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 La fórmula con la metáfora

Y quiero enfatizar una de las tesis del texto de Novalis citado en la anterior columna:

“Si uno pudiera siquiera hacerle entender a la  gente que con el lenguaje ocurre lo mismo que con las fórmulas matemáticas... Estas constituyen un mundo en sí mismas; juegan solo consigo mismas; no expresan sino su maravillosa naturaleza y precisamente por eso son tan expresivas – precisamente por eso se espeja en ellas el singular juego de relaciones de las cosas”.

El sorprendente hecho de que las matemáticas den cuenta de la realidad física es una cuestión sobre la que se han interrogado múltiples científicos y filósofos.  La sorpresa misma es indicativa de que, de entrada, se considera que, en su esencia, los entes matemáticos no son reflejo en la mente de una realidad exterior, sino cosa exclusivamente mental, lo cual implica:

Las reglas que determinan las conexiones entre las mismas (que Kant veía como generadoras de auténtica novedad, es decir, de una síntesis que va más allá de la yuxtaposición de los elementos de salida), no exigen subordinación a una objetividad ajena a la propia tarea de la mente. Los métodos para descubrir y corregir errores, las hipótesis que se avanzan, los criterios para contrastarlas, serían cosa generada por los propios conceptos matemáticos, estos tendrían por así decirlo “vida” propia. Perseverar en tal “vida”, es decir, enriquecerla permanentemente con nuevas adquisiciones, vencer la amenaza de necrosis que supone la mera estabilidad (la reiteración de lo ya alcanzado) sería el objetivo primordial de la matemática. La matemática trabajaría al servicio de sí misma.

Interesantísima la afirmación de que es precisamente su independencia, la libre expresión de la riqueza de las vinculaciones, lo que habilitaría a las matemáticas para llegar a ser espejo de las cosas. Las cosas no forjan aquello en lo que se reflejan. Habría una primacía ontológica del espejo conceptual, en el cual las cosas vendrían ulteriormente a reconocerse; reconocerse tan exhaustivamente que ya no quieren saber de sí más que a través del espejo. De ello sería eco el hecho de que los físicos sólo se expresen en lenguaje matemático. Esto sería una prueba más de la autonomía del lenguaje, del cual las matemáticas no dejan de ser una manifestación.

Cuando se plantea el problema de la singularidad del ser humano, de la irreductibilidad (me atrevo a decir) de la inteligencia humana, en el seno de la animalidad, el texto de Novalis ayuda a reafirmarse en una  convicción: el hombre es el ser hábil para  fraguar fórmulas y hacer surgir metáforas; unas y otras, en lo esencial, al servicio exclusivo  del propio lenguaje.

 

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13 de julio de 2023
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Una escena

 

La mayor parte de las actuales confesiones reales de escritores que cuentan su particular martirio son inverosímiles precisamente porque son reales

 

Hay algunas rarezas de la conducta humana que sólo son aceptables en las novelas. Ninguna ciencia puede dar cuenta de ellas y si el psicoanálisis no pertenece al orden de la ciencia, sino al de la literatura, es porque suele ocuparse de estas rarezas tan singulares y únicas, normalmente espantosas. Las novelas contienen un saber oscuro sobre los humanos que no puede encontrarse en ningún otro lugar y, si se encuentra, es por imitación de la novela, como en el cine, pero de un modo menoscabado.

Es en el primer volumen de su trilogía levantina, continuación de la trilogía europea que publicó El Asteroide, donde Olivia Manning pone a su protagonista de visita en una gran mansión colonial cuyo dueño, un alto cargo del Gobierno británico, le recibe con extremada caballerosidad. Estamos en El Cairo y aunque Manning nunca facilita el año de la acción, ha de ser hacia 1942 porque los aliados están tratando de expulsar a Rommel del desierto y EE UU acaba de sufrir el ataque de Pearl Harbour que cambiará el destino de la contienda.

En medio de una conversación trivial con los visitantes se oyen gritos en el jardín de la mansión e irrumpe una mujer desesperada, que se derrumba desvanecida en un sofá. Tras ella, los sirvientes traen el cuerpo de un niño de once o doce años y lo extienden sobre una de las grandes mesas del despacho. Al cuerpo le falta el ojo izquierdo, el derecho está apagado, tiene un gran agujero en la mejilla por la que se ven los dientes y otras roturas espantosas. Uno de los sirvientes le dice al atribulado caballero que el pobre chico había cogido una bomba enterrada en la arena creyendo que ya había explosionado y le estalló en plena cara.

El caballero, sin duda padre de la víctima, le limpia con ademán mecánico la sangre seca de la boca mientras musita, “está muy débil, ciertamente, pero se repondrá, de momento hay que darle de comer”, y manda a uno de los sirvientes a por una sopa mientras continúa limpiando al muchacho. Cuando le traen el gran cuenco de sopa, el caballero coge la cuchara y trata de darle de comer, pero la boca está destrozada, así que empieza a verter el líquido por el agujero de la mejilla. Los visitantes se retiran horrorizados.

La escena es terrible, pero lo peculiar, a mi modo de ver, lo que es extremadamente eficaz para describir el desvarío del padre ante el cadáver de su hijo, es ese momento insoportable en el que comienza a alimentarle por el agujero de la mejilla. Y eso sólo es posible en una novela. Lo más curioso es que el lector, o por lo menos esa fue mi reacción, no sólo asume la escena por la célebre suspensión de la incredulidad, sino además porque tiene la convicción de que aquel horror lo tuvo que vivir en persona Olivia Manning. La experiencia es tan brutal, tan agobiante, que no puede uno imaginarla: ha de haberla vivido.

Evidentemente, puede tratarse de todo lo contrario, puede ser una muy notable muestra de imaginación, como es lo propio de los grandes narradores, pero la exactitud de la descripción y sobre todo la peculiar extrañeza del gesto enloquecido del caballero dando la sopa a su hijo por el agujero de la mejilla, es lo que impone un aire tenebroso que lleva a sospechar el conocimiento personal.

Quizás es este detalle lo que me lleva a pensar que la mayor parte de las actuales confesiones reales y verdaderas de escritores que cuentan su particular martirio (una amigdalectomía, la muerte de la madre, el terremoto, el suicidio de un amante, el secuestro del abuelo) son inverosímiles precisamente porque son reales y carecen de ese misterioso elemento, ese veneno infalible de la gran ficción, a saber: que puede ser más verdadera que cualquier confesión, siempre que no nos quiera imponer una realidad.

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11 de julio de 2023
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La tontería del género

 

En 2007, un juez de familia de Murcia, Fernando Ferrín Calamita, retiró la custodia de sus hijas a una mujer por ser lesbiana, con unas argumentaciones a juego con su segundo apellido: “Es el ambiente homosexual el que perjudica a los menores y que aumenta sensiblemente el riesgo de que éstos también lo sean”. Tampoco había dejado adoptar a una niña por la pareja femenina de la madre.

Hacía dos años que en España se había legalizado el matrimonio homosexual. I will survive, de Gloria Gaynor se convirtió en la banda sonora del mismo país que, durante el franquismo los represalió. Hoy, dieciséis años después, Giorgia Meloni retrocede siguiendo la escuela Calamita con una medida que dejará a varios huérfanos civiles.

En los años ochenta surgió un nuevo arquetipo relacional: el mejor amigo gay, a quien se le suponía diversión, pluma y desparpajo. El estereotipo era muy rentable para los chistes y la fiesta, untado por esa pátina de Loco Mía que hiperbolizaba el amaneramiento. Las series de televisión se enriquecían con ese personaje de voz aguda y cantarina, que aconsejaba sobre el bolso perfecto. Pocas veces asomaban el dolor, las picaduras de la marginación e incluso de la violencia, que sí afloraba en el cine y la literatura. Los suyos seguían siendo espacios silenciados.

Y, a pesar de que el grueso de la sociedad reivindicara sus derechos, siguieron siendo expulsados de trabajos, recibiendo ofensas o palizas. No se trató la homosexualidad como una cuestión seria, estigmatizada en la sociedad aunque tolerada (en carne propia) por sus élites. “Estoy cansada de esconderme y de mentir por omisión”, declaraba la actriz Ellen Page, cuando hizo público que era lesbiana.

En Una homosexualidad propia (Destino), Inés Martín Rodrigo, una excelente periodista cultural y ganadora de un Nadal, confiesa que de niña no tuvo referentes. Nació en 1983, y en el colegio le llamaban marimacho. Según la RAE, se define así a “una mujer que en su corpulencia parece un hombre”. Esa palabra la golpeó durante años; le gustaban el balón y el Scalextrix, no tuvo Barbies, se refugió en la lectura. Y se encontró.

Recuerdo que almorcé hace un par de años con ella. Me habló de su pareja. Di por hecho que era un hombre. Actué como esos padres que, cuando se juntan con sus bebés, se dicen: a ver si son parejita de mayores. Ni por asomo piensan que pueden emparejar con alguien de su mismo sexo.

La madre de Inés murió de cáncer, cuando esta tenía catorce años: “Me pasé toda la juventud triste, hasta que fui capaz de recordarla con la misma alegría que su rostro siempre desprendía”. Admite que nunca pudo decirle: “mamá me gustan las mujeres”. Martín, una mujer discreta, dice que no es valiente, pero que en los momentos críticos hay que dar un paso al frente. “Sin miedo. Con orgullo”.

Desde el siglo XVIII, el concepto de progreso alumbró a la civilización, a derechas y a izquierdas. Hoy, el látigo populista hace ideología del cuñadismo, la que desafía el consenso y emponzoña la libertad. Especialmente, la sexual. Se arrancan banderas del arcoiris y los delitos de odio contra el colectivo se duplicaron el año pasado.

Algunos partidos anuncian el retroceso sin pestañear, dispuestos a enderezar el viejo orden del que no considera al diferente como igual. No solo es nostalgia falangista. En Polonia existen espacios libres de personas LGTBIQ. Y en Hungría pueden detenerte si pronuncias la palabra gay. La fobia se extiende y una apestosa nostalgia celebra esa moral arqueológica que persigue, como afirma Abascal: “La tontería del género”.

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10 de julio de 2023

Virginia Woolf con su cuñado Clive Bell, 1910. New York Public Library.

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Virginia Woolf: recorrer el mundo para registrar lo que pasa en la mente

 

Paul Bowles hizo una inteligente reflexión sobre la literatura de viajes en el ensayo Desafío a la identidad, título que ya de por sí propone una definición tan concisa como incontestable de lo que el viaje plantea al viajero. Para él, el mayor placer era "leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que ocurrió lejos de casa". Lo de menos era la información sobre hoteles, rutas o sugerencias de vestimenta.

Y esto es lo que encontramos en este invento editorial -inspirado tal vez en la edición de Jan Morris Travels with Virginia Woolf (1997), si bien los contenidos y su disposición divergen-, que recopila y ordena cronológicamente lo que escribió la autora de Al faro sobre sus estancias en el extranjero: en total, unas 80 semanas, de sus 59 años de vida (y sólo una vez fuera de Europa, en la parte asiática de Constantinopla, donde su Orlando cambia de sexo después de un sueño de siete días).

De viaje de Virginia Woolf. Traducción de Patricia Díaz. Ed. Nórdica.

 

CONTRA LA LITERATURA DE VIAJES

El material procede, sobre todo, de sus cartas y diarios, porque en su bibliografía, salvo contados ensayos para revistas, no encontramos un libro que corresponda al género de viajes. En una anotación de Woolf de 1909, desde Florencia, leemos: "La escritura descriptiva es peligrosa y tentadora. Es fácil, con un poco de esfuerzo mental, hacer algo[...] Lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente".

La naturaleza privada de los textos seleccionados muestra una Virginia Woolf menos preocupada por el alarde literario, la repetición de tópicos o las descripciones de paisajes y edificios, y sí más espontánea y directa. "No merece gastar tinta acerca del viaje por Italia. Hacía calor, hacía frío, perdimos trenes, encontramos hoteles... y, entretanto, pasamos de una punta de Italia a la otra", resume en su diario desde Olimpia, en 1906, y de igual modo despachará otros iconos turísticos. Lo que intenta captar es ese "estado de la mente" que varía con la edad, el contexto o, si lo hay, el destinatario: cuando se dirige a su hermana, por ejemplo, se muestra más cálida y sincera, y, aun así, expresa sin tapujos lo "aburridas que son las historias de los viajeros".

Tenemos, por lo general, la imagen de una autora muy arraigada a su ciudad natal, y aquí se incluyen acertadamente impresiones de lugares ingleses que no son Londres, pues reivindicaba explorar los paisajes cercanos y no sólo, como dictaba la moda, los de Italia o la Riviera francesa. Prefería las caminatas sin compañía -"El viajero solitario tiene muy poco en qué pensar, sus deseos se satisfacen con facilidad"- y las rutinas -"Leer, escribir, maldecir y andar, todo como de costumbre", escribe desde New Forest-. Aun así, no oculta una nostalgia hiriente cuando se aleja: suspira desde Grecia que "la mera palabra Devon es mejor que un poema" o que prefiere una "húmeda calle londinense" al soleado país.

UN VIAJE IMAGINARIO

Sin embargo, Woolf también destila un disfrute tranquilo y hedonista al estar fuera, en el mundo, con el sentir propio de una mujer de su época, clase y procedencia cultural (la Inglaterra colonial), algo que exploró desde su primera novela, Viaje de ida (1915), en la que hizo embarcar a sus personajes en un trayecto por mar de Londres a Santa Rosa, en América, retomando la visión ancestral del viaje físico como metáfora del espiritual.

Antes de escribirla, Virginia, con 24 años, perdió, de resultas de una fiebre tifoidea contraída en Grecia, a su hermano y alma gemela, Thoby Stephen, a partir del cual perfiló a Percival, personificación de la muerte en Las olas. El extranjero fue desde entonces, además de un espacio donde interrogarse sobre qué es ser una mujer inglesa, un recordatorio de la fatalidad.

Woolf no corresponde al prototipo de nómada multiterreno (su predilección fueron las carreteras francesas, de hotel en hotel), pero en toda su obra importa (y mucho) la experiencia del espacio, imaginado o conocido, y cómo influye en la sensibilidad de sus protagonistas. De entre todos los proyectos literarios que no vieron la luz después de apagarse para siempre cuando se sumergió en el río Ouse, quedó sin escribir el que imaginó en 1931: "Un viaje imaginario alrededor del mundo de aventureros, cazadoresy escaladores, que cazan tigres, viajan en submarino, vuelan y cosas así. Fantástico".

Una pasión helénica Son especialmente interesantes las impresiones de Grecia, cuya lengua y arte había estudiado. De su primer viaje dijo: "En Grecia, sientes muy a menudo que el espectáculo pasó hace mucho y has llegado demasiado tarde, e importa muy poco lo que pienses o sientas. La Grecia moderna es tan débil y frágil que se rompe en pedazos cuando se la confronta con el fragmento más tosco de la antigua".

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7 de julio de 2023
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Dejar que el lenguaje pese

El ensayista, narrador y músico francés Pascal Quignard, apostando a que el lenguaje tiene la capacidad de multiplicar los poros de la realidad, a fin de impregnarla de forma exhaustiva, reducirla y hacer de toda cosa palabra,   pone a prueba esta convicción de la única manera posible, a saber, en  la práctica literaria, de tal manera que la literatura viene a ser como el laboratorio dónde se pone a prueba una tesis filosófica. Y el autor, digamos, nos hace cómplices del método que adopta. “Yo hago lo siguiente: dejo que sea el lenguaje mismo el que pese, piense, penda, dependa (Pascal Quignard, Las sombras errantes. Swann-Ensayo Shangrila)

En el caso de Quignard, este proceder se traduce en  prodigiosos párrafos en los que la lengua francesa se hace (incluso para el lector formado en ella) temible, por irreductible a la ayuda que puede proporcionar un diccionario; párrafos en los que la lengua parece hurgar por vez primera en lo dado, no tanto intentando encontrar la palabra para el hecho, como intentando elevar este último a la categoría de palabra: “Todo sin excepción, incluso lo más ruin, una vez nombrado, incrementa su existencia, acentúa su independencia, viene a ser suntuoso”( Les solidarités  mystérieuses, Gallimard Paris p.193.).

Y un personaje sirve de ocasión para ilustrar tal tesis, Juliette, a quien la condición de profesora de ciencias naturales sirve de pretexto para decir el mundo: “La escuchaba (…) hablar y nombrar de una manera tan sencilla y firme. Dios es verdaderamente el Verbo. Obviamente no es Quignard el único escritor caracterizado por esta disposición. He aquí lo que, al respecto, escribe un grande entre los grandes:

"Ocurre algo loco, en verdad, en torno al hablar y el escribir. La  auténtica conversación es un mero juego de palabras. Solo cabe asombrarse por la equivocación ridícula de la gente, que cree que habla en relación con cosas. Lo que es precisamente lo más propio del lenguaje (el hecho de que solo se ocupa de sí mismo) no lo sabe nadie. Por esta razón es un misterio tan asombroso y tan fecundo que uno, al hablar solo por hablar, enuncie precisamente las verdades más grandiosas, las más originales. En cambio, si quiere hablar de algo determinado, entonces el chistoso lenguaje le hace decir las cosas más ridículas y erradas. De aquí proviene también el odio que tienen tantas personas serias contra el lenguaje. Advierten su ligereza, pero no advierten que ese despreciable charlar es el lado infinitivamente serio del lenguaje. Si uno pudiera siquiera hacerle entender a la gente que con el lenguaje ocurre lo mismo que con las fórmulas matemáticas... Estas constituyen un mundo en sí mismas; juegan solo consigo mismas; no expresan sino su maravillosa naturaleza y precisamente por eso son tan expresivas – precisamente por eso se espeja en ellas el singular juego de relaciones de las cosas. Solo por su libertad son miembros de la naturaleza y solo en sus movimientos libres el alma del mundo se manifiesta y las hace delicada medida y modelo de las cosas. De igual modo ocurre con el lenguaje: aquel que tiene un sentimiento refinado de su digitación, de su compás, de su espíritu musical, aquel que oye en sí mismo el delicado efecto de su naturaleza interior y mueve luego la lengua o la mano, este será un profeta; por el contrario, aquel que sepa sobre él pero no tenga el oído y la percepción necesarias escribirá verdades como esta pero el lenguaje mismo le tomará el pelo y los hombres se burlarán de él como hacían los troyanos con Casandra. Aunque yo crea haber indicado con esto la naturaleza y la misión de la poesía de la manera más clara, sé, sin embargo, que no lo puede entender persona alguna y que he dicho algo muy tonto, ya que quise decirlo y ninguna poesía surge de este modo. Pero ¿cómo sería esto si yo hubiera estado forzado a hablar?; ¿si este impulso lingüístico de hablar fuera el rasgo distintivo de la inspiración del lenguaje, de la eficacia del lenguaje en mí?; ¿si mi voluntad solo quisiera aquello que yo estuviera forzado a hacer? ¿Podría, entonces, ser esto finalmente poesía sin que yo lo supiera o lo creyera?, ¿y haber hecho comprensible un misterio del lenguaje?, ¿y yo sería, entonces, un escritor competente, ya que un escritor, acaso, no es más que un poseído por el lenguaje?

(Novalis, Monólogo, citado por Roberto Calasso, La literatura y los dioses Anagrama)

 

Es algo casi elemental. Si la capacidad para el lenguaje singulariza al animal humano, este será tanto más fiel a su naturaleza cuanto más permita que el   lenguaje se despliegue sin cortapisas, lleve al acto sus diversas potencialidades: desde las meramente funcionales (aquellas que le acercan mayormente a un código de señales, poniéndose al servicio de causas exteriores) hasta las cognoscitivas y creativas.

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6 de julio de 2023
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Cosas chulísimas

Veinte mil euros como veinte mil leguas de viaje submarino, pero quítale la épica. Dar veinte mil euros a un adolescente es parte de las cosas chulísimas que la izquierda ha ideado para conseguir una sillita en el congreso. Hay panfletos políticos que ni siquiera colarían como carta a los Reyes Magos. Lo cierto es que un voto nunca salió tan caro y el mercado está fatal.

En primero de carrera me concedieron una beca de 8000 euros. No sé qué hubiera sido de mí sin esa beca y la ayuda de mis padres. Lo que sí sé es lo que hubiera sido de mí si no me hubiera esforzado en conseguirla. Nada bueno, las cosas como son. Ya sabemos que a los 18 no se razona, ni siquiera lo hacemos ahora. No pensar es una cosa chulísima y mola mucho. Estamos creando una sociedad que prolonga la adolescencia: los 30 son los nuevos 20 y los 40 los nuevos 30. Qué bonito sería si alguna acción política procediera de un deseo sincero por hacernos mejores. A cualquier sector político le conviene gente inmadura y manipulable. La edad temprana es mágica y los proyectos verdaderos son para siempre. Así debería ser, pero amanecemos desnortados, rodeados de propósitos ambulantes, idas y venidas sin convicción. Y sí, claro que sí, la juventud está perdida, estamos todos majaretas, y dentro de esa perdición nos rebelamos, nos encontramos en plena metamorfosis y aprendemos un poco. La adolescencia es una turbulencia espantosa de la que conservamos los recuerdos más bellos.

Es mucho mejor ser un inadaptado que un comodón. En la comodidad no sucede nada, no nace nada de nosotros, sólo esterilidad. Margarita de Navarra dijo algo que me gusta. La gente finge que no les gustan las uvas cuando las vides están demasiado altas para alcanzarlas. Parece que la gran conspiración del sistema es que no aprendamos, que no nos esforcemos ni sepamos de lo que somos capaces. En definitiva, la relación del hombre con el fracaso es mucho más fértil que la posibilidad de un cheque.

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4 de julio de 2023
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La carta al hijo, al padre y al otro de Alejandro Zambra

Es, quizás, la última vez que la mujer y el hombre –los dos jóvenes, muy jóvenes vistos desde ahora– hablan cara a cara. Acaban de firmar la venta del piso en el que vivían juntos hasta hace unos meses. Sólo hablan de plusvalías, repartos y margen de beneficio. Él se presenta, entonces, ante la mirada de ella, como una persona diferente, como otro que parece no haber sido jamás una prolongación de su propia existencia, como si nunca hubiesen sido la misma persona. Desde ese día, cada vez que ella cuenta la anécdota, insiste en la epifanía dolorosa que supuso aprender a ver de una vez al otro ajeno.

Últimamente, parece que la mirada, la importancia de seleccionar lo que se mira, está sustituyendo al hasta ahora omnipresente relato cuando intentamos aprehender cuanto nos rodea. La recuperación es positiva. El concepto puede aplicarse también para el desplazamiento por el que nos conduce Alejandro Zambra. Su última historia publicada, Literatura infantil, que él insiste en llamar ensayo, nos hace mirar a los otros, y también vernos a nosotros mismos como otro. No son lugares comunes, o tal vez sí, pero narrados en voz baja, lo cual convierte la historia inmediatamente en algo muy genuino por lo íntimo y por la cercanía que reclama.

Precisamente, aceptar lo más ridículo, por tópico, por imitación o por carecer de sentido u honorabilidad, es lo que nos acerca al origen en el que antes que el verbo o la acción es el miedo. Zambra ha escrito una novela sobre su paternidad, pero sólo para empezar. Para empezar a seguir construyendo el espacio que ya lleva tantos años trazando, especialmente en la deslumbrante Poeta chileno, publicada en 2020. Le habían precedido, con éxito, Bonsái, Formas de volver a casa o La vida privada de los árboles. Ahora, el autor habla de su hijo porque necesita escribir de lo que le lee, de la importancia de construir una biblioteca en la que crecer, en la que aprender a ver el mundo y en la que esconderse. Hablar de literatura infantil es confesar la necesidad de la escritura para aceptar las propias frustraciones, los errores y las mentiras, y reírse y seguir adelante. Cuán deliciosamente hiriente resulta el humor autoparódico de Zambra. Como si sólo pudiéramos perdonarnos las miserias al convertirnos en personaje literario, como si sólo nos soportáramos como trasuntos o sosias, al vernos en otro.

Paradójicamente, lo que permite vernos como un extraño, nos enseña a mirar también al otro y verlo. No se trata de mirar al prójimo como si nos viéramos a nosotros mismos, en absoluto, porque el otro siempre será una mejor constatación de la realidad que nosotros mismos. Existimos cuando nos ven, de la misma manera que el Zambra que ha escrito este libro estará completo cuando su hijo lo lea. Hasta entonces, la condena a permanecer inacabado nos vaticina a sus lectores más momentos de plenitud leyendo los libros como este que vendrán.

De la carta al hijo a la carta al padre. El error de la protagonista de la anécdota inicial –que sin formar parte del magnífico libro de Zambra algo sí tiene que ver: podrían ser la pareja separada por el fútbol que efectivamente aparece en la novela– fue creer que realmente el extraño con quien compartió piso y vida –como suele decirse– formaba parte de ella. En algún momento remoto, fuimos una parte de nuestra madre, y antes, de nuestro padre. El momento exacto en el que ese vínculo se extingue y ya no somos más parte de nadie parece ser el objeto de la exploración que lleva a cabo Zambra, quien comienza su libro ensayo fundido con su hijo en una sombra y lo acaba con la planificación de un escenario imaginario, tal vez imposible, en el que podría volver a estar en comunión con su hijo y su padre.

Por momentos, el autor parece encontrar en la lectura uno de los espacios donde experimentar esa sensación de fusión vital: la lectura de un libro, pero también la de cartas. Sin embargo, un poco avergonzado de la presunción del propósito y la grandilocuencia de la idea, el propio Zambra descubre la imposibilidad de la comunión, porque en los parámetros impuestos por la vida real esas cosas no acostumbran a suceder o encajar, o porque sencillamente él mismo las boicotea. Leer juntos en voz alta o repasar los subrayados hechos por otro en un libro se parece mucho a los juegos en los que se entablan conversaciones en un lenguaje inventado o se imaginan palabras imposibles. Al fin y al cabo, leer no es más que un juego, como la propia escritura, como la propia vida.

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4 de julio de 2023
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Las cartas sobre la mesa

 Hay una serie de valores generalmente entendidos para definir a una generación literaria, entre ellos que las fechas de nacimiento de los escritores que la forman sean próximos; la convivencia personal; un hecho histórico contemporáneo frente al cual tomen una posición decisiva; y que frente al anquilosamiento de la generación que les antecede renueven de alguna manera la literatura, hasta llegar a crear un nuevo canon.

Si nos atuviéramos a la regla de las edades, la generación del boom no sería tal, dada la notable disparidad de edades entre dos de sus integrantes, pues entre Julio Cortázar, nacido en 1914, y Mario Vargas Llosa, nacido en 1936, hay más de veinte años de distancia. Contemporáneos solo serían Carlos Fuentes (1927) y Gabriel García Márquez (1928).

Me he puesto a hacer estos cálculos al terminar la lectura de Las cartas del boom, recién publicado por Alfaguara, que contiene la correspondencia sostenida entre ellos cuatro a lo largo de casi cuarenta años, entre 1955 y 2012, primero un escarceo tímido, luego un fuego cruzado intenso, exultante, en los años sesenta y setenta, y al final algunos pocos disparos de despedida; unas pocas cartas, y cablegramas de felicitación por premios, o pésames. Pero todo suenan ya distante, como esos desfiles majestuosos que tras cruzar el escenario terminan con redobles de tambores que se alejan tras bambalinas.

Si nos atenemos al requisito de la convivencia personal, esta sobra. Se trata de una amistad desenfadada que no pocas veces llega a mostrarse íntima. Se envían entre ellos los originales de las obras que preparan, o las ya concluidas, se elogian y se critican, el más severo y sincero de todos Cortázar. Todos se muestran conscientes de que participan de un fenómeno de renovación, y apuntan sus dardos contra sus antecesores, convencidos de que están librando a la narrativa latinoamericana de las rémoras de los vernáculo, y del peso muertos del indigenismo.

Es la misma conciencia que tuvieron los modernistas de que cumplían una tarea innovadora frente a una literatura agónica, y Rubén Darío supo expresarlo en los prólogos de sus libros, verdaderos manifiestos estéticos. Si sumáramos como requisito generacional la existencia del manifiesto literario, estas cartas hacen ese papel.

El modernismo produjo un solo estilo de colorida pirotecnia. En el boom hay cuatro estilos. El realismo mágico solo pertenece a García Márquez, una matrícula única que en lugar de seguidores solo consiguió imitadores. La exageración en él “no es una manera de alterar la realidad sino de verla”, dirá Vargas Llosa en Historia de un deicidio.

Pero el espíritu de identidad que campea entre los cuatro los lleva a proponerse proyectos conjuntos, una novela a dos manos entre García Márquez y Vargas Llosa sobre la guerra de 1932 entre Perú y Colombia; otra novela colectiva sobre dictadores latinoamericanos, proyectos a los que Cortázar aparta el cuerpo. Y juntos firman declaraciones políticas, manifiestos de protesta.

Y si hablamos de manifiestos, Rayuela de Cortázar lo es, no tanto del grupo como de toda una generación de lectores para la que funcionó como un manual de conducta personal contra el código de costumbres establecido; y surgió una nueva conciencia, la de cronopio, frente a los famas detestables y los vacilantes esperanzas.

La mayor empresa para crear una nueva visión de la historia a través de la novela compromete la obra de Carlos Fuentes, la ambición de usar la ficción como espejo único y valedero de todos los entramados del pasado y volverlos presente. Y es el propio Cortázar quien, en sus lecturas de los manuscritos de las novelas de Vargas Llosa, descubre que está frente a algo que antes no ha encontrado en ninguna parte, el entrevero de tiempo y espacio en planos simultáneos, el paso desde un pasado más lejano a otro más cercano, o al presente.

Y, siguiendo con la cartilla, si hay un hecho histórico trascendental, de cara al cual los cuatro se sitúan en primer plano, es la revolución cubana, primero con fervor unánime, los más cercanos Cortázar y Vargas Llosa, y Fuentes y García Márquez más críticos: “si los amigos cubanos se van a convertir en nuestros policías, se van a llevar, al menos por mi parte, una buena mandada a la mierda”, le dice García Márquez a Fuentes en marzo de 1967; “…que no se olviden que estamos con ellos por convicción y no por miedo de que nos pongan presos”.

En 1971, la prisión del poeta Heberto Padilla y el escándalo de su confesión de culpabilidad posterior -el famoso caso Padilla- se convierte en un parte aguas que crea contradicciones insalvables; Fuentes y Vargas Llosa se vuelven críticos del régimen de Fidel Castro, en tanto Cortázar y García Márquez se mantienen cercanos.

Esta generación creó también algo nuevo: sacó a la literatura latinoamericana de las catacumbas, de las tiradas domesticas de libros y de su circulación local, y creo un nuevo mercado, no solo en español, sino en el mundo. “Para mí que el famoso boom no es tanto un boom de escritores como un boom de lectores”, le dice García Márquez a Fuentes en 1967, recién aparecido Cien años de soledad.

Un libro epistolar como pocos, porque es el retrato de una época.

 

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3 de julio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (y 3)

 

La misma semana del fallecimiento de Barthes, iba paseando con la helenista Ana Iriarte por el cementerio Père-Lachaise y mientras nos acercábamos a la tumba de Proust nos preguntábamos qué sería de la obra de Barthes si faltaba el personaje de carne y hueso. Ni Ana Iriarte ni yo sabíamos que la obra de Roland iba a aguantar bien la usura del tiempo. Su estilo resulta todavía fresco y estimulante y no deja de ser sorprendente que ahora mismo su pensamiento esté adquiriendo un valor fundacional, al mismo nivel que el de Lacan, Foucault, Deleuze y Derrida, pues teóricos como Éric Marty lo consideran fundamental por sus aportaciones a la teoría del género, la última invención ideológica de Occidente.

En su libro El sexo de los modernos, Marty cita el segundo seminario de Barthes en el Colegio de Francia, al que tuve la suerte de asistir, y que versaba sobre lo “neutro” como género que no se ajusta ni a lo masculino ni a lo femenino y que desembocaría en la figura barroca del travestí, ya tratada por Barthes en El imperio de los signos, un libro que apareció cuando ya quedaban lejos los días de su primer ensayo, el que le hizo en realidad famoso: El grado cero de la escritura, opúsculo retórico y a la vez simplista donde se especulaba con la idea de una escritura que, por su misma diafanidad, fuese tan trasparente que pareciese una estructura ausente. Lo mejor del libro era el estilo, además del título profundamente esnob, como casi todos los títulos de Barthes. El “grado cero de la escritura” es a mi entender una expresión elaborada para seducir a las élites intelectuales de París, conceptual pero a la vez emotiva y radical. Perfecta para triunfar, y triunfó. En la misma línea de títulos esnobs habría que situar también Fragmentos de un discurso amoroso. Imposible un título más esnob para un libro tan excelente.

Vuelvo al accidente en la rue des Écoles. A dos pasos de allí, se hallaban su casa, el Flore, el teatro Odeón. Todo tan familiar que la noticia del accidente empezó a circular como una comedia por la que se iba deslizando furtivamente la tragedia, y de pronto la prensa anunció su muerte. Más que un accidente, todos quisieron creer que la muerte de Barthes había sido un incidente, sí, un mero incidente que se lo llevó misteriosamente, hélas, hélas. Y encima un mes después, el 21 de abril de 1980, moría Sartre, el filósofo del siglo. El fallecimiento del autor de El ser y la nada provocó un rumor tan atronador que borró todos los demás rumores. Ya para entonces, Barthes descansaba en una tumba junto a su madre en un amable cementerio de una remota provincia, lejos de los chismorreos de París, bajo la luz mágica del sudoeste con la que comenzaba su libro Incidentes, una luz noble y sutil al mismo tiempo, que le daba al campo la movilidad de un rostro, una luz-espacio que según palabras de Barthes “le confería a la tierra un carácter eminentemente habitable”.

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30 de junio de 2023
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Fervor de Borges a 100 años de su primer libro

 

Este año se celebra el centenario de Fervor de Buenos Aires, el primer libro que publicó Jorge Luis Borges a sus 23 años. Quiero compartir este ensayo como un homenaje al que autor que está más vivo hoy que cuando murió en 1986.

Lo publiqué en La Nación de Costa Rica en 1999, cuando se cumplían 100 años de su nacimiento y su ciudad lo celebraba. Leyendo ahora esa elegía, pienso que no sólo extrañaba al gran escritor que tanto me había dado: extrañaba también mi ciudad. Y me recuerda los libros y autores que siempre viajan en mis valijas de mudanza desde esos tiempos sin Internet: Borges, Marguerite Yourcenar, E. M. Cioran, Umberto Eco, Néstor García Canclini.

* * *

En estos días Buenos Aires está pintada de Borges. Los adoquines amanecen fatigados de laboriosos adjetivos borgeanos, y en los zaguanes resuenan sus versos. En este crudo y áspero invierno austral de 1999 parece haberse revertido ese comienzo del célebre soneto de Borges:

           Y la ciudad ahora es como un plano
           de mis humillaciones y fracasos

Hoy Buenos Aires es un plano de su triunfo definitivo, como si su cara famosísima, endulzada por la vejez, la ceguera y la sabiduría, se superpusiera al mapa de la ciudad que amó con minuciosa devoción.
Pasado mañana Buenos Aires celebra el centenario de su nacimiento con centenares de conferencias, decenas de libros, miles de artículos periodísticos, obras de teatro y shows de tango en su honor, mientras los canales de televisión desempolvan imágenes de archivo, y todo el que sostuvo una charla de más de 10 minutos con él se apresura a sacar su libro “Conversaciones con Borges”. Los estudiantes de secundaria hacen videos sobre su obra, y un grupo de niños de primaria, que nacieron después de su muerte, están confeccionando laberintos borgeanos en la clase de actividades prácticas.
La pregunta es: ¿Por qué? ¿Por qué nos sigue apasionante un hombre que vivió entre libros, a la sombra de su madre, que trabajó casi toda su vida en la humedad de una biblioteca, que fue políticamente a contravía de su tiempo y que – máxima tragedia para quien moraba en el reino de las letras – se quedó ciego cuando aun le faltaban 30 años y tantas lecturas de vida? ¿Por qué no podemos dejar de leer a un autor fastidiosamente erudito, que escribió sobre oscuros filósofos alemanes, aventureros escandinavos con inquietudes metafísicas, temas tan “difíciles” como la naturaleza del tiempo y tan “antiguas” como el honor y el coraje? ¿Por qué este hombre está hoy mucho más actual que los modernos de su tiempo, los que lo acusaron de anticuado hace medio siglo?
Una respuesta escandalosamente corta apuntaría, por un lado, a las ideas que dejó clavadas en nuestra mente para siempre, y por otro, al dominio absoluto del idioma, la forma en que volvió más feliz, más puro, más preciso, más evocador al castellano (y, me atrevería a decir, a todos los idiomas a los que fue traducido). En Borges, estilo y obsesiones son uno, lo que escribió y la forma en que lo hizo están indisolublemente unidos. Ya era considerado un clásico, el más importante escritor latinoamericano del siglo, mucho antes de su muerte en 1986. Su obra es inmortal.

* * *

El hombre
Pero lo que se celebra en estos días no es sólo el autor de una obra fabulosa. También está Borges, el ciego de mirada implacable. El que siguen creando los millones que se acercan a sus libros atraídos por la fama y las anécdotas. Su cara, repetida en infinidad de afiches, libros, revistas y hasta camisetas, representa alrededor del mundo al personaje del poeta afable, el soñador de mundos. En Argentina, es nuestro pasaporte a la gloria literaria a escala mundial, algo que nos preocupa mucho.
En su ensayo Borges o el vidente, Marguerite Yourcenar comienza por ubicarlo en la categoría de mito. “En la leyenda de todos los pueblos podemos encontrar esa imagen llamada arquetípica: el poeta ciego.” Es una línea que la autora hace pasar por Valmiki de la India, legendario autor del Ramayana, y por Homero de Grecia, prototipo de los rapsodas griegos que compusieron La Ilíada. El mito del sabio de la tribu que culmina en Borges.
¿Quién fue Borges? Un poeta y autor de cuentos cortos y ensayos, traductor, profesor de literatura inglesa, estudioso de las lenguas germánicas antiguas. Las biografías se detienen en algunos episodios de su vida: su familia, proveniente de militares argentinos caídos en famosas batallas, sus ancestros ingleses y portugueses, y una posible gota de sangre judía. Su educación con una institutriz, en inglés; un bachillerato en Ginebra, en francés. Su paso en la adolescencia en España, donde comienza a publicar en revistas culturales.
De vuelta a Buenos Aires a los 21 años, se enamora de la ciudad y sus personajes míticos, los cuchilleros de ásperos suburbios. Fervor de Buenos Aires, su primer libro. Vive con su madre hasta que ella muere, a los 99 años. Se enamora de Estela Canto. No es correspondido. No será la única vez. Según su amigo y colaborador, el gran fabulista Adolfo Bioy Casares, es “enamoradizo”. A lo largo de una producción poética que no cesa, Borges vuelca en versos cuidadosamente apasionados los idilios que no vive.
Ficciones, El Aleph, Otras inquisiciones, El hacedor, obras fundamentales de la literatura del Siglo XX. Trabaja en varias bibliotecas, abomina del peronismo; aquí sí su sentimiento es correspondido. El régimen lo nombra inspector de aves. Se queda ciego y sigue escribiendo y dirigiendo la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Sufre un casamiento desastroso a instancias de su madre. En el final de su vida, conoce a María Kodama, se enamoran, viajan juntos por el mundo, se casan. En 1986, Borges muere en Ginebra.

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La obra
Acercarse a la obra de Borges es sencillo. Basta con leerlo. Sus cuentos, ensayos y poemas son cortos, son magistrales, no les sobra una palabra (algo tan infrecuente en nuestro idioma) y apelan a la vez a la mente y al corazón.
¿De qué escribió Borges? En el prólogo de una “antología personal” de su obra anota que en las páginas del libro el lector encontrará “mis temas habituales, la perplejidad metafísica, los muertos que perduran en mí, la germanística, el lenguaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas”.
En su mundo de libros, Borges se erige como compatriota y contemporáneo de Edgar Allen Poe, Robert Louis Stevenson, Franz Kafka, el Dante, Cervantes y el poeta de Buenos Aires de principios del siglo XX Evaristo Carriego. La obra de estos autores es un jardín donde Borges planta sus símbolos distintivos: el laberinto, el tigre, el espejo, Dios como creador a la imagen del novelista, el tiempo circular y maleable, las piezas del ajedrez.
En esta compañía, Borges es universal y profundamente argentino. Lanza la literatura latinoamericana a discutir de los temas eternos de la muerte, el amor obsesivo, el valor y la cobardía, sin sentirse nunca un autor de los márgenes. Incluso los críticos europeos dicen que no hay ningún escritor tan europeo como él: los hay ingleses, alemanes, franceses, españoles, cada uno fruto y víctima de la tradición nacional donde surgió. Sólo Borges puede tomar como propia toda la tradición literaria y filosófica europea. Porque viene de afuera y porque para él los países son provincias de la literatura.
Dice el ensayista Eduardo Tijeras: “la verdadera fascinación de Borges, aquella por la que resulta un escritor insustituible, consiste en haber conseguido escenificar, dramatizar, cotidianizar, sensualizar, personalizar… y fundir en una acción argumental creíble, determinadas nociones ya discriminadas por la filosofía y la metarísica a través del crudo y árido ensayo, el tratado o la exégesis”. Una literatura de la filosofía. Borges nos habla de nuestra identidad, de nuestro destino sobre la tierra y de nuestras más profundas angustias en fábulas pulidas y rimas luminosas.

          Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
          Dios, que salva el metal, salva la escoria
          y cifra en su profética memoria
          las lunas que serán y las que han sido.

Borges es un “seductor inigualable que llega a dotar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, de un algo impalpable, aéreo, transparente”, según el aforista y pensador rumano E. M. Cioran. “Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos”. Cioran ve a Borges como un “sedentario sin patria espiritual, un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado.”

* * *

El lector
Ser lector de Borges no es poca cosa. Él mismo se consideraba, en su estudiada modestia, mucho mejor lector que escritor. En realidad, veía las dos actividades como la misma: con los grandes libros cada uno es Pierre Menard, que pasa la vida escribiendo el Quijote sin cambiar palabra alguna del original. “Todo gran libro proyecta sobre cada lector otras luces y otras sombras”, sentencia Marguerite Yourcenar. Borges era un lector omnívoro y muy discriminador al mismo tiempo. Cuenta la leyenda que cuando se divorció de su primera esposa, salió a la noche de Buenos Aires llevándose sólo la Enciclopedia Británica, que era su verdadera compañera, libro de libros e inagotable fuente de maravillas.
En sus obras, exige lectores que se avengan a jugar una partida de ajedrez con el texto. El semiólogo devenido novelista Umberto Eco, cuya teoría de que ningún texto está completo sin la participación del lector es tributaria de las historias fantásticas de Borges, lo homenajea de una manera curiosa: lo convierte en personaje de su exitosa novela policial El nombre de la rosa. El escritor ciego, que dedicó su vida a crear un mundo donde el mundo fuera un pálido remedo de la escritura es en el libro el monje erudito Jorge de Burgos, viejo y ciego, atrincherado en su isla de libros en un convento medieval, capaz de matar para defender una visión de la literatura.
Borges, por supuesto, no era capaz de matar una mosca. Aunque, claro, la única mosca que le hubiera importado es la que zumba dentro de la página del cuento. Pero no es extraño que Borges, que construyó una literatura sin personajes, haya terminado como personaje de otro. Él lo quiso así.
¿Sin personajes dije? Lo creo, aunque suene raro. Pese a que los cuentos de Borges están poblados de individuos exóticos y fascinantes, no es una literatura de personajes. Lo que le interesa son los temas que esos personajes encarnan como arquetipos. Sus obras conservan sólo dos grandes personajes: la literatura y el mismo Borges, que no es su persona sino su personaje. Todos los nombres que pueblan sus relatos y hasta las milongas que cantan las hazañas de malévolos orilleros (Nicanor Paredes, Jacinto Chiclana) no son más que sombras, excusas, ropajes ligeros cuya carne, sangre y piel es la literatura.

* * *

El personaje
Una desgracia se ha abatido sobre Borges, se lamenta Cioran. No es la de “no haber sido feliz”, como confesara el poeta poco después de la muerte de su madre. Es la desgracia de ser conocido. “Merecería algo mejor. Merecería haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como es el matiz”.
Pero Cioran termina rindiéndose ante la aprobación general que suscita Borges. Todavía guarda esperanzas de que “pueda convertirse en símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas y, si existe una utopía a la que yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitara a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al ‘último delicado’.
En Culturas híbridas, el estudioso de las identidades culturales de nuestro tiempo Néstor García Canclini encara y compara las relaciones de Borges y Octavio Paz ante la masificación del mundo dominado por la televisión. “En sus últimos años, Borges fue más que una obra que se lee, una biografía que se divulga”, dice García Canclini. “Sus paradójicas declaraciones políticas, la relación con su madre, su casamiento con María Kodama y las noticias referidas a su muerte mostraron hasta la exasperación una tendencia de la cultura masiva al tratar con el arte culto: sustituir la obra por anécdotas, inducir un goce que consiste menos en la fruición de los textos que en el consumo de la imagen pública”.
En las ferias del libro de sus últimos años, las incesantes colas no esperaban a leer a Borges: querían verlo, tocarlo, y que el anciano invidente les trazara un garabato en la primera página. “He firmado tantos ejemplares de mis libros”, se quejaba jocosamente, “que el día que me mura va a tener gran valor uno que no lleve mi firma”. Borges no cortejó al gran público, pero cuando se convirtió en personaje mediático supo sacarle partido y crear todo un género en la entrevista periodística. “¿Cree usted en Dios?”, le preguntaba a uno de tantos reporteros desamparados. Y ante la respuesta afirmativa: “Lo felicito. Hace bien”. A otro: “¿En cuantos dioses cree usted?”. “En uno”, murmuraba la víctima. “Pero hombre, qué modesto”.
Esta celebridad no deseada puede transformar a Borges en un número de circo o traer nuevos lectores al conocimiento de su obra. Esperemos que este nuevo centenario (esta vez, de su primera obra publicada) sea propicio para que seamos cada día más quienes nos perdamos en sus laberintos.

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29 de junio de 2023
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