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En los zapatos del Maestro: herederos y pupilos en la ópera

Era el mismo teatro (el Metropolitan de Nueva York), la misma ópera (Otello de Verdi), la misma puesta en escena (ampulosa y anticuada, de Franco Zefirelli), los mismos trajes y decorados, la misma orquesta con el mismo director (James Levine). Pero la chaqueta de cuero color tierra con la que en 2001 había visto a Plácido Domingo, ahora vestía el corpachón del canadiense Ben Heppner.

La primera palabra que canta el protagonista – Esultate! – es el grito de triunfo de un poderoso señor de la guerra. Es un comienzo dificilísimo, un lanzarse a hacer tres vueltas en el trapecio en el primer salto, en frío. Domingo lo hacía con escalofriante maestría, como si fuera fácil.

En 2004, Heppner, un buen tenor, habituado a las maratones wagnerianas pero incómodo en Verdi, falló. Después fue mejorando su actuación, pero jamás logró que el público abandonara la extraña sensación de que el cantante que tenían delante era una especie de impostor ocupando el papel, la producción y el grito heroico hechos a la medida del gran Domingo, que ya había jubilado su Otello.

No recuerdo otro momento tan claro en que se viera lo que es habitual en la ópera e inexistente en cualquiera de las otras artes: el momento en que el cantante joven debe ponerse – literalmente – en los zapatos del Maestro.

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Hollywood tiene sus galanes maduros, sus malos sinuosos, sus amigas simpáticas de ‘la chica’, sus alcaldes corruptos y sus sargentos de mal carácter pero buen corazón. A los largo de los años, nuevos actores llenan los mismos tipos de papeles, pero no hacen una vez y otra y otra más la misma película.

Tenía que ser un loco como David Kronenberg el que pensara en volver a filmar Psicosis, de Alfred Hitchcock, con el mismo guión, similares escenarios y el plan del maestro, plano a plano, con nuevos actores. Resulta un ejercicio de estilo interesante para estudiantes de cine, pero lo mejor que se puede decir de la nueva película es que es innecesaria.

Hoy sólo se vuelve a hacer una obra maestra si no quiere jugar con la referencia, la traición y el homenaje: nadie más que los esforzados estudiantes de pintura tratan de pintar otra vez La Gioconda. La sofisticación del siglo XX llevó a que la recreación se convierta en un cambio, una nueva lectura, un homenaje disfrazado de traición a su vez disfrazada de homenaje, como las versiones pop de Andy Warhol, las deconstrucciones de las Meninas de Picasso o el cuento de Borges donde Paul Menard escribe, letra a letra, el Quijote.

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Pero la ópera es otra cosa. En el único arte donde se aplica sin pudor la palabra ‘contemporáneo’ a creaciones de comienzos del siglo XX, los teatros son mezcla de laboratorios donde se prueban nuevas puestas en escena – rompedoras, vanguardistas, desafiantes – con un arte canoro que aspira a ser un museo vivo. Año tras año se repite en los grandes templos de la ópera la treintena de títulos canónicos, con cantantes que aspiran a calzarse los zapatos de sus ilustres predecesores.

Entre los cantantes siempre hubo herederos. En el siglo XVIII sucedió con los castrati, en el XIX con las sopranos y los tenores, pero la manía de designar sucesores se disparó a partir de la posibilidad de grabar y traer las voces del ayer y compararlas nota a nota con las actuales. Enrico Caruso fue el primer cantante de la era del gramófono, y en su declive fue lógico que las compañías discográficas le buscaran sucesor. En los años 30 designaron a Beniamino Gigli como ‘el nuevo Caruso’.

Mientras los papeles de tenor dramático eran cubiertos en la posguerra por una sucesión de italianos sin problemas de autoestima, como Mario del Monaco, Franco Corelli o Carlo Bergonzi, muchos pensamos que el verdadero ‘sucesor’ de Caruso y Gigli fue el sueco Jussi Bjorling.

En el mundo de las sopranos, María Callas cayó como un terremoto sobre el mundo de la ópera. Mientras Renata Tebaldi y Victoria de los Ángeles ocupaban con honores el trono que había sido de Maria Caniglia o Toti Dal Monte, la Callas reinventaba todos los papeles y cantaba La Traviata o Tosca como si hubieran sido compuestas para ella y para la función que estaba cantando en ese momento.

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Pero en los noventa se produjo un gran cambio: un puñado de genios de la mercadotecnia inventaron la figura del nuevo divo, mediático, abierto al ‘crossover’ con la música pop y capaz de dar un lustre cultural a la más despojada discoteca, en una época en donde tiene valor parecer un poquito culto.

Ese fenómeno comenzó con los Tres Tenores, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y Josep Carreras. Cuando en 1990 el representante de Pavarotti inventó el fenómeno de masas de un show genuinamente popular con cantantes líricos, se inició un boom comercial que las discográficas no quieren ni pueden dejar caer con la muerte o jubilación de sus estrellas.

Es un buen momento para hablar de los candidatos a sucesores del trío tocado por el dedo del rey Midas, porque todos han pasado por el Liceu de Barcelona, el Teatro Real de Madrid y el Palau de les Arts de Valencia en los últimos años. Primero, el menos controvertido: Pavarotti designó como su ‘sucesor’ al peruano Juan Diego Flórez, y el joven tenor se está consolidando como un gran cantante sin rodeos ni desfallecimientos.

Su voz ligera, ágil, se asemeja, más que a la de Pavarotti, al tono incisivo de su compatriota Luis Lima o al elegante fraseo del mexicano Francisco Araiza, pero es mejor que ellos. Ha adquirido rápidamente fama extra-operística (su disco de canciones populares latinoamericanas es un éxito y su país ya le dedicó una estampilla), pero su repertorio – principalmente Rossini y Donizetti – es por ahora mucho más limitado que el del gran Luciano.

Por ahora el poner al delgado Flórez en los zapatotes de Pavarotti es más un movimiento de marqueting que de coherencia musical.

En una cosa coincidió en sus inicios con el tenor de Modena: era mucho mejor en lo musical que en lo teatral. Como cantante vino a Europa ya seguro, formado, con una técnica pasmosa. Pero como actor – algo importante en las comedias de ‘locura organizada’ de Rossini – fue creciendo desde un Conde Almaviva algo duro en El barbero de Sevilla que se vio en Madrid en el 2008 hasta el comediante suelto, que disfrutó e hizo disfrutar dos años más tarde en  La Cenerentola de Barcelona.

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Muy distinto es el caso del mexicano Rolando Villazón, un histrión nato que se encuentra todavía reponiéndose de una dolencia en las cuerdas vocales. Ojalá logre volver a ser el que fue hace 10 años, porque tres elementos podrían hacer pensar que Villazón está destinado a convertirse en el sucesor natural de Domingo. El primero es su relación con el maestro, que ha actuado y grabado con él más que con ningún otro joven intérprete de su cuerda. El mejor ejemplo de esto es el álbum Gitano, con arias y romanzas de zarzuela, cantadas por Villazón y dirigidas por Domingo. En el DVD que acompaña al disco, más que la usual relación entre director y cantante, se ve al maestro enseñando y aconsejando a su discípulo dilecto.

Villazón es un actor formidable con una muy bella voz, como demostró en el Liceu, la última vez hace un par de años un Elisir d’amore antológico que lo llevó a detener la acción y volver a cantar Una furtiva lagrima en cada una de las funciones.

El mexicano es un cantante mucho más volcánico y temperamental que su colega peruano. Parece estar siempre al borde del abismo, lo que hace que emocione hasta el tuétano al público, pero que también corra el peligro de dejarse ganar por la emoción. Domingo pareció siempre tener su carrera y cada movimiento sobre el escenario bajo control.

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Tres tenores más, uno europeo (el alemán Jonas Kaufmann) y dos  atinoamericanos, han sido también mencionados como posibles herederos del mítico trío. Estos últimos son los argentinos Marcelo Álvarez – una voz bella y muy cultivada, una imponente presencia escénica, como la que mostró hace tres años en el Liceu con Rigoletto – y José Cura – un tenor spinto, con la potencia y los graves que permiten hacer un Otelo de referencia, como el que trajo a Barcelona el año pasado. Pero ninguno de los dos se ha prestado hasta ahora al juego del divo mediático como Flórez o Villazón.

La polémica no se cerrará nunca, porque en la ópera hay casi tantos opinadores como en el fútbol, y más desde la proliferación de blogs y foros en Internet. Y mientras los empresarios de la música buscan crear nuevos divos para enfrentar la batalla ya perdida con las descargas y las grabaciones caseras, los forofos de la ópera seguiremos acudiendo a los templos de la lírica para tratar de recuperar una emoción de hace años, una función que sepa como aquella magdalena de Proust.

Tal vez ese sea el reto imposible de todo gran artista: llevar a su público a revivir los mejores momentos del pasado, a anular el tiempo, a recuperar lo perdido. 

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6 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una tragedia humana y cultural

Conocí a Jaume Vallcorba a finales de los años 70 y desde entonces habíamos tenido una relación continuada fundamentada en la amistad y el amor a los libros. Creo que nunca he conocido a nadie que tuviese tanto amor a los libros. De hecho, en estos últimos meses, cuando la enfermedad ya le estaba azotando con toda su furia, Jaume me insistió varias veces en que su relación con los libros había sido uno de los grandes acicates de su existencia.

Jaume representaba como nadie la figura del editor humanista. A una vasta erudición y un gusto exquisito sumaba un enorme conocimiento de la cultura occidental. Jaume Vallcorba era un hombre de letras que durante muchos años ejerció como profesor universitario y entre sus alumnos ha dejado huella de su vasto saber. Aunque su área específica eran las literaturas románicas, donde había seguido la maestría de Martí de Riquer, sus conocimientos se extendían a todas las etapas de la cultura europea. De este modo, cuando decidió dedicarse más ampliamente a la tarea de editor, pudo conciliar su vocación universitaria y su pasión por la edición. Cualquiera que repase los catálogos, primero de Quaderns Crema y luego de Acantilado, puede corroborar lo que acabo de decir. Mientras Quaderns Crema es un referente histórico en la edición en lengua catalana; Acantilado, en relativamente pocos años, se ha convertido en la editorial intelectualmente de referencia en toda España y en Latinoamérica.

Vallcorba, además de ser un editor muy sólido, era también audaz y se lanzaba a grandes proyectos que otros editores jamás hubieran intentado. De ahí, sus ediciones de Montaigne, Chateaubriand, y tantos otros autores clásicos que se han convertido en un tesoro textual para la cultura contemporánea gracias las cuidadosísimas publicaciones. La pérdida de Jaume Vallcorba abre un enorme vacío en la historia de la edición. Personalmente, para mí abre un enorme vacío desde el punto de vista afectivo, intelectual después de casi 40 años de amistad.

Recordaremos su amor a la literatura y a la vida. Es una tragedia humana y una tragedia cultural.



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6 de octubre de 2014
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?Catalonian mood?

Somos también nuestro estado de ánimo. A merced de la ventisca que golpea los ventanales, la bruma que cae como una panza blanca o el sol refulgente que nos crea la ilusión de ser nosotros quienes brillamos. A merced de las noticias que acortan la esperanza, las llamadas de teléfono inesperadas, una mirada hostil, una palmada en el hombro, un beso. Mood, lo denominan los anglosajones, alérgicos a declarar su predisposición para afrontar las batallas cotidianas sin pudor. De nada sirve nuestra impecable agenda ni la inclinación a la sonrisa si el sueño desmemoriado ha maleado el inconsciente, o si la lluvia fina tamborilea una balada que hacemos nuestra. No sabemos qué nos pasa, decimos, pero andamos con flojera. O todo lo contrario, estamos pletóricos. La productividad, el consumo, incluso la generosidad dependen de con qué pierna nos levantemos de la cama. El pasado mes de abril, científicos del Georgia Tech, el instituto tecnológico de Atlanta, y de los Yahoo Labs, la división investigadora del gigante de internet, informaron de que un elemento extraño estaba manipulando las reseñas de restaurantes on line. No se trataba de hackers invasores, ni de restauradores haciendo trampas digitales, sino, simplemente, de la influencia del clima. Después de analizar más de un millón de comentarios en webs concluyeron que las reseñas eran significativamente más positivas cuando se habían escrito en un día soleado (de entre 31 y 37 grados centígrados), y que en las críticas aceradas pesaba tanto la cocción excesiva de un pescado como el incesante aguacero que les había mojado los zapatos. La interesante conclusión de los tecnólogos fue que en la expresión de un deseo nos condiciona más el estado de ánimo que nos exalta, incomoda o reduce, que la razón. Un día nos comemos el mundo y al otro nos disolvemos en un pozo de quimeras, aunque lo disimulemos. En el formato de la rutina: la oficina, el coche, la tienda, soportamos al cuerpo en lugar de que este nos soporte. Y logramos negarnos y negar el instinto de supervivencia, además de nuestra capacidad para afrontar lo inmediato. La tendencia a la negatividad (y el pesimismo) se encadenan a la espiral descendente de la procrastinación -mejor lo dejo para mañana, nos decimos- autoboicoteando lo que más ansiamos. La influencia de la felicidad en nuestros intereses y elecciones es un campo fecundo para el marketing y los managements creativos. También para las reivindicaciones. Un sentimiento eufórico, posibilista, enfebrecido, que tanto tiene que ver con el estado de ánimo y su componente emocional -mucho más elevado que en Escocia- recorre estos días las calles de Catalunya. Por ello sus senyeres palpitantes son capaces de manifestarse con paraguas, y de fortalecer la idea del “ahora o nunca”, antes de que lleguen los fríos del invierno.

(La Vanguardia)

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6 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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"Una alucinación sin la alucinación": la Duna de Jodorowsky

Vi Duna en un cine desvalido de Buenos Aires a mediados de los ochenta. Del director, David Lynch, me había encantado El hombre elefante (1980), pero lo cierto es que quise ver la película porque allí actuaba Sting, que ese entonces yo adoraba sin filtros. No había leído la novela de Frank Herbert, que cuenta la historia de Paul Atreides, el hombre llamado a ser el Mesías y a liberar a su planeta Atreides (Duna) de la opresión de los Harkonnen, así que cuando terminó la función salí a la calle más confundido de lo normal. Me esforcé por rescatarla, pero la película era tan mala que no se podía. Lo que más quedó en el recuerdo fue el obeso Barón Vladimir Harkonnen flotando con la cara llena de pústulas y la mediocridad de los efectos especiales.

Son muchas las leyendas en torno a la fracasada adaptación de Duna al cine. Una de ellas, la más interesante, tiene que ver con Alejandro Jodorowsky y se cuenta en el magnífico documental Jodorowsky's Dune (2013), de Frank Pavich. La tesis de Pavich es la de muchos otros: la versión delirante y ambiciosa que planeaba Jodorowsky a mediados de los setenta es "la mejor película jamás filmada". En principio, Jodorowsky no parece el hombre adecuado para filmar una opera espacial de dimensiones épicas, sobre todo después de películas tan experimentales como El topo (1970); de manera inteligente, sin embargo, Pavich inicia el documental con una entrevista al realizador chileno, en la que cuenta que con su película quería que el espectador experimentara los efectos del LSD sin necesidad de haber probado la droga -"una alucinación sin la alucinación"--, y entendemos de inmediato qué le atrajo de esa novela que había decidido filmar sin siquiera haberla leído. Para un surrealista tardío como Jodorowsky, la historia de un planeta que produce una droga capaz de producir distorsiones en la realidad y expandir la conciencia podía verse como una historia necesaria.

El documental muestra también, quizás sin querer, otra de las razones de la atracción de Jodorowsky por la novela de Herbert: el nada humilde director podía proyectarse en la historia de un líder como Paul Atreides, destinado a liberar su planeta. Desde el principio, Jodorowsky concibe su versión no como una película más sino como un proyecto mesiánico, destinado a liberar a los espectadores. Así, los creadores de primer nivel que recluta para la causa -Moebius, Giger, Dalí, Orson Welles- son vistos como "guerreros"; Douglas Trumbull, el especialista de efectos especiales de películas como 2001, es rechazado porque el chileno ve en él a un hombre técnico sin las cualidades espirituales del "guerrero". Para el papel de Paul Atreides, Jodorowsky elige, por supuesto, a su hijo, a quien le da dos años de entrenamiento en artes marciales: no era suficiente actuar de líder, había que serlo.

Jodorowsky's Dune se deleita ofreciendo, a partir de los dibujos de Moebius en el extenso libro que Jodorowsky y su productor enviaron a los estudios de Hollywood buscando financiamiento, reconstrucciones admirables de escenas de la película que pudo ser y no fue, con detalles de cada una de las tomas (hay pruebas convincentes de que muchas películas posteriores, desde Terminator hasta Cazadores del arca perdida, se robaron escenas de ese libro). Queda la sensación de que quizás lo mejor es que no fue filmada; Jodorowsky no quería hacer concesiones y la película podía haber alcanzado fácilmente las doce horas. Humano, demasiado humano, el chileno asiste al estreno de la Duna de Lynch y se alegra de que haya salido tan mala. A su favor queda el hecho de que, con los años, también se alegra de que su versión se haya quedado ahí, con ese estatus mítico de lo que pudo ser y no fue.

    

(La Tercera, 4 de octubre 2014)

 



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4 de octubre de 2014
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El lujo antisistema

Hubo un tiempo en que el lujo se exhibía con teatralidad, presto a arrastrar el armiño por una escalera alfombrada y untar luego la tostada de caviar como si fuese mantequilla. A pesar de que los años 90 defendieran la desestructuración formal, lo desastrado no acabó de cuajar en la moda: “¡Oh, esta colección es el no finito de Michelangelo!”, escuché en aquel tiempo a la salida de un desfile de Comme des Garçons, las modelos se exhibían con mangas y bajos deshilachados. Servía para sublimar la foto, pero no para vestir la calle. Hoy, en cambio, una reina puede vestir unos ripped jeans, que es como los fashionistas denominan a los tejanos rotos, porque el lujo, además de democratizarse, se ha psicologizado, y su máximo valor es emocional. Pagas por la experiencia que te promete, por el acceso que te brinda a un universo desconocido, más que por su valor material. A excepción de los horteras, ya nadie entiende el lujo como ostentación porque su evolución también lo es de mentalidad. Debe de suscitar imaginarios, añadir a su plus de distinción otro de provocación, proyectar esa palabra cada vez más vacía de significado, “valores”, para conferirle contenido a la marca y venderla como un placer compartido. Esto es lo que, de nuevo, ha logrado Karl Lagerfeld, maestro en reformatear el lujo, en el último desfile de Chanel: El Grand Palais convertido en una avenida de adoquines por donde desfilaba una manifestación. Sus proclamas mezclaban feminismo y frivolidad, coquetería y humor: Desde “Haz la moda y no la guerra” hasta “He for she” “Be different” mientras sonaba “I’m every woman”. A Karl -de madre feminista y preocupado por el avance de la extrema derecha- le gusta rodearse de una troupe de chicas malas, como Elisa Sednaoui, la DJ Leigh Lezark o su última protegida, Cara Delevigne, que junto a la soberbia Gisèle Bundchen se metieron en el papel con brío dispuestas a demostrar que protestar es tendencia. Que nos lo digan por estas latitudes, con la piel levantada de tanto salir a la calle con la pancarta. George Clooney, que en más de una ocasión ha sido detenido en manifestaciones, como hace dos años frente a la embajada de Sudán en Washington, ha cambiado la protesta por el bodorrio. Sus más acérrimos fans, que ya le perdonaron tanto anuncio de café, se preguntan por los excesivos fastos venecianos. Amal Alamuddin, que debe de ser una mezcla entre madame Curie y Rita Levi-Montacini, pues de ella se alaba coralmente su inteligencia, acaso porque es guapa, es ya Amal Clooney. Una belleza libanesa de boca y nariz grandes, espigada como una modelo pero que pleitea por causas humanitarias, y exhibe el lujo a lo árabe, rodeada de las mujeres de su familia con esa mezcla obscena que forman un albornoz y una copa de champán. Al Clooney progre se le critica que se haya gastado 10 millones en un show mediático, pero, sobre todo, no se le perdona que haya renegado de su militante soltería y haya exclamado con ojos de corderito: “¡Qué bien se está casado!”. Las gladiadoras Se llaman Marta Xargay, Anna Cruz, Laia Palau, Alba Torrents, Nuria Martínez o Luci Pascua, algunos de los nombres-estrella de la selección española a las puertas de jugarse el título del Mundial de baloncesto. Sus movimientos en la cancha son tan plásticos como poderosos. Deberían de ser referentes para las jóvenes: espigadas y generosas, compiten con gozo y esfuerzo y contrarrestan la falta de fuerza física con creatividad y trabajo en equipo. Aunque las informaciones que tienen como protagonista a las mujeres deportistas apenas superan el 10% de todas las noticias de deportes, estas jugadoras-algunas compiten en la WNBA- vuelven a evidenciar que una de las pocas cosas que funciona en este país es el deporte. Diplo-gay-power “La fiesta más gay del embajador estadounidense James Costos”, así titulaba uno de los grandes diarios del país la crónica sobre la party que celebraba a partes iguales la rentrée y los dos años de Costos y su marido, el interiorista Michael S. Smith, en Madrid. Al igual que el embajador de Francia, Jérôme Bonnafont, también casado con un caballero, la diplomacia estelar ha sacudido bien las alfombras Y la verdad es que lo fue, con champán californiano y baile desenfrenado. Desde Miguel Bosé, Javier Cámara y Boris Izaguirre a Amaia Salamanca, Lorenzo Castillo, empresarios e incluso marines… Y, en cambio, los políticos brillaban por su ausencia. ¿Por miedo a las nuevas costumbres, al diplo-gay-power, a salir o entrar del armario? Taladra opacidades Es una de las escritoras más electrizantes del panorama y su último libro, El mundo deslumbrante (Anagrama) según Christina Paterson del Sunday Times es “de esas novelas que te hacen llorar (o casi) y pensar”. Desde que leí La mujer temblorosa -una erudita exploración sobre la relación entre cuerpo y mente- percibí que la voz de esta hija de noruegos nacida en Minnesota taladra opacidades y abre percepciones, y en eso consiste la buena literatura. Harriet Burden, su última protagonista, es una artista ninguneada que destapa un machismo más sibilino que el del tenis que aún impera en las artes y letras. Tiene toda la razón: ¿cuándo se prescindirá, en su caso, de la coletilla “la mujer de Paul Auster”? (La Vanguardia)

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4 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La tercera coalición

Por tercera vez en 25 años, Estados Unidos encabeza una coalición internacional para actuar militarmente en territorio iraquí, en esta ocasión para combatir a las milicias terroristas del Estado Islámico, que han ocupado una extensa región a caballo entre Irak y Siria. La primera la convocó Bush padre, bajo paraguas de Naciones Unidas, para recuperar por las armas el Kuwait invadido por Sadam Husein. Era por el petróleo: el dictador iraquí quería quedarse con los yacimientos kuwaitíes. Estaba en juego el derecho internacional y la construcción de un orden mundial tras la Guerra Fría. Suena a sarcasmo más de dos décadas después, pero así fue. La segunda, convocada por Bush hijo en 2003 y sin cobertura de Naciones Unidas, fue de voluntarios. Pero voluntarios a empujones en una guerra preventiva para derrocar a Sadam, ocupar su territorio e incluso, según insinuaban sus propagandistas, para hacer el negocio del siglo con su petróleo. Algunos lo hicieron con las empresas subcontratistas de seguridad, que cargaron con parte del peso de la ocupación. Dividió a los europeos y al mundo entero, destruyó el Estado iraquí y regaló a Irán la hegemonía en la región. La bandera izada ?más sarcasmo? fue la democratización del Gran Oriente Próximo y utilizó un torrente de mentiras, desde la existencia de armas de destrucción masiva en Irak hasta que Sadam Husein había sido el inspirador de los atentados del 11-S. La tercera, convocada por el presidente Obama, tiene tan buena acogida como la primera pero cuenta con tan poca cobertura legal como la segunda, y es en todo caso una guerra defensiva. Las milicias terroristas del Estado Islámico, además de degollar a sus prisioneros occidentales y difundir las imágenes por las redes sociales, exterminan a los chiíes, cristianos y yazidíes que no se convierten al sunismo; esclavizan a las mujeres; torturan y ejecutan a sus prisioneros e imponen el islam más rigorista a las poblaciones que someten. Por eso la bandera de tal coalición es la más justa que pueda izarse: la defensa de la vida y la dignidad de las personas. Y sin embargo... En cuanto vemos quienes la conforman, los motivos que tienen para integrarla o las acciones emprendidas, meros bombardeos aéreos de dudosa eficacia, asoman las dudas. Ahí están los mismos que ayudaron a la construcción del Estado Islámico en Siria, como Arabia Saudí y Qatar. Está Turquía, interesada sobre todo en evitar la independencia kurda. Irán y Siria, formalmente ausentes, son los más ocupados en derrotar al islamismo suní. Para los europeos, cada vez más ensimismados en su seguridad, el temor es el del día siguiente, cuando regresen los terroristas reclutados en Europa. Pero el mayor dolor de cabeza es para Obama, que quería terminar su presidencia con todos los chicos en casa y se ve presionado de nuevo a poner pie en tierra iraquí por tercera vez en un cuarto de siglo. Y sin garantías de que esta vez vaya un poco mejor que las anteriores, incluso con la sensación de que una vez dentro será para mucho tiempo. 



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4 de octubre de 2014
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Álamo y bambú

Hay hombres que parecen personajes de novela, aunque nunca les ocurra nada excepcional; y en cambio existen tipos aparentemente anodinos a quienes les suceden asuntos que superan cualquier ficción. Aun careciendo de poses y mohines atormentados, son mucho más interesantes que los primeros, pero su apariencia ordinaria les resta prestigio social. Ya lo decía Oscar Wilde: el verdadero misterio está en lo visible, no en lo invisible. Ahora, las experiencias propias no son intercambiables. Es más, son inverificables. De ahí la brecha que aleja la teoría de la práctica y el deseo de la experiencia. Las mujeres se sienten atraídas por el misterio masculino, aunque a menudo quedan atrapadas en el tópico. De nada sirven las advertencias de los gineceos domésticos en los que se destripa a los alérgicos al compromiso que siguen enamorados de su madre. Una suerte de fatalidad asalta al sentido común, y la atracción hacia una idea de hombre terrenalmente elevada pervive, incluso sin haber podido verificar su existencia, pues el amor no cabe en una hoja de Excel. Dirán: «¡Ah, el cine, con sus héroes irresistibles que lo mismo cantan una balada con voz ronca que andan como si jugaran al polo!». Esos hombres incorrectos que se dan aires de vaquero, por mucho que hoy en día nadie beba ya aguardiente y el desaliño represente un lamentable anacronismo. El ideal se agranda en la imaginación, pero en la realidad se convierte en un mal sueño. Ni la generación X, ni la Y, ni tan siquiera la Z, han podido escapar al perfil de seductor. «Los seductores son como taxis con la luz verde que prefieren las carreras cortas, y la mayoría de las tías quieren una carrera larga, buscan el amor eterno. ¿Aún no te has enterado?», le decía un viejo a un joven en una laya del sur. Solo en las letras de algunas canciones se cuela la palabra «eternidad» relacionada con el amor. A pesar de todo, ¿qué sería el ser humano si no lo moviera un ansia de gran amor? Siempre habrá algo que se nos escape a los hombres y mujeres, aunque hayamos alcanzado una confortable velocidad de crucero. Hace años, al terminar una relación, escribí una carta de desamor, decir larga es poco, que terminaba con una frase absurda: «Prefiero ser álamo que bambú». Recibí su respuesta en una sola línea: «¿Qué significa lo del álamo y el bambú?»

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2 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Itinerario poético

En los círculos profesionales se da por sabido que a los novelistas les pasa con las novelas de los demás lo mismo que a los grandes cocineros con los platos cocinados por otros: a los primeros les pueden fascinar por ejemplo cuestiones técnicas, semánticas o incluso escatológicas y a los segundos  quizá les desconcierta la presencia de un condimento insólito o la técnica utilizada para ligar todos los elementos que constituyen el plato. Pero si al final les preguntas a unos y otros si el plato es comestible o la novela legible te miran como se mira a un mentecato que sólo se interesa por cuestiones perfectamente banales y sin el menor interés.

Por idénticas razones  se da por sentado que el peor crítico de una obra es el autor de la misma, pues posee tanta información y habla tan “desde dentro” que si pretende ofrecer una interpretación no hace sino aportar confusión. Y ahí está aquél Madame Bovary c´est moi que ha dado origen a un prodigioso cúmulo de sandeces, con el agravante en este caso de que Flaubert nunca dijo semejante cosa, al menos por escrito.

Pero como podrá comprobar el lector, a Octavio Paz no se le puede tachar de manipulador. Las seis conferencias que Atalanta publica bajo el acertado título de Itinerario poético  son bastante más que una lectura comentada de lo más notable de su producción a lo largo de cuarenta años de ejercicio de la poesía. Como dice el propio Paz en la conferencia inaugural (dictada el 4 de marzo de 1975 y hasta ahora inédita al igual que las cinco siguientes) lo que pretende es situar cada poema en su  contexto literario, social y personal, “mostrar que los poemas no nacieron del aire, sino que se insertan en unas circunstancias que son, a la vez, sociales y personales”. Paz sin embargo era muy consciente de las interferencias que puede provocar un autor al hablar de su obra. “El poeta debe desaparecer para que el lector se las arregle a solas con el texto, porque el lector es el segundo autor del poema. Su lectura lo rehace y lo cambia”.

En este sentido Octavio Paz no es sospechoso de pretender guiar al lector mediante una interpretación avalada por su derecho como autor. Una de las características más valoradas  en Paz era su capacidad de reflexión y autocrítica recogida en títulos tan conocidos como El arco y la lira, Puertas al campo o  Los hijos del limo, muchos de los cuales eran casi contemporáneos de sus mejores recopilaciones de poemas.

Y justamente porque el autor es tan respetuoso con la libertad del lector y tiene tan claro que el objetivo de estas conferencias era sumar en lugar de restar (anatemizar las interpretaciones ajenas en beneficio de la propia) la lectura del presente itinerario poético resulta tan enriquecedora.

La poesía moderna, o para entendernos, la que ha surgido a lo largo del siglo XX es difícil y oscura porque muchas veces se ha querido heterodoxa, rompedora y subversiva, y no hay más que dar un repaso a los poetas dadaístas y surrealistas para ver qué significa ese afán de ruptura y revolución, o releer al maestro de todos ellos, Mallarmé, para apreciar lo que quiere decir el término “hermético” que tantas veces se le aplica.

Aunque es una pérdida irreparable que no exista una grabación de las conferencias, al hilo de lo que Octavio Paz va diciendo de las circunstancias que rodearon la creación de un poema, lo que buscaba decir en ese momento, o aquello contra lo que reaccionaba, casi parece estar escuchándole al ofrecer joyas tan delicadas como esta:

 

La hora es transparente:

vemos, si es invisible el pájaro,

el color de su canto.

 

Como dice Alberto Ruy Sánchez en su estupendo prólogo,  “Si su obra de creación y reflexión son “dos alas del mismo pájaro” que vuela alto y veloz hacia el fuego del sol, estas conferencias son la columna vertebral de ese vuelo”. Poder “escuchar” de labios del autor lo que él consideraba más valioso de lo que produjo entre 1935 y 1975 es un auténtico privilegio.

 

Itinerario poético. Seis conferencias inéditas.

Octavio Paz

Prólogo de Alberto Ruy Sánchez

 

Editorial Atalanta

 

 

 



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2 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Esa China

Hay movimientos políticos encapsulados que no sintonizan con el mundo exterior y los hay conectados con las vibraciones globales. Esto es lo que sucede con la campaña de desobediencia civil ciudadana que viene reivindicando de forma pacífica elecciones libres y democráticas en Hong Kong bajo el nombre de Occupy Central. Los siete millones y pico de habitantes de Hong Kong son muy pocos frente a los 1.300 millones de chinos. Apenas son 800.000, una quinta parte del censo hongkonés, los que fueron a votar en junio en un referéndum, calificado de ilegítimo e ilegal por las autoridades, sobre cómo deben realizarse unas elecciones democráticas. Quizás llegan a 100.000 los que se han movilizado estos días en el centro de la ciudad. Y sin embargo, la reivindicación con todas sus consecuencias del principio democrático (una persona un voto) es una amenaza intolerable para Pekín, que no teme tanto unas elecciones libres como la mimetización del ejemplo en el resto de China. La propuesta avalada por el Partido Comunista, y que rechazan los manifestantes, admite el sufragio universal pero establece el derecho de veto sobre los candidatos en función de su espíritu patriótico. Un consejo electoral en el que Pekín tiene mayoría es el que elegirá a los candidatos idóneos que se someterían al sufragio universal. ¿Y cómo se puede distinguir un patriota? Hay que remitirse al pequeño timonel Deng Xiaoping, fundador de la actual China a la vez comunista y capitalista. Es alguien que respeta a la nación china, apoya la soberanía china sobre Hong Kong y no quiere dañar la prosperidad y la estabilidad de la excolonia. Son palabras de hace 30 años, cuando cerró con Margaret Thatcher el acuerdo inicial de retrocesión de Hong Kong a la soberanía china para 1997. Atendían a la expresión 'un país, dos sistemas', que permitía mantener la sociedad capitalista construida en la época colonial, incluidas las libertades civiles, a cambio de la recuperación de la soberanía china sobre su territorio. Eso ha sido así hasta ahora, aunque en el conflicto actual surge de nuevo la clave del tipo de patriotismo exigido por Deng, que es precisamente la soberanía, algo que para el Partido Comunista de ninguna manera puede estar en manos de los hongkoneses. Ni tampoco de todos los chinos, puesto que para ellos no rige el principio democrático. Tras el acuerdo entre Deng y Thatcher, llegó la Ley Básica, la constitución fabricada en Pekín con el consenso británico y hongkonés. En 2017, 20 años después de la unificación, debían celebrarse elecciones democráticas, y hasta 2047 había que mantener los dos sistemas, una evolución que conduce a que China converja en el principio democrático o que lo suprima como está intentando ahora. En mitad del debate constitucional, en 1989, llegó una mala noticia, que estremeció a los hongkoneses y que no se han quitado todavía de la cabeza: la matanza de Tiananmen, una cuestión finalmente de soberanía, es decir, de su negación a los ciudadanos en favor del Partido Comunista. ?Somos hongkoneses, somos asiáticos, no somos esa China?, rezan algunas pancartas del movimiento. La democracia también crea identidad y patriotismo. El problema no es China. Es una China en la que no cabe un Hong Kong democrático y pluralista.



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2 de octubre de 2014
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El Boomeran(g)
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