Vicente Molina Foix
Una compradora anónima que se describe como "mujer aún joven" me escribe desde Tarragona preguntándome cómo definiría yo en un folio el libro que acaba de adquirir (legalmente) y se dispone a leer en un próximo viaje. La carta, brevísima, está, muy bien escrita, en papel, así que no tengo motivos para no contestarle, a mano, dando después a conocer mi respuesta a través de este blog.
El invitado amargo nace de un robo y unas hojas escritas tiradas por el suelo de una habitación donde entraron ladrones buscando dinero. Sólo encontraron papeles, y esos papeles, que el dueño de la casa leyó al recogerlos, pusieron en marcha una ‘máquina soltera’ construida literariamente por dos personas que estuvieron muy cerca durante una época muy lejana, los primeros años 1980, y treinta años después se reconocieron en la escritura.
Uno de los dos autores, el que fue robado, le sugirió al segundo, propietario intelectual (por no decir moral) de los papeles tirados por el suelo, que esas palabras de entonces -intercambiadas en un epistolario que resistió la lejanía, las mudanzas de domicilio, los enconos, las enfermedades- podrían ser ahora la base de una reconstrucción verbal. La memoria sería el acompañante de las palabras escritas, nunca su disfraz.
Así se fue gestando, en un itinerario que nunca dejaba ver a ninguno de los dos la siguiente vuelta del camino, este libro: un recuento verídico tratado con los dispositivos de la ficción, un ensayo narrativo sobre los sentimientos y los resentimientos del amor, un doble autorretrato en el que los autores van recreando a sus protagonistas, llamados, como ellos mismos, Vicente y Luis. El numeroso reparto se completa con un Premio Nobel, una bella mujer joven y una mujer anciana, un arrendador aventurero y galante, un traidor, unos viajeros. Algunos tienen nombres conocidos, otros no, pero todos son, como los propios Luis y Vicente, personajes de una tragicomedia de la felicidad, la infidelidad, la vocación literaria, la búsqueda personal en un país cambiante, la ilusionada España de los años 1980 vista desde el áspero tiempo actual.
Los dos autores pactaron antes de ponerse a escribir un principio moral (no habría censura, ni auto-censura) y unas normas de composición formal que constituyen la esencia de El invitado amargo. La modulación de las voces, dejadas a la autenticidad de entonces y al humor prevaleciente ahora en cada uno, el uso libre del excurso, las vueltas atrás y las anticipaciones intercaladas. Y una, muy central: todos los capítulos, firmados en alternancia por ambos, se escribían sin previo acuerdo y le llegaban al otro manteniendo la intriga, como en las novelas por entregas del siglo XIX. Con la diferencia de que en ese ‘feuilleton’ los dos autores-protagonistas sabían el final, pero no las sorpresas y revelaciones que su propia historia les podía deparar.