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Escrito por

Vicente Luis Mora

Vicente Luis Mora (Córdoba, España, 1970), es Doctor en Literatura Española Contemporánea y licenciado en Derecho. Ha trabajado como gestor cultural y profesor universitario. Estudioso de las relaciones entre literatura, imagen y tecnología, hasta el momento ha publicado la novela Alba Cromm (Seix Barral, 2010), el libro de relatos Subterráneos (DVD, 2006), y la novela en marcha Circular 07. Las afueras (Berenice, 2007). También ha publicado Quimera 322 (2010), inclasificable proyecto sobre la falsificación literaria desde la teoría y la práctica, a través de 22 seudónimos, que apareció como nº 322 de la revista Quimera. Como poeta, cuenta con los poemarios Texto refundido de la ley del sueño (Córdoba, 1999), Mester de cibervía (Pre-Textos, 2000), Nova (Pre-Textos, 2003), Autobiografía. Novela de terror (Universidad de Sevilla, 2003), Construcción (Pre-Textos, 2005) y Tiempo (Pre-Textos, 2009). Ha publicado los ensayos Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (Fundación José Manuel Lara, 2006); La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (Berenice, 2007) y El lectoespectador. Deslizamientos entre narrativa e imagen (Seix Barral, 2012). La parte de narrativa de su tesis doctoral, galardonada con premio extraordinario de Doctorado, aparecerá próximamente en la Universidad de Valladolid en una versión breve y actualizada bajo el título de La literatura egódica. El sujeto narrativo a través del espejo.  Ejerce la crítica literaria y cultural en su blog Diario de Lecturas (I Premio Revista de Letras al Mejor Blog Nacional de Crítica Literaria), y en revistas como Ínsula, Quimera, Clarín o Mercurio. Ha recibido los premios Andalucía Joven de Narrativa, Arcipreste de Hita de Poesía, y el I Premio Málaga de Ensayo por su libro Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura (Páginas de Espuma, 2008).   Copyright de la foto: Racso Morejón

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1 y último. Volverse.

 

Hay un momento en Volver al mundo, la novela de González Sainz, en que un joven abandona la ciudad donde ha vivido con sus padres. Si mal no recuerdo, el chico se gira desde el autobús para verlos: allí están sus progenitores, despidiéndole, diciéndole adiós cada vez más lejos, meciendo los brazos en el aire. La escena se alarga unas páginas, describiendo una y otra vez el hecho, en una retardación proustiana que explica cómo esa imagen ha permanecido congelada en el cerebro del chico durante años; la demora muestra que el chico sigue volviéndose y volviéndose hacia esa imagen del recuerdo, que se torna para mirarla sin descanso, porque no quiere olvidar sus orígenes.

 

Para no olvidar, en suma, quién es. Es conveniente mirar atrás, repasar, recuperar. Dice Lorenzo García Vega: "Vuelvo la cabeza, veo. (...) ¿Por qué todo se vuelve hacia otras tardes, hacia otros años"[1]. Si uno desprecia lo ya hecho, es como si ese pasado nunca hubiera existido. Frente a la tradición de la mujer de Lot, son quienes no miran atrás los que se convierten en estatua de sal; hay que ser valiente, como Orfeo en el Hades, para girar la cabeza y observar nuestra espalda. "La lengua del escritor es menos un fondo que un límite extremo; es el lugar geométrico de todo lo que no podría decir sin perder, como Orfeo al volverse, la estable significación de su marcha y el gesto esencial de su sociabilidad"[2]. Girarse como acto de valentía: cuando decimos que hay que afrontar lo que venga, pocas veces recordamos que las malas noticias y los golpes también vienen del pasado. Girarse hacia él es también dar la cara, al tiempo que se tuerce el gesto.

 

Allí, a nuestra espalda, se encuentra lo que somos, porque de allí venimos ("involuntariamente me giraría hacia el sonido del yo"[3]), quizá no hay otro modo de mirarse que girándose: "si vuelvo la cabeza, / si abro los ojos, si / tiendo las manos al recuerdo"[4]. La memoria conforma al yo de hoy, que lee -que debe leer- el libro que dejan sus huellas.

 

El paisaje se invierte, mirado al girarse; difractadas en el espejo del tiempo, vemos las cosas muy diferentes a como las percibíamos mientras pasábamos por ellas, mientras las recorríamos al vivirlas.

 

"Mirar atrás, / aprovechar estos y otros azares para mirar atrás, / porque es la única dirección en la que se ve algo / digno de contarse"[5].

 

Escribir es girarse, es volver sobre la experiencia, aunque sea para descartarla. Si guardamos en el texto algo de nuestra experiencia la escritura deviene autobiográfica, como escritura girada, vuelta, devuelta, de vuelta. "Vuélvete a mirar y pierdes para siempre / eso que es ya pasado"[6]. Como siempre hay en la escritura ficción, en mayor o menor grado, el autor acaba por desconocerse. "El escritor, y siempre me refiero al creador, posee los ojos desobedientes de la mujer de Lot y los ojos intemperantes del profeta. Todo creador tiene cuatro ojos sobre los que rueda con gozo y llanto. Con los que mira hacia atrás, contemplará la destrucción de la ciudad; con los que mira hacia delante, la destrucción del templo. Y tantas veces se pregunte por él mismo, le responderá la estatua de sal y la cabeza segada: Nadie"[7].

 

Nos quedamos. Nos queda el pasado: compensa y recompensa. "Por eso, cuando el tiempo me trajo pena y llanto, / volvía la mirada"[8], porque siempre hay peces que pescar en ese lago.

 

Cien pasos son cien personas, cien entregas de escritura son cien personas componiendo el libro de una vida. "Y cuando el viajero que al alejarse por la senda de la mina trata de recomponer su dignidad (...) vuelve la vista atrás (...) aún tiene ocasión de gozar de todo el sonrojo de que es capaz de procurarle su sangre"[9]. Cien textos son cien regresos, hacia el escritor que uno era en cada hito del camino centenario.

 

Para Peter Handke, el hecho de volverse es casi una poética en La Gran Caída: "Cuando el actor abandonó el calvero y salió del bosque en dirección a la ciudad, dio los últimos pasos de espaldas. Eso ya me había llamado la atención en él varias veces, (...) y yo me preguntaba si aquel caminar de espaldas, aquel alejarse de un lugar teniéndolo ante la vista, no sería un deporte inventado por él. (...) Al marcharme de espaldas de este sitio quiero pedirle disculpas'"[10]. Nos recuerda un poco a la niña Momo, del cuento infantil de Michael Ende; Momo cruza la calle Jamás caminando hacia atrás, para conservar el tiempo y huir de los hombres grises. Sigue Handke: "Los primeros pasos al entrar en la ciudad los dio otra vez el actor de espaldas: era como si no lo hubiera atravesado un momento antes sino en tiempos inmemoriales, o nunca".

 

Ser ciento, ser múltiple, ser un múltiplo de diez.

 

Hay cuadros famosos con figuras giradas; quizá el más conocido es el de "La joven de la perla" de Vermeer, o el benjaminiano Angelus Novus de Paul Klee, que camina hacia atrás llenándose los ojos de Historia. Balthus, en El pintor y su modelo (1982) se reproduce a sí mismo de espaldas, y Luigi Amara dedica su poemario Nu)n(ca a la foto de una mujer vuelta, cuyo rostro siempre ignoraremos. Sin embargo, mientras que en la literatura no nos importa prescindir del rostro de los personajes, en el arte preferimos que el giro nos incluya, deseamos que la torsión se dirija hacia nosotros para ver las caras: Javier Moreno describe un cuadro renacentista y en él la madonna "se gira para mirarnos, a nosotros / mudos"[11]. El que se vuelve se encuentra, por lo general, con el silencio.

 

Durante 100 entregas hemos intentado en este blog crear una especie de libro virtual, un libro a la intemperie, compuesto de un centenar de piezas muy distintas entre sí, que tienen en común solamente su gusto por la escritura y la lectura; una lectura cruzada de escrituras, en continuos pasadizos, pues los textos también se giran para mirarse unos a otros, también retroceden y miran hacia los maestros antiguos. "¡Ay, ese ruido tan particular de los pasos hacia atrás, un ruido como solo viene de un mundo de acá abajo, nuevo y saludable!"[12].

 

Pero llega el momento del fin. "El larguirucho y su chica reaccionaron de forma ejemplar: (...) se dirigieron hacia la salida, arrastrando los pies y mirando hacia atrás con ‘desesperación'"[13]. Así nos encaminamos nosotros hacia la salida ahora, pero no desesperados, sino tranquilos, esperanzados, porque al final del camino hay un espejo, y en él vemos la imagen devuelta (de vuelta) de los cien lugares recorridos, con la satisfacción que procura caminar con la precisión del peregrino, que no quiere llegar a un lugar, sino a un estado.

 

La salida estaba aquí. He llegado al final.

 

Tengo un pie ya fuera, el cuerpo está punto de cruzar la frontera, es entonces cuando me vuelvo y miro:

 

Lo ideal para comenzar este descenso de 100 peldaños es hacerlo tratándolos como si fuesen una obra de ficción. Esto es, abriendo un círculo.

 

 

 

 

 

 

________________________________________________

 

 

 


[1] Lorenzo García Vega, "Amarte en la lluvia", Lo que voy siendo. Antología poética; Ediciones Matanzas, Playa, Cuba, 2009, p. 101.

[2] R. Barthes, El grado cero de la escritura seguido de Nuevos ensayos críticos; Siglo XXI, Madrid, 2005, p. 18.

[3] Evan Dara, El cuaderno perdido; Pálido Fuego, Málaga, 2015, p. 26, traducción de José Luis Amores.

[4] Carlos Sahagún, Poesías completas (1957-2000); Renacimiento, Sevilla, 2015, p. 25.

[5] Mariano Peyrou, La voluntad de equilibrio.

[6] Esperanza López Parada, Las veces; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 73.

[7] Francisco Pino, En no importa qué idioma; Junta de Castilla y León, 1986.

[8] Concha Lagos, Antología 1954-1976; Plaza y Janés, Madrid, 1976, p. 293.

[9] Juan Benet, Volverás a Región; Bibliotex, Madrid, 2001, p. 163.

[10] Peter Handke, La Gran Caída; Alianza, Madrid, 2014, pp. 67 y 84.

[11] Javier Moreno, La imagen y su semejanza; La Garúa, Santa Coloma de Gramenet, 2015, p. 16.

[12] P. Handke, op. cit., p. 125.

[13] Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 82; traducción de Marian Ocha de Eribe.

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6 de marzo de 2016
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2. Eres un objeto misterioso

Mysterious object at noon, de Apichatpong Weerasethakul (2000), la película que te hace pensar que si deseas convertir cualquier historia en un relato fantástico, sólo es preciso dejar que la cuenten un cierto número de personas.

Una película que utiliza el blanco y negro para eliminar cualquier efectismo, cualquier retórica preciosista que se aparte de la naturalidad incomprensible y fantasmática de la vida.

Una película donde los personajes que simulan ser los protagonistas de la historia no temen contar historias personales, o reconocer que se sienten como una hormiga intentando proteger el árbol del mango.

 Fotograma de la película

 

Una película que nos recuerda que todos somos misteriosos objetos caídos desde la cintura de una mujer.

Una película que enseña que la infancia no es el pasado de lo existente, sino un orden distinto de la existencia.

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14 de febrero de 2016
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3. Callar al yo

 

¿qué hacer, por ejemplo, con la chatarra de las formas?

César Aira, Artforum

 

En una entrevista reciente a Mar Gómez Glez sobre su libro La edad ganada (2015), que reseñé en Diario de lecturas el año pasado, la autora desgrana varias opiniones inteligentes. Entre ellas me ha interesado especialmente esta respuesta, que prueba sobradamente que hay numerosos mecanismos para esquivar los excesos de la literatura egódica, sometiendo al yo a un programado y exquisito silencio. Dice Mar Gómez:

 

'Este es un personaje poroso pero no vacío. La protagonista está construida por palabras (colectivas) aunque su esencia no quede definida por estas sino por los silencios (privados). Los silencios se convierten en una suerte de pequeñas resistencias. El de su nombre es el más evidente de todos ellos. El nombre que no se menciona, así como las edades que se obvian en la aventura de la protagonista o las propias omisiones de información clave en cada relato no están vacíos, y la mente lectora siente el silencio. Un sentimiento que a veces se traducirá en información o en palabras y a veces no, como cuando miramos a las nubes y podemos identificar una forma o varias, e incluso la mutación de éstas en un corto espacio de tiempo. La tensión entre lo personal y lo colectivo tiene que ver con esto. Lo personal tiene el impulso de escapar del molde de la definición, mientras que lo colectivo, en donde también se integra la protagonista, demanda esta definición. A medida que el personaje asume y entiende la artificialidad y maleabilidad del lenguaje adquiere mayor autonomía hasta llegar al último relato en donde se apodera de su propia realidad y no solo de su silencio.'[1]

 

Esta elegante forma de silenciamiento del egocentrismo, en aras de una escritura problemática respecto al sujeto y no subjetivamente problemática, me ha recordado la que sostiene Alberto Santamaría en Yo, chatarra, etcétera (El Gaviero[2], 2015), un poemario que ya desde el título nos anuncia que se convoca al yo sólo para irle quitando importancia a través de la deconstrucción y de la ironía. Santamaría, uno de los mejores teóricos jóvenes que tenemos, tanto en cuestiones poéticas como de arte, ha sufrido a veces en su obra creativa el problema de que su inteligencia crítica pesaba demasiado, de modo que la potencia intelectual de su discurso lastraba a veces el verso o le quitaba naturalidad. Su poética del contra-sublime, que ha explicado en diversas ocasiones y a la que volveremos en un futuro texto sobre poesía española actual, ya sufría la gravitación excesiva de un concepto teórico (el del sublime, al que además había dedicado su tesis doctoral y su primer libro, El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime), con lo que la teoría parecía "presidir" su lírica, en vez de canalizarla. Sin embargo, creo que esto ha cambiado, y veo en Yo, chatarra, etcétera claras señales de una evolución en su trayectoria y de una maduración en la voz. Sin abandonar su bien forjada poética, esta voz renovada encuentra ahora un camino para librarse de la teoría sin dejar de utilizarla, algo difícil para quien las maneja, pues construir una teoría lleva tantos años de una vida que se vuelve tan vivencial o vital como cualquier otro recuerdo personal o íntimo: "Adoro la teoría porque tengo miedo / de lesionarme"[3], dicen dos versos recientes de Mariano Peyrou. Del mismo modo que Peyrou, otro teórico irredento, Santamaría ha encontrado el modo de equilibrar en los poemas la fuerza de su pensamiento con la fuerza que debe irradiar el propio poema.

 

Santamaría quiere reflexionar sobre el yo, pero quiere hacerlo sin egodismo, como Mar Gómez Glez, para lo cual utiliza un arma que ha probado de sobra su eficacia durante los últimos siglos: la ironía, "la distancia irónica que he de conquistar en relación conmigo mismo"[4], en palabras de Gregor von Rezzori. Es una herramienta que Santamaría utiliza desde hace tiempo, pero que ahora cobra toda la potencia de sus posibilidades, nada baladíes, según Rosario Ferré:

 

'La ironía implica un proceso de desdoblamiento en el autor, durante el cual el yo se divide en un yo empírico e histórico, y en un yo lingüístico. En realidad, el don irónico se concreta cuando el primer yo del escritor, el yo formado por su experiencia en el mundo, toma conciencia de la existencia de ese segundo yo que lo constituye en signo, en materia de esa misma historia que está narrando. Esta experiencia de distanciamiento, de objetivación del yo histórico, es lo que le permite al escritor observarse a sí mismo (así como también al mundo) desde un punto de vista irónico y, a fin de cuentas, liberado.'[5]

 

Esta tensión entre dos yoes, uno empírico y otro lingüístico, o ficcional, o retórico, me parece especialmente útil para explicar el desplazamiento del sujeto poético de Yo, chatarra, etcétera. La dialogía entre el yo elocutorio y el real se empeña en borrar o desdibujar al segundo, insistiendo en el carácter ficcional del primero. En La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo (El Desvelo, 2015), el último ensayo publicado de Santamaría, encontramos algunas ideas que pueden conectarse con su libro de versos. El ensayo estudia cronológicamente los albores del Romanticismo, explicando sus conexiones con la Ilustración y aclarando las propuestas que venía a plantear a la Europa dieciochesca, a través de una serie de nombres (Hegel, Chateubriand, Schlegel, Moratín, etcétera). No podemos entrar ahora en un examen de lo que propone este sugestivo ensayo, pero sí nos interesa anotar algunas ideas del mismo que parecen dejar reflejos textuales en Yo, chatarra, etcétera (YCE en adelante): por ejemplo, la consideración, hablando del tratamiento del ingenio en Schlegel, de que "este ingenio trata de dar respuesta a esa posibilidad de re-inventar la vida cotidiana"[6], una propuesta claramente visible en su poemario: "Afuera, / contra la pared / de ladrillo, la bicicleta / que ella ha abandonado / crea un nuevo pensamiento / para un nuevo objeto" (YCE, p. 20), o también: "Estamos en el mundo para eso, dice ella mientras contempla el tono rojo de sus uñas sin esperar nada a cambio" (YCE, p. 58). Cuando comenta en su ensayo que Xavier de Maistre se centra en "los objetos cotidianos transformados en objetos de autoconocimiento" (La vida, p. 27), esa observación encuentra su traslación al poema: "una botella de plástico sobre la mesa: / la sabia mitología de un paisaje que nos contiene" (YCE, p. 15). Y, en otra visión plastificada, "ese trozo de plástico tardará cuatrocientos años en desaparecer. Sí, ese es el tiempo que permanecerán sobre la tierra mi basura y tus ideas antes de huir hacia la nada" (YCE, p. 59).

 

Es cierto que estos pasadizos que hemos hecho implican saltos temporales, pero nos invitan a asumir esa anacronía unas palabras del autor: "Fragmentación e ironía serán dos elementos clave, como espacios del discurso de ese romanticismo que logró abrir los márgenes de la ilustración, y que, sin lugar a dudas, puede servir para describir el presente, porque en el fondo no hemos abandonado el proyecto romántico, o al menos, deberíamos hoy repensar constantemente sus políticas sensibles"[7]. Creo que parte de esa tarea la lleva a cabo Santamaría, a través de una reevaluación de lo que es característico al discurso poético, reevaluación en la que creo ver ecos de la poesía de Wallace Stevens (YCE, p. 20, algunos títulos o los dos últimos versos de la página 25, que dialogan con "Metaphors of a Magnifico"), algo natural teniendo en cuenta que en El idilio americano Santamaría había señalado -vía Harold Bloom- a la poesía de Stevens como el punto de engarce entre el antiguo sublime y el contra-sublime perseguido. El modo de operar esa mutación también está explicitado en La vida me sienta mal, al hablar de Jean Paul: "lo sublime se ridiculiza hábilmente a través de la contraposición de elementos altos y bajos" (p. 73), algo fácil de localizar en YCE: "observamos, / sin hablar, a aquel que camina hacia el muelle / como si el mundo al que hubiese declarado su deseo / se mantuviera unido por un hilo / que sólo él pudiese manejar. / Le seguimos durante unos segundos. Cierra el paraguas." (p. 41). Como en la mejor poesía romántica, el sujeto poético de YCE está disuelto, y esta revuelta contra el yo está declinada majestuosamente en el poema "El regalo", que comienza con el yo elocutorio viéndose reflejado en el cristal de la ventana, para traspasar su imagen de forma inmediata y centrarse (descentrarse) en el paisaje detrás de ella. El egodismo queda trascendido, traspasado, y el sujeto lírico se dedica a mirar y recrear cuanto acontece más allá de su espacio íntimo: "sube la persiana: eso es el mundo" (p. 54). Callar al yo, he ahí la relevante lección a retener.

 

Otra dimensión interesante del poemario, en la que quizá pudiera haber (arriesgo) un intento de retorsión / reescritura / deconstrucción de Machado, es su vertiente geográfica o geolírica, pues comparecen citados una serie de paisajes castellanos, esparcidos en el camino entre Torrelavega y Salamanca (coordenadas vitales del autor), en los que también se intenta la puesta en almoneda del sublime espacial, asunto medular de El idilio americano. Santamaría parece optar aquí también por su ética de la proximidad y ofrece un retrato con máximo "zoom" de acercamiento, limitado a donde alcanza la vista y horro de cualquier idealismo identitario o nacional. Las tierras dejan de ser metáfora de algo y se limitan a ser ellas mismas, desvestidas de ulterior significado (o limitado éste a significados cercanos, personales, íntimos) y carentes de proyecciones noventayochistas. Esta desaparición de las correspondencias es una constante dentro de Yo, chatarra, etcétera, de forma explícita unas veces (p. 39) y oblicua otras, encontrando el posromanticismo irónico de Santamaría suficiente mensaje en el aquí y en el ahora de la experiencia narrada o recreada, según casos, en el poema. Se cancela el idealismo exterior para dejar paso a un Interior metafísico con galletas (título de su anterior poemario de 2012), preñado de humanidad y consciente de su dignidad discursiva. Porque, al final, "todo sucede en el lenguaje" (YCE, p. 21), y esa declaración, grande y humilde a la vez, permite una casa para el ser y un hogar más que habitable para el lector.

 

 

 

[Relación con el autor: muy cordial. Relación con la editorial: ninguna]


[1] Mar Gómez en Carlos Gámez Pérez, "Mar Gómez Glez: ‘No me interesa contar la historia de mi vida sino explorar literariamente ciertos instantes misteriosos de la experiencia'"; Suburbano, 14/01/2016, accesible en http://suburbano.net/mar-gomez-glez-no-me-interesa-contar-la-historia-de-mi-vida-sino-explorar-literariamente-ciertos-instantes-misteriosos-de-la-experiencia/

[2] Hace poco se ha difundido que El Gaviero, la editorial de Yo, chatarra, etcétera, dejará su actividad a lo largo de este 2016. Es una pésima noticia la desaparición de este sello, que durante casi dos décadas ha dado a conocer a jóvenes voces interesantes y que ha difundido poemarios valiosos y muy diversos. La poesía española, que pasa por un buen momento creativo, pierde a pasos agigantados libertad y variedad editorial, persiguiendo la pluralidad de voces en un espacio cada vez más concentrado en menos manos.

[3] M. Peyrou, Niños enamorados; Pre-Textos, Valencia, 2015, p. 28.

[4] Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 519.

[5] Rosario Ferré, "De la ira a la ironía, o cómo atemperar el acero candente del discurso", Sitio a Eros; Joaquín Mortiz, México, 1980, p. 193.

[6] A. Santamaría, La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo; El Desvelo Ediciones, Santander, 2015, p. 41.

[7] A. Santamaría, La vida me sienta mal, op. Cit., 57.

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6 de febrero de 2016
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4. La portentosa voz del rezagado

 

Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015.

 

Parte I. Por qué esta novela es grandiosa.

 

1

 

Un agente literario convoca a una reunión a un escritor y le pide que le resuma en tres frases la historia del libro que escribe. El escritor le dice que le responderá en breve, para acabar entregándole 800 páginas. Ese es el punto de partida de La muerte de mi hermano Abel. Todo lo que contiene es igual de desmesurado, y todo para bien.

 

Aristides Subicz, el protagonista y narrador, es un sociópata integral, cainita (de ahí el título de la novela), clasista y algo snob, cuya misantropía no es evidente para el lector por estar dulcificada mediante el uso de la primera persona narrativa, aunque a veces (véase p. 603 y pp. 666-67) queda patente que para Subicz todos los demás seres humanos -incluidas parejas, familia y amigos-, son meros instrumentos al servicio de su Libro en marcha o de su libido (o de ambos al mismo tiempo). Su memoria es un recuento de caídos en el camino por su culpa, sea psicológica o materialmente; Subicz siente cierto remordimiento (p. 588) a causa de sus actos, pero dentro de un caldo de cultivo culposo de la propia época, en cuyo interior se siente protegido -y aliviado-. El periplo biográfico de Subicz tiene puntos de contacto con el de Rezzori, pero no podemos hablar de autoficción, no sólo porque falte el elemento esencial y característico del género, la identidad de nombre entre personaje y autor[1], sino porque Rezzori parece haber hecho una especie de exorcismo del que habría podido ser -y de ahí el distanciamiento nominativo-. Subicz confiesa en cierto lugar: "el mundo es la evidencia de una figura que, sólo gracias a la ficción, no es directamente la persona del autor" (p. 405); eso rompe el pacto autobiográfico, en terminología de Lejeune, y refuerza el pacto novelesco ("practique patente de la non-identité [...] attestation de fictivité"[2]). En consecuencia, La muerte de mi hermano Abel sería eso que suele denominarse "novela con tintes autobiográficos" y su relación o falta de relación con la verdadera biografía del autor, algo indemostrable por lo menudo (véase la insinuación de la página 673), no tiene la menor importancia para valorarla como obra literaria. Su grandeza no depende, por fortuna, del parecido con la realidad, sino más bien de lo contrario, de su condición de portentoso artificio retórico.

 

2

 

Del tumor narrativo. En la página 152 Subicz nos da una pista de la estructura de la novela: una proliferación celular desordenada: "la story de mi libro (...) prolifera entre mis manos sin que yo intervenga en absoluto, actúa por su cuenta, se multiplica en una suerte de partenogénesis incontrolable. Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración", una idea que repetirá en otros lugares (pp. 428 y 783) y que explica el libro como senderos narrativos que se bifurcan laberínticamente. Claudio Magris describió una vez las Memo­rias de un anti­semita de Rezzori como "un extra­or­di­nario autor­re­trato fic­ti­cio del tumor can­cerígeno". La idea es clave porque La muerte de mi hermano Abel es (entre infinitas cosas) una reflexión sobre la forma, y muestra cómo la elección de una forma, la artística entre ellas, no es jamás una decisión gratuita, sino que responde a numerosas circunstancias culturales, ideológicas, históricas y políticas que hacen que una forma sea siempre y ante todo una idea, un contenido materializado o solidificado en un canal discursivo, creado en sintonía con sus principios rectores y con la psique del personaje que novela, en este caso un "yo dividido millones de veces que crece hasta convertirse en un monstruoso tumor canceroso que prolifera y debidamente a toda velocidad" (p. 783). Por eso hay tantas referencias a la forma a lo largo de la novela, que incluyen desde formas estéticas hasta políticas (p. 157) o históricas, hasta llegar en las páginas finales a una reflexión sobre la anti-forma (p. 742) de la propia obra.

 

Como el yo del protagonista está desintegrado, la estructura novelesca prolonga esa dispersión astillada. La fragmentación alcanza a lo personal (pp. 82 y 360), a lo perceptivo (p. 76), a lo social ("una amalgama de fragmentos a la deriva [...] miseria testimonial de la antigua presencia humana en un territorio inundado", p. 77) y a lo estructural ("lo que tiene que contarme [...] es vida [...] vivida por azar bajo una granizada de impresiones y reproducida luego de forma arbitraria, asaltos, desmenuzada fragmentos", p. 215). El resultado es una novela fragmentaria, consciente y orgullosa de serlo (pp. 642), que se anuda a una larga tradición centroeuropea de grandes novelas reticulares con un ojo puesto en una idea de totalidad que, en realidad, no pretenden alcanzar. Como ya explicase Magris en un libro monumental sobre narrativa alemana, El anillo de Clarisse, si aquí el Todo a describir fuera la Mitteleuropa de finales del XIX y principios del XX, con sus numerosos cambios políticos y geográficos, es ese un Todo que ya no existe, una Ausencia geopolítica e identitaria al mismo tiempo (también perceptible en algunos libros de Canetti o en el Austerlitz de Sebald) que para Rezzori sigue doliendo como un miembro amputado.

 

 

3

 

Estratigrafía. Uno de los más constantes hilos conductores del libro es la voluntad de su narrador de recontarse a sí mismo, de construir la identidad no sólo a través de la memoria sino, y sobre todo, del relato a partir de esa memoria. Esto es palpable cuando Subicz dice sobre su madre: "no conozco cómo era realmente... y (...) tampoco me conozco me conozco a mí mismo ni sé cómo era yo; no hago sino reafirmar una hipótesis de mí mismo basada en una hipótesis de ella" (p. 211). Si en otras páginas había escrito "diacrónicamente" sobre las sucesivas fundaciones de su yo ("lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy", p. 34; "estoy, pero duplicado [...] a veces como yo mismo, siendo niño [...] y otras veces siendo mi yo de ahora", p. 204), es en esa afirmación donde entendemos que no hay voluntad de recuerdo, sino de construcción. Es decir: Subicz no tiene solo una memoria, sino que el resultado final de lo que sea su memoria se conjuga, estratigráficamente, por los relatos sucesivos que ha ido contándose (o que ha escrito, como sus apuntes autobiográficos de la II Guerra Mundial), dándole la razón a Freud en su conocida carta a Wilhelm Fliess: "Tú sabes que trabajo con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha generado por estratificación sucesiva, pues de tiempo en tiempo el material preexistente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevos nexos, una retrascripción. Lo esencialmente nuevo en mi teoría es, entonces, la tesis de que la memoria no preexiste de una manera simple, sino múltiple, está registrada en diversas variedades de signos"[3]. Rezzori, por su parte, habla de estratos en diversas ocasiones: "la historia ha de crecer estéticamente a partir de sí misma, ha de ir añadiendo un estrato tras otro" (p. 423); más adelante se describe "Narciso como arqueólogo, reflejándome a mí mismo en los trozos de cristal procedentes de distintos estratos de mi historia previa" (p. 486, véase también p. 677), pero especialmente en la página 261, cuya foto abre esta reseña.

 

En efecto, Subicz genera una multiplicación de retrascripciones de sí ("un yo que se realiza en la realización de la escritura", p. 409), con las que va construyendo su identidad a la vez que deconstruye su novela. "Mi libro soy yo" (p. 564), dice, a la manera del rey Sol o de Flaubert. Que Rezzori usa el método estratigráfico (y probablemente en la estela freudiana) se ve perfectamente en las páginas 670-72, en las que el yo narrativo de 1968 de Subicz describe "objetivamente" a sus yoes de 1938 y 1944, contemplándolos "desde la misma distancia" (p. 671); o cuando en la citada página 204 confiesa: "estoy, pero duplicado (...) a veces como yo mismo siendo niño (...) Y otras veces siendo mi yo de ahora, en cierto modo desligado de mí mismo. Los contemplo a los dos: en ocasiones veo a aquél a través de éste, y otras contemplo a éste a través de aquél". En La muerte de mi hermano Abel hay una correlación directa entre capas narrativas (carpetas "Pneuma", "A" y "B"), capas psicológicas historizadas y capas subjetivas, esto es: yoes históricos o psíquicos que el personaje recuerda y define con facilidad: "Lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy" (p. 34).

 

 

 

4

 

Mitificación.

el abismo de rostros del pasado en que se había precipitado un rostro tras otro, para sin embargo ser conservado allí eternamente, reflejado el rostro de la madre en el del niño, aunque éste no hubiese recibido la gracia de sus ojos claros, oh, cuando miró esta cadena de rostros, vio el último rostro, que aún debía agregarse y que ya se dibujaba

Hermann Broch, La muerte de Virgilio

 

En tales condiciones, la cadena de rostros de Subicz, su escritura de sí deviene fábula, leyenda o, mejor expresado, mito: "Ahora, aquí, de regreso al país donde estoy condenado a forjar mi propio mito, soy todavía otro, alguien nuevo, ese que hasta ahora no he sido: alguien que es un extranjero en todas partes, pero que sobre todo lo es en su propia casa" (p. 205). Esa mitificación es otra operación de extrañamiento respecto a la experiencia original, otra "mentira biográfica", que se acumula a otras en un segundo proceso de estratificación.

 

El muy autoconsciente Rezzori sabe que puede, y debe, unir esas dos líneas en la voz de su personaje, poniendo a dialogar el yo mítico y el yo diacrónico: "ese YO es un hijo de otra época y pertenece más a ella que a mi yo de hoy... [...] lo mismo sucederá mañana, cuando mi yo de ahora pertenecerá al eco de 1940 y con él se dispersará, se extinguirá, a menos que se desligue de mí y continúe viviendo como imagen y como mito" (p. 213). Subicz se ve a sí mismo escindido en razón de su libro, por culpa de la necesidad de terminarlo: "cuando empecé a creerle y dividí mi yo, ya despojado de una mitad de su vida, en otras dos mitades, una de las cuales -la del potencial autor de la gran novela de la época [...]- haría en adelante todo lo posible por sepultar de modo sistemático la otra" (p. 284). La biografía se mitifica = lo autobiográfico se disuelve. La individualidad se escinde entre el narrador y el narrado, entre los cuales no hay un pacto autobiográfico, ni un pacto ambiguo autoficcional (Manuel Alberca, El pacto ambiguo) sino, pura y simplemente, un pacto de agresión sostenida en el tiempo, un proyecto vital que consiste en la autopsia de la vida anterior ejecutada con el escalpelo de la pluma.

 

 

5

 

Hago un aparte para mostrar admiración y un profundo agradecimiento al traductor, José Aníbal Campos, por levantar esta obra inmensa -me refiero a su traducción-, donde el idioma toca todos los registros, desde el vocabulario más plúmbeo al más vulgar y chocarrero, pasando por todos los palos, tonos, timbres, jergas y small talks imaginables, amén de recrear los juegos de palabras del original. Si hay un poco de justicia en nuestro sistema literario, esta obra debería competir con escasos rivales por el Premio Nacional de Traducción.

 

La edición de Sexto Piso es fabulosa, marca de la casa. Por poner un minúsculo reparo, hay una errata en francés; cuando se habla de los "saulauds" (p. 538) de Sartre, deberían ser los salauds (los canallas, los cabrones de La Nausée).

 

 

6

 

Matrioska. Como hemos ido apuntando, hay una profunda conexión entre la temporalidad de la obra, su estructura narrativa y el sujeto que la cuenta. Biografía y libro se confunden: "aún no sabía cómo debía ser este libro (...) Una novela, porque tenía como objeto todo un continente: el espacio de tiempo de una vida; y autobiográfica porque necesariamente tendría que ser el tiempo de vida del que la narraba"  (p. 405). Aristides se convierte en una matrioska subjetiva (p. 563), que deviene texto construido a la manera de una muñeca rusa: "un hombre que quiere escribir un libro sobre un hombre que, a su vez, quiere escribir un libro sobre un hombre que quiere escribir un libro..." (p. 564), lo propicia una estructura narrativa en abîme, definida así por Lucien Dällenbach: "es mise en abîme todo espejo interno en que se refleja el conjunto del relato por reduplicación simple, repetida o especiosa"[4]. Estamos ante un uso ejemplar del eje protagonista / estructura, donde ambos sufren del mismo mal (la fragmentación y la sensación de círculo vicioso), y psique y texto encuentran el mismo procedimiento constructivo, como también sucedía en Miss Dalloway de Virginia Woolf[5].

 

 

7.

 

Pasadizos:

 

"(...) su existencia podía equivaler a la fe en algunas estrellas que vemos ahora, a pesar de haber desaparecido hace miles de años"; Robert Musil, El hombre sin atributos; tomo 1, Seix Barral, Barcelona, 2002, p. 87.

 

"¿Quién sabe cuántas de aquellas estrellas estarían ya muertas entonces, mientras su luz temblorosa aún nos alcanzaba?"; Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 696.

 

 

8.

 

La capacidad de Rezzori para confrontar cualquier situación, explicar cualquier idea o dar fuste y espesor a toda vivencia imaginable es abrumadora. Le asiste un dominio soberbio de los recursos expresivos, que se ponen rendidamente a su servicio para conseguir el efecto buscado, por difícil que sea. Como se registra en el momento culminante de la novela, gracias a Rezzori "la realidad se vuelve más real" (p. 798), ya sea la realidad auténtica o la inventada, a la que otorga la mayor de las verosimilitudes. Los juicios realizados a los nazis tras el fin de la II Guerra Mundial, por ejemplo, que uno siempre veía en su mente a través de La indagación de Peter Weiss, ya sólo tienen la forma mental de las vibrantes y vívidas descripciones de Rezzori.

 

En consecuencia, La muerte de mi hermano Abel es grande, compleja, asombrosa, profunda, está escrita casi a la perfección. Tiene un final tan espléndido (sublime, podríamos decir) que sería un crimen parafrasearlo o resumirlo. Lo tiene todo para ser llamada obra maestra. Pero...

 

 

 

Parte II. Por qué esta novela no es una obra maestra.

 

Cuando empecé a leer La muerte de mi hermano Abel me pregunté, a las pocas páginas, por qué no suele aparecer en los recuentos de obras maestras del XX. A mí me estaba pareciendo afín a otras consideradas como tales antes de superar su primer cuarto, pero no hay que olvidar, como dice José Aníbal Campos en una entrevista, "el destino algo curioso y amargo de Rezzori como autor, un escritor grande, pero secreto, de culto, olvidado". Pensando en posibles motivos, intenté situar esta novela entre sus contemporáneas. Pensé en qué narraciones se estaban publicando en alemán en los años 40 y 50 y, para situar bien la novela de Rezzori, fui a los créditos a buscar el dato exacto de la publicación. Y allí lo encontré. El motivo. Porque la fecha de publicación era el motivo. Aunque leyendo la novela de Rezzori uno tiene la impresión, tanto semántica como estilística (salvo escasas páginas), de estar leyendo una novela escrita en torno a 1948, la novela aparece ¡en 1976! El décalage debió ser brutal, y lo sigue siendo. La novela llegó treinta años tarde. No pudo dialogar con las obras de su tiempo natural, que ya eran consideradas clásicas cuando aparece la obra de Rezzori en las librerías como novedad; tampoco podía dialogar con las novelas de 1976 porque, comparada con ellas, su estilo (salvo algunas breves partes, que acusaban el empuje posmoderno, como las páginas 568-73, islotes extraños en un océano tardomoderno) y su tono eran bastante retro. Incluso en lo semántico: con la apuntada excepción de Sartre, aunque éste aparece citado como novelista, las referencias filosóficas citadas (cf. p. 622) son Nietzsche, Hegel y Ernst Mach, las mismas que utiliza Robert Musil cuarenta años antes para levantar El hombre sin atributos.

 

Hay que escribir contra la época de uno, de acuerdo, pero no con pólvora mojada de treinta años atrás. Se escribe contra el tiempo, lo dijo Blanchot, a través del libro por venir.

 

Intento decir que en 1976 Rezzori parecía un contemporáneo de Thomas Mann o del primer Canneti, mientras que en 1969 se había publicado Il castello dei destini incrociati; en 1973, Gravity's Rainbow y Oficio de tinieblas, 5;  en 1974, Espèces d'espaces y en 1975 Korrektur de Bernhard y J R de Gaddis. Las novelas europeas y estadounidenses estaban cruzando otras dimensiones, se dedicaban a otros menesteres, pero Der Tod meines Bruders Abel de Rezzori parecía tener más que ver con Der Tod des Vergil (1945) de Broch, o incluso con Der Tod in Venedig (1912) de Mann, y no sólo por isofonía de los títulos. Su profuso tratamiento del sujeto es más similar al Stiller (1954) de Frisch que a la poesía coetánea de Ingeborg Bachmann. Algo sospechaba quizá el propio autor cuando al escribir: "Cuando a uno le atenaza la garganta del angustioso temor de llegar siempre con retraso a todo" (p. 278).

 

Lo cual no quita que la novela de Rezzori sea asombrosa, mayúscula, prodigiosa, capital. Pero una obra maestra es otra cosa, es aquella novela que conforma la literatura de su tiempo, que aniquila a casi todas las demás (ya sea en el momento de su aparición o al historizar después el período); aquella que crea la imagen de la novela en un determinado momento para las eras posteriores. Vgr., el Quijote vuelve anacrónicas todas las narraciones publicadas en su época, y Rimbaud hace antiguo a Tennyson, a pesar de morir con un año de diferencia.

 

La muerte de mi hermano Abel, como su cainita personaje central, está perdida en el tiempo, entre los tiempos (da saltos, como dice Campos en su nota final, entre lo moderno y lo posmoderno). Es consciente de los peligros de la anacronía artística (pp. 595-96), quizá porque los sufre. Su victoria es una derrota, y su derrota una victoria porque su anacronía genera una deliciosa intemporalidad, aunque sea un irreparable defecto (no para ser una enorme novela, que lo es, sino para ser una novela magistral, maestra). Estará siempre ahí, entre los novelones a leer en segundo lugar, obligatoria pero secundariamente. Dicho esto, su lectura es inexcusable, como la de todas aquellas grandes obras escritas en alemán de los años 40, 50 y 60 (Döblin, Böll, Frisch, Dürrenmatt, Hildesheimer) a cuyo espectro pertenece. Así que dejen de leer crónicas personales de baja intensidad y autoficciones del tres al cuarto y arremánguense para afrontar La muerte de mi hermano Abel, donde late la portentosa voz del rezagado. Lo agradecerán el resto de su vida.

 


[1] Requisito que es uno de los pocos elementos en los que los tratadistas de la autoficción se ponen de acuerdo; véase V. L. Mora, La literatua egódica; Universidad de Valladolid, 2013, pp. 131ss.

[2] Philippe Lejeune, "Le pacte autobiographique", Poétique, nº 14, 1973, p. 138.

[3] Freud, citado en Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014, p. 101.

[4] L. Dällenbach, El relato especular; Visor Distribuciones, Madrid, 1991, p. 49.

[5] Algo así intentamos, salvas las inmensas distancias, en Construcción.

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30 de enero de 2016
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5. Librería Telos

Tras recibir una nutrida e inesperada herencia, Ukio No Teksume tomó dos  decisiones insólitas: la primera, trasladar su residencia a España, país que nunca había visitado pero cuya lengua hablaba con soltura tras años de estudio de la cultura española; la segunda, abrir una pequeña librería. Decidió instalarse en Sevilla y llamar Telos al negocio, como homenaje a sus antiguos estudios filosóficos.

 

Una vez abierta la librería en pleno centro, y tras adaptarse a la exótica pronunciación del español por sus nuevos conciudadanos (a quienes consideró muy piadosos por sus continuas apelaciones al alma), Ukio pasaba largas mañanas trabajando en la librería, preparando cuidadosamente los pedidos, revisando albaranes, ordenando una y otra vez las estanterías de forma exhaustiva. El planteamiento librero de Ukio reducía la mostración a literatura de alta calidad, de forma que era imposible hallar en el establecimiento best-sellers o cualquier libro no escrito con finalidades exclusivamente artísticas, principio rector que se avisaba a posibles clientes mediante un anuncio en el escaparate: "Si usted no ha leído a Faulkner -o no sabe quién es-, esta no es su librería".

 

Durante los primeros meses no entró nadie, ni siquiera personas despistadas preguntando si hacía fotocopias. Esto no supuso un problema para Ukio (que tenía dinero de sobra y podría vivir hasta los 160 años perdiéndolo sin más), hasta la extraña visita de un policía, quien se adentró en sus dependencias con la excusa de consultarle una dirección, escrutando la tienda con mirada entre inquisitiva e inquisidora. En ese momento fue consciente Ukio de que una librería sin ventas podía parecer, a ojos del fisco, un instrumento de blanqueo de dinero. A partir de ese comenzó a venderse regularmente libros a sí mismo.

 

Al principio se compraba clásicos españoles e hispanoamericanos, para adquirir después rarezas alemanas o finesas, bien editadas y con soberbias traducciones, cuyo descubrimiento en los estantes le generaba una inmensa alegría. Tales hallazgos le movían a compartir su intensa emoción con el librero, quien sentía una emoción especular y complementaria, al comprobar que tenía por fin los clientes exquisitos y cómplices que tanto había anhelado. El clima sevillano era benigno en invierno. Paulo Coelho había dejado la escritura. El mundo era bello. Las ventas eran incesantes. "El negocio va viento en popa", se decía Ukio, feliz, cada vez que cerraba la puerta corredera a las nueve de la noche.

 

No obstante, a los pocos meses, notó que faltaba dinero de la caja. Aunque nadie aparte del policía había entrado en Telos durante ese primer año, le daba la impresión de que había un descuadre en las cuentas, que repercutía negativamente en el balance. Se acumulaban las devoluciones a los editores, a pesar de que las ventas no menguaban, y las novedades comenzaban a atascar su almacén. Su motorizada recepción le impedía a veces llegar siquiera a abrir las cajas recién llegadas. Los paquetes de libros por abrir eran aplastados por nuevos paquetes y cajas, de modo que no podía dar de alta los libros en el programa informático, ni introducirles el chip de seguridad ni, en consecuencia, mostrarlos en los anaqueles, por miedo al robo. "Creo que mi clientela es honrada, pero ¿cómo estar seguro?", meditaba compungido.

 

Como en Telos no se giraban los libros a noventa días, sino que eran comprados en firme con el fin de constituir un buen fondo librero, Ukio se vio obligado a arrendar un segundo local, anejo al suyo, que servía únicamente de almacén de las cajas no abiertas. A los pocos meses, y aunque seguía comprándose libros sin desmayo en la librería, el volumen de ventas era tan inferior a la mercancía entrante que los números se hacían negativos de modo geométrico e insalvable, añadiéndose los gastos de alquiler de un tercer local, pues las cajas habían invadido por completo el primero, sin dejar espacio a un solo crisolín. Entonces comenzó la construcción de un almacén de almacenes de libros, adquiriendo todos los edificios de la manzana para dedicarlos a depósito, comunicando los inmuebles mediante pasadizos, escaleras y montacargas. Por aquella época, con el propósito de equilibrar los números a cualquier costa, se compraba ya los libros en serie, haciéndose por ejemplo con todos los volúmenes de la tienda cuyo título contuviera la letra "e", o con todos los que no la contuviesen. Como los libros habían desbordado su casa, decidió dedicar el ala este del Almacén a Biblioteca. Era fácil diferenciar Almacén y Biblioteca: en la segunda los libros estaban sacados de las cajas y aproximadamente ordenados. La Librería Telos quedaba como el pequeño espacio intermedio donde convivían los dos órdenes, o ambos desórdenes.

 

En 2018 el peso acumulado de las cajas hizo que el edificio más grande se derrumbase, arrastrando al resto de anaqueles arquitectónicos, que cayeron en cascada; una marea ingente y polvorienta de cascotes, escombros y cajas de libros se derramó por todas las calles adyacentes, sin herir a nadie por jugarse ese día el derby entre el Betis y el Sevilla. Ukio murió aplastado por el peso de las obras completas de Balzac. Horas después, las personas que paseaban por los alrededores se acercaban a las cajas de libros de literatura de calidad, las abrían, sacaban cuidadosamente los volúmenes de ellas, depositándolos en el suelo, y se llevaban el cartón, ideal para embalar la ropa fuera de temporada.

 

 

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12 de enero de 2016
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6. Qué vemos cuando leemos

[Imagen tomada de Peter Mendelsund, Qué vemos cuando leemos; Seix Barral, Barcelona, 2015.]

No miente la solapa de este libro cuando define a Peter Mendelsund como director artístico y diseñador de portadas, pero oculta un dato esencial: Mendelsund es un Lector. Un lector de verdad; es ese lector Prototípico que lee libros sin otra voluntad que leerlos; es decir, un lector que no se propone hacer novelas o poemas, sino sólo leer. Dirán ustedes: bueno, pero Mendelsund sí que ha escrito un libro. Cierto, pero es un libro sobre la lectura, sobre la fenomenología de la lectura, sobre qué significa leer. Un libro que demuestra notable experiencia lectora (no sólo en cuanto a número de volúmenes, sino sobre todo en cuanto a calidad de selección), que analiza con inteligencia la diferencia entre ver y leer, partiendo de novelas fabulosas de fabulosos autores: Virginia Woolf, Joyce, Dickens, Calvino, etcétera. Un libro no tanto sobre libros como sobre nuestra experiencia como lectores de esos libros.

Qué vemos cuando leemos no sólo está escrito; también está diseñado, como las excelentes portadas que han hecho célebre a Mendelsund en el mundo editorial, y utiliza un lenguaje gráfico además del verbal para desarrollar sus ideas. Arriba tienen uno de los cientos de ejemplos posibles, demostrando que la textovisualidad no tiene por qué enclaustrarse en los libros de creación. Sus antecedentes serían libros como El medio es el Masaje (1967), de Marshall McLuhan y Quentin Fiore, ensayos en los que texto e imagen vienen a sumarse como lenguajes interdependientes y complejos.

El resultado es un libro sorprendente, fácil de leer sin dejar de ser complejo e incisivo, que profundiza en una de las experiencias más fáciles y difíciles posibles: crear personajes y darles vida a partir de una reducción (p. 433) de sus características y forma, mediante un retrato parcial que, de forma milagrosa, nos presente a esos caracteres vitales ante los ojos de forma verosímil y memorable, como un todo. Su presentación gradual ante nuestros ojos convierte, según el agudo diagnóstico de Mendelsund, la lectura en relectura, pues la continua aparición de nuevos detalles va corrigiendo la imagen que habíamos pergeñado de los personajes en las páginas anteriores. El hecho de que la descripción física de una mujer caracterizada por Jane Austen no aparezca hasta la página 65 de una obra viene a significar, según el autor, que hasta entonces su personaje principal había vivido de espaldas a ella, y que un cambio de circunstancias le lleva en ese instante y no antes a fijar su atención en esa mujer y detenerse a estudiar su fisonomía. Como explicaba Terry Eagleton en El acontecimiento de la literatura, "es imposible descubrir lo que Hamlet estaba haciendo antes de la primera vez que aparece en escena porque no estaba haciendo nada. En una especie de magia o utopía del mundo creativo, la realidad en la ficción es enteramente sensible al lenguaje, pero solo porque es calladamente creación del propio lenguaje". Ese arte de la aparición gradual de personajes e ideas en los libros centra buena parte del ensayo de Mendelsund.

Un libro muy recomendable que nos mueve a pensar, a leer y a pensar sobre leer, con independencia del bagaje de lecturas que tengamos.

 

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12 de diciembre de 2015
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7. Cuestiones de legitimación

En los últimos meses me he dedicado a recorrer y repasar, por razones investigadoras, miles de páginas de poesía actual. A veces el esfuerzo merece la pena, a veces no. Esta acumulación lectora revela de pronto hilos escondidos entre libros lejanos, con el consiguiente descubrimiento de que no todos esos hilos son áureos. Por ejemplo, centrándome en un aspecto mejorable, reparo en que uno de los problemas de la poesía española contemporánea es que no pocos poetas le dan demasiada importancia a cosas, momentos, gestos o costumbres que no tienen en realidad ningún valor, sublimándolos en su estima sólo porque al vivirlos (al encontrarse en ciertos lugares, al realizar ciertas actividades) es cuando sienten el impulso de escribir poesía, con lo que el poema deviene un mero retrato del momento en que les arribó el apetito lírico. Se sobrevalora la anécdota y se eleva a tema literario sólo porque para el autor funcionó como espoleta de la escritura.

Del mismo modo que en la mayoría de las novelas autoficcionales asistimos una y otra vez a la exposición de las causas y motivos por los que el autor se decidió a escribir (se decidió a escribir esa historia, se decidió a escribir literatura), parte de la poesía actual se limita muchas veces a exponer, de forma tan predecible como cansina, una excusa justificadora, una poética de la legitimación.

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17 de noviembre de 2015
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8. Poetas viéndose mirar

XXVII

 

atravieso el puente breve sobre el río

mi mirada confunde su suelo frágil de troncos podridos

con el fondo del agua pasajera y del musgo

su distancia invisible tiembla ahora

álamos de delirio me circundan pálidos

lívida la mañana es el descanso que busco

con su desentrañarse con su tenaz murmullo

da el tiempo silencioso que arruina los alambres

 

[Antonio Méndez Rubio, El fin del mundo]

 

 

 

7

 

Mira el muro pintado por grafitis de protesta,

muros de todos y anónimo.

 

Y mira el agua.

 

Pasa el agua sin secretos en los ojos que la miran.

 

El agua hace que todo vuelva a entrar y salir, como mirar

dos veces y descubrir lo que antes no había visto,

cómo llega el amor a las cosas cuando ya te miran de lejos

y se quedan las palabras nunca dichas ni escritas.

 

[Francisco Gálvez, El oro fundido]

 

 

 

ÁLAMOS

 

Quien plantó allí esos álamos que veo

desde la carretera en la mañana

no pudo imaginarse

que alguien, yo, iba a mirarlos ya crecidos

-haciéndose entre todos tan buena compañía-

e iba a decir en un papel la gracia

con la que mueve el aire sus hojas en la luz.

 

[Eloy Sánchez Rosillo, Quién lo diría]

 

 

 

Se hace un signo afirmativo con el rostro

y se mira de un modo exento de categorías

donde yo soy tenuemente lo mirado y lo que,

si se invierten los cristales del prismático,

se descubre al fondo del horizonte perplejo,

tan cerca, tan vivo: una forma privada de atención.

 

[Esperanza López Parada, Las veces]

 

 

 

Esta tarde, frente a ti,

en los ojos siento algo

que te mira y no soy yo.

¡Qué antigua es esta mirada,

en mi presente mirando!

 

[Pedro Salinas, "Variación XIII"]

 

 

 

RESTOS DE FÁBULA / 3

 

el árbol cae en la luz

turbia lo vi caerse

al azar en la luz

de la desolación

 

[Antonio Méndez Rubio, Razón de más]

 

 

 

Nadie asusta al mar

Porque es verde y montañoso

Como unos ojos vistos

En lo que están mirando

 

[José Ángel Cilleruelo, El don impuro]

 

 

 

Mirar atrás,

aprovechar estos y otros azares para mirar atrás,

porque es la única dirección en la que se ve algo

            digno de contarse.

 

[Mariano Peyrou, La voluntad de equilibrio]

 

 

La cosa ha ido hsta aquí de salir

de mí y de ver más plenamente, alzarme de esta 

manera cara a cara ante mi auténtica postura.

Estar un paso a un lado y un paso hacia delante,

mirarme a mí mirando, percibirme percibiendo, escribirme ya escribiendo.

[Tadeusz Dąbrowski, Te Deum

 

 ESPEJO DE LA CONCENTRACIÓN

Las veces en que todo se reduce
a sólo lo que importa,
oigo un zumbido cerca pero lejos.
Las palabras
eligen camuflarse en los objetos
-de impronunciado corazón- y así
consiguen envolverme;
convertidas en quieta nebulosa,
muestran su espalda, denegadas, yermas.
Sólo tú, mente, prendes. Con gran gesto
de ardor embebecido manipulas
tu médula concisa.
Lo que te ha concentrado, esa entraña
que te lleva hacia sí, construye un cerco
con capas repetidas, con vitrales
deslucidos: el muro de palabras
que supiste acallar. Me asomaré.
Veré tu esfuerzo y me veré asomado.

[Antonio Cabrera, Corteza de abedul]

 

 

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7 de noviembre de 2015
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9. Bibliomaquia de los días

 

 

Desfilan batallones de días azules.

Apollinare

 

Andan días iguales persiguiéndose.

Neruda

 

Y palidece en la luz del día común

Wordsworth

 

Hay días que parecen fotocopias

Aurora Luque

 

Sus días fueron copias

tan perfectas que no mancharon

nunca de hambre sus manos

Raúl Quirós Molina

 

A un día monótono otro

monótono, idéntico, sucede. Pasarán

las mismas cosas, volverán de nuevo a pasar,

iguales instantes nos toman y nos abandonan.

Cavafis

 

contemplo con espanto

el nuevo día traerme el mismo día del fin

del mundo y del dolor,

un día igual a los otros

Carlos Barral

 

Y está la resistencia de los días de lluvia

Inmaculada Mengíbar

 

Sólo me quedan los días iguales

de después, los días marginales

Ricardo Defargues

 

Todos los días para mí son lunes

Jorge Carrera Andrade

 

Sucede que ha llegado a preocuparme 

la manera de ser de las semanas.

Neruda 

 

días regimentados, repetidos

con rigor ordenancista,

días reventones de más días

Vicente Simón

 

Se parecen los días a los días

Esperanza López Parada

 

Los días son igual que una condena.

Santiago Auserón

 

Los días lentos

 se apilan

Buson

 

Igual van a sucederse los días

Como soldados de un domingo

Victorioso.

José Ángel Cilleruelo

 

No hay

pasado. Sí, también yo colecciono

días, pero los tengo todos repetidos

Gabriel Ferrater

 

Pero después de todo, no sabemos

si las cosas no son mejor así,

escasas a propósito... Quizá,

quizá tienen razón los días laborables.

Gil de Biedma

 

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31 de octubre de 2015
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