestro país, que, mientras no se los lleve el vendaval del recorte, funcionan y ponen facilidades a los investigadores. En este campo la curiosidad de Treglown no basta para dar entidad a sus juicios. Lo indiscutible (Berlanga) está bien considerado, pero parece desconocer la existencia, en el contexto que tan pertinente es a su estudio, de Edgar Neville, de Fernán Gómez, de Mur Oti. ‘Tango', una de las más fallidas películas de Carlos Saura obtiene, por el contrario, una entusiasta recensión de dos páginas. Y ese capítulo sobre el cine se cierra con una afirmación, "la obra de Saura ha tenido una fuerte influencia en la de Almodóvar", que, de leerla, produciría me temo la carcajada de ambos.

     Una de las omisiones de más peso, en el silencio del nombre fundamental del productor Elías Querejeta, es la de la película de Chávarri ‘El desencanto', que tan bien habría cuadrado para substanciar la línea central del pensamiento de Treglown. No sé si la ha visto o si la ha descartado. Tal vez la omitió porque ese retrato, que empieza con una estatua de difunto envuelta en un sudario, destapa la cripta de los demonios familiares, políticos, de dos generaciones y una manera de vivir antagónica, encarnada en la viuda y los hijos de Leopoldo Panero. Pero Panero era un poeta. No entraba, vivo ni muerto, en este libro.

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18 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El potaje de sorrentino

Una tentación mortal para la obra del artista es el exceso de cantidad, el demasiado peso, la abundancia de elementos y componentes. Una película como la de Paolo Sorrentino, La gran belleza, celebrada por casi todos los críticos con clamoroso entusiasmo padece esta plomada del plato sobrecargado de alimentos y especies, salsas y patés.

 La inteligencia del artista -como la del investigador o el periodista- se advierte en la finura con que distingue lo principal de lo secundario. Una buena idea, una magnífica idea cae con facilidad si es ahogada por la abundancia de su séquito. Para que esa idea importante no pierda su energía y cualidad lo mejor es hacer que sea ella y no nosotros quien gobierne su transcurso. Los énfasis del autor, su trufado con otras carnes afines, la multiplicación de los puntos de vista (ciego s o no) terminan por oxidar el fuste de la inspiración principal y oxidar el lenguaje para transmitirla. Esa buena idea no necesariamente ha de exponerse desnuda opero sí con la suficiente desnudez para que enseñe sus carnes y no la joyería y los aditamentos.  Lo bueno es bueno sin disfraces. Lo atinado expone su puntería cuando no hay mil arcabuces y bombas haciendo ruido en su alrededor.  La gran belleza ya es un título que da a pensar en su abigarramiento. O, mejor, en su derramamiento entre en signos de diferente color y tamaño, formas y lenguajes, que terminan por convertir la delicia en empalago y lo distintivo en un rancho apelmazado.

Todos los que se han mostrado defensores de esta obra reconocen la mala mano de Sorrentino en otros filmes y, también sus similitud con La dolce vita de Fellini. No cabe duda de que Fellini está presente en la falsilla de esta película pero sus influencias se ensucian con la supercarga de efectos colaterales.  El espectador no es tonto por naturaleza. Tampoco es listo de nacimiento. Pero pone los cinco sentidos cuando va al cine y le empacha que se los empapucen repitiendo una y otra vez vómitos del mismo menú. No hablemos ya de los despropósitos del gusto del autor en cuanto al color, las muchas bacanales, los constantes desnudos y las molestas y feas inconsecuencias del montaje, tal como si Sorrentino se hubiera hecho un lío con los cortes y luego se pegaran con el mismo desorden que efectivamente demuestra no poner la guía máxima en la idea capital.

Los nostálgicos de aquel cine italiano de los 60 puede que se consuelen con las reminiscencias que la película felliniana comporta. Pero para los amantes del cine en los años que vivimos esto no es un remake, ni una parodia, ni un homenaje. Concluyamos, sencillamente, que es un  "potaje".



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18 de febrero de 2014
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Asuntos metafísicos 36 ¿Qué hace en suma el metafísico?

El problema del vacío se plantea no sólo al narrador  sino también al filósofo. La recurrida metáfora de la página en blanco no remite a una ausencia  de contenido, sino a la cuestión de la nota diferencial que, sin añadir dato alguno, trasmuta este contenido.[1] ¿Por qué el Aristóteles que se interroga sobre la diferencia que hace la singularidad humana en el seno de la animalidad,  manejando al respeto  todos los datos que podía almacenar el conocimiento de su época no es sin embargo simplemente el primer biólogo sino el primer (y quizás principal ) pensador de la vida y aun de la vida hecha palabra? Por qué el Aristóteles que como todos los astrónomos de la historia  hace conjeturas (afortunadas o no) sobre esferas que podrían eventualmente explicar los fenómenos astrales, constatados una y otra vez, es algo más que un astrónomo?

Por qué el Aristóteles que intenta (de nuevo con mayor o menor fortuna) utilizar las propiedades intrínsecas de los entonces considerados elementos a fin de explicar el comportamiento de la physis, es algo más que un
físico?  ¿Por qué en suma es Aristóteles El Filósofo?

Hay al menos dos embriones de respuesta, sintetizadas en las siempre con toda justicia reiteradas frases del mismo Aristóteles:

"Hay una disciplina (estin episteme) que contempla (tis e theorein) lo que en cuanto meramente  es (to on e on), y lo que por este hecho de meramente ser le pertenece (kai ta touto hyperchonta kath' auto)" (Metafísica 103a 20-22).

La segunda no la entrecomillo porque más que una traducción es un esbozo de glosa:

En razón de su  naturaleza (physei), todos los humanos (pantes anthropoi) son movidos por el deseo (oregontai) de dar forma (tou eidenai). (En el orden griego: pantes anthropoi tou eidenai oregontai physei).

La primera sentencia remite (no digo en absoluto que exclusivamente) a un tema ya largamente debatido aquí, a saber: la cuestión  de  aquello sin lo cual referirse a una entidad carece de sentido. Aquello que por el hecho mismo de que algo es (kai ta touto) no puede dejar de serle atribuido constituye sin duda un atributo de  radical peso, un atributo del  que no cabe prescindir salvo renuncia al ser. Pues bien, lo que hace de esta reflexión con soporte  en la física un esbozo de metafísica es el interés que mantiene por esta cuestión de los atributos que están ahí como condición  de que haya ser.

La segunda frase nos dice que todo ser humano se halla en la carencia si no efectúa la operación de eidenai, si su mente no se está enriqueciendo con conceptos y  vínculos de conceptos que arrancan el entorno a su inmediata naturalidad y lo convierten en parcela de orden o mundo. Esta carencia puede o no ser conscientemente experimentada pero no deja de ser tal. Pues en ausencia de tal praxis, en ausencia de eidenai, el hombre carece simplemente de lo que hace su singularidad en el mundo animal, es decir, carece de  su humanidad.

Y hay quizás un vínculo entre ambas frases sobre el cual  habrá que reflexionar, es decir, intentar aclarar para uno mismo


[1]    Muchos de los grandes  de la narrativa no sólo se han sustentado en hechos  conocidos, sino que han sido escrupulosos  investigadores de los mismos. Esta erudición podría hacer de ellos  excelentes informadores,
pero obviamente el resultado de su trabajo no es un "rapport", aunque eventualmente pudiera también servir como tal. De hecho la cosa no cambia cuando los contenidos representativos son ficticios. Aun en los casos de la narración más realista para el escritor una vez establecida la coherencia de la trama el trabajo no ha hecho más que empezar.

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18 de febrero de 2014
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La Primera Guerra Mundial, Maurice Ravel, Josep Colom y la mano izquierda

Desde que la leí, la historia me pareció emocionante, reveladora y simbólica: el prometedor pianista austríaco Paul Wittgenstein fue enviado a pelear por su país a la Primera Guerra Mundial. Paul pertenecía a una muy rica y muy culta familia de industriales judíos. Su hermano, Ludwig, fue uno de los más importantes filósofos de su época.

En el frente Paul perdió una mano: la derecha. A la vuelta quiso proseguir su carrera de pianista, y a lo largo de los años una veintena de los principales compositores del siglo, como Benjamin Britten, Richard Strauss, Erich Korngold y Sergei Prokofiev,  compusieron para él piezas donde sólo debía emplearse la mano izquierda. 

De estas piezas, la obra maestra que quedó para siempre en el repertorio es el Concierto en Re mayor de Maurice Ravel. Yo había escuchado muchas grabaciones de esta pieza, la tenía en discos y casetes, pero nunca la había oído en vivo. Este fin de semana, la Orquesta Sinfónica de Barcelona la tocó en su ciclo de conciertos con el eximio y concentrado pianista Josep Colom y el veterano director Antoni Ros Marbà, dos grandes músicos catalanes.

*          *          *

Josep Colom es un pianista atípico: parece un filósofo de barba blanca perdido en sus elucubraciones, camina desgarbado y viste de forma más que sobria, pero cuando se sienta al piano brota de su cuerpo una elegancia que viene más del espíritu y de la inteligencia que del cuerpo. Tras una breve reverencia al público, se sentó con la mano derecha reposando, como dormida o mustia, sobre su pierna, y se lanzó a dialogar y luchar artísticamente con una orquesta de más de cien músicos.

La obra de Ravel es sabia y brillante: tiene toques de jazz, pero de un jazz latino, como caribeño, propio de la alegría y la inocencia de esos albores del swing. Su obra es de 1929. La orquesta ataca con oleadas sonoras al oyente pero nunca tapa al piano. Los instrumentos de viento tienen momentos de gran lucimiento, y hacia el final, se combinan con el piano para avanzar en un frenesí rítmico que recuerda el ímpetu creciente del Bolero.

*          *          *

Colom estaba reconcentrado, olvidado del espectáculo, en ocasiones sonreía mirando cómo tocaban los músicos que lo rodeaban. La ovación que vino al final pareció tomarlo de sorpresa. Volvió al escenario y se sentó en la punta de la banqueta, como en el sillón de su casa, a explicarnos que tocaría un arreglo que había hecho Leopold Godowsky de un Estudio de Chopin para Wittgenstein, también para la mano izquierda.

Usualmente, por más brillante que haya resultado la interpretación, en estos conciertos con orquesta, la primera parte termina con un bis, uno solo, del intérprete. El público seguía aplaudiendo, y Colom tocó un segundo bis, también para la mano izquierda: un precioso, delicado preludio de Alexander Scriabin.

Con la mano derecha en la rodilla, parecía un actor que no quisiera o no pudiera salir de su papel. Caía la noche en Barcelona y salimos a hall, despojado y claro, del Auditori. La gente hablaba poco, como si a todos se nos hubiera metido algo de Josep Colom.

*          *          *

Ya en la calle, me acordé de un hecho que nadie cuenta. Ravel era francés; Wittgenstein era austríaco. El concierto estaba escrito para un soldado enemigo. ¿Enemigo? En esta historia de un compositor generoso y un pianista valiente, los bandos ya no tenían ningún sentido.

Estos días se conmemoran los 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Qué buena forma de recordar esa carnicería atroz: sin la mano derecha, que la humanidad perdió en la Gran Guerra, seguimos haciendo arte. Pese a todo. Seguimos tocando el concierto de Ravel.  

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17 de febrero de 2014
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Petróleo blanco

El mapa del mundo se construye sobre el combustible, el de los motores y el de los cuerpos. El combustible de los motores es el petróleo, el de los cuerpos es la coca”, escribe Roberto Saviano en su Cero, cero, cero. Cómo la cocaína gobierna el mundo (Anagrama). Se trata de un trabajo de investigación, profundísimo, admirable. El talento de Saviano tiene difícil comparación por su fuerza narrativa, su rigor y su capacidad de análisis, entomólogo de las realidades ocultas. Con 27 años escribió Gomorra, y desde entonces vive amenazado, aunque sin esconderse; este libro se lo dedica a los carabinieri que integran su escolta, “a las 38.000 horas pasadas juntos. Y a las que todavía hemos de pasar”. El periodista y escritor napolitano parece no conocer el miedo: “La cobardía es una opción, el miedo un estado”. A lo largo de sus 500 páginas ahonda en el impacto del tráfico de droga en la economía mundial, la organización de los grandes cárteles y su enorme y sombrío poder: sólo en México, la puerta a Estados Unidos, mueven entre 25.000 y 50.000 millones de dólares al año. Y demuestra cómo la crisis económica potencia las finanzas criminales, llegando a asegurar que el Bing Bang moderno, el de los flujos financieros inmediatos, parte del negocio de la coca colombiana. Del perico, la farlopa, Charlie, Snow White, heaven dust, flow y blow… nombres misteriosos y sugerentes en todas las latitudes. Saviano denuncia que nuestra sociedad esnifa para, regando sus neurotransmisores con dopamina, aligerar su gravedad y eliminar barreras, para quererse más antes de reventarse el cerebro o el corazón. La política del narcoestado reproduce los códigos de la mafia, la Onorata Società y, de hecho, sus capos adiestran a la burguesía criminal latinoamericana, dispuesta a dominar las inversiones mundiales. Coincide la aparición del libro en España con la consternación por la muerte del gran Philip Seymour Hoffman, aparentemente a causa de una sobredosis de heroína. Justo cuando creíamos que la euforizante reina cocaína domina el mundo, nos informan acerca del repunte de esta droga a causa de los elevados precios de algunos medicamentos, de analgésicos a antidepresivos. En las calles norteamericanas, una dosis de heroína cuesta unos 6 euros, mientras que una caja de Vocidin pasa de 100. Es fácil asociar este letal revival, así como el ascendente poder de los cárteles, a un creciente impulso de muerte, un suicidio no del todo consciente de una sociedad desnortada. Por ello, me quedo con una frase que a Saviano le cuesta escribir: “Por más terrible que pueda parecer, la legalización total de las drogas podría ser la única respuesta para parar la guerra”. No son pocas las voces autorizadas que defienden este argumento como la única política de lucha real contra el narcocapitalismo. Desde la legalidad.

(La Vanguardia)

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17 de febrero de 2014
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