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No marear al pasaje

Los grandes transatlánticos cambian de rumbo con enorme lentitud. Solo las embarcaciones ligeras dan golpes de timón. Lo mismo sucede en el orden político, donde no se puede rectificar bruscamente el rumbo de una nave en la que se halla embarcada la parte más sustancial y visible de una sociedad y sobre todo cuando se ve impulsada por la inercia de cinco años en la misma dirección.

La gran rectificación o cambio de rumbo del movimiento independentista ha empezado ya, discretamente, sin exhibiciones, que serían perjudiciales para la causa a la que se dice servir, pero con señales suficientes y claras para quien quiera leerlas. La primera se ha producido en el ritmo temporal y la ha expresado quien sigue siendo el maestro de obra ahora en la sombra, el ex presidente Artur Mas, cuando ha señalado que la independencia no se obtendrá al final de los 18 meses marcados como límite para el gobierno de Junts pel Sí que preside Carles Puigdemont. Ya no hay prisas. Eso va para largo.

La segunda se ha producido en el renovado énfasis sobre el derecho a decidir que reaparece tras su eclipse a favor de la independencia. Pasamos pantalla, pero hacia atrás. Juntos, pero para la consulta. Esto no es irreversible y caben nuevos retrocesos.

Hay razones objetivas que invitan a moderar las prisas. Unas son nuevas: la principal, el ensanchamiento de los márgenes de acción y transacción en la política española, en la que la idea del derecho a decidir se va abriendo camino, incluso en el sindicalismo de simpatías socialistas. Pero hay otras inscritas en la naturaleza del proceso: la más clara, los resultados de las elecciones del 27S, con dos lecturas por el lado independentista, una en clave de mantener rígidamente el rumbo y otra en clave de rectificación.

La retórica lacónica de Gabriel Rufián sintetiza el tenaz esquematismo de la lectura políticamente correcta: el 27S los catalanes ejercieron el derecho a decidir y lo hicieron a favor de la independencia, que ganó por un amplio margen, 47'8 a favor, 39 en contra, 9 por ciento indeterminados. A tan favorable resultado de las elecciones plebiscitarios, se añaden los hechos insólitos de un parlamento y de un gobierno independentista, de forma que solo falta redactar la constitución y ratificarla en un referéndum que será también de autodeterminación y precederá inmediatamente a la proclamación de la independencia.

Una versión más afinada o menos tosca, que es la de CDC, considera que este 47'8 por ciento no es la mayoría que permite conseguir la independencia, que precisa al menos el 7 por ciento del campo de CSQP. Hay que regresar a la pantalla anterior, o incluso aglutinar aquel famoso 80 por ciento que alguna vez estuvo a favor del derecho a decidir. El referéndum sobre el futuro de Catalunya acordado con el Gobierno de Madrid vuelve a aparecer así después de un largo eclipse, concretamente desde que la constitución de Junts pel Sí dejó descolgados del procés y desatendidos electoralmente a quienes habían votado en el proceso participativo del 9N pero no lo habían hecho por la independencia. Y para remachar, ya nos ha dejado claro Artur Mas que la Convergència refundada no será independentista sino que se quedará en el soberanismo, con vocación de recoger votos entre quienes no quieren la independencia pero sí la consulta. Es decir, que pronto volveremos al Estado propio de 2012, sea cual sea su significado, dentro, fuera o a mediopensionista respecto a España.

De esta doble lectura surgen más dos actitudes que dos programas. Los programas, en realidad, son lo de menos porque se igualan en su inviabilidad. De la nueva actitud dialogante y dispuesta a obtener resultados que está empezando a esbozar Convergència es el comienzo de la rectificación. Ahora hay que esperar que el tiempo haga su labor: aparecerá la oportunidad de acuerdos políticos, estimulados por la necesidad, que puede ser muy intensa (un paréntesis solo para evocar el estímulo al pacto que surge del pésimo estado de las finanzas catalanas). También contribuirá poderosamente la clarificación del escenario político español: si hay gobierno todo se precipitará, pero si hay nuevas elecciones seguirá o se acentuará la confusión.

En todo caso, la rectificación está en marcha. La mano mueve el timón y el barco vira con parsimonia, tan lento que los pasajeros apenas lo perciben. Llegará un momento, no tardará mucho, en que se darán cuenta de pronto que la costa que estaba a la derecha ahora está a la izquierda. Pero hay que virar lentamente, no fuera caso que el pasaje se maree y luego quiera bajarse del barco.

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14 de marzo de 2016
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Morehshin Allahyari, resucitadora de estatuas

Hoy la revista cultural EÑE de Clarín publica una versión extendida de mi ensayo a propósito de un proyecto que busca revivir, en impresiones 3D, las esculturas milenarias de Oriente Medio a medida que el Estado Islámico va destruyendo los originales. Un acto de rebeldía artística y tecnológica.

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Después de la Segunda Guerra Mundial, muchas ciudades europeas reconstruyeron sus centros históricos, sus catedrales y sus palacios piedra a piedra, para que se vieran como si los bombardeos nunca los hubieran tocado. Fue una laboriosa y fascinante tarea de reparación emprendida unos años después del final del conflicto.

Berlín, Dresde, Colonia, Varsovia: ciudades milenarias reducidas a escombros por la aviación militar. En las décadas del 50 y 60 del siglo pasado, un ejército pacífico de arquitectos, ingenieros, artesanos y albañiles volvieron a la vida centenares de monumentos, palacios, hospitales, iglesias, museos y teatros.

Hoy conviven en el centro histórico de Colonia la enorme Catedral original, que no fue bombardeada (se decía que para que sirviera como punto de referencia para los atacantes en una ciudad reducida a escombros) con edificios de apariencia medieval pero que son reconstrucciones actuales. Y entre el pasado original y el reconstruido, el metal y el vidrio frío de los edificios modernos.

No todo fue reconstruido. En cada una de estas ciudades, los reconstructores del pasado dejaron al menos un edificio en ruinas, para que las generaciones que no vivieron la guerra tuvieran idea y conciencia de la destrucción, del horror. En el centro de Berlín, frente al reluciente Europa Center se sostiene lastimosamente el esqueleto quemado y en ruinas de la antigua Iglesia Kaiser Guillermo. 

Pero esta época nuestra es mucho más confusa y mucho más rápida que aquella: ahora las reconstrucciones se deben llevar a cabo en medio de la guerra, en plena destrucción, siguiendo los pasos de los demoledores de la memoria.

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No hay tiempo para la tristeza. No hay espacio entre la destrucción y nuestro conocimiento del desastre, porque nuestro conocimiento es el eje de la guerra actual.

Hoy ya no nos enteramos de la destrucción de seres humanos y de ciudades enteras cuando llega la paz, cuando las tropas libertadoras recuperan la zona y encuentran los destrozos. Antaño ese era el momento en que aparecían las cámaras y las grabadoras de los periodistas.

Hoy la destrucción se transmite en vivo y en directo. Y los mismos destructores se convierten en periodistas de sí mismos. Con la emergencia de Al Qaeda primero y el Estado Islámico después, la destrucción ya no es un crimen que se busca ocultar: en la era de la publicidad y las relaciones públicas, el desastre es a la vez noticia y propaganda.

Los torturadores de la ESMA trabajaban escondidos en un sótano. Los decapitadores del ISIS operan en la plaza pública, ante las cámaras. Para las cámaras.

El mes pasado escribía Peter Pomerantsev en la exquisita revista Granta: “La guerra solía tratarse de capturar territorio y plantar banderas… La propaganda siempre acompañó a la Guerra, pero como escudero del combate verdadero. La era de la información, sin embargo, ha hecho que esta ecuación se diera vuelta: ahora las operaciones militares son el escudero de la guerra verdadera, que es la de la información”.

Pomerantsev estaba reporteando desde la region de Donbas en el oriente de Ucrania, una de las tantas tierras de nadie de las guerras actuales.

Destruir es principalmente transmitir información. Decir: Nunca más podrán apreciar estas obras, que ustedes consideran valiosas. Gritar: ¡podemos aniquilar el pasado y todo lo que no somos nosotros!

Por eso no extraña que sea en el mismo terreno de la información – esta vez como contracara constructiva – que haya surgido un movimiento de defensa, de sanación, de vuelta a la vida. Está en manos de una mujer iraní, una artista. Y va avanzando en su trabajo a medida que los iconoclastas destruyen los íconos de todos los que no son ellos.

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Morehshin Allahyari, resucitadora de estatuas. Suena como el título de un cuento de Borges.    

La artista iraní Morehshin Allahyari lidera actualmente un grupo de investigadores, escultores y técnicos en el proyecto artístico, político y tecnológico de recuperar las obras antiguas destruidas por el Estado Islámico a medida que avanzan las huestes de Daesh por los desierto se Siria e Irak. El proyecto se llama Material Speculation: ISIS”

Así lo define su página web: “Material Speculation” es un proyecto de fabricación digital e impresión en tres dimensiones que inspecciona las relaciones petropolíticas y poéticas entre la impresión en 3D, el plástico, el petróleo, el tecnocapitalismo y la jihad”. Tal cual.

Para ello reconstruyen las esculturas recién demolidas por el Estado Islámico diseñándolas por computadora para posteriormente imprimirlas en 3D. Como es arte digital que corporiza una máquina, se pueden imprimir cuantas veces se quiera. La resurrección artística en la época de la multiplicación técnica.

Las fotos que ilustran la página web del proyecto muestran una serie de esculturas obra que fueron destruidas por Estado Islámico hace un año. Una estatua de la era Romana muestra al Rey Uthal de Hatra, la mirada hierática, la mano alzada en un saludo congelado, un sombrero cónico sobre la soberbia cabeza. Otra, al caballo alado Lamassu. Tiene cabeza de viejo sabio, con la barba larga, enrulada y cuadrada de los babilonios. Durante tres mil años estuvo siempre a punto de alzar el vuelo. Ahora yace en pedazos en el suelo del museo de Mosul.

Cuando hace un año los jihadistas entraron al museo de esta ciudad, la tercera más grande de Iraq, se dedicaron a destruir metódicamente las obras de arte con martillos, sierras y explosivos. Muchos de los artefactos eran replicas pero había abundantes obras originales, unicas, de la época asiria, como las de Uthal y Lamassu, provenientes del antiguo centro comercial de Hatra.

En el interior de cada escultura, en vez del cinturón de explosivos de los terroristas suicidas, hay más información.  

Cada escultura guarda en su interior una tarjeta de memoria. “Como cápsulas de tiempo, estos objetos están sellados y guardan el pasado para las generaciones futuras”. Los lápices de memoria incluyen imágenes, mapas de dónde se construyeron y destruyeron los objetos, archivos PDF y videos.

Con la recreación de estas estatuas, el grupo de Morehshin Allahyari espera “reparar la historia y la memoria”, porque el proyecto “va más allá del gesto metafórico”.

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¡Ojalá se pudiera volver a la vida a los “herejes” decapitados, a las mujeres lapidadas, a los homosexuales arrojados desde terrazas! El primero que reviviría yo sería el valiente arqueólogo Khaled al-Asaad, torturado y asesinado por negarse a revelar el sitio de los tesoros del sitio de Palmira.

Ni la más avanzada tecnología es todavía capaz de revertir esos horrores. No se puede recuperar al gran sabio ni a las miles de víctimas de sus verdugos. Se puede, mínima y pacientemente, crear nuevas mujeres y nuevos hombres como ellos: que piensen por sí mismos, que sean abiertos a todos los pensamientos y creencias, que sepan vivir y morir con dignidad. Para eso sirve, entre otras cosas, la educación en libertad.

Pero si la vida asesinada no vuelve, los objetos inanimados crearon manos sabias hace milenios pueden rehacerse y crear la ilusión del retorno. Eso hizo gran parte de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Eso están haciendo ahora mismo con las estatuas mártires de Mosul. 

Esta alianza de arte, lucha contra el olvido y tecnología de impresión 3D es el último de los instrumentos de la lucha por la memoria y contra el fanatismo destructor.

Lo único que falta es que en esta Europa pusilánime, estas estatuas de cuerpos libres de pecado no se tapen después al paso de los clérigos con petrodólares, como sucedió en Italia este año, cuando el gobierno del primer ministro Matteo Renzi cubrió estatuas del renacimiento porque venía una delegación de Irán.

 

Irán: el mismo país de donde emergió Morehshin Allahyari, resucitadora de estatuas.   

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13 de marzo de 2016
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El mundo no volverá a ser bipolar

Hay épocas y quizá gentes caracterizadas por la inconsciencia histórica, que solo viven el presente, y épocas y gentes hipersensibles respecto al pasado, atormentadas por el fantasma de unos acontecimientos trágicos que amenazan con regresar. La nuestra es todavía más extraña porque conviven en ella las dos modalidades de la conciencia del tiempo, con amplios sectores de nuestras sociedades sumergidas en un presentismo digital adanista y otras, quizá más acotadas pero no menos influyentes, atentas y alarmadas, a veces obsesivamente, ante el retorno de los males que afligieron a generaciones anteriores, que se anuncian a través de signos ambiguos de nuestro presente.

Sucedió hace un par de años con el centenario del estallido de la Gran Guerra de 1914 a 1918, fruto de evaluaciones y decisiones de una generación de dirigentes sin visión ni estrategias, auténticos sonámbulos según el historiador británico Christopher Clark (Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914; Galaxia Gutenberg). Y sucede también desde idéntica fecha, sobre todo a partir de la crisis ucrania y la anexión de Crimea, con la idea de una nueva guerra fría que enfrentaría de nuevo a dos campos, el occidental, encabezado naturalmente por Estados Unidos, y el antioccidental, con la Rusia de Vladímir Putin al mando, en una mímesis del periodo entre 1948 y 1989, cuando el mundo quedó repartido y dividido en dos bloques, en un equilibrio del terror garantizado por la disuasión nuclear.

Parece ajustada la idea de los sonámbulos para una Europa ensimismada y adormecida como la actual, a la que una crisis o incluso un percance cualquiera puede situar en una situación indeseada como sucedió con las potencias europeas hace cien años, pero la analogía da poco más de sí. Mayor pegada tiene la idea de una nueva guerra fría, en la que la Rusia eterna vuelve a las andadas de su larga historia como potencia euroasiática, a la vez expansiva y vulnerable, dolida todavía por la desaparición de la Unión Soviética, que Putin calificó como ?la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX?. El zarpazo sobre Crimea acredita la vocación rusa, como el repliegue de Washington y la desgana europea por la propia seguridad acreditan una debilidad occidental propicia a un nuevo reparto del mundo, en el que Moscú se ofrezca de nuevo como capital internacional de las naciones soberanas frente al Washington del imperialismo globalizado.

Late en ambas ideas un temor, expresado por el papa Francisco, acerca de una tercera guerra mundial que, de acuerdo con las intuitivas reglas de la premonición histórica, deberá ser peor aún que la anterior, superadora a su vez en mortandad y devastación a la primera guerra reconocida como tal en el siglo XX. La retórica inflamada y demencial del autodenominado Estado Islámico fantasea en esta dirección, en forma de un enfrentamiento apocalíptico y definitivo entre Occidente y el islam yihadista. Se apoya en la teoría del choque de civilizaciones que formuló el politólogo estadounidense Samuel Huntington en 1993, adoptada como programa, no como análisis, por los teólogos de la guerra islámica en respuesta simétrica a la insensata guerra global contra el terror declarada por George Bush y sus neocons tras los atentados del 11-S.

Tercera guerra mundial o nueva guerra fría no dejan de ser metáforas punzantes que pretenden despertar a los sonámbulos ante los nuevos riesgos surgidos de la redistribución de poder en el mundo. Estamos ahora en un planeta multipolar, donde todo son interdependencias y soberanías compartidas, en vez de dos hemisferios casi incomunicados e ideológicamente opuestos y enfrentados, en el que los países podían aspirar como máximo a soberanías limitadas. La Guerra Fría fue fruto de un mundo bipolar surgido de la II Guerra Mundial que ya no regresará. Nadie, ni siquiera la mayor y casi única superpotencia, puede hacer algo ahora en solitario, sin coaligarse con otros.

La idea misma de superpotencia puede seguir valiendo, pero debidamente especializada, tal como ha explicado Mark Leonard, director del think tank ­European Council on Foreign Relations (ECFR), en su visión sobre los nuevos conflictos, caracterizados no por guerras calientes ni frías, sino por los cortocircuitos o disrupciones en un nuevo tipo de guerras geoeconómicas que funcionan a través de las sanciones y embargos, las oscilaciones monetarias, las regulaciones comerciales o la gestión de las migraciones (Guerras de conectividad. Por qué las migraciones, las finanzas y el comercio son los campos de batalla del futuro; ECFR, 2016).

Según esta visión, hay al menos siete superpotencias especializadas: una militar y financiera, que es EE UU; otra comercial y reguladora, que es la UE; una ascendente en construcción de infraestructuras mundiales, que es China; como hay otra en migraciones, que es Turquía; una energética, que es Arabia Saudí; y, finalmente, una muy especial, que es la superpotencia aguafiestas (spoiler) por excelencia, especializada en la disrupción: Rusia. Pero ni siquiera ella sola puede hacer una guerra fría, ni tampoco puede hacerla con el apoyo, de momento táctico y oportunista, de China, porque en el plano de la competencia geopolítica, a pesar de su superioridad territorial, representa la parte estratégicamente más frágil.

El eterno retorno también sirve para el resurgir de China como potencia global, que se observa a sí misma como lo que era EE UU tras la guerra de Secesión, en un ascenso tan pacífico como el que imaginaron los dirigentes estadounidenses al menos hasta la victoria de 1898 sobre el viejo imperio español. Subraya el paralelismo la visión de Asia predominante en Pekín, sorprendentemente análoga a la doctrina Monroe (?América para los americanos?), con la que se pretende expulsar a las potencias ajenas al continente para actuar como el poder imprescindible y central.

Nada hay todavía en esta visión china que se acerque a la división bipolar del planeta en áreas de influencia. Ni tampoco se plantea algo como una guerra fría meramente asiática, aunque haya rearme e incluso escalada, con empujones y codazos en las islas y peñascos de los mares circundantes de China. Ni siquiera pertenecen a la guerra fría las brasas todavía ardientes en la península de Corea de la guerra caliente de hace más de 60 años con que se inauguró la época bipolar, aunque el reino ermitaño de Kim Jong-un mima como nadie los gestos, y la agresividad de la Unión Soviética de la peor época. La nueva guerra fría, al menos en lo que alcanza la vista, no tendrá lugar.

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13 de marzo de 2016
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Cortesana de Estado

Fue también una cortesana, no tan brillante y maligna como la Pompadour, que se impuso en Versalles, donde entretenía a Luis XV con sus insolencias y sus intrigas políticas. Aquella joven sonrosada, hija de un conductor de caballos, que ascendió en la corte por su belleza y sus pericias, fue odiada por el pueblo, llorada a su muerte por el rey y considerada por Voltaire una filósofa. ?Excepto la felicidad de estar con el rey, el resto no es más que un catálogo de maldades, mediocridades, de todas las miserias de las que los pobres humanos son capaces?, le escribió a su hermano. Un siglo después de que la Pompadour muriese de pulmonía, nacía en Pensilvania Bessie Wallis Warfield, hija de una pareja que aún no había tenido tiempo de casarse. Y, como la amante de Luis XV, llegó a infiltrarse en una corte que la temía y la maldecía a partes iguales; eso sí, no llegó a reina. Sería la primera duquesa de Windsor. Su padre murió joven y el ascensor burgués elevó socialmente a la madre con una segunda boda, mientras los abuelos le pagaban una buena escuela a Wallis. Enseguida se distinguió por su impertinencia y su carácter dominante. Siempre se ha escrito que no era guapa, para, a continuación, explicitarse que fue la más elegante, un símbolo de perfección estética. No tengo dudas de que el aire cortante que desprendía su presencia procedía de su insobornable seguridad, la de quien siempre miraba a la cámara elevando clavículas, barbilla y cejas. Tenía unos pómulos demasiado prominentes y una sonrisa invertida, como de clown, pero aún así logró ser admirada. Fue una fea que subvirtió los cánones en pos de su carisma y sus ambiciones. Su principal misión, a los 18 años, consistió en encontrar un marido rico. Se casó con un aviador que resultó ser alcohólico y celoso. Según no pocos de sus biógrafos, en China, donde se trasladó a vivir la pareja, frecuentó casas de apuestas y burdeles, estuvo implicada en tráfico de drogas y ejerció labores de espía. Uno de sus amantes, el conde Galezzano Ciano, yerno de Mussolini, la instruyó en el fascismo. Nada más divorciarse se casó de nuevo, con un inglés rico y refinado, Ernest Aldrich Simpson, quien la llevó a las fiestas de la campiña con el príncipe de Gales. Se enamoraron. No hubo vuelta atrás. Jaque mate a la flema inglesa: doblemente divorciada, filonazi, maquiavélica, amante del lujo, coleccionista de hombres. Y embobó al rey que abdicaría por amor, el que aseguró no poder asumir su responsabilidad sin el apoyo de la mujer a la que amaba. Se casaron en un castillo del valle del Loira y por supuesto nadie de la familia real británica fue a la boda. Para encender su popularidad, Cecil Beaton realizó un reportaje de Wallis en el castillo Candé, quien, para la ocasión, vistió de un traje de Schiaparelli de estilo neoclásico, pero con la langosta de Dalí estampada sobre la tela. La duquesa de Windsor paseaba temple y osadía, aunque sobre todo desprecio. Como del que haría gala tras la invasión alemana del norte de Francia y los primeros bombardeos sobre Gran Bretaña, en mayo de 1940, al declarar a un periodista: ?No puedo decir que sienta lástima por ellos?. La pareja escapó del conflicto y se instaló en Bahamas, donde Churchill había nombrado gobernador al duque; ella se consagró a las obras de la Cruz Roja, pero en su correspondencia no deja de menospreciar a la población local llamándoles ?negros perezosos?. Murió en fuga, demente, sola y triste desde la muerte de Edward. Ahora se cumplen 30 años de su muerte. Nunca sobresalió como alma caritativa, pero en su testamento sorprendió con la donación de su joyero, una vez subastado, al Instituto Pasteur. Recaudó 45 millones de dólares para la investigación, un final impredecible para una mujer tan elegante como venenosa. (La Vanguardia)

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12 de marzo de 2016
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Mansura

Todo novelista está condenado a sobrellevar con entereza una servidumbre que justo porque su naturaleza así lo exige debe pasar desapercibida para el lector normal. A no ser, eso sí, que al llamado lector normal (qué novelista no ha tenido que escuchar en una reunión social una variante de esta frase: “Ah, si yo le contara a usted mi vida podría escribir una novela alucinante”) cansado de percibir el escaso  entusiasmo del novelista de turno por escuchar esa historia alucinante le dé por ponerse a juntar letras con intención de que acaben siendo una novela. Inevitablemente, y más bien antes que después, el neonato escritor  acabará descubriendo por sí mismo la servidumbre a la que me estoy refiriendo, y que no es otra sino el gigantesco trabajo que debe llevar a cabo el novelista para que no se note, justamente, la enormidad del trabajo que está obligado a tomarse para camuflar los parches, remiendos, ocurrencias, tachones, salidas en falso y demás argucias del oficio que finalmente le permitirán presentar un texto limpio y dotado de esa cualidad que los críticos de antes definían como poseedor de “una difícil sencillez”.

Todo lo cual me venía a la cabeza  mientras releía  esta curiosa novela  reeditada ahora, más de treinta años después, por Javier Marías en su editorial Reino de Redonda. La  historia que se narra sale de una crónica medieval auténtica escrita por el sire Jean de Joinville y titulada Livre des Saintes Paroles et des Bons Fets de Notre Saint Roi. En principio, y porque tal era la costumbre entonces, la crónica de Joinville debía reflejar  los hechos  acaecidos durante  la  Cruzada a Tierra Santa promovida en 1248 por  el rey Luis IX, elevado en 1297 a  los altares como San Luis de Francia. Ese séptimo  intento de liberar  los Santos Lugares fue un nuevo  desastre y el ataque y asedio a la ciudad egipcia de Al-Mansurah, o Mansurá, se saldó con la derrota y captura del rey sus caballeros cristianos, todos los cuales permanecieron cautivos del infiel hasta ser liberados en 1254 tras el pago de un sustancioso rescate.

A lo que parece, el joven cronista salió tan escarmentado de las aventuras bélicas  que además de negarse a acompañar a su señor en la Octava Cruzada (un nuevo fracaso que le costó la vida al rey santo) fue a buscar refugio en sus posesiones tras  renunciar formalmente a su  compromiso de cronista. Y hubiese muerto feliz en el olvido de no ser porque en 1307, y cuando él había sobrepasado los ochenta años de edad, la reina Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso y madre del futuro Luis X, logró convencerle de que se valiese de los hechos guerreros de rey santo para camuflar una especie de compendio de las virtudes que deben adornar a todo buen soberano cristiano. Se comprende mejor el interés doctrinario de la reina madre si se tiene en cuenta que a su heredero algunos historiadores actuales le llaman el Obstinado y otros el Pendenciero.

Es decir que en el proceso de transformar una crónica medieval en una novela del siglo XX, nada menos, el autor partió de una crónica que además de falsa (pues parece más un breviario que un tratado militar) era un relato en  el que “lo increíble era más verdadero que lo posible”, razón por la cual, y como el propio Azúa avisa en una nota dirigida al lector, optó por “añadir episodios inventados para dar más verosimilitud al relato”. Una vez metido en la senda de inventar lo verosímil (una operación que una estudiosa italiana ha calificado de palinsesto mientras que Jacinto Antón, el autor del Prólogo, prefiere denominarla “cachonda”) el autor cuenta con la inestimable complicidad del narrador (asimismo inventado), pues al poco de iniciar el relato declara haber sido elegido por los poderosos y añade: “este ser yo quien soy, más lo debo a quien me eligió que a mí mismo, y me creo obra de otro que quiso hacerme así como soy”. Mayor libertad de acción para intervenir, cambiar, añadir o quitar, imposible.

El resultado es una narración que, más de treinta años después de acabada, conserva toda su frescura y creatividad y se deja leer de un tirón sin que al cabo importe ya qué hay de verdad e invención en el relato.

 

Mansura

Félix de Azúa

Reino de Redonda.

 

 

 

 

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11 de marzo de 2016
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Hambre o veneno: el dilema del Chernóbil de Svetlana Alexievich

Leo en la página 44 del impresionante testimonio colectivo "Voces de Chernóbil", de la última Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich: “Este libro no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas, y se han sacado centenares de miles de metros de películas. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma”. 

En poco más de 400 páginas, Alexievich habla poco, muy poco. Lo necesario. La descripción de una viuda sirviendo te como si su muerto fuera a volver y soplar la taza antes de sorberlo. El camino en la nieve para llegar a la casa desvencijada de un funcionario que perdió la fe. Los nombres de los sobrevivientes de Chernóbil que se sentaron a la lumbre de sus preguntas y reabrieron sus heridas para contarle sus historias.

Casi todo “Voces de Chernóbil” son monólogos de tristeza, de incredulidad, de dolor mal digerido. Los habitantes de la región de Bielorrusia donde la central nuclear explotó y liberó su veneno radioactivo en 1986 seguían haciéndose preguntas veinte años más tarde. Por qué las autoridades prefirieron negar los hechos, ocultar las consecuencias, abandonar a las víctimas. La mayoría creía en la bondad del sistema soviético. Fueron traicionados.

Hoy han pasado diez años más desde que el gran libro de Alexievich viera la luz en ruso. Hoy muchos lectores españoles e hispanoamericanos lo están leyendo, junto con su dura, flamígera hermana de testimonios “La guerra no tiene rostro de mujer”. Los leemos porque su nombre se hizo famoso tras la concesión del Nobel, que por primera vez premia a un reportero por su obra periodística.

Una de las noticias del día, la que acompaña esta foto funesta, reza: “Familias del área afectada por Chernóbil vuelven a comer alimentos radioactivos. La crisis económica azota a Rusia, Ucrania y Bielorrusia, obligando a miles de personas a volver a comer alimentos contaminados, 30 años después del desastre nuclear Chernóbil”.

La foto muestra una anciana, las manos como garras callosas, los ojos como ranuras incrédulas, mirando un billete como si el papel le pudiera contestar su pregunta de décadas. Entre los testimonios recogidos recientemente por Greenpeace, el grito ronco de una madre: “Tenemos leche y cocemos el pan aunque esté con radiación. Todo aquí es radiación”.

¿Para qué sirvió la grandiosa alianza de denuncia y arte en el libro de Svetlana Alexievich? ¿Para qué el Nobel? ¿Para qué la investigación de Greenpeace? Las madres de Chernóbil alimentan hoy a sus hijos con alimentos radioactivos. Los envenenan, porque la alternativa es matarlos de hambre. ¿En qué mundo estamos? ¿Nada cambió en 30 años? ¿Nada cambiará?

El subtítulo de “Voces de Chernóbil” da una respuesta desesperanzada y realista. Se llama “Crónica del futuro”.

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11 de marzo de 2016
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Dietario de un cínico / 3

Miércoles.

A comienzos de la era cristiana el individuo de la sociedad mediterránea medraba en una trama jerárquica de patrocinio y clientela. A cambio de dar o recibir protección, rendía tributo al de arriba y cobraba al de abajo. Este intenso tráfico de dádivas amenizaba el comercio social y dejaba fuera de juego a los que no tenían a nadie a quién exigir obediencia: las mujeres y los niños. Eran el nimio estamento de una pirámide sin escrúpulos. Esos a los que se podía zurrar sin riesgo de que te devolvieran el golpe. Cerca de ellos, en los márgenes del sistema, merodeaban los leprosos, muy parecidos a nuestros bohemios, mendigos que preferían no deber nada a nadie y que con su mal genio pedigüeño atosigaban a los vecinos. Los pordioseros eran los únicos que recibían sin dar nada a cambio. Fue entonces cuando la caridad se reveló como un sarcasmo subversivo.

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10 de marzo de 2016
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La fábrica europea, en ruinas

La fábrica ya no funciona. Fue competitiva y ambiciosa hace tiempo, pero ahora ha quedado gripada y nada útil sale de sus cadenas de producción. El desastre industrial va más allá de los meros intereses de sus propietarios. Había sido antaño una fábrica admirable, única, y sin parangón en cuanto a productividad, que servía de modelo y suscitaba envidia y emulación en todo el mundo; pero ahora, convertida en una ruina, se ha transformado en todo lo contrario, motivo de sarcasmos para los de fuera y zoco vergonzoso donde mercadean los de dentro con las piezas del desaguace.

Nadie como la Unión Europea había producido tanta prosperidad, democracia y estabilidad en la historia de la humanidad en los últimos siglos, hasta el punto de que la adhesión al que era el club de los países más libres, civilizados y ricos del planeta fue la liebre que hizo correr a muchos, entre otros a España, desde las dictaduras a las democracias. Tras el desenlace de la guerra fría, también los países liberados del bloque soviético contaron con la UE como pista de aterrizaje en la reunificación del continente. E incluso Turquía transformó su sistema político custodiado por los militares e inició el camino liberal espoleada por su candidatura a la integración.

La turbina que hacía funcionar aquella fábrica boyante eran los criterios llamados de Copenhague, decididos en 1993, en una cumbre para admitir nuevos socios, respecto a la estabilidad de las instituciones democráticas, el Estado de derecho, los derechos humanos y la protección de las minorías; criterios que Turquía se esmeraba en cumplir hace diez años y que ahora vulnera a plena luz del día hasta el punto de convertir la aceptación de sus incumplimientos en condición para su cooperación ante la crisis de los refugiados. La UE dio la espalda a Turquía, y especialmente las derechas francesa y alemana, cuando se iniciaron las negociaciones de adhesión y Erdogan acababa de llegar al gobierno. Había temores demográficos, religiosos y geopolíticos, que se expresaron con desenvoltura hasta bloquear las negociaciones de adhesión cuando Ankara evolucionaba en la buena dirección. Ahora en cambio, cuando se halla en plena involución hacia un régimen personalista y autocrático, que coarta las libertades y ataca a las minorías, la UE se echa en brazos de Ankara y le da financiación, exención de visados para circular por la UE y la luz verde para las negociaciones de adhesión, todo a cambio del control del flujo de los refugiados.

Si al principio era la fábrica democrática europea la que estimulaba el reformismo turco, ahora es el autoritarismo turco el que contamina a la fábrica en ruinas. La Turquía de que aspira a la adhesión refuerza así el bloque de las democracias iliberales y populistas en que se está convirtiendo el grupo de Visegrado, conformado por los antiguos países socios del pacto de Varsovia. La crisis de los refugiados está cambiando Europa, hasta convertir el solar donde estuvo la fábrica de democracia en el campo dividido donde acampan y encienden las hogueras los populismos.

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10 de marzo de 2016
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El Boomeran(g)
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