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Estigmas del laberinto español

 

Después de publicar su aleccionador ensayo El honor de los filósofos (2020), la biografía de los pensadores que perdieron la vida por ser fieles a la destilada razón de sus postulados, Víctor Gómez Pin (Barcelona, 1944) se dispone a disipar con su nuevo libro los tercos enigmas del laberinto español.

Con el elocuente título de La España que tanto quisimos , el autor ordena, cita y convoca a las figuras que han dado forma a un bullicioso legado cultural. Sefarditas y moriscos, herejes y disidentes, poetas y escolásticos, ilustrados y jesuitas, emigrantes y camioneros, filósofos y guerrilleros, son los personajes que enriquecen con su genio, y su mal genio, el paisaje de una historia efervescente.

Aparecen en estas páginas las ilustres cualidades de Miguel Servet, Francisco Suárez, Quevedo, Rosalía de Castro, Maragall, Vallejo, Cernuda, Azorín, Lorca, Ortega y Gasset, Paco Ibáñez, y tantos otros, para entender la errática deriva de un país incomprensiblemente desnortado.

La esmerada selección de las voces que suenan en La España que tanto quisimos nos lleva hacia los cruciales interrogantes de un libro esencial. Un libro que contribuirá a disolver los resabios de un lamentable desconcierto.

Cuando el autor recuerda a los españoles derrotados que en su juventud le dieron ejemplo de entereza, cuando recuerda su nobleza, inmune a la humillación, el infortunio y la fatiga de vivir, erige esa figura del alma popular que alienta y sostiene la conciencia de una inexpugnable dignidad. Esta imagen vertebra la bella narración de Víctor Gómez Pin sobre un país que sigue a la espera de encontrarse consigo mismo.

El relato del autor nos sitúa en un expresivo momento visual de la historia y nos muestra a los calvinistas lanzando a la hoguera el cuerpo vivo de Miguel Servet. Un símbolo de los desmanes de tiranía, explotación, intolerancia, embuste y malversación cometidos por la Europa moderna.

Sin embargo, a pesar del estropicio común, Bélgica sabe inhibirse del genocidio llevado a cabo por su rey Leopoldo II en el Congo, Francia evita darle vueltas a la masacre de San Bartolomé, a la deportación de sus ciudadanos judíos a los campos de exterminio de la Alemania nazi y a la feroz represión de sus militares en Argelia.

Italia omite con gran estilo sus escabechinas en Libia y Etiopía y sus desfiles fascistas con el Führer, Holanda se excluye de sus matanzas en Indonesia, Inglaterra no sabe nada de sus carnicerías en la India … Todos los países comparecen ante el tribunal de la historia como reos de crímenes contra la Humanidad, aunque solo España acepta cargar con la pesadumbre de la “Leyenda Negra”.

Será fascinante desvelar al supremacismo que ha decretado este estigma, comprobar su influencia en la forja de la mentalidad reaccionaria y en los encubrimientos de su decálogo moral. Pero más notable será entender el motivo por el cual el país al que tanto quisimos permanece atenazado por un misterioso complejo de inferioridad.

El autor dedica su libro a cualquier lector inteligente pero lo dirige a los simpatizantes y militantes del ala izquierda de la sociedad. Les invita a preguntarse de qué se avergüenzan, por qué asumen el dictamen de una sumisión bastarda y a qué viene eso de renunciar al ejemplo de sus ilustres antepasados.

Ha sido formidable en este sentido la energía política del nacionalismo periférico. Emulando la oratoria fertilizada por la Europa del norte y presentándose como miembros de la élite que desprecia a la España charnega, la derecha nacionalista ha actualizado vigorosamente la retórica de la difamación y amedrentado al conjunto de la nación con los viejos anatemas de la presunción calvinista. Es en verdad admirable que lo haya hecho con tanto virtuosismo.

Víctor Gómez Pin nos invita con su ensayo a deshacer la fuerza hipnótica del complejo de inferioridad, a sustituir la ficción de la identidad por la certeza de la conciencia y a rehabilitar una España a la que sea posible querer y en la que todos los ciudadanos puedan encontrarse a gusto.

Reseña del libro: La España que tanto quisimos de Víctor Gómez Pin (Arpa, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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30 de julio de 2022
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Miedo a la insignificancia

Buscamos el origen de las cosas con la ilusión de que nos revele un sentido a lo que nos rodea. En la última semana esta pulsión nos ha dejado lo que serán dos hitos. Uno viene del subsuelo, y nos lo ha traído el trabajo metódico de paleoantropólogos que, armados con pinceles y paletines, han accedido a capas profundas de una sima de Atapuerca, donde cada metro de tierra extraída equivale a un viaje de cien mil años al pasado. El otro llega del espacio exterior, donde el nuevo telescopio James Webb, enviado allí hace menos de un año, rastrea las galaxias primigenias. Del yacimiento arqueológico de Burgos son las imágenes del trofeo: un fragmento de quijada y de pómulo del “primer europeo”. De la oscuridad sideral, visiones de enjambres de estrellas, colisiones de galaxias y nebulosas de extraña belleza. En ambos casos, las unidades de tiempo que se manejan hacen que nuestras preocupaciones cotidianas queden reducidas a un polvillo que cualquier ráfaga de aire barrería sin el menor esfuerzo. Al volver la mirada al frente, sin embargo, el fragor de la guerra nos aparta de estos hallazgos científicos, y nos lleva a preguntamos, una vez más, sobre el origen de la invasión de Ucrania. Y ahí nos quedamos: en el lenguaje de la fuerza bruta. Como si el campo gravitatorio del Kremlin no nos permitiera escapar de su lógica. Los dirigentes del extenso país eslavo se sienten a sus anchas con ella, orgullosos de esa fama ya alcanzada en tiempos de los zares. Decía un lord inglés de mediados del siglo XIX que la práctica del gobierno ruso siempre ha sido lanzar sus invasiones tan rápido y tan lejos como la apatía de los otros gobiernos le permitiera, para luego, cuando encontrara resistencia, retirarse hasta la próxima oportunidad.

Con una enmienda constitucional, Putin se regaló a sí mismo un horizonte temporal que va hasta el 2036. Si la salud lo acompañara, los intereses nacionales de los rusos quedarían secuestrados hasta entonces por el presidente y su círculo más próximo. El distanciamiento de Occidente, cuyas libertades son un espejo indeseado, ayuda a fosilizar el discurso de la amenaza exterior. Por mucha historiografía revisionista que se cite, por muchas preocupaciones en materia de seguridad a las que se aluda, por mucho afán que se ponga en sacar lustre a la gloria pasada y en victimizarse por una supuesta rusofobia sin base real –el intercambio cultural y comercial estaba ahí–, todo al final se reduce a la preservación en Rusia de los privilegios y la depredación de unos pocos. ¿Qué más da enviar al campo de batalla, como carne de cañón, a jóvenes mal abastecidos e inexpertos, súbditos periféricos de regiones empobrecidas, ya sean tayikos, buriatos o daguestaníes?

En el discurso de aceptación del Nobel de la Paz, el físico nuclear soviético Andréi Sájarov, colaborador en el desarrollo de la bomba de hidrógeno y posteriormente referente del antimilitarismo, habló del vínculo íntimo entre cooperación pacífica, progreso y derechos humanos. Si se descuida cualquiera de los tres aspectos, es imposible alcanzar el resto, dijo, como ofreciéndonos la fórmula para un mundo en concordia. En el caso de la Rusia de Putin, el cómputo es desolador: durante sus mandatos la paz ha sido una anomalía, los derechos humanos se han despreciado y, desde la invasión de Ucrania, se ha acelerado una involución que lastrará el futuro de las generaciones más jóvenes. Ahora pone sobre el tablero otra arma, como es el cierre de la llave de paso del gas. Y una verdad ha emergido: la interdependencia económica era en realidad dependencia de Occidente. Mientras que algunos países europeos pensaron que la compra de materias primas a Rusia era garantía de paz y entendimiento, el Kremlin se preparaba para resistir en un escenario de sanciones económicas.

Además de la hambruna, el frío invierno, aliado histórico de Rusia contra invasiones de franceses y alemanes, se suma a otras amenazas. Incluso los combustibles fósiles, gracias­ a los que la sociedad rusa podría disfrutar de mejores condiciones de vida, se emplean para financiar sueños de grandeza que producen monstruos: asesinatos, mutilaciones, urbicidios... Y, con la confianza definitivamente rota, se ha minado todo puente entre europeos y rusos, como si nuestra historia no hubiera sido un diálogo ininterrumpido. Si Rusia hubiera querido, habría podido, sin recurrir a la violación del derecho internacional, tener un papel predominante en el orden mundial. Pero sucumbió al punto débil al que aludió Niko­lái Gógol: “Al ruso le ha asustado más su insignificancia que todos sus vicios y defectos”.

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29 de julio de 2022
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Dioses y monstruos

Hace unos días me topé en redes con una viñeta modernísima y revisionadísima sobre caperucita roja y el temible lobo feroz. El lobo le preguntaba a caperucita qué llevaba en la cesta y ella le respondía que le iba a reventar la cara de payaso que tenía, entre otras cosas. Luego, más abajo, un comentario de una chica que decía que nunca le contaba el cuento de la caperucita a su hijo porque este perpetúa la errónea idea de que las mujeres no deben ir solas por la calle o que necesitan a un hombre que las rescate.

Allá vamos. ¿Se puede cancelar un cuento de hadas del siglo XIV? La cultura de la cancelación impregna nuestros días. Disculpe, ¿dejará usted que su hijo lea a Nabokov en plena adolescencia? ¿Acaso le prohibirá a su hijo acudir al Museo del Prado para que no presencie a Saturno devorando a su hijo? Los niños del futuro caminarán con una tupida cinta en los ojos. Palos de ciego, ¡lo veo venir!

En Tremendous Trifles, G. K. Chesterton, el príncipe de las paradojas, indaga sobre la prohibición de algunas lecturas para niños. Al parecer, las autoridades de aquella época -principios del siglo XX- alegaban que los cuentos de hadas, monstruos y espadas introducían ideas erróneas y miedos infundados a los niños. Me permito la libertad de traducir al español un fragmento de dicha obra.

«Entonces, los cuentos de hadas no son los responsables de producir miedo en los niños, ni ninguna de las formas del miedo; los cuentos de hadas no le dan al niño la idea de lo malo o lo feo; eso ya está en el niño porque ya existe en el mundo. Los cuentos de hadas no le dan al niño su primera idea del fantasma. Lo que los cuentos de hadas le dan al niño, es su primera idea clara de la posible derrota del fantasma. El niño conocerá íntimamente al dragón desde que tenga imaginación. Lo que le proporciona el cuento de hadas es un San Jorge para matar al dragón»

Incluso la interpretación más simbólica de Carl Jung le daría la razón a Chesterton. Los cuentos de hadas enseñan a los niños a hacer frente a los conflictos humanos básicos, nutren su espiritualidad, conciencia e inconsciente van de la mano. La literatura nos garantiza que hay algo más allá de la oscuridad, más allá incluso de nuestras propias tinieblas.

Larga vida a los cuentos de hadas.

Fragmento original en inglés:

«Fairy tales, then, are not responsible for producing in children fear, or any of the shapes of fear; fairy tales do not give the child the idea of the evil or the ugly; that is in the child already, because it is in the world already. Fairy tales do not give the child his first idea of bogey. What fairy tales give the child is his first clear idea of the possible defeat of bogey. The baby has known the dragon intimately ever since he had an imagination. What the fairy tale provides for him is a St. George to kill the dragon»

 

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27 de julio de 2022
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Revisión (II)

Pero es bien sabido que la tesis digamos humanista  se enfrenta también  al envite que suponen las modalidades crecientemente sofisticadas de la llamada inteligencia artificial. Y si en nuestro entorno cultural  la tendencia a borrar la diferencia jerárquica de los seres humanos todavía se manifiesta mayormente en relación a los animales, quizás no es ya lo mismo en países como Japón, donde los cuidadores robóticos son ya parte integrante del paisaje social.  Así, uno de los rasgos que  marcan a  nuestro tiempo es que a  las asociaciones que reclaman la implementación de nuestros deberes con los animales,  se suman partidarios de la extensión de derechos y deberes a robots y otras entidades maquinales que han sustituido a los humanos en tareas esenciales, perdiendo vigencia  científica y soporte ideológico la imagen de un mundo considerado como  entorno del ser humano.

Es desde luego importantísimo que nuestra singularidad  parezca ser puesta en tela de juicio por el lado de la materia inerte, esa materia en sí misma no susceptible de acción de la que se forman máquinas. Pues desde luego, la cuestión de si es posible  que haya seres artificiales que piensen y aprendan del modo en que nosotros lo hacemos ha alcanzado mayor acuidad científica, y quizás también mayor relevancia filosófica, que la cuestión de determinar si hay especies animales homologables al ser humano, aunque obviamente estas últimas  sean mucho más próximas, dada la  matriz común en ese momento singular de la transformación de la energía que significó la vida.

En las  columnas que han precedido he abordado  la cuestión de  hasta  qué punto está fundado en razón este cuestionamiento de la irreductibilidad del ser humano, poniendo ahora  el foco en el caso de las entidades maquinales y preguntándose si la capacidad  que se les atribuye  recubre el espectro de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos que no han de ser confundidos entre sí, y que marcan nuestra condición de seres de razón. Complementariamente he abordado  la aporía que supone el que el propio ser que da cuenta del universo relativice su peso en el mismo.

 

 

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27 de julio de 2022
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Madres que se van

El mito de la mala madre sigue muy presente en la puerta de cualquier colegio donde una chiquilla aparece en chándal el día de la foto de fin de curso o un niño va de carnaval con un fallido disfraz de robot en papel de aluminio arrugado. Y todavía peor, pende sobre aquella criatura a quien nadie espera a pie de autobús cuando llega de excursión. No nos ponemos en la piel de esa mujer –que podríamos ser nosotras– ni pensamos en una causa grave, sino que la juzgamos por dimitir del (aparente) cuidado de sus hijos, que serán objeto de mofa por parte del grupo. Pero, ¿por qué solo concebimos la negligencia o el desinterés en la madre? La inabarcable cultura del padre ausente sigue siendo tolerada, mientras ella, en cambio, será siempre la responsable porque “una madre es para siempre”.

Begoña Gómez Urzaiz ha escrito un magnífico ensayo titulado Las abandonadoras (Destino), donde perfila a algunas mujeres célebres que dejaron de lado a sus hijos por amor, o por no caer en el alcoholismo –como admitía Doris Lessing–. Se trata también de una historia sobre niñas y niños que fueron arrancados del vínculo maternal. Y lo más valioso es que sus páginas están escritas por la misma mujer que alterna las voces de una periodista autónoma, madre de dos pequeños, que se escapa jornadas enteras de casa para poder escribir, y la de aquella niña que fue, la misma que con una madurez impropia de su edad, se preguntaba dónde estarían los padres de Pippi Calzaslargas. Esa perspectiva moral domina el relato. Por ello, Gómez Urzaiz se pregunta por su malestar ante el egoísmo de Carol –la protagonista de la novela homónima de Patricia Highsmith– y reflexiona por qué le horrorizan tanto los internados. Y se detiene con esmero en “las víctimas”, las que no tenían a nadie que les hiciera una tortilla para cenar. Ahí están Pia Lindström, la hija que Ingrid Bergman abandonó por Rossellini; o Jordi Gurguí, el hijo de Mercè Rodoreda, de quien casi nunca se hizo referencia a su maternidad; o Robin, al que Muriel Spark dejó con cuatro años al cuidado de las monjas de un convento de Rodesia. También topamos con la trágica tristeza de Célile Éluard, que acude a abrazar a Gala, su madre, en el lecho de muerte de Púbol y esta no se lo permite. A través de sus historias, en las que se quiere despegar la culpa inmanente de la mala madre, reflexionamos sobre la cicatriz que permanece imborrable en las dos partes. Y es que Las abandonadoras es la lenta observación de un cortocircuito contra natura.

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26 de julio de 2022
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La redundancia nunca vale

Lo escucho cada día. En la radio, en discursos políticos, en conferencias y clases, de parte de alumnos y sobre todo de profesores.
Después de usar dos veces la misma palabra o idéntica expresión, quien habla exclama sonriendo “valga la redundancia”. Y así, mágicamente, se perdona a sí mismo y nos explica que la redundancia que acaba de cometer es aceptable … porque quien la perpetró así lo determina.
Pero no. La redundancia no vale.
Si yo hubiera escrito en la frase anterior: “…que acaba de cometer es aceptable … porque quien la cometió así lo determina (valga la redundancia)” eso significaría que yo no tenía un sinónimo o una solución creativa a mano para el verbo “cometer”, que mi vocabulario es limitado, que no me di el tiempo o el esfuerzo de pensar en una palabra como “perpetró” para evitar caer en repeticiones.
Es verdad que al hablar cometemos muchos errores y repeticiones. Pero este es el único error que tiene su propia frase de autoindulgencia. Decimos “valga la redundancia” … y ya está. Mágicamente, la redundancia vale.
Y como hace tanto que existe y se celebra, ya ni siquiera se la entiende como un pedido de disculpa. No: “valga la redundancia” es un orgullo, una medalla de honor. Lo resaltamos para que a nadie se le pase. Es como decir “el ladrillo del castillo … ¡mira, hice un versito!”
No señor, es una cacofonía. Hay que volver atrás y arreglarlo. Suena feo.
A veces pienso que “valga la redundancia” es la marca de este universo de Youtubers, Instagramers, magos y hadas de la televisión 24 horas sin parar. La improvisación, la espontaneidad, son los valores máximos de este momento. Y nada más espontáneo que lo que se nota dicho a las apuradas, sin pensar antes de hablar, sin buscar la vuelta creativa para no caer en la redundancia. Muchas de las frases que se hacen virales, memes, repetidas millones de veces, valen por ese carácter impensado. No tienen ningún sentido gramatical. Por eso son verdaderas. No pudieron haber sido escritas de antemano ni planeadas.
Discúlpenme, pero yo soy de la vieja guardia. Mi maestro en el buen decir era el maestro peruano Víctor Hurtado Oviedo, el jefe cascarrabias y puntilloso que tuve el privilegio de tener en la agencia Inter Press Service en Costa Rica. Con la misma carcajada de desprecio contestaba don Tito Hurtado un elogio a su odiado Luis Miguel. Si uno osaba decir “valga la redundancia” en su presencia, él hubiera bufado con sorna: “Estás diciendo: valga mi mediocridad”.
Pero hoy hay pocos editores y pocos maestros como él.
En un viejo cuento de Hermann Hesse que le encantaba a mi papá, un editor de diario, que imagino con los rasgos magros cortados a cuchillo del mismo Hesse, siempre regañaba a los jóvenes reporteros cuando escribían que un hecho policial era triste, dantesco, horripilante, trágico, impensado. Se enojaba sobre todo con los cansados comienzos de “cuando se levantó en la mañana, el señor August no sospechaba que terminaría destrozado bajo las ruedas de un carruaje”.
Los jóvenes reporteros lo odiaban. Pero siempre le hacían caso y sabían que su poda de adjetivos y sentimentalismo mejoraba sus textos.
Un día el editor murió. Encargaron al más bisoño de los periodistas escribir el obituario. El aprendiz puso la hoja en su ruidosa máquina de escribir y tecleó: “Trágico deceso de un prestigioso periodista”.
De pronto, el joven sacó la hoja del carrete y con la vieja pluma del maestro tachó la palabra “trágico”.

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21 de julio de 2022
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De Sex Pistols a Carl Einstein, pasando por las Grecas, Gary Gerstle y Trump

 

Cada día oigo a alguien lamentar la decadencia y la banalización de la cultura. Pensaba en ello mientras leía un sensacional texto hasta ahora inédito en su totalidad de Carl Einstein la culminación del ensayo de Gary Gerstle sobre Estados Unidos desde el New Deal a Trump y las series Pistol (una nueva versión de la historia del punk y los Sex Pistols) y Tokyo vice (periodismo y mafias en Japón). Viendo esta última me preguntaba, sabiendo la respuesta, por qué en España, con la crisis de guiones que hay, no se llevan al cine las tramas de corrupción empresariales, policiales, mediáticas y judiciales que en otros países democráticos han dado títulos tan sublimes como The wire.

No creo que seamos menos cultos, y por tanto, más tontos que en el siglo XX. Todo lo contrario, la minoría culta es más culta y la población en general somos más idiotas, idiotas con más prisa, dicho no como insulto, sino en el sentido etimológico, el de los que sólo participan de sus asuntos privados. Tampoco distingo una sola época en la que los autores no lamentaran la banalidad de su tiempo. Me refiero a los autores que seguimos leyendo o a los artistas que seguimos admirando, pues ya nadie se acuerda de aquellos que lo hicieron por pedantería y que se sintieron obligados a escribir sus obras para confirmar su teoría de la banalidad. 

Leyendo, pues, a tantos autores diciendo durante tantos siglos que vivieron tiempos decadentes, me pregunto cuándo empezó la caída, cuándo se inició el declive, la utopía al revés. Los románticos —y los surrealistas lo son— imitaron a los curas y llegaron a ubicar el paraíso perdido en el paleolítico, cuando ni siquiera se había inventado el alfabeto y es de suponer que tampoco la rueda o el taparrabos, pero sí el hacha de sílex. Hay que tener la buena fe  de Novalis o María Zambrano para sostener que hubo un tiempo en el que el ser humano vivía en unidad armónica con la naturaleza y el cosmos. Desde que el primate que fuimos supo utilizar la cabeza para algo más que embestir a otro primate, al menos hemos sabido inventar cosas tan  útiles como el Estado de Derecho y los instrumentos musicales.    

 Cultura en vena

Lo que sí existe es la banalización del concepto cultura, que yo llamaría, perdón por el neologismo, venalización de la cultura, venal de inyectar pseudocultura banal en vena y también, «vendible o expuesto a  la  venta» o «que se deja sobornar con dádivas»; es decir, aquella reducción del concepto cultura entendida exclusivamente como mera actividad económica que dicta el mercado,  da empleo o aporta capital al PIB, la cultura que desculturiza y nos tiene entretenidos sin hacernos sólo por ello ni menos tontos ni más felices. Si yo fuera editor, encargaría con urgencia un Diccionario de tópicos, actualizando el que hizo Flaubert. Y un segundo libro que comparara al egotonto neoliberal con el egotonto antineoliberal. Esto se me ocurre cuando veo a izquierdistas defender su parcela privada de saber con la ferocidad del lobo de Wall Street; cuando leo un texto en el que su autor, narcisista quejumbroso y solemne, se viste de Deleuze vestido de Foucault sólo para  comunicarnos la dificultad de ejercer un oficio en el que «pensar ni consuela ni nos hace felices», algo que ya había sido tratado con más profundidad en Yo no quiero pensar (Muñoz Rebull, Carmela y Tina, Las Grecas. Mucho más. Madrid: CBS, 1975) o cada vez que veo exposiciones o tesis académicas en los que los Procustos de hoy ajustan la práctica a la teoría, aunque tengan que cortarle manos, pies y orejas para que encaje dentro de su cápsula teórica. 

Había hablado de dos libros y una serie y ya llevo 650 palabras si mencionarlos, así que reto a la estadística, que dice que el lector digital apenas lee los primeros párrafos, y voy a ello:

Cómo los neoliberales perdieron el neo

En el reciente The Rise and Fall of the Neoliberal Order, America and the World in the Free Market Era, Gary Gerstle demuestra cómo la New Left y los demócratas Clinton y Obama apuntalaron el orden neoliberal republicano, surgido de las ruinas del New Deal, al igual que hicieron buena parte de líderes socialdemócratas europeos, hoy desaparecidos. Gerstle dice que a Biden le falta la mayoría para cambiar el orden normativo, que el neoliberalismo se ha desmoronado y que ante la amenaza interior del populismo autoritario (Trump, Orban, Le Pen, Abascal) incentivado por los países autoritarios que Occidente ha ayudado a enriquecerse y que ahora le amenazan  (Putin, Xi Jinping), la alternativa estará entre una socialdemocracia New New Deal y un conservadurismo híbrido entre los otros dos. Yo más bien creo que el neoliberalismo muta y se recombina. La izquierda social-liberal ha practicado un laissez-faire no sólo en lo económico, sino también en la universidad que organiza un saber fragmentado, el poder judicial que paraliza las reformas aprobadas por los parlamentos y en aquellos funcionarios que han privatizado el Estado y que se identifican con aquel cruzado místico de Indiana Jones, alucinados guardianes del Santo Grial. 

Sex Pistols en Londres, Makoki en Barcelona

La historia de la cultura tiene momentos de nihilismo y ruptura violenta. En la Europa de los años 20 fue Dadá y en la crisis de los años 70, el punk. Hoy vivimos uno de esos ciclos en los que fetichizamos el pasado, porque el presente angustia y el futuro asusta. No future fue el himno de los punkies. «No future for me / The fascist regime/They made you a moron/A potential H bomb», cantaba Johnny Rotten, ahora de nuevo noticiable por la serie Pistol de Dany Boyle y por haber declarado que «sería estúpido [moron], si no votara a Trump». La protesta, si sólo es queja sin alternativa, se ritualiza, se mercantiliza y envejece mal. Pistol está basada en las memorias Lonely Boy de Steve Jones, el skinkhead y  guitarra fundador del grupo, y es más convencional que la desmitificadora Sid & Nancy de Alex Cox. Boyle recupera el papel que ya dio Julien Temple (aparece en el film como un joven cineasta) a Malcom McLaren y a la diseñadora de moda Vivien Westwood, pero ahora como farsantes. Los dos eran situacionistas seguidores de Durruti y de Guy Debord, hartos de la ineficacia transformadora del hippismo. Uno de los momentos salvables del film es cuando contrapone la música adormecedora de Rick Wakeman con los riffs salvajes de Jones, que me recuerdan al gran Miguel Gallardo y su Makoki burlándose en la misma época de la soporífera Compañía Eléctrica Dharma que tocaba en Zeleste. McLaren primero quiso escandalizar a la sociedad norteamericana haciéndo vestir a los New York Dolls de rojos maoístas y después lanzar a los Sex Pistols como movilizadores  de la ira de la juventud lumpen, cebo publicitario de la industria cultural. Sex Pistols se inscriben en el mito del joven genio rebelde que muere en su propia llama y en las modas que nacen en las periferias urbanas para hacerse luego espectáculo mainstream. En mi opinión, lo mejor de los Sex Pistols fueron The Clash y el anarcopunk dadaísta de Crass, tan presentes en Barcelona.

Un sensacional inédito de Carl Einstein

Los ideólogos siempre ha tenido dificultades para conciliar la libertad individual con la acción colectiva y  consensuar las definiciones de realidad. El idioma alemán distingue entre Kultur y Kulturbegriff  (concepto de cultura), y entre Realität y Wirklichkeit, (un concepto más amplio que la realidad física). Mi buen amigo Klaus H. Kiefer acaba de publicar en Alemania la edición critica de Der Fabrikation der Fiktionen, obra inacabada de Carl Einstein, el gran divulgador anticolonialista  del arte africano  y autor de la revolucionaria novela cubista Bebuquin. Militante en el Spartakus de Rosa Luxemburg,  participó en las luchas de anarquistas y troskistas contra los estalinistas en Barcelona y después combatió en el frente de Aragón con Durruti, antes de suicidarse perseguido por los nazis en 1939. 

El libro es un sensacional libelo contra lo que había defendido hasta el momento y, sin citarlos, contra Breton, Picasso, Braque y Miró. Einstein buscaba una filosofía en acción  -«actúa, sé feliz», decía Deleuze-, para combatir el liberalismo y frenar el nazismo y el estalinismo. Su diatriba, por equivocada que me parezca su fórmula de justificar el  arte sólo si está al servicio de la acción revolucionaria, es fascinante y urge ser traducida. Tiene momentos sublimes, como cuando observa que «cuanto más se intelectualizan las mujeres, más violentamente se irracionalizan los hombres». Se burla de los intelectuales que creen que «lo imaginativo subjetivo determina decisivamente la realidad compleja». Memorable es también su retrato de los nuevos ricos, anarcocapitalistas que compran la originalidad moderna de los artistas para saciar su sed de diferenciación social, hacer olvidar sus origenes humildes y, en el caso de los surrealistas, estetizar sus neurosis sexuales. Es feroz su crítica a los pintores que creen que sus objetos poseen el poder de la magia para transformar el mundo, pero, ojo, ahora que se vuelve a leer a  Lukács, también fulmina a aquellos intelectuales revolucionarios que, atascados en discutir mil teorías y utopías paralizantes, creen que «sólo su versión conceptual del mundo es la única verdad objetiva, la única realidad válida». 

 

 

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21 de julio de 2022
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Arder de indignación

Mientras arde mi provincia, leo un poema del gran poeta zamorano Jesús Hilario Tundidor. "Hondos barcos de pesadumbre navega desde siempre el hombre... Todo se pierde, se nos va perdiendo... Todo se pierde, las palabras nunca contienen la distancia de lo perdido...

Y es verdad, lo perdido es sencillamente la representación de la distancia, de lo que se va, de lo que se escapa.

Y esa distancia en incontenible, indefinible, y trágica. ¿Qué pensar de quién provoca las llamas del olvido y la distancia?

Hereje no es el que arde en la hoguera, hereje es el que la enciende, decía William Shakespeare), y tenía razón porque...

... las hogueras no iluminan las tinieblas.

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21 de julio de 2022

André Malraux durante la Guerra Civil.

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Infierno y gloria

 

Malraux comenzó a escribir sus (falsas) memorias en un viaje en barco que duró dos meses a Oriente medio y extremo. Sus dos volúmenes forman una de las obras fundamentales del siglo XX

No hace aún muchas semanas, allá por el mes de mayo, escribía yo en un elegante digital acerca de los cuarenta años de infierno que sufren los grandes autores tras su muerte. No se sabe muy bien por qué razón, pero los editores se olvidan de sus mejores literatos tras su muerte, a veces durante medio siglo. Y ponía el ejemplo de Albert Camus, cuya maravillosa novela Le premier homme no se publicó hasta 1994, siendo así que Camus había muerto en 1960. Las excusas son múltiples, pero la más frecuente es la de “¡Oh, estaba olvidada en una caja de zapatos!”. Si hubieran tenido algún interés no habrían tardado treinta y cuatro años en encontrarla. Citaba también el caso de Samuel Beckett, pero hoy quiero saludar el regreso de uno de los talentos más grandes del siglo XX y una de sus obras fundamentales: las Antimemorias que acaba de editar Penguin en su colección Debolsillo. Una edición lujosa, en dos gruesos volúmenes (más de mil quinientas páginas) de tapa dura, que comprenden la totalidad del texto final publicado en La Pléiade. El editor ha sido Ignacio Echevarría, lo que da idea de la solvencia del monumento.

Porque se trata de un monumento, en efecto. Malraux comenzó a escribir sus (falsas) memorias en un viaje en barco que duró dos meses a Oriente medio y extremo. El resultado es, de acuerdo con Echevarría, “un libro extraordinario, verdaderamente extraordinario. Y asombroso también”. Coincido con el editor: estos dos volúmenes forman una de las obras fundamentales del siglo XX. Y está muy bien traducida.

Pero, cuidado, estas no son unas memorias al uso en las que se cuenta sólo lo que no molesta al autor. No: estas son unas memorias embusteras, llenas de falsedades asumidas y mentiras voluntarias. No por otra razón se llaman Antimemorias. Muchos han destacado ese aspecto, pero al tiempo que asumían que los recuerdos de Malraux, aun siendo falsos, eran verdaderos. El propio autor así lo asume, no se trata de confesiones (por las que siente un profundo desprecio) sino de vida vivida. Su ambición es extrema: “El hombre que aquí podréis encontrar es el que coincide con las preguntas que la muerte hace al sentido del mundo”. Es como si dijera, no se trata de mí, se trata de averiguar qué sentido tiene nuestra existencia y si he logrado enterarme de algo.

No pudo enterarse de todo, aunque lo que nos ha dejado en este libro equivale a media docena de grandes relatos filosóficos, empezando por San Agustín. No obstante, debe de ser la primera obra de un memorialista en la que se unen relato, tratado, ensayo, periodismo, travelogue y toda suerte de géneros, por lo que mi recomendación al posible lector es que lo lea de un tirón y como una novela. Piense que, aunque el diálogo con Mao Zedong sea en buena parte inventado (se conservan las cintas de la entrevista), lo increíble es que Malraux da una visión exacta del enorme país y una anticipación asombrosa de su futuro.

Como él mismo decía, los humanos somos un producto del azar y el mundo es puro olvido. Por esta razón, trabajos como el de Malraux en sus falsas memorias, o el de Proust buscando el tiempo perdido que tanto se le parece, van mucho más allá de la verdad y la falsedad. Plantean preguntas que carecen de respuesta hasta después de la muerte.

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20 de julio de 2022
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Simenon: las diez mil

Debe de ser una coincidencia no programada que cuando -en un infrecuente tándem editorial- Anagrama y Acantilado están sacando en elegante formato de bolsillo y traducciones inmejorables (algunas legendarias) la ingente obra novelesca de Georges Simenon, alguien, Patrice Leconte, que ya creíamos desaparecido del mapa fílmico, regrese a nuestra cartelera, que puso en él mucha fe en los años finales del siglo XX y primeros del XXI. Los últimos títulos suyos que yo recordaba haber visto son El hombre del tren (2002) y Coincidencias muy íntimas (2004), dos thrillers insólitos y originales, en especial el primero, poseído de una gracia que Ángel Fernández-Santos, reseñando el film a su paso por la Mostra de Venecia, definía muy bien: “la negrura de un thriller” y “la arrolladora negrura del humor de un inmenso cómico, Jean Rochefort”. Hay que decir, sin embargo, que ese humor negro a veces tan notable no derivaba solo de la comicidad de actores como el citado Rochefort, Fabrice Luchini, Johnny Halliday (el cantante), Anna Galiena, Sandrine Bonnaire, o Michel Blanc; Leconte los elige conociendo su sabiduría natural de las leyes que rigen la tragicomedia, añadiendo así, casi orgánicamente, el delirio  a Monsieur Hire (1989) y la farsa vestida de época dieciochesca a Ridicule  (1996). Son estas dos películas, junto a la memorable El marido de la peluquera (1990), las que considero sus obras maestras. La primera tomaba como base literaria Los esponsales de Monsieur Hire, novela que desconozco, pero poco antes de cumplir los 75, Leconte, en plena forma, nos ofrece su segunda adaptación de Simenon, con la particularidad de que en esta ocasión el director se atreve con el comisario Maigret, una figura icónica de la televisión y el cine francés que solía encarnar el competente actor Bruno Cremer.

No trazaremos aquí la historia de la larga filmografía simenona, aunque es justo resaltar los nombres de Jean Renoir, que en La nuit du carrefour (1932) llevó a cabo la primera traslación cinematográfica del libro homónimo, y Claude Chabrol, autor de la mejor de todas, Los fantasmas del sombrerero, magistral novela y magistral película (de 1982). Es asimismo imposible, al hablar del escritor belga, esquivar su extraordinaria potencia literaria, con más de doscientas novelas en su haber y otras muchas ocultas en seudónimos; inteligentes todas e inteligibles, tanto las que protagoniza el comisario como las que no son policiacas, los llamados romans durs. Su prolífica producción, que incluye también copiosas memorias íntimas y guiones de cine, tuvo una picante glosa personal en 1976, cuando siendo ya un setentón, Simenon le confesó a su buen amigo Federico Fellini en una entrevista publicada en L´Express que a lo largo de su vida se había acostado con unas diez mil mujeres, un logro facilitado por su precocidad venérea, ya mostrada a los doce, edad en la que perdió su virginidad con una chica tres años mayor cansada pronto de él. ¿Un superhombre de la palabra escrita y de la proeza sexual?

La gran noticia ahora es que la reaparición de Leconte en Maigret, adaptación de la novela Maigret y la joven muerta, conlleva la de su héroe titular, encarnado por uno de los mayores talentos franceses de la interpretación, Gérard Depardieu, que compone un personaje ácido e inseguro, antipático y torpe de movimientos, sin dejar de ser avispado y conmovedor en el seguimiento encarnizado del rastro de una joven asesinada con brutalidad, en quien el policía ve el fantasma de su propia hija. Con las gotas de humor que uno siempre espera de Patrice Leconte, la figura de Maigret vista de espaldas, tan ensanchada como lo está ahora el cuerpo de Dépardieu, es un constante guiño a los cuadros del señor del abrigo negro y el sombrero que, visto también por detrás, aparece con frecuencia en la pintura del artista belga René Magritte a partir de 1920: el hombre que “apunta al mundo con su mirada”, como escribió la historiadora del arte Susi Gablik. Y aún más juguetón se muestra el cineasta en el chiste del “esto no es una pipa”, dentro de la escena de los fumadores de pipa.

Sintética y oscura hasta el punto de ser tenebrista en su iluminación, Leconte no trata nunca de enturbiar la línea de la historia contada, ni de sacarle punta hermenéutica o lección moral. Se trata de algo muy esencial y muy gratificante, esa fidelidad suya a Simenon, quien cuando hace novela no persigue la metáfora ni se detiene en la introspección. En todas, las “duras” y las de serie negra, o al menos en decenas de ellas, el novelista es claro sin ser banal, profundo con levedad (excepto en la muy reputada y en mi opinión algo grandilocuente Tres habitaciones en Manhattan, llevada en 1965 al cine, con más pomposidad si cabe, por Marcel Carné). Y también es anti-explicativo y sobrio de palabra, lo que no le impide brillar en la ocurrencia y ser un maestro del giro novelesco. De ahí lo importante que es traducirle bien en el libro y en la pantalla. En España, en las ediciones a las que nos hemos referido, los nombres de Caridad Martínez, José Ramón Monreal, Carlos Pujol, Ignacio Vidal-Folch, Emma Calatayud o Núria Petit, entre otros, avalan la fidelidad y el gran acierto verbal. Es famoso, por el contrario, el caso, así podemos llamarlo, de Paul Celan, traductor de alguno de los primeros maigrets al alemán, en los que el gran poeta rumano de expresión germánica, desdeñoso de un confeccionador a granel de ‘polars’, recortaba el francés original y lo transfiguraba, con lo que, al decir del editor suizo-alemán Daniel Keel, Simenon quedaba hermético y verboso.

Leconte no le traiciona en el paso de un arte a otro. Hablé antes de la tenebrosa atmósfera creada en un París que refleja o hace pensar al menos en los años 1950, fecha en la que transcurre la novela. Un París que da miedo y morbo, lo cual conviene a una historia de perversiones sexuales y crímenes. Los diálogos (que firma el coguionista Jérôme Tonnerre), son concisos pero de rica sonoridad, sin buscar el apoyo sentimental o misterioso de la música, en la que conviven dos notables compositores, Bruno Coulais y Michael Nyman. Sus partituras son un complemento tenue y significativo, que no distrae durante la proyección y tampoco se hacen pegadizas al salir del cine, lo apropiado cuando lo que hemos visto en la pantalla no es un musical de Hollywood.

A pesar de los records carnales de Simenon, y de su amplia galería ficticia de personajes femeninos, no se puede decir que esos cuerpos amados o deseados estén descritos golosamente en sus páginas; también a tal respecto el escritor nacido en Lieja es recatado. Al cine le resulta imposible tanta reserva, especialmente ahora, cuando ha ganado libertades, aun perdiendo, por puritanismo, el atrevimiento de los excesos. Y aquí reaparece el talento en el casting de Leconte, manifiesto con el reparto femenino que le da réplica al gran Dépardieu. Las dos jóvenes, la víctima Jeanine y la tal vez cómplice Betty (no deben darse más datos), son de inocencia ambigua o retorcida, y tanto una, Melanie Bernier, como la otra, Jade Labeste, se hacen tan intercambiables como sustantivas en la trama. Frente a ellas, la Mujer Mala, que en este caso es una de esas actrices que depara al espectador asiduo la sorpresa de lo inesperado; secundarias no estelares que uno reconoce en su corta intervención o al ver su nombre en los títulos de crédito. Y aquí estaba, en Maigret, Aurore Clément. Debutó en 1974 de la mano de Louis Malle en Lacombe Lucien, pero yo no la recuerdo de esa primera vez. Le he sido fiel por París Texas y Apocalypse Now, por sus tres películas con Chantal Ackerman, por la María Antonieta de Sofia Coppola, y sobre todo por su casi simbólico pero determinante papel en El sur de Víctor Erice, donde tiene dos nombres, Laura/Irene Ríos, y una presencia meta-fílmica, perteneciendo ella a ese Sur soñado o tal vez falso que nunca llega a alcanzarse. Es una actriz de carácter (lo tienen sin duda las cuchilladas que da en este film de Leconte) y sigue siendo bella y dulce a los 76 años. Gracias a ella y a sus compañeras de reparto antes citadas, una historia tan abrumadoramente masculina como la búsqueda obsesiva y ajusticiadora del comisario Maigret amplía el espectro de sus mujeres y las multiplica en el puzzle de este relato macabro y amargo a la vez que estilizadamente sofisticado.

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20 de julio de 2022
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El Boomeran(g)
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