Víctor Gómez Pin
El objeto de estas columnas es, en parte, contribuir a revitalizar a la luz de la ciencia contemporánea la reflexión filosófica sobre la naturaleza, sólo en coincidente en sus objetivos con lo que en otro tiempo era designado como "filosofía natural".
Hemos visto que, según Aristóteles, la filosofía se preocupa por lo que cabe decir de todo ente por el mero hecho de su entidad (peri to on e on ), y en consecuencia se ocupa de las categorías según las cuales el ente se dice y a cuya intrínseca pluralidad de hecho se reduce: sustancia, cualidad, cantidad etcétera, como predicados últimos posibilitadotes del juicio y así de la determinación. Hemos visto que como consecuencia de lo anterior la filosofía trata asimismo de lo que los matemáticos llaman axiomas y que de hecho serían correlativos del ser y no sólo rectores de esa modalidad que constituyen los objetos matemáticos.
Siendo la physis una modo del ser, la filosofía se vuelca también sobre la misma y en consecuencia se encuentra confrontada a unos principios que no siendo tan omniaplicables como los principios de las matemáticas, son sin embargo igual de firmes, o así lo han parecido desde Aristóteles hasta quizás el evento filosófico que hoy evoco y celebro.
Efectivamente hace cincuenta años el físico británico John Bell confirmó, tanto ante los físicos como ante los filósofos, la necesidad de seguir hurgando en la abismal interrogación, embrionaria desde el trabajo de Einstein sobre el efecto foto- eléctrico en 1905, y nutrida por el trabajo de los grandes de la reflexión cuántica, los Schrödinger, Bohr, Bohm…Reflexión que concernía a esos principios considerados rectores no sólo del abordaje de la naturaleza con intención cognoscitiva sino quizás de toda relación con la misma.
Y, en la senda del teorema de Bell, desde hace más de treinta años se han sucedido los experimentos, escrupulosos hasta el detalle más ínfimo, tendientes a extirpar toda duda sobre el hecho de que las sorprendentes violaciones (tanto por las previsiones cuánticas como por los experimentos efectivos) de los límites establecidos por el teorema de Bell no eran resultado de la influencia de una fuerza clásica, aunque no percibida, que una partícula vendría a ejercer a distancia sobre otra.
Esta obsesión por alcanzar seguridad absoluta respecto a lo que la física cuántica nos estaría diciendo sobre el orden natural, no hace más que confirmar la enorme importancia de aquel experimento realizado por Alain Aspect y colaboradores en 1982, que ratificaba a tantos en el sentimiento de profunda estupefacción provocada en 1964 por el protocolo matemático de John Bell.