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Acuerdo objetivo entre seres inteligentes

Es obvio que cuando una persona juzga que el líquido que se dispone a ingerir es incoloro e inodoro y cuando, un instante después, juzga además que es insípido, está actuando en conformidad a su condición de ser inteligente. Y caso de que se esté confundiendo y tomando por agua lo que en realidad es vino, diremos que su inteligencia ha fallado por tales o cuales motivos, en absoluto que no había en él capacidad de intelección. Nótese que caso de discusión el objeto mismo es la última instancia, y el soporte del acuerdo entre los seres de conocimiento. De forma si se quiere más sofisticada, la objetividad es también el último criterio cuando la comunidad científica delibera sobre la estructura del átomo de hidrógeno o el spin de un electrón. Y aunque se trate de una objetividad de orden diferente es también objetivo el juicio afirmando que raíz cuadrada de dos es un número irracional, o que (en un espacio euclidiano) todo triángulo tiene como predicado que la suma de sus ángulos equivale a dos rectos. En cualquiera de los tres casos, el ser humano que mostrara desacuerdo sería remitido a la objetividad, y de persistir sería considerado un ser en el que la mera subjetividad prima, y por consiguiente un ser poco apto al acuerdo objetivo, que se incrementa, cabe decir, en la medida misma en la que el peso de la subjetividad disminuye. Pero en la inteligencia humana no todo juicio legítimo es cognoscitivo y, por ende, el criterio de su legitimidad reside en los dos tipos de objetividad que marcan la experiencia y la ciencia.

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24 de marzo de 2023

National Cancer Institute

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Aterrizaje en el planeta cáncer

 

No suelo mirar casi nunca la pantalla del ecógrafo en las revisiones anuales, pero esta vez me encaré con el monitor, transgrediendo la aprensión. Y ahí estaba, engreída y ostentosa, una mancha. “¡Cuánto hacemos en la vida por no mancharnos!”, pensé mientras oía las palabras punción y aguja gorda como si llevara tapones en los oídos. Al salir a la calle, las aceras parecían nubes. Lo urgente se diluía ante la palabra mancha , que colonizaba todos los rincones del pensamiento.

La incertidumbre no solo desplegaba sus plumas negras, sino también las misteriosas, ese algo nuevo por vivir. “¿Cómo estás?”, me preguntó mi médico, dos días antes de tener los resultados. “Aterrizando en un nuevo planeta”, le respondí. El mundo seguía encendiendo las luces de sus escaparates, los jóvenes se sentaban en el parque, una anciana con collar de perlas compraba apio a mi lado.

Y ahí estábamos nosotras, casi 300.000 personas al año, andando con nuestro negro diagnóstico. Cómo vas a dejar de oír el rumor de la chiquillada en del patio de colegio, untado del aroma del puchero de las cocinas, después de saber que tienes un adenocarcinoma de mama. ¿Cuál será tu último café, mientras el sol te deslumbra y el día no promete igual para todos?

Esas ideas se plantan en quienes reciben como diagnóstico esa palabra alarmante, vecina de la muerte aunque ocurra en un 66% de los casos. Enseguida releí a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad, uno de los mis libros preferidos –que me recomendó Juanjo Millás–. En su prólogo, Oliver Sacks subraya que el ser humano, cuando enferma, necesita convertirse en narrador, fraguar un relato de su enfermedad. Porque dentro de cada paciente hay un poeta que intenta salir. Y para ello necesitas un médico que sepa llegar a tu carácter.

En el planeta cáncer, cada pequeña noticia que desmiente un mal mayor es una victoria. Así me lo advirtió Miquel H. Bronchud. No comprendía cómo podían felicitarme tanto: “Qué maravilla de anatomía patológica”. “Luminal A, de los más curables”. El lenguaje cambiaba de bando, y amortiguaba un campo semántico grave con palabras felices.

Una de las mejores medicinas me la administró Antonio de Lacy, mientras aguardaba los resultados del PET-TAC Full Body, una prueba de terror para descartar metástasis. Lacy cogió un folio blanco y escribió en mayúsculas la palabra NO. Me agarré al papel junto a la medalla de la Milagrosa, y me puse a observar detenidamente los lugares por donde respira el dolor. Lo olí muy de cerca en las salas de espera oncológicas; allí nadie habla. Miradas bajas, calvicies brillantes, pañuelos incómodos cubriendo la cicatriz de la química. En los boxes, donde te preparan para las pruebas nucleares, no se puede leer ni mirar el teléfono. ¡Si al menos sonara Bach!

“Me fui del Vall d’Hebron porque dejé de coger las manos de los pacientes. Un día, una mujer ingresada quería verme. Estaba muy malita, pero yo tenía un zoom. Al día siguiente murió. No me lo perdoné. Había perdido la esencia de la medicina. Se premia al que publica y se olvida al buen médico”, me confiesa mi oncólogo Javier Cortés, que me coge la mano con su piel áspera, pues la psoriasis ha sido su manera inconsciente de procesar el dolor.

Son legión quienes luchan para humanizar la medicina y quitarle el estigma al cáncer. Pero urgen creatividad y medios. Porque una vez sales del planeta, la vida cambia de relieve, incluso de tamaño. Has sentido el aliento de lo finito, y ello te hace imparable.

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23 de marzo de 2023

'Eneas y su padre abandonando Troya' (1635), de Simon Vouvet, el héroe que inspiró a Virgilio la 'Eneida'.

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Vuelta al clásico

 

Andrea Marcolongo presenta al héroe Eneas como un gran resistente (eso que los cursis llaman ahora “resiliente”)

 

Sucede en Italia, como en la España de mi infancia, que tienen un genio literario nacional y lo imparten en los colegios. El suyo es Virgilio y el nuestro Cervantes. La lectura del Quijote en los colegios era obligatoria y recuerdo los dolores de cabeza que forzaba en nuestras débiles imaginaciones. El idioma de Cervantes, a pesar de no haber cambiado tanto como el inglés de Shakespeare, era inasequible a los bachilleres. La labor de Trapiello, modernizando la escritura del castellano y haciéndolo asequible a la población más sorda al lenguaje del renacimiento, es tan encomiable como los centenares de miles de ejemplares que ha vendido.

Pero en Italia el genio nacional es un poeta y su obra, la Eneida, no puede “modernizarse” porque está escrita en hexámetros latinos. Ya imaginan los problemas que eso provoca, al tiempo que eleva el nivel de la educación italiana varios cientos de kilómetros por encima de nuestra pobrísima enseñanza. Como es de suponer, todo ciudadano de Italia conoce versos virgilianos de memoria y tiene una enormidad de textos de apoyo que van desde los ensayos doctísimos a los cómics.

La presencia abrumadora del genio nacional hace que, sorprendentemente, su obra se eclipse y no sólo eso, sino que casi no hay estatuaria o monumento en su memoria. De hecho, en España tenemos la suerte de que Cervantes sigue siendo muy grato de lectura y su aprecio entre la población es indudable. No sucede lo mismo en Italia, donde las dificultades del latín virgiliano suponen un obstáculo grande en el aprecio de la epopeya fundacional. Para remediarlo, la simpática Andrea Marcolongo ha publicado un ensayo curioso, ameno y a ratos bromista, sobre Eneas bajo el título de El arte de resistir (Taurus). Ha querido representar al héroe, Eneas, como un gran resistente (los cursis dicen “resiliente”) ya que no se puede exhibir como un héroe de la fuerza, a la manera de Aquiles, o de la astucia como Ulises. Eneas es el héroe del Hado, de la obligación, del deber, el que todo lo sacrifica por el cumplimiento de su destino.

El libro está pensado para italianos, pero también los españoles podemos aprender mucho de la épica latina. Para empezar, Virgilio ha mantenido su presencia a lo largo de miles de años, no sólo como uno de los mayores poetas de Occidente, sino también como profeta del cristianismo, como santo milagrero, como nigromante, como mago… es, en fin, una figura interesantísima y muy bien contada por Marcolongo. Es remarcable el extenso y magnífico capítulo sobre la escena más conocida del poema, los trágicos amores de Dido y Eneas. La reina de Cartago ha sido una de las heroínas más admiradas en todos los tiempos y una de las pocas que tienen en su haber no menos de una veintena de óperas, madrigales, canciones y composiciones varias. Ello se explica por la belleza poética del escenario. A la manera de Ulises y la reina Calipso, Eneas conoce a Dido y de inmediato estalla la carga erótica. Pasarán juntos una temporada de amores volcánicos, pero cuando Eneas decida volver a su deber de resistente, es decir, a la fundación de una patria que sustituya a la perdida Troya, la bellísima reina no podrá soportarlo y se suicidará.

Pasmosamente, Marcolongo, que da muestras de un feminismo muy puesto al día, no llega a justificar a Eneas, pero tampoco se compadece de Dido con la misericordia habitual. Es una muestra más de la inteligencia de esta treintañera que ya ha publicado dos inesperados superventas sobre el clasicismo: La lengua de los dioses y La medida de los héroes, ambas en Taurus.

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21 de marzo de 2023
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El metaverso contra el cine

Hace ya más de medio siglo que John Ford, probablemente el mejor narrador cinematográfico que ha dado la industria del celuloide, predijo la crisis del cine. Ante la cada vez mayor duración de los largometrajes y la consagración del realizador-director como una suerte de genio artístico: el autor, Ford se rebeló para reivindicar el carácter artesanal de su trabajo y los límites del lenguaje fílmico. “Cuento historias que duran hora y media porque las nalgas de una persona no soportan sentadas en una butaca más de ese tiempo”, vino a declarar el cineasta de origen irlandés, un agudo pensador como muestran sus cartas personales pero un sarcástico personaje ante las preguntas intelectuales de Peter Bogdanovich, las indagaciones de Jean-Luc Godard para Cahiers du Cinéma, o ante las alabanzas poéticas de François Truffaut.

Ford fue el creador del western moderno, el último vestigio de la épica en la época actual como lo describe Jorge Luis Borges, aunque el escritor argentino tenía entre sus preferidas otra película, El delator (The informer, 1935), el primero de los cuatro óscar que ganó Ford como mejor director. El propio cineasta confesaría, sin embargo, que su dedicación al género del oeste se debía al hartazgo por las intrigas en los estudios de Hollywood; de ese modo disfrutaba durante la filmación de largas excursiones campestres con amigos, en Arizona, en Colorado o en su espacio favorito de Utah, Monument Valley.

A pesar de que algunos tildaron a Ford de racista, como el virulento Quentin Tarantino, el director de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) evolucionó con las ideas de su tiempo, recreando historias tan honorables como Centauros del desierto (The searchers, 1956), Sargento negro (1960) u Otoño cheyenne (1964), donde dejó bien clara su posición liberal ante cuestiones tan espinosas como el holocausto indio o la xenofobia. Incluso conviene recordar su alegato feminista de la mano de una soberbia Anne Bancroft en la postrera Siete mujeres (1966).

Si el western terminó languideciendo no fue por falta de veracidad como puede sugerir el propio Tarantino, sino por otras aparentes trivialidades. Como explicó en su día Lee Marvin (el actor que encarnaba a Liberty Valance), apenas hay carretas o diligencias ni siquiera en los museos etnográficos, y restaurar o alquilar las pocas que existen en condiciones para una película cuesta una fortuna. El cine, como ha ocurrido con muchas otras actividades creativas, se ve sometido al paso del tiempo, a la precariedad de sus bases materiales y a los cambios que transforman el gusto de los espectadores. Es muy simple de entender: cambiar de época supone multiplicar el gasto de producción.

Fue el éxito del cine, paradójicamente, lo que liquidó la ópera como escenografía preferida del gran público para reducirla a un panteón de exquisiteces elitistas. El mismo cine que dejó sin sentido a la novela de largo recorrido que triunfaba en el siglo XIX, al igual que la fotografía desbordó a la pintura realista. No solo contaba historias, sino que el cine supuso un salto cualitativo a la hora de expresar sentimientos, de retratar y hasta de fijar los modos de los estados de ánimo. Lo supieron los grandes cineastas clásicos, del citado Ford al maestro del suspense Alfred Hitchcock, del afilado lacrimógeno Frank Capra al paisajista Akira Kurosawa, y en especial Howard Hawks, cuya alquimia en los diálogos subvertía cualquier género. Lo explica de modo didáctico Alexander Mackendrick en el libro publicado recientemente en nuestro país por la editorial Alba, Hacer cine, con prólogo de Martin Scorsese.

Mackendrick, autor de magníficas películas como El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) o No hagan olas (1967), se retiró de los rodajes para dar clases en el Instituto de las Artes de California, cuyas lecciones constituyen la esencia del citado volumen. Nos hace reflexionar sobre la importancia que tuvo el cine mudo para configurar el lenguaje cinematográfico, una expresividad no verbal basada en los primeros planos, las largas secuencias, los zooms, la música o la iluminación, por no hablar del montaje, que consigue plasmar el pensamiento y la espiritualidad de los personajes. “El cine trabaja con sentimientos, sensaciones, intuiciones y movimiento –advierte Mackendrick–, cosas que comunican con el público a un nivel no necesariamente sujeto a una comprensión consciente, racional y crítica”.

Luego vendría el apogeo de la televisión, a la que respondió el cine con grandes pantallas y efectos especiales tanto en las propias salas como en la posproducción de las películas, derivando hacia otro tipo de espectáculos, como los IMAX, las multipantallas y hasta las exposiciones inmersivas de fotopinturas que tanto gustan en la actualidad. El cine, convertido en una experiencia sensorial, parece finalmente una especie de viaje lisérgico, una ceremonia de euforización sensitiva más que una expresión artística. En cambio, los personajes actuales, más complejos, relativistas y sin maniqueísmos, necesitados de más minutaje para su comprensión contemporánea, han encontrado refugio en las nuevas series televisivas –cine en pequeño calibre y de duración maleable, en definitiva– que se pueden seguir domésticamente sobre reproductores también cada día más grandes y nítidos. Y a cualquier hora y en duración personalizada.

El penúltimo paso lo acaba de dar el mismísimo Hollywood. En vez de asumir los múltiples formatos audiovisuales en un mundo cada vez más ilusoriamente digital, ha oscarizado una película dedicada al metaverso con protagonistas chinos, cuya tradición cuentista se tiñe siempre de fantasía inverosímil. Todo a la vez en todas partes, es una pamplina caótica que, según sus propios exégetas, busca atraer a las nuevas generaciones hacia las vacías salas de los cinematógrafos, jóvenes y adolescentes colgados del tik-tok y el Instagram, apenas interesados por las historias que duran más de tres minutos. Se trata de la rendición final del cine con los bárbaros a las puertas de Roma y sin trigo para alimentar el pan con el circo.

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20 de marzo de 2023
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Memoria sentimental

Corazón tan blanco es el mismo libro de todos los inviernos. Vuelvo, una y otra vez, a fragmentos que ya ni recordaba. Fragmentos que parecen melodías, que sólo consigo recordar si empiezan a sonar, tres segundos bastarían para saber cómo siguen. Pedazos de literatura, frases sueltas o páginas enteras, que recuerdo como una película de infancia, la canción de desamor que escuchaba en bucle hace cinco años o el rostro de alguien en quien me fijé con esmero. Forma parte de mi memoria sentimental. Es posible que, para algunos, Corazón tan blanco sea una novela sobre las consecuencias de no usar la razón. Para otros, el resultado de pensarlo todo demasiado.

La escucha escondida de las primeras páginas marca los tiempos de la novela. Escuchar, saber, es peligroso. Se intuye que el gran misterio de la vida es la gente. ¿Por qué hacen lo que hacen? Ese no he querido saber, pero he sabido puede marcar una vida entera. Un corazón tan blanco que poco a poco se va ennegreciendo pues, como bien dijo Marías, no se sabe si es tan blanco por ser demasiado puro o, simplemente, por ser un cobarde. Cada uno libra sus propias batallas, de ahí que el imaginario de Javier Marías, sus divagaciones constantes, logren emocionarnos. Hoy me doy cuenta de una cosa: las pasiones amorosas, diversas, son raras. Sólo funcionan si son sutiles, si se hacen de rogar. Si existe, en la cabeza del apasionado, ese conjunto de posibilidades, imaginaciones varias y muchas dudas, fruto de la incertidumbre.

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16 de marzo de 2023
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Ironías

Una de las ventajas de hacerte el tonto es que ante ti el otro se cree un sabio y empieza a desplegar todas sus carencias en forma de cultura automática. Fulminarle suele ser tan fácil que casi cuesta, en parte porque a los irónicos no les gustan las facilidades.

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La ironía es una de las formas más elegantes de la verdad, la otra es callar.

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Un perdedor de palabras es un perdedor de amigos, decía un filósofo taoísta, a lo que se podría añadir: y un perdedor de amigos es un perdedor de palabras: va dejando palabras infames por ahí sin darse cuenta de que las palabras vuelan y de que tarde o temprano llegan al oído que tienen que llegar. A veces para hacerlo atraviesan continentes y océanos como las aves migratorias. Es imposible imaginar una conducta menos irónica.

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Todas las sonrisas del irónico están motivadas por la piedad.

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Los que hablan de sus otras vidas se colocan a sí mismos en épocas memorables, en momentos estelares de la historia de la humanidad. Mujeres que dicen que fueron cortesanas amigas de Pericles y de Aspasia, en cuya casa tomaban el aperitivo: vino con especias y pan con pasas. Hombres que conocieron a Alejandro Margo, que viajaron con él hasta el Indo, o que estuvieron con Jesucristo poco antes de la última cena, en una callejón de Jerusalén. Pocos dicen que en otra vida fueron una gallina o un salmón. ¡Nos falta ironía con el más allá!

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Humildad zen (para compensar tanto esplendor): “En mi vida anterior/ debí de ser, / como mucho un gorrión.”

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16 de marzo de 2023

Almas en pena de Inisherin

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Los dedos del amigo

Me emocionó y me asustó la película que se ha ido de Los Ángeles sin premio y ni siquiera con comentarios corteses o atentos. Me refiero a "Almas en pena de Inisherin" ("The Banshees of Inisherin"), extraordinaria obra escrita y dirigida por el dramaturgo irlandés Martin McDonagh, aunque pongo ante todo mis cartas personales sobre la mesa del Boomeran: mi interés y mi fascinación, más que estéticas, son de índole personal, incluso íntimas.

Un día, hace 25 años, mi mejor amigo, un inseparable, no se puso al teléfono, ni dio explicación de ningún tipo a su silencio, que se hizo, a medida que pasaban los días, más drástico, más inquietante.

En la película, que trascurre en el caserío marítimo de una isla irlandesa tal vez imaginaria, el espacio vital de los dos protagonistas, Padraic el campesino rechazado, Colm el violinista rechazador, es reducido y casi parroquial. Por el contrario los amigos de los que yo hablo vivían en el Madrid de la Transición y no había una guerra civil al fondo, como en el film; con lo cual les resultó más fácil a los dos españoles disimular o ignorar la dimensión de la brecha abierta en su larga y profunda amistad.

En la aldea de ficción creada por McDonagh el amigo que ya no quería seguir viendo o hablando a su amigo del alma se siente un día obligado a dar razones de su actitud. Padraic le aburre ("Padraic is dull"; le pesa, o le carga, diríamos nosotros). Y para hacer visible y quizá más lacerante su actitud, cada vez que Padraic intenta acercarse o reconciliarse, Colm se mutila, uno por uno, los dedos de una mano. Sin mostrar odio.

McDonagh tiene una gran talento para la comedia, y su película nos hace muchas veces reír. Yo la vi risueño y embobado por el hermoso paisaje donde viven ellos dos y los animales que les acompañan, pero en mí como espectador en los cines Renoir se superpuso aquella tarde la sombra del amigo que un día dejó de serlo y me lo hizo saber. ¿Somos sin darnos cuenta, tanto en la amistad como en los amores, una carga pesada que -si no sabemos llevarla bien o compartirla- conduce al pozo de la ausencia? El escritor y cineasta irlandés no quiere ser del todo pesimista y hace juegos de mano o espejismos con los fantasmas . ¿O son resucitados? Honrado como artista, bordea la tragedia constantemente, evitando el fácil sobresalto del "gore" y los finales felices. Quizá por eso no le han dado los premios.

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15 de marzo de 2023
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Expresiones entrelazadas de una verdadera inteligencia

 

Es indiscutible que las redes neuronales artificiales son susceptibles cuando menos de conocimiento experimental. Sin embargo, cuando se habla de Deep Learning se apunta a algo más radical. Se está entonces pensando en entidades que podrían (no es desde luego el caso, por el momento) llegar a dar la clave de nuestro propio funcionamiento como seres inteligentes. Ello supone considerar que cabe atribuirles el comportamiento cognoscitivo implicado en la técnica (primera característica del ser humano) que supone conocimiento de la causa por la cual una u otra acción tiene tales o tales efectos.

En el ser humano, la capacidad técnica se trascendió en esa forma esencialmente desinteresada de conocimiento que es la ciencia, concebida como aspiración a hacer inteligible el entorno natural, y bajo otra modalidad, hacer quizás también inteligible al propio ser humano. En consecuencia, para que en Deep Learning pudiéramos encontrar un modelo de nuestra inteligencia  habría que atribuirle también digamos la capacidad y disposición propias de un científico. De manera más precisa:

Tomamos como punto de arranque la existencia de un artefacto apto a recibir información, procesarla, dar respuesta a un “interlocutor” maquinal o humano a la que se alude con la expresión “aprendizaje profundo”. Pero además, aceptamos provisionalmente que esta “profundidad” es tal que a la capacidad de hacer descripciones y previsiones el artefacto añade la de explicar esos fenómenos. En el caso de AlphaFold2 (artefacto del que me he ocupado profusamente en columnas anteriores) capaz   de un-folding ese fold que llegó a anunciar; capaz de, mostrar la razón de la concurrencia de  los elementos simples  o planos,  a fin de hacer emerger un elemento complejo; capaz en suma de ese despliegue de conocimiento que (como hemos visto) le negaba precisamente su “colega” maquinal OpenAI. Y es de señalar que como los humanos no tenemos por el momento ni la capacidad previsora que muestra Alpha-Fold2, ni menos aún el conocimiento de las causas de lo así previsto, ha de excluirse que estas hipotéticas virtudes cognitivas del artefacto fueran   el resultado de una programación.

Pero hay nuevas exigencias. Nuestra inteligencia además de una dimensión cognoscitiva (con traducción en experiencia, técnica y ciencia) tiene   asimismo a un funcionamiento que responde a imperativos de orden ético, imperativos reguladores del comportamiento. De pasada: al hablar de ética suele hacerse referencia a un campo más extenso que el de la moral; es usual entender por esta el conjunto de normas arraigadas a las que en principio los individuos de un determinado grupo obedecen; un individuo que trasciende las normas de la moral pudiera no trascender una exigencia ética, que eventualmente pusiera en cuestión tales normas. Cierto es que la moralidad es también atribuida por ciertos y relevantes autores a animales, pero pongo por el momento entre paréntesis la discusión al respecto, para ceñirme a la moralidad indiscutible, la moralidad del ser humano.

Y hay una tercera modalidad de inteligencia puesta de manifiesto en los juicios llamados estéticos, en la que intervienen las mismas facultades que en las anteriores, pero en cada caso diferentemente ordenadas y jerarquizadas. Una entidad maquinal inteligente tendría que abarcar esta tripartición de la inteligencia que en columnas ulteriores ilustraré con ejemplos.

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14 de marzo de 2023
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El obispo prisionero

Cuando en agosto del año pasado el cerco de acoso policial se cerraba alrededor de monseñor Rolando Álvarez, obispo de la diócesis de Matagalpa, y aún sus mensajes alcanzaban las redes sociales, su voz se dejó oír, desolada, pero con entereza, con una oración que empezaba: “Señor, Señor…vengo de una larga noche; estoy saliendo de las aguas saladas. Ten piedad. La soledad es una alta muralla que me cierra todos los horizontes. Levanto los ojos y no veo nada. Mis hermanos me dieron la espalda y se fueron. Todos se fueron…”.

La calle frente a la casa episcopal estaba tomada por decena de agentes, las esquinas cerradas por retenes, no dejaban pasar alimentos, le habían cortado la energía eléctrica, y él, en compañía de unos pocos, esperaba el momento en que entraran a apresarlo, como realmente sucedió, pues el poco tiempo lo llevaron prisionero a Managua; y, mientras tanto, sus hermanos obispos de la conferencia episcopal siguieron en silencio.

A esas alturas, los párrocos de las iglesias de la diócesis de Matagalpa, y los de la diócesis de Estelí, también bajo la autoridad de monseñor Álvarez por vacancia de la sede, se hallaban bajo persecución, y luego también serían metidos presos, mientras otros habían huido al exilio; y las pequeñas estaciones de radio y televisión administradas por los curas en las regiones rurales, habían sido desmanteladas.

Se le acusaba de “desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales”. Sus imprecaciones desde el púlpito sonaban a exorcismos: “a la oración el demonio le tiembla, a la oración de un pueblo unido el demonio le tiembla…está el mal ahogándose, estremecido ante la oración de un pueblo…”.

Su prédica se había vuelto insoportable para el régimen. La suya era la única voz profética que quedaba resonando en el país después que monseñor Silvio José Báez, obispo auxiliar de Managua, había sido enviado al exilio, una concesión del Vaticano para aplacar las furias de la dictadura contra la iglesia, que no hizo sino exacerbarlas. El nuncio apostólico fue expulsado, las procesiones religiosas se hallan ahora prohibidas, los sacerdotes extranjeros han sido deportados, y órdenes religiosas enteras, entre ellas las Religiosas de la Caridad fundada por la madre Teresa de Calcuta, deportadas también.

Menudo y ágil, a sus 56 años es capaz de desplegar una gran energía juvenil, montado a caballo por los caminos de montaña, o en pipante por los ríos, para llegar a las comunidades más lejanas en sus visitas apostólicas; de patear la pelota de futbol con los jóvenes, y de bailar en las fiestas campestres de los feligreses, un carisma que no desperdicia.

En octubre de 2015, el régimen otorgó a la empresa canadiense B2Gold una concesión de explotación minera a cielo abierto en el municipio de Rancho Grande, que pertenece a la diócesis de Matagalpa. Los pobladores se declararon en rebeldía, denunciando la catástrofe ambiental que se avecinaba. Monseñor Álvarez se puso a la cabeza de la protesta, y los acompañó en una manifestación se más de 15 mil personas. El régimen organizó una contramarcha con empleados públicos, que resultó un fracaso. Ortega tuvo que llamar por teléfono al obispo para anunciarle que la concesión había sido anulada.

Pero le fue anotado en su cuenta. Cuando tras las masacres de 2018 contra la población civil alzada en las calles, Ortega se vio forzado a abrir un diálogo nacional, monseñor Álvarez se hallaba sentado del otro lado de la mesa, reclamando el cese de la cacería de jóvenes, y de las “operaciones limpieza” en los barrios; y advirtiendo que el único camino para acallar las protestas era devolverle al país la libertad y la democracia.  También le fue anotado en su cuenta. Una celda esperaba por él desde entonces.

Cuando en febrero de este año la dictadura decidió desterrar a los prisioneros políticos hacia Estados Unidos, puso a la cabeza de la lista aquel reo incómodo, que en las audiencias judiciales aparecía digno y desafiante, ajeno a la cháchara de los fiscales y jueces. Pero se negó a subir al avión. “Que sean libres, yo pago la condena de ellos”, fue toda su respuesta.

Del aeropuerto fue enviado a la Cárcel Modelo. "No acepta que lo metan en una celda donde hay centenares de presos", se quejó Ortega en cadena nacional de radio y televisión. Lo acusó de arrogante. ¿Por qué, se preguntaba, si se trata nada más de “un hombre común y corriente”? Grave equivocación. Lejos de ser un hombre común y corriente, aún en su uniforme de presidiario, monseñor Álvarez es un símbolo. El símbolo más poderoso del país.

Casi de inmediato, porque los actos de venganza se cumplen en Nicaragua con celeridad, un tribunal dócil lo condenó a 26 años de prisión por traición a la patria, le suspendió sus derechos ciudadanos a perpetuidad, y lo despojó de la nacionalidad nicaragüense.

Ahora vive sus días en una celda de aislamiento, y nadie puede verlo, ni siquiera sus familiares. Nada se sabe de él. Y aquella oración suya que cité al principio, seguirá en sus labios: “el miedo y la noche me rondan como fieras, y sólo me quedas Tú, como única defensa y baluarte”.

Y un país entero que lo acompaña.

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13 de marzo de 2023

Jeanne Moreau, en 'La Notte', de Antonioni.

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«Ce qui fait marcher le monde, c’est le cul et l’argent»: una visita a Jeanne Moreau

 

Mi memoria flaquea, pero me acuerdo muy bien de lo que me dijo Jeanne Moreau un verano lejano, en una casa solitaria, entre campos de girasoles y lavanda, cerca de Avignon. Fue en julio de 1989, los días en los que el festival de teatro que se celebraba en el Palais des Papes aún era un referente mundial que reunía a periodistas de toda Europa. La edición de aquel año tenía, además, un aliciente especial: el retorno de la actriz, después de casi cuatro décadas, al lugar donde había debutado en 1947.

El director Antoine Vitez le había pedido que encarnara a La Celestina en la obra que abría el festival y ella había aceptado, porque —dijo— se lo debía a su tutor y creador del certamen, Jean Vilar, pero me pareció entender que a sus 61 años, embarcada en filmes de poca sustancia, necesitaba un regreso a los orígenes y a la frescura perdida de la nouvelle vague.

Mi memoria flaquea y no guardo la entrevista que publiqué en el magazine de La Vanguardia, pero me acuerdo muy bien de que, hablando del deseo y del amor, dejó sin terminar una frase. Tras un breve silencio, sus ojos se hicieron más oscuros y me dijo que no había entrado en su personaje hasta que, al mirarse en el espejo, maquillada con las arrugas y la huella de la cuchillada que marcaban el rostro de la Celestina, «puta vieja alcoholada», vio la sombra de su cicatriz interior. «Ce qui fait marcher le monde, c’est le cul et l’argent», me dijo con voz cazallera, antes de sonreír como sonreía en Jules et Jim, cuando era joven y cantaba Le tourbillon. El sentimentalismo c’est dégueulasse, el amor no admite reglas. Lo dijo sin un ápice de duda, y a partir de ahí se abrió y me confesó que el único gran amor de su vida había sido Orson Welles, al que echaba en falta y al que veía como el rey destronado, no de un reino real o abolido, sino de un reino imaginario. Me dijo que no le importaba que la consideraran la mujer inalcanzable que nunca promete amar para siempre o que la identificaran con la canción de Oscar Wilde que entonaba, tan hierática, en Querelle de Brest, de Fassbinder, Each man kills the things he loves. Ella veía la vida como un regalo, un don que agradecía cada día, y dijo y volvió a decir que nunca se dejaría vencer como habían hecho muchas de las mujeres que había conocido.

Con Orson Wells

Después dijo muchas más cosas. La noche del estreno, Moreau fue un torbellino, declamando, bailando con los pliegues de su amplísima falda, subiendo y bajando por la monumental escalera que Yannis Kokkos había montado en la Cour d’Honneur, una escalera moral que unía infierno y cielo. La obra duró demasiado y las ráfagas del mistral a veces borraban las palabras. Cuando Sempronio y Parmenio mataron a la Celestina, la representación perdió fuerza y parte del público, ya de madrugada, abandonó la función.

Mi memoria flaquea, pero me acuerdo muy bien que durante un tiempo cité su frase, adaptación afortunada de un saber popular. Hoy creo, en cambio, que lo que mueve realmente el mundo es un mayúsculo y vanidoso Ego que necesita sexo, halago y dinero para engordar. Mi mala memoria no recuerda qué filósofo o qué Séneca de bar dijo que, si  el adolescente está contra el mundo, el joven quiere cambiar el mundo y el adulto desea someter el mundo, al anciano, lo único que le  reconforta es ser reconocido por el mundo. Me temo que la realidad es más simple y que, de momento, van ganando quienes reducen sus aspiraciones, en todas las edades, a los dos últimos.

Con permiso de la Real Academia, corregiría a mi aforista favorito, Lichtenberg: «Amarse sólo a sí mismo al menos tiene una ventaja: no hay muchos rivales.»

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13 de marzo de 2023
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