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Malabaristas de la mentira

Aunque espinosa y esquiva, la verdad es indispensable para el desarrollo funcional de una sociedad. Nuestra relación con la historia, la política y los medios de comunicación variará según el grado de conformidad con la realidad que estos presenten de hechos, hipótesis, ideas… Por deformación profesional tiendo a pensarlo todo en relación con el oficio de traductor y sus bretes. Durante mucho tiempo se consideró que la finalidad de la traducción era transmitir fielmente “la verdad” de un texto, aunque esa afirmación conlleva adentrarse en suelo resbaladizo. Yo estoy más cerca de la concepción de Cortázar, que veía la traducción como un “terreno equívoco y apasionado donde se pasa de la versión a la invención, de la paráfrasis a la palingenesia”.

Digresiones aparte, no existen las traducciones definitivas: alguien vendrá después con una versión distinta pero igual de válida, mejorará incluso aspectos de las anteriores, aunque tal vez en otros no las supere. Las traducciones que se hacen de un mismo libro reman en la misma dirección, porque no se traduce contra un traductor, sino aupado a hombros de los predecesores: la admiración es mejor maestra que la envidia o la vanidad.

Ahí está la gracia, el atractivo de la traducción como metáfora, ya sea para hablar de consenso, de aceptación de la imperfección, de escucha, de humildad. La traducción es una actividad inconclusa, sujeta a mejoramiento y corrección. Después de un siglo como el anterior, en que la imposición de verdades supremas y absolutas llevó al mundo al abismo, en el actual las orejas del lobo son la relativización de la verdad y la banalización de la mentira.

En el repertorio de la posverdad entran expresiones como hechos alternativos, y a su vera hacen carrera los demagogos. Si la posverdad tiene una finalidad, es la de radicalizarnos y no dejar una sola institución democrática al margen de la erosión y el descrédito. Son dos caras de una misma moneda. ¿Cuál es la posición óptima? Se encuentra en el canto, ese lugar delicado y de frágil equilibrio. Cuando la moneda reposa sobre él, es fácil hacerla caer. De eso se ocupa la propaganda, la desinformación o el negocio que hay detrás de las teorías conspirativas.

En el Omnibus Theatre de Londres, una sala cuya atmósfera recuerda a la Beckett cuando tenía su sede en Gràcia, acaban de llevar a la escena una pieza teatral de Lesia Ukrainka (1871-1913), una de las intelectuales más destacadas de las letras ucranianas. En Casandra da el protagonismo a ese personaje femenino secundario de la tradición griega al que Apolo otorgó el don de la profecía, pero luego maldijo: sus profecías serán siempre ciertas, pero nadie las creerá. Todo gira en torno a la verdad en la tragedia de Ukrainka.

En el acto central, asistimos a uno de los diálogos más lúcidos sobre nuestra relación con ella, o con la mentira disfrazada de verdad, o la mentira que queremos que sea verdad para no dudar de nuestros esquemas mentales, asentados con el tiempo y la dejadez. Dialogan Casandra y su hermano gemelo, Héleno, que ejerce de oráculo: la primera intenta avisar del desastre que se avecina con su verdad desnuda, mientras que el segundo manipula las emociones para dirigir a la población. “Les digo lo que necesitan oír, lo que es útil, lo que les enorgullece… Los corazones de los hombres son mis armas”. Para Héleno no tiene sentido discutir sobre la verdad y la mentira, porque la realidad se construye con palabras, y no al revés. Él hace augurios, y los rectifica sobre la marcha para adecuarlos a las circunstancias, contradiciéndose si es preciso, y de ese modo se gana la atención de los troyanos.

Más de un siglo después, las palabras de Ukrainka –figura pionera del feminismo y de la crítica al colonialismo– en un teatro alternativo del Londres post-Brexit, con la guerra en Europa como telón de fondo y los partidos de extrema derecha y de ideología nativista en auge, resuenan con una fuerza inquietante: los Hélenos de turno (vendedores de humo, de patriotismo adocenado y antiintelectualismo) parecen campar a sus anchas y reírse en la cara de las Casandras, que se topan con que la verdad sin vestimenta es demasiado incómoda. Más que por un “nuevo orden mundial” –fórmula para relativizar los derechos humanos–, las autocracias se han alineado para retorcer la verdad. Dice Héleno: “¿Qué es verdad, y cuándo? En retrospectiva el filo de la navaja divide las mentiras de la verdad. ¿Y en el presente? Nada”.

 

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26 de octubre de 2022
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Juan Villoro, la música de las esferas

 

Juan Villoro, que ha recibido en Bogotá el Premio de la Excelencia de la Fundación Gabo, ascendió a una altura metafísica cuando en una charla en San Mamés hace un año, con motivo del festival Thinking, Letras y Fútbol, que promueve la Fundación del Athletic de Bilbao, imaginó una alineación soñada de escritores.

León Tolstói y Fiódor Dostoievski como centrales, Ítalo Calvino y Gabriel García Márquez carrileros, y Jorge Luis Borges en el medio campo acompañado de Diego Armando Maradona y Leo Messi, verdaderos novelistas de las canchas, aunque quizás "demasiado virtuosos como para complementarse”.

Publio Terencio Africano escribió en su comedia El enemigo de sí mismo una frase maestra: “nada de lo que mes humano me es ajeno”. Nada de lo que es humano le es ajeno, repite Juan Villoro, y tampoco ese esplendor que fulgura sobre lo cotidiano y que el ojo común no puede percibir, sino cuando lo ve consignado en la página impresa.

La narración de hechos reales, «admite la duda y la cordura de lo imaginario» porque lo real desborda tantas veces a la imaginación, y entonces es la crónica la que hace brillar lo que siendo verdadero parece mentira. Ejercicio periodístico y ejercicio literario. Villoro es el novelista que escribe crónicas y el cronista que escribe novelas.

Un chilango florentino que aprendió en la secundaria los rigores de la enseñanza entre alemanes, estudió sociología, ha escrito guiones radiofónicos y de cine, ha sido profesor de literatura, reportero, columnista, director de suplementos literarios. Y por si fuera poco, tuvo por padre a uno de los filósofos más reputados de México, a una madre psicoanalista, y a una abuela yucateca contadora de historias, que le reveló la condición mágica de las palabras.

«La vida existe para volverse cuento», le dejó dicho su maestro Augusto Monterroso. Y de un proyecto de cuento nació en 1991 su primera novela, El disparo de argón, el ojo puesto desde entonces en su ciudad de México donde son posibles todos los delirios, que será su paisaje siempre en movimiento y su personaje siempre de rostro cambiante, un mural que crece y se mueve,  primero hacia los lados, en busca del océano, como él mismo apunta, la ciudad infinita que luego se mueve hacia arriba en busca del infinito, pero que también pertenece a sus entrañas milenarias.

Es el retrato magistral que nos deja en El vértigo horizontal, un libro que es a la vez crónica, ensayo, prontuario, guía de viajero, mapa, memoria de vida, registro sentimental, autobiografía. En 1994 le pidieron que escribieran un texto sobre su ciudad. Y empezó por el metro: “O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra…una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.

Los once de la tribu, Crónicas de rock, fútbol, arte y más, es una celebración del arte y el gusto de contar las ocurrencias sin reconocer límite: “uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos”, explica: “hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.”

Sin dejar aparte el futbol, el concierto de los Rolling Stones en México en 1995, “unos fascinantes carcamales escénicos”; Jane Fonda entre las diosas de la ilusión, la pelea estelar de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca, la convención de la guerrilla zapatista en la selva lacandona, el subcomandante Marcos, símil heroico de El Santo, el enmascarado de plata, La familia Burrón, la historieta preferida de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Nada de lo que ocurre a los ojos de los demás puede dejar de ocurrir en la crónica.

José Martí y Rubén Darío escribieron sobre los prodigios y las miserias de la era industrial, ciudades feéricas, rascacielos, velocidad eléctrica, la invención de la modernidad, y García Márquez fue el escribano insólito del insólito siglo veinte. Villoro nos muestra los acontecimientos que marcan el cambio de civilización, el espectáculo de masas como signo de la modernidad que se vuelve postmodernidad digital.

Para bajar entonces, de nuevo, a la cancha donde Dios es redondo, y rebota el Balón dividido, y sumo Ida y vuelta, su correspondencia cómplice sobre futbol con Martín Caparrós.  Estos son libros, no nos extrañe, de filosofía.

Y también de teología. “Dios ha muerto”, dice Nietzsche. “Dios no ha muerto, es inconsciente”, replica Lacan.  Dios está en la grama, rodando, por eso es redondo, responde Villoro. La música de las esferas.  Y entre tantas preguntas axiológicas, se hace una: “¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?”.

Una religión laica. Y una mitología, con su Olimpo y sus dioses. “El futbol ocurre sobre la gama, peor también en la mente de los hinchas”.  Ocurre en las vidas de las gentes.

Un cronista tocado por la gracia. Por eso Tolstoi, y Dostoyevski, y Gabo, y Calvin, y Borges, están en su alineación.

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24 de octubre de 2022
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Ocurrencias

La teoría convencional del chiste dice que es en la parte final del enunciado cuando se produce la descarga, donde ocurre su razón de ser, la sorpresa hilarante. Mas las dos piezas que vienen a continuación (la primera, verídica) se benefician, cada una, de una doble sorpresa, sustanciada en la impertinente pregunta y en la lacónica respuesta.

A Germán Salgado Hervella, catedrático de griego en un Instituto de Enseñanza Media, le faltaba el total del brazo derecho; un desgraciado accidente infantil en su Galicia natal lo convirtió en manco, condición que se olvidaba al verle encender los pitillos utilizando cerillas y barajando el mazo de naipes en el Casino Principal de la ciudad de Jaca en la que residía. Fue, tomando el aperitivo en el ambigú de dicho casino, cuando un miembro de la banda municipal de música, uno de los muchos ciudadanos que doraban la píldora al profesor dada su alta respetabilidad e inteligencia, se dirigió a él en estos términos, “Don Germán, ¿usted caza?”, a lo que este respondió sin inmutarse, “no tengo perros”.

La revista infantil TBO disponía, en su portada, de una viñeta, situada en la parte superior izquierda, destinada a albergar jocosos chistes. Quizá uno de los más sonados fuera uno en el que se veía a a un individuo agonizante, tirado boca arriba en la vía pública, con un cuchillo jamonero clavado en el pecho, al que otro individuo se le acercaba para preguntarle “¿le duele mucho?”, a lo que el casi fiambre, sumergido en un enorme charco de sangre, respondía “sólo cuando me río”.

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23 de octubre de 2022
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¿Singularidad del ser humano? Posicionamientos inmunes a la argumentación científica

Supongamos que tras un computo que aspira a ser exhaustivo de los rasgos que presenta el ser humano, se llegara a mostrar que existe un conjunto de  disciplinas científicas que dan cuenta del mismo, de tal manera que por fin cabría hablar en un sentido estricto de “Ciencia del hombre”. La hipótesis  es obviamente aventurada, pues supondría que  fueran reductibles  todos los  fenómenos dependientes de la facultad humana de lenguaje (lo cual entre otras cosas  implica que la lingüística sea en todas sus modalidades una ciencia), pero aceptemos por un momento que es así. ¿Se conseguiría con ello que alguien  repudiara su convicción de que el ser humano (luego su propio ser) tiene un estatuto ontológico que le diferencia jerárquicamente de todos los demás seres?

Consideremos ahora el posicionamiento adverso. Supongamos que se tiene la capacidad de razonar con acuidad sobre los hechos científicos indiscutibles a los que recurren en general los detractores de las posiciones que diferencian jerárquicamente a la especie humana, y ello en relación a todas las disciplinas implicadas. Supongamos asimismo que tal  conocimiento condujera a la certeza   apodíctica de que esos hechos científicos son incompatibles con la hipótesis misma de que la ciencia (en concreto las ciencias de la vida, Genética incluida) pudiera dar cuenta exhaustiva del ser humano. ¿Conseguiría  con ello convencer  a los detractores de la tesis de la singularidad humana,  que tan a menudo buscan apoyo en argumentos científicos?

La respuesta a ambas preguntas es más bien negativa. Poca fuerza tendrán razonamientos filosófico-científicos eventualmente adversos ante convicciones erigidas en cimiento. En un caso la convicción es un eco  de vivencias matrices  por la que todo humano pasa, tal el estupor de un niño al apercibirse  de que la palabra le vincula a otro niño, pero no al animal compañero de juegos.  En el polo opuesto, se trata de fidelidad a una causa ideológica que (por variables en las que se imbrica entorno social y  peripecia individual) supone una promesa de superar nuestra singular finitud (fusión en nuestra animalidad o transhumanismo tecnológico).

La ciencia remite a hechos, pero ¿qué pueden contar los hechos de la ciencia cuando el absoluto, verídico o forjado, es quien legisla y en consecuencia establece lo que tiene base para ser considerado un hecho?

Tanto el humanismo entendido como afirmación de la singularidad humana como el anti-humanismo tendiente a diluir  nuestra condición, son  posicionamientos no sólo de orden diferente a lo que viene determinado por el conocimiento científico y sus corolarios filosóficos, sino incluso inmunes a los mismos: se responde a una u otra de ambas actitudes (tendencia a afirmar o tendencia a diluir la frontera que diferencia jerárquicamente al ser humano) y sólo en caso de que puedan ayudar a la causa se recurre a la ciencia o a la filosofía. Se trata en ambos casos de primacía de un sesgo, es decir de una disposición  apriorística que determina  el peso de los hechos y cómo interpretarlos, pero ello no significa que ambas disposiciones sean homologables.

El sentimiento de lo irreductible del ser humano es certeza inmediata, corolario de nuestra naturaleza que, como antes  decía, se sabe rara desde el momento mismo en que un niño se apercibe de su condición lingüística. Hay tras  la posición humanística un sentimiento  radical de que, pese a ser polos contrapuestos, vida y lenguaje se hayan inextricablemente ligados, siendo el hombre la expresión de esta relación polar. Por ello el cuestionamiento de tal irreductibilidad es vivida como una afrenta, a la manera que se vive el cuestionamiento por otro del propio origen racial o lingüístico.

Asimismo resultado de una disposición a priori es el hecho de enfatizar el carácter de  código de señales  del lenguaje humano (diluyendo su  frontera respecto a los sistemas de comunicación de otras especies) e incrementar el peso de nuestra pertenencia genérica a la animalidad. Y aunque diferente es también como expresión de un anti-humanismo que se afirma la similitud entre nuestra inteligencia marcada por el lenguaje y el tipo de conocimiento de entidades maquinales, como aspirando a una existencia  en la que la singular  modalidad de finitud que para la inteligencia constituye la vida no pesara en la balanza.

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21 de octubre de 2022

Una pareja de la mano
UNSPLASH/CC/ DƯƠNG HỮU

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¿Por qué no nos enamoramos?

A las mujeres, un coro invisible pero cuya presencia no despegábamos de nuestros pasos, nos concedió carta blanca para vivir la pasión amorosa a tutiplén. Heterosexual, eso sí. La pasión totalizadora se nos ofrecía como única vía de realización personal. A modo de dogma se instaló entre nosotras la idea de que una mujer sin un hombre que la ame es un ser incompleto. De forma que aceptamos tácitamente el papel de objeto –que no sujeto– de deseo, y en más de una ocasión nos contentamos con las migas de cariño de tipos que hoy nos producen sonrojo. “¿Cómo pude enamorarme de este imbécil?”, nos repetimos incrédulas, maldiciendo nuestra inseguridad y, sobre todo, aquel fútil encantamiento.

En la juventud, fuimos a remolque: ellos marcaban los tiempos. Corrían manuales de socorro –nunca te acuestes con él la primera vez, no respondas a sus mensajes enseguida...– que intentaban domar los impulsos erráticos de la defensa del romanticismo a ultranza. En Reinventar el amor (Paidós), premio Europeo de Ensayo, Mona Chollet emprende una ardua tarea: revisar y alejar todo sometimiento de las relaciones sentimentales para defender el amor de forma inventiva y confiada. La autora examina cómo las representaciones románticas están construidas sobre la sublimación de la inferioridad femenina.

Y cierto es que la sumisión, la tragedia y el abandono han construido el guion amoroso, tanto en las películas de Hollywood –esa Marilyn que hablaba con voz infantil a sus parejas– como en la literatura, desde Tristán e Isolda hasta El amante, de Duras, pasando por la novela río de Albert Cohen Bella del Señor o el Hamnet de Maggie O’Farrell, en la que Agnes, la esposa de Shakespeare, lo espera paciente sin arrugarse. Un día habría que reunir a todas las esperadoras de hombres célebres en la historia de la literatura, desde Penélope. En Pura pasión, Annie Ernaux escribe que cuando sonaba el teléfono y no era él, odiaba a quien la llamaba. Y en su imaginación va componiendo otro relato, que poco tiene que ver con el real: el de un hombre casado que nunca renunciará a su otra vida.

Los principios son siempre idílicos. Editamos lo mejor de nuestras vidas para ofrecer un retrato atractivo y vemos señales del otro en todas partes. No suele pensarse en los finales. Hasta que descubrimos que nuestra manera de vivir el amor carece de reciprocidad al otro lado. Hombres difíciles, narcisistas, alérgicos al compromiso integran una variedad muy cotizada en el flirteo. Ahora, no solo la inmadurez, el masoquismo y una visión patriarcal del amor son los responsables del fracaso en unos tiempos en los que el mercado del emparejamiento a través de las apps cotiza al alza.

“¿Por qué no nos enamoramos?”, se pregunta Liv Strömquist en su novela ilustrada No siento nada, la frase con que Leonardo DiCaprio termina sus relaciones. Revisando a los clásicos, ahonda en los recovecos del amor y afirma que todos nos estamos convirtiendo en DiCaprios, a quienes una mentalidad controladora e individualista dificulta crear vínculos fuertes. Impacientes, caprichosos, insatisfechos, ¿cómo vamos a entender al otro si apenas nos soportamos? Strömquist habla de hombres emocionalmente desapegados y de mujeres empeñadas en crear una familia, aunque sea solas. Y su anhelo, como el de Chollet, y el de tantas mujeres feministas, no es matar al romanticismo, ni reformularlo, sino el de escribir un nuevo contrato sexual a fin de que el misterio del amor nos alimente sin devorarnos.

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20 de octubre de 2022
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No todo tiempo pasado

 

Los monumentos en la antigua Roma se elevaban como desafío al tiempo, de modo que estaba prohibido repararlos o restaurarlos, pero los renacentistas italianos rompieron esa consideración de la temporalidad y dieron a las ruinas una vida perdurable

Contaba Albert Speer a sus amigos que cuando Hitler examinaba los planos de sus obras colosales, siempre exigía más volumen, más infraestructura metálica, más poderío. Speer se desesperaba, hasta que un día Hitler le expuso su plan: “Lo que yo quiero [dijo el infame] es que cuando dentro de miles de años estos edificios se hayan convertido en ruinas, tengan la misma grandeza de las antiguas ruinas romanas”. Speer idealizó la escena en sus memorias poniéndose como protagonista, mediante una acuarela con ruinas hitlerianas que, dice, agradaron mucho al monstruo.

Tiene la ruina, como objeto de culto, una doble imagen. No debemos olvidar que las palabras “ruina” y “ruin” son familia, pero si la segunda significa “vil, bajo y despreciable” (RAE), la primera sufrió una mutación en el Renacimiento italiano que la convirtió en símbolo sublime, un significado que no recoge el diccionario de la RAE. De tener un sentido peyorativo como amontonamiento de cascotes y pedruscos, pasó a significar la memoria de una Edad de Oro.

Como cuenta con talento y buen estilo Manuel Gregorio González (Las ruinas. Una historia cultural, Athenaica, 2022), esa transformación se llevó a cabo en los siglos XIV y XV por obra de los primeros humanistas, y provocó una revolución gigantesca, no por las ruinas mismas, sino porque inauguraba una nueva concepción del tiempo. En el momento en que aquellos restos lanzaban la imaginación hacia tiempos más grandiosos, dignos y elevados, se escindía la temporalidad en lo que comenzó a llamarse “edad oscura” como opuesta al “Renacimiento”. La oscuridad se debía justamente a la ausencia de luces que se atribuía a la Edad Media y lo que renacía era la razón, la armonía, el orden constructivo, el espacio perspectivo, la luz. La vida de la humanidad quedaba quebrada en dos gigantescos ciclos, el del cristianismo y el de un nuevo clasicismo.

Es sorprendente ese rescate de las ruinas como objetos simbólicos (que llega hasta Hitler) en una época como la nuestra, cuando no hay ni puede haber ruinas. Las que ahora dejamos son como los restos de la ciudad de Dresde, arrasada por el bombardeo aliado, vista desde la altura del Ayuntamiento. Las contempla una turbadora estatua de la Bondad, en una fotografía de Richard Peter tomada en 1945. Es una de las imágenes de entre otras muchas que figuran en este libro admirable.

La paradoja mayor es que en Roma, los monumentos (palabra que significa “momentos”) se elevaban como desafío al tiempo, de modo que estaba prohibido repararlos o restaurarlos. Aquellas familias que construían algo en memoria de sus hazañas debían gastar mucho dinero para que duraran lo más posible. Se dice que algunas noches acudían sirvientes a escondidas para arreglar los desperfectos. Los renacentistas italianos rompieron esa primera consideración de la temporalidad y dieron a las ruinas una vida perdurable que ha subsistido hasta hoy. Bien es verdad que con cambios substanciales: no tienen nada que ver la idea romántica de las ruinas y la renacentista.

Cavilemos, con Manuel Gregorio González, esos cambios y qué sentido tiene vivir en una época en la que las ruinas ya no son posibles más que en su sentido más destructivo.

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19 de octubre de 2022

Vicente Molina Foix y Javier Marías en la Feria del Libro de Madrid. / Archivo familiar

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Una vida escrita por Javier Marías

Por alguna razón de origen misterioso me temo que ya insoluble, Javier Marías y yo dejamos de vernos en los primeros meses del año 2000, después de una larga y profunda amistad iniciada en 1968 entre juegos malabares (de él) y acrecentada por encuentros y llamadas telefónicas, a menudo diarias, desde 1969, o sea, durante más de treinta años. Fuimos en esas décadas los mejores amigos; los primeros en acudir en socorro mutuo cuando hacía falta (y la hizo, en un par de ocasiones), y él y yo los últimos de la variada pandilla madrileña (María Vela Zanetti y su hermano Pepe, Eduardo Calvo, Isabel Oliart, Pabluco García Arenal, Fernando Savater, Antonio Gasset, Ángel González García, entre otros) en retirarse, caminando ya solos Javier y yo en las noches cálidas desde el Paseo de Recoletos hasta su calle de Vallehermoso, o en sentido contrario hasta los chaflanes de Castellana y General Oráa, calle y zona de notable importancia en el nomenclátor de dos de sus mejores novelas. Más de una vez por semana volvíamos a nuestros respectivos domicilios, con itinerarios distintos, del cine, una pasión compartida, aunque Javier, si la película era larga, se impacientaba, se tocaba los labios y acababa la proyección, de un modo para mí incongruente, con el pitillo apagado en la boca, palpándolo con algo parecido al ardor sensual. Pero no se iba de la sala, como buen cinéfilo, antes de que acabasen los títulos de crédito finales, por farragosos que fueran; solo en la calle encendía con fuego real sus cigarrillos, por entonces en toda su potencia, es decir, sin los escamoteos en la nicotina y las mentolizaciones a las que Javier, bastante tiempo después, se avino de mala gana. Sin embargo el tabaco, habiendo sido yo toda mi vida un riguroso no-fumador atormentado por un trauma infantil al que pronto le supe ver, sin psiquiatría, su lado saludable, no fue la causa del declive que empezó con el nuevo siglo.

De izquierda a derecha: Federico Campbell, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías y Vicente Molina Foix.
De izquierda a derecha: Federico Campbell, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías y Vicente Molina Foix. Archivo familiar. 

 

El comienzo de nuestro alejamiento amical tuvo el aviso de una costumbre rota, la cena de fin de año que se hacía en mi piso de Madrid con otros amigos de entonces, también muy queridos; la llamábamos, sin serlo culinariamente, el banquete de los huerfanitos, y en una de esas noches de San Silvestre los huerfanitos atentos a las doce uvas, y sobre todo Javier y yo, nos reímos a carcajadas con Martes y Trece y su famoso sketch de la empanadilla, que hoy quizá tendría la consideración de improcedente, pues Encarna Sánchez quedaba zaherida y los dos cómicos, sin ser mujeres, hacían con una gracia extraordinaria de marujonas. Javier y yo, a los que nos ha gustado mucho siempre ver a otros, más profesionales, hacer imitaciones de gente famosa y escritores conocidos, llegamos a atrevernos en su día a hacerlas nosotros mismos, por separado y a dúo, ante un selecto público amistoso pero muy exigente; al mimetizar cariñosamente, por ejemplo, un truculento relato épico del matrimonio Cabrera Infante/Miriam Gómez, yo sudaba tinta para poder igualar la música y el acento de Guillermo que mi co-intérprete Javier bordaba, gracias a sus antecedentes familiares cubanos.

De literatura no se solía hablar en los cotillones, pero sí, y mucho, en las horas de paseo y cháchara post-cinematográfica. Javier —como otros amigos novelistas y yo mismo he hecho más de una vez— tomó la costumbre de pasar a consulta a mí y a Juan Benet y a alguna otra persona amiga que no sabría precisar sus originales mecanografiados antes de mandarlos al editor. Había poco que corregir o sugerir, aunque en su primera novela Los dominios del lobo, escrita siendo él aún teenager, además de proporcionarle el título le di un consejo, que siguió: eliminar una larga lista preliminar de nombres de escritores, cineastas, actores, películas y libros que le habían guiado en la escritura de su ya muy original ópera prima. Daban, en mi opinión, demasiadas pistas o imágenes: “o publicas la lista o publicas el libro; ambas cosas juntas se hacen sombra la una a la otra”.

Pero el 31 de diciembre de 1999, por razones que no me quedaron del todo claras, Javier no podía venir al banquete, que sin él quedó deslucido; faltó quorum. Estuvimos en mi casa siguiendo las campanadas del último día del siglo XX solo tres de los huerfanitos fundacionales, haciendo a última hora una pequeña leva de amigos ya cenados para continuar la fiesta en algún local. ¿Las uvas de la ira?

Los contactos siguientes entre Javier y yo se hicieron ya por fax, y, sin ninguna trifulca ni palabras más altas que otras, empezó una larga travesía del desierto de la amistad. Una cinta suya de VHS prestada y quizá retenida por mí indebidamente, y una frase tal vez mal expresada por mí o malinterpretada por la periodista que me la oyó y se la trasmitió fueron motivo de diferencias y de un recelo que desembocó en frialdad y distancia, ambas, pronto se vio, irreparables.

Esa amistad dejada morir, más por su parte que por la mía, viendo seguramente él en mí una culpa mayor que yo no vi entonces ni he sabido encontrar después, pasó —hablamos de más de veinte años— por diversas fases. Un comienzo algo beligerante no desprovisto de humor en las bromas suyas sobre mí, gruesas o leves, que me llegaban por intermediarios no siempre malintencionados; o los chascarrillos míos sobre el Reino de Redonda, haciendo circular el falso disparate de que el remoto y minúsculo islote no por ello dejaba de tener sus fuerzas armadas y su fiesta nacional, día en el que la nobleza ducal, presidida por Su Majestad Xavier I, asistía bajo palio al desfile de los plebeyos, uniformados todos con el estrafalario traje regional redondino y un mosquetón al hombro. Pienso, sin embargo, que si esta cándida burla le llegó, Javier, que tenía un gran humor travieso, le habría sacado punta no hiriente a mi payasada.

Hubo también treguas escritas: una cariñosa carta suya de pésame a la muerte de mi madre, a quien no conoció, y una mía al morir a fines del 2005 su padre don Julián, figura siempre amable en el piso de la calle Vallehermoso y en los cines madrileños, contestada por Javier con largueza y prontitud. O recados de buena voluntad a mano o vocales, trasmitidos a través de Mercedes López-Ballesteros y Julia Altares, grandes amigas suyas y mías, cuando uno y otro nos enterábamos de que nuestro antiguo amigo estaba seriamente enfermo o iba a operarse a corazón abierto. Pero también algún mensaje cifrado, for your eyes only, en artículos o declaraciones de ambos: guiños secretos, pullas encubiertas.

Una novela mía que le mandé, ya muy entrado el siglo XXI, dedicada, (estos envíos librescos los proseguimos recíprocamente hasta hace poco, con grados variables de calor o simpatía a secas) contenía, en la nota de acompañamiento, una invitación tímida a un encuentro en Madrid con cita previa (fortuitos los hubo antes). Sin rechazarlo él expresamente, tal encuentro quedó en suspenso. Hasta hoy, y él ya no puede venir.

En este memorial que escribo cuarenta horas después de la llorada muerte de Javier no me detengo en sus novelas, cuentos y artículos, que tendrán sin duda muchas y más ecuánimes glosas en otros periódicos y medios de todo el mundo. Pero sí quiero hablar, aunque él no me oiga, de una obra suya desconocida, tal vez, usando el famoso título de Balzac, une chef-d’-oeuvre inconnu, que podría además no ser la única en su registro.

En una de las primeras noches del confinamiento de marzo del 2020 busqué, por alusiones a Javier Marías del libro de la correspondencia privada de Jaime Salinas que yo acababa de leer, las cartas de este dirigidas a mí. Y como soy un lector incansable de esa para-literatura que componen los epistolarios, los diarios personales, las memorias o los dietarios, seguí explorando en mi archivo, y, ya enviciado, tiré del hilo de la curiosidad, que me hizo reparar en que la mayor cantidad epistolar que conservo es la de Javier Marías: 238 exactamente, contando las tarjetas postales abigarradamente escritas, los faxes tan amados por él hasta que el progreso los hizo desaparecer, las cartas breves de texto pero ricas en adornos dibujados, deliciosos juegos de palabras en el remite y otras trastadas cuasi dadaístas, y lo que es mayoría, las cartas muy extensas, alguna escrita a máquina, casi todas a mano y no pocas de entre seis y diez páginas de letra pequeña pero muy legible en la tinta de su doble cara, lo que me hace calcular, a ojo de buen cubero (no soy muy matemático) una cifra total de más de mil páginas. Así que celebré mi semana Marías en orden cronológico: el relato privado del antiguo amigo, del mayor novelista vivo aún entonces vivo, que en la primera de todas sus cartas a mí dirigidas, una postal fechada el 7 de julio de 1970, tiene en su cara A una hermosa imagen de los claustros románicos de San Juan de Duero, y en el reverso habla en tono jovial de dos de sus constantes, su amor por las mujeres y Benet: “He encontrado a la mujer que me hará feliz, pero aún no sé cómo se llama ni dónde vive, y me voy el jueves. ¿Terrible, no? ¿Has visto la indignación suscitada por D. Juan [Benet] en los lectores de “Triunfo”? Todo divino, ¿no crees? Abrazos Javier.”

Pero ese muchacho de 18 años que mandaba su postal románica a una playa alicantina en julio de 1970 creció y siguió escribiendo, no solo novelas. En mis noches pandémicas de aquel funesto mes de marzo estuve leyendo con gran placer y asombro, íntegramente, esa correspondencia de Marías que alcanza hasta el 2019: una narración de su vida por entregas, un escritor también dotado de talento en el difícil arte de autoescribirse. Fui un privilegiado que no puede repartir su suerte.

De izquierda a derecha: Frederic Amat, Vicente Molina Foix, Javier Marías y Fernando Savater en una exposición de Amat en 1992 en Madrid.

De izquierda a derecha: Frederic Amat, Vicente Molina Foix, Javier Marías y Fernando Savater en una exposición de Amat en 1992 en Madrid. Archivo familiar. 

 

Pues es imposible ignorar que Javier Marías dio a conocer más de una vez que estaba en contra del “valor desmedido que hoy se otorga a los diarios, las memorias, las autobiografías y las cartas de los escritores, en tanto que documentos capitales para forjar sus biografías […] creo que más bien se trata de chismorreo para letraheridos, especialistas y estudiosos” (cito fragmentos de dos de los artículos de JM en su sección dominical de EPS titulada La zona Fantasma). Y también es sabida su negativa a publicar correspondencias suyas con otros, decisión que, supongo, sigue en firme, o encomendada a la voluntad de sus herederos.

Se cita a menudo el caso de Kafka como prototipo del escritor que no quería pasar a la posteridad más allá del corto límite de publicaciones que él se marcó en vida. Pero hubo en esta historia un traidor, Max Brod, el íntimo depositario (y más tarde biógrafo) que desoyó la voluntad de su amigo Franz y dio a conocer no solo las novelas que el checo nunca quiso publicar en vida sino los diarios y correspondencias, que forman hoy un fundamental corpus literario del siglo XX. Javier ha dejado una obra extraordinaria y abundante, pero yo no seré en la pequeña parte que me corresponde como poseedor físico de esos 238 documentos quien viole los designios de Marías, al que además le protege la ley de propiedad intelectual, sobre la que él mismo, por cierto, expresó quejas de abuso comparativo respecto al tiempo en que los derechos de autor pasan a ser de dominio público en nuestra legislación.

No seré traidor pero lo lamentaré, eso sí. La banalización de las intimidades y la maledicencia denunciada por Javier Marías en estos tiempo de destape frecuentemente obsceno es evidente, pero aquí hablamos de literatura, no de cotilleo banal, que a veces se suprime de unas memorias, con el acuerdo de las partes, primando lo que en este caso también es relevante: la altura literaria, el valor narrativo, la intrahistoria de una generación y una época vistas desde la lucidez y la máxima depuración expresiva.

Como me consta que Javier escribió muchas cartas en su vida y a mucha gente, conocida o desconocida, que tanto nos gustaría leer a sus admiradores, me pregunto qué destino les reservaba a las que tenía él en su poder, y qué esperaba del de las suyas. Hace muchos años, en la dictadura, un escritor más que amigo destruyó las que tenía en una maleta por temor a que la policía de Franco, y el consiguiente Tribunal de Orden Público, le empapelase por afrenta a las buenas costumbres. Hoy ya no existen esas cortapisas ni esos miedos. Y la única manera que hay de impedir que algo nuestro lo vean ojos ajenos, si es eso lo que se decide voluntariamente, es hacer una pira y quemarlo. Otra pérdida.

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18 de octubre de 2022
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La condición vulnerable y el abrazo de la Cultura

La condición vulnerable no es una esencia ni una substancia. Es una estructura, una manera de estar en el mundo aceptando la fragilidad inherente al ser humano. En este momento en que nos hacen creer que es tan necesario posicionarnos y definirnos a través de un lenguaje cada vez más (falsamente) específico y reductor, aceptarse dentro de la condición vulnerable nos permite abandonarnos a la ambigüedad. De nuevo, como en la novela de Vila-Matas, la ambigüedad como un paso adelante de la contradicción. Porque la existencia no puede ser sino una ambigüedad, aunque la neurociencia y la investigación en el genoma humano aparentemente hayan descubierto todos los mecanismos y sistemas que explican que se produzca la vida. Ambigüedad porque al final muchos y muchas se encuentran en la conclusión de que el único sentido es que no hay ningún sentido.

Ese sinsentido es el punto de partida de la filosofía literaria a la que da forma y propugna Joan-Carles Mèlich. La ha ido construyendo a lo largo de todos sus libros, pero es en La condició vulnerable (Arcàdia, 2018, con reimpresión en 2019, y una delicada y magnífica obra de Leticia Feduchi en la cubierta) donde la ofrece más instructivamente. Utilizo el verbo “ofrecer” reivindicando su significado más literal y todos sus matices; de la misma manera que lo hago con el adverbio “instructivamente”. El profesor y pensador Mèlich trasciende todo academicismo y erudición para estar cerca de las personas con quien quiere comunicarse. Es el entusiasmo de quien quiere compartir la desesperación asimilada, combatida y nunca superada, porque el drama de la existencia no puede superarse. Y, además, con una escritura muy cuidada y acertada a la hora de crear el espacio sensitivo, la ontología propicia para que se produzcan las imágenes que modela. De la misma manera que Camus en El mito de Sísifo recorrió las principales metafísicas –que el sartriano autor de La condició vulnerable nos hace ver como superestructuras totalitarias que imponen dogmas a través de un uso indistinto de moral y ética– para denunciar que, al final, todas acababan sucumbiendo a la necesidad de creer en algo trascendente, en este reconfortante libro, se nos muestra que lo más urgente es aceptar que la vulnerabilidad estructura todo lo que nos pasa, porque somos seres pasionales, somos lo que nos pasa, y no lo que el destino, la providencia o las estructuras de poder pretenden que seamos.

Una vez apalabrado el pacto con el sinsentido, se trata de hacer de la precariedad virtud. He aquí la idea más alentadora de Mèlich, el origen de su atractivo entusiasmo. La (hiper)sensibilidad no es una enfermedad, o tal vez sí lo es, pero eso tampoco es ningún problema en una sociedad absolutamente enferma, una sociedad en la que sólo se sobrevive con una ética de dualidad, entre dos, en la que tú y yo aceptamos cuidarnos. Cuidados que son gestos con los que se construye cada uno de los días que nos toque vivir.

Por suerte –seguimos haciendo de la necesidad virtud–, quien acepte su condición vulnerable puede encontrar otros consuelos que le protejan de la intemperie. La obra de Joan Carles Mèlich es un buen ejemplo. Siendo conscientes de ello o no, contamos con toda una tradición cultural que ha dado forma y ha descrito la vida vulnerable, ambigua y sometida a la contingencia. Qué revelación supone llegar a un territorio en el que de pronto nos reconocemos, donde la literatura no es un mero pasatiempo, donde la poesía proyecta imágenes que son aliento, donde el teatro amplía las escenas que experimentamos como existencia, donde el arte nos lleva a espacios eternos. Trato de imaginar el conmovedor consuelo que supone la escritura o cualquier otra forma de expresarse para quien es capaz de mantenerse con vida mientras encuentra sentido al absurdo ejercicio de crear imágenes que representan lo que duele aunque no tenga forma porque es una ausencia. Ya no se trata de hacer visible lo invisible, porque ya nos advirtió Gabriel Ferrater que cuando lo inefable nos tienta es fácil morir devorado. Para Mèlich, la forma del dolor está clara: es nuestro cuerpo y cuanto siente, necesita, reclama y pierde.

El poder lenitivo de la Cultura. Dice Joan Carles Mèlich que dice Emmanuel Lévinas que toda filosofía no es más que una interpretación de Shakespeare: más concretamente, de esa sombra que se pasea por el escenario. En La condición vulnerable, para tratar de entender la filosofía literaria, aparecen citados a modo de ejemplo numerosos fragmentos de libros, pinturas, películas o escenas teatrales. Me siento tentada a añadir el final de Farenheit 451, donde se llega a aquel paraíso en el que los habitantes se han conjurado para salvar libros aprendiéndolos de memoria. Mèlich no cree en ninguna forma de paraíso, mientras que el infierno parece estar siempre acechando, tal vez por este motivo no ha querido hablar del libro de Ray Bradbury adaptado al cine por Truffaut, no acepta que una instancia superior organice la memorización de Borges, de Kundera, de Descartes o de Melville. Nadie puede imponer nada a nadie, porque somos seres cambiantes para los que la aceptación de la contingencia deviene una gran fuerza gracias al abrazo de la Cultura.

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16 de octubre de 2022
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Cristóbal Serra, un sabio irónico y escurridizo

Me permitirá el amable lector que emprenda este elogio de Cristóbal Serra recordando la edición que hice de su obra completa (Ars Quimérica, Bitzoc, 1996). De ahí mi entusiasmo con la iniciativa de Wunderkammer y de Nadal Suau, que actualiza aquél primer acopio, sostiene la presencia de nuestro autor y auspicia de nuevo la influencia de su obra literaria.

El lector que no conozca a Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922-2012), o lo haya leído fragmentariamente, encontrará en el informado y panorámico prólogo de Nadal Suau la semblanza de un escritor culto, refinado y ensimismado, ajeno al bullicio de la vida social y fiel a la genealogía de su herencia literaria.

Serra podría incorporarse a la nómina de los raros reunidos por Rubén Darío o Pere Gimferrer. Sin perder de vista que su singular literatura procede de una introspección hermética, de los súbitos destellos de la tradición mística y de la puntillista exploración de la sabiduría perdida.

Sorprenderá al lector que del sucinto territorio de Andratx hayan surgido dos escritores tan notables y tan opuestos en su personalidad literaria. Baltasar Porcel, con su novelesca impetuosa, fascinada por la violencia nietzscheana, la pulsión salvaje del sexo, la virulencia del deseo y la heroicidad de una rivalidad encarnizada. Y Serra, tan atento a las sutilezas encriptadas en la literatura gnómica, con una gentileza irónica y escurridiza, enamoradizo y severamente conmovido por la tradición sapiencial de los libros escondidos.

En las memorias de Cristóbal Serra (Augurio Hipocampo , Diario de signos , Las líneas de mi vida…) se componen los recuerdos, imágenes y sensaciones alumbradas en el puerto de Andratx, la región mítica de su infancia y el lugar en donde todo comenzó. El surgimiento de los autores que vertebraron su canon literario, la actuación de los personajes que impresionaron su sensibilidad, la nostalgia que en su primera edad acuñó la melancolía de una apacible y fructífera existencia.

A la frontera del puerto de Andratx (lugar hoy destruido) llegaron los mensajeros cosmopolitas de los libros inéditos o prohibidos, los extranjeros trashumantes que inspiraron el aprendizaje literario de Serra. Así, entre erizos, pulpos y caracolas, peces y pescadores, transcurrió una juventud alentada por Blake, Chesterton, Claudel, La Rochefoucauld, Michaux…

Fue un observador solitario de la creación y un solipsista que tanteaba el mundo circundante a través de los libros. Su predilección por el aforismo, la brevedad y la sentencia se correspondía con la benevolente cautela y la vocación ermitaña de su alter ego. Pero su interés por la literatura contemplativa no le impedía congeniar con grandes furiosos o hirientes satíricos. Si la despiadada represión de la posguerra no le hubiera sorprendido en la pubertad quizá habría emulado a un predicador airado como León Bloy o a un sarcástico como Jonathan Swift. De los dos fue un apasionado traductor.

Con ese sentido del humor que para él fue una tabla de redención, intentó evitar las trampas trágicas de su siglo. Su humorismo gentil, que está más cerca de la sonrisa que de la risa, y cierto estilo británico (hablamos de lo que antes se entendía como tal) le proporcionaron la distinción que caracteriza a su prosa.

A lo largo de sus 90 años Serra fue descubierto en repetidas ocasiones (por Octavio Paz, por Rafael Conte, por Beatriz de Moura…) sin que por ello se moviera de su sitio. Cuando el dibujante Pere Joan trasladó a la narrativa gráfica su Viaje a Cotiledonia descubrió a muchos de sus jóvenes lectores al anciano que hablaba de la noche oscura de Jonás, de las visiones de Ana Catalina Emmerick y de los esenios enterrados en Qumram. El lector de ahora encontrará en El viaje pendular a ese cátaro contemporáneo que afrontó la desesperación del mundo con delicada ternura y al escritor que rescató de la antigüedad el carácter cósmico y profético del asno, figura central de una religión arcaica, invisible y desapercibida.

 

Reseña del libro: El viaje pendular de Cristóbal Serra (Wunderkammer, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia

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14 de octubre de 2022

JOHN MACDOUGALL / AFP

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Mujeres, vida, libertad

Todas las guerras se parecen, pero cada una es terrible a su manera. Cuando hace seis años, en un escritorio de la medina de Tánger, acabé de traducir al catalán Los muchachos de zinc de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, flamante XXXIV Premi Internacional Catalunya, no me imaginaba un presente que me recordaría tanto aquella guerra brutal descrita en esas páginas al detalle. Entonces parecía ya solo una lección del pasado, pero quedó desmen­tido con la invasión ilegal de Ucrania. Actuaciones del ejército y gobierno soviéticos se han repetido ahora, pero con medios más refinados en cuanto a propaganda y extorsión. Lo que sigue igual: las víctimas inocentes del territorio invadido, soldados jóvenes y pobres como carne de cañón a los que se les aseguró que serían recibidos con júbilo y abrazos, la censura informativa (en el caso de la guerra ruso-afgana, para ocultar las pérdidas humanas, los ataúdes sellados se enterraban de noche), la apología belicista respaldada por el pasado “victorioso” y la negación de que se libraba una guerra…

La historia no avanza en línea recta como la pieza del peón sobre el tablero cuadriculado, sino dando saltos, a los lados, adelante y atrás, como el caballo. “No estaría mal escribir un libro sobre la guerra que provocara náuseas, que lograra que la mera idea de la guerra diera asco”, confiesa Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Y bien que lo hizo, no solo dando voz a los protagonistas anónimos –“el proletario mudo de la historia, que desaparece sin dejar huella”–, sino tejiendo un texto desde la mirada femenina, que no se tiene en cuenta tampoco cuando se firman­ acuerdos de paz. “No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra­ es fruto de la naturaleza masculina”, con­cluyó.

Me pregunto quién lee estos libros a menudo acompañados del adjetivo necesarios: ¿los leen quienes tienen entre sus manos el timón de los gobiernos y las instituciones internacionales? En un reciente título sobre liderazgo escrito por un conocido diplomático se elogia las virtudes de la lectura profunda (deep literacy) como una herramienta para lidiar con la realidad cambiante y encontrar la proporción en medio del caos: “Los libros registran las hazañas de los líderes que alguna vez se atrevieron mucho, como una advertencia”. Todo lo necesario para construir un mundo menos violento está ya impreso en papel. Sin embargo, según recordaba en la entrega del premio Formentor la escritora Liudmila Ulítskaya –como Alexiévich, emigrada forzosa en Berlín por la persecución de la libertad de expresión de Putin y Lukashenko–, la “hazaña de leer” está de capa caída, y libros que explicaron el oscuro pasado sovié­tico, liberados para el gran público durante la peres­troika (Grossman, Solzhenitsin, Vladímov, Chukóvskaya, Ajmátova…), no fueron interiorizados, pues al cabo de poco “el pueblo votó a favor de un personaje formado en las viejas tradiciones del KGB. De ahí crecen las raíces del estalinismo que renace en nuestro país”.

Y vuelvo al libro de Alexiévich sobre la guerra de Afganistán, el mismo lugar donde­ ­hoy niñas y jóvenes dan la vida por querer estudiar en una dictadura de hombres, y encuentro una confesión que un consejero militar le hace a Alexiévich: “Digan lo que digan, es bueno que haya acabado así, en derrota. Eso nos abrirá los ojos…”.

Pero los ojos no se abrirán, ni siquiera en la derrota, si una y otra vez la voz femenina no se abre paso de una vez por todas, portadora de una verdad que hoy gritan las iraníes a pleno pulmón, quitándose el pañuelo que niega su libertad, haciendo el dedo a los retratos de los radicales religiosos, parando el tráfico y plantando cara a la policía de la moral: “Mujeres, vida, libertad”. La fórmula de la paz expresada con los tres elementos fundamentales que la conforman. Allí donde la mujer no es subyugada por el hombre, allí donde se respeta la vida en todas sus manifestaciones, allí donde la libertad es la base de las relaciones humanas, no arraigan los sueños imperialistas ni la cultura de la guerra y la dominación. “Hablen de lo que hablen, las mujeres siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato… He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil”, observó Alexiévich.

La guerra iniciada por Rusia nos ha recordado aquella hipótesis de que, con más mujeres en los círculos de poder, menos militarista será la política. Pero aún no hemos tenido agallas de intentarlo siquiera.

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13 de octubre de 2022
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El Boomeran(g)
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