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I WANT TO BELIEVE

Puede que llegue tarde a la lectura de esta novela de autoficción que, desde su publicación en octubre del año 2020 cosecha ya el nada desdeñable número de 16 ediciones. Quizá también me retrasó la pereza; desayuno, como y ceno los relatos testimoniales de mujeres jóvenes que escriben sobre el amor, la familia, el desencanto, la nostalgia, el deseo y los malestares del mundo porque soy una de ellas y me interesan sus historias. Por mucho que disfrute el acompañamiento momentáneo, el mirarme en el espejo de sus páginas o incluso el regodeo en la mugre y en el barro, también una se harta de sí misma y de los pensamientos que no le dejan dormir. Tal vez este libro hubiera pisado una huella distinta si no lo hubiera leído a cierto destiempo -sensación que, por otro lado, no tengo al leer a Annie Ernaux, a pesar de sus puntos de encuentro-.

A parte de nuestras iniciales, a Ana Iris y a mi nos hermana la intencionalidad del retorno, el girar la vista y mirar hacia el pasado con las gafas del realismo mágico puestas; también la obsesión con el viento, con incidencia manchega en su caso y mallorquina en el mío. Nosotras las isleñas no llegamos a los doce, pero nuestros ocho vientos también llevan y traen, ponen y disponen, como dice Ana: sin que nadie pueda evitarlo. Donde nacemos no es nunca una cuestión baladí como tampoco los motivos que nos empujarían a volver; el territorio nos condiciona tanto para lo brillante como lo oscuro, y a veces, enmaraña - cuestión que también aborda con altas dosis de poesía Irene Solà-: la idea romántica de volver a casa puede resultarnos ni tan bonita ni tan romántica si lo que una vez entendimos como hogar ha dejado de ser el refugio suave y blandito que recordamos. Algunos privilegios vienen acompañados de una buena montaña de basura pudriéndose en callejones, montañas, senderos y playas, basura que huele a fermento, a vómito, a cabezas de gambas y crema solar. Toneladas de restos ajenos que amurallan las ciudades y las hacen inaccesibles para sus históricos moradores. 

Hay una dolorosa melancolía -si es que existe otro tipo de melancolía- en la defensa y el ensalzamiento de las raíces; suele ir ligado a la falta de las personas que nos las dieron, de aquéllos y aquéllas que nos revelaron la metáfora. Está teñido de un halo melocotón -no se debe recordar a los muertos por sus asperezas sino por sus caricias-, que endulza el amenazante pensamiento de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Aunque motivada por el forzoso y necesario cuestionamiento de las acciones acometidas en pos bienintencionado progreso, Ana Iris representa y perpetúa el mal de la millenial: su propuesta no convence, pues vuelve a ser una fórmula que apela directamente al individualismo y responde a un egocentrismo generacional propio que únicamente apunta hacia las personas que disponen del privilegio de volver - siempre si ese es su deseo- a los valores tradicionales, sin ofrecer ninguna solución hacia un modo de vida colectivizado y compartido. La novela está marinada en la desazón de quienes hemos resultado estafadas por una promesa fallida; nos dijeron que si hacíamos A, llegaríamos a B, y así sucesivamente hasta la última y esperanzadora letra Z, que luego sería tildada con aspereza, aunque las consonantes no se acentúen por la naturaleza propia de nuestro lenguaje. Llegamos al final del abecedario con mucho papel firmado por la Corona, mucho papel crema pero muy poco color verde. Por suerte, saberse conocedora y usuaria de dicha desazón no enturbia lo interesante del ejercicio de Ana Iris Simón: el progreso puede -y debe- ser puesto en cuestión y es posible revertirlo en cuanto a si oprime más que libera. Analizar los glitches que se generan en las sociedades que no pueden seguir su ritmo propicia una necesaria y mejor aproximación a los conflictos que lo acompañan.   

A mi también hay cosas de la vida que llevaban mis padres a mi edad que me dan envidia; me da dentera que, aunque no cobrasen por encima de la media, sus trabajos fueran estables y seguros. Se me llena la garganta de molestas pelusillas al pensar que, aunque por circunstancias terribles, tuvieran no sólo un hogar en el que vivir, si no además una casa frente al mar en un pueblo costero. Me inunda de compulsión saudádica su mirada chiribitante al futuro, porque entonces aún existía la fe ciega. Qué embaucadora es la nostalgia, que nubla o directamente borra el futuro y las posibilidades. 

Aunque el libre albedrío haya sido cuestión a cuestionar por la filosofía and co y se haya utilizado incluso como tema recurrente en la construcción de distopías y escenarios propios de la ciencia ficción, el pensamiento mágico -que por otra parte envuelve amorosamente toda la novela- nos reconforta; todas quisiéramos creer que los unicornios existen.

Esa vuelta a la normalidad por la que aboga Ana Iris -que no deja de ser una normalidad de un solo prisma, el suyo- se carga la emancipación en pos de un orden natural que nos relegaría a muchas a un lugar oscuro, a un lugar al que posiblemente ya no queremos pertenecer. 

Aunque hay momentos en los que se encarama a la atalaya de la verdad y la autenticidad primigenias para hacer juicios tendenciosos y arbitrarios a modernis, anarquistis, neoflamenquis y bodypositivistis, no puedo evitar sonreír al leer la lapidaria sentencia ‘ya llevábamos tiempo en ello, en lo de no tener más identidad que la estupidez’. Feria es un libro que se encuentra en la intersección y en la contradicción; es tal vez ideológico - ¿y qué no lo es a día de hoy?-, pero eso no traduce la doctrina en algo inmutable. Como a San Sebastián pero sin la pureza ni la sacralización, a la ideología mal entendida como identidad la atraviesan un millar de lanzas. Ana Iris además tiene buena puntería.

El cuestionamiento de las etiquetas y de lo que llevan consigo -pero sobre todo del hecho de que vistan por completo tu pensamiento y tu alma y no sólo tu cuerpo- es algo que celebro pero que no me sirve como excusa para desarticular discursos decididamente imprescindibles y vitales; puede que el llevar una minifalda solo por y para ti y el pretender que nadie te escanee esconda trampas, que las mujeres enseñemos la carne y la piel para ser vistas, para sentirnos más guapas, más sexis, más deseadas: esta es la superficie de la charca donde rebotan los guijarros, pero ¿no es acaso la labor de la escritora bucear hasta el fondo y revolver el lodo para enturbiar el agua? ¿Es adecuado sentir que, para tener más presencia, para pesar más, más centímetros de epidermis deberemos mostrar? Aunque trate de disfrazarlo con toneladas de ironía, no deja de ser un argumento torticero que le vale para desautorizar la apremiante labor del feminismo, que lejos de encarnar la imposible y perfecta representación universal, es al fin y al cabo, de una importancia trascendental. 

Desmontar la falacia egocentrista de que nada de lo que digamos, hagamos o nos pongamos encima va a tener impacto sobre los demás empieza a ser urgente, aunque las formas de Ana Iris hacen saltar algunas alarmas; como se encarga de subrayar Simón, la belleza trae intrínsecamente poder, nos guste o no, porque así funciona el mundo. Es ella una mujer de reflexiones encajonadas pero también muy hábil en el arte de radicalizar para ridiculizar. A pesar de que algunas personas comparen el fascismo con el hecho de mirar un escote, ni son todas, ni la mirada es un acto inocente. 

Su reivindicación de las tradiciones populares -que como lectora he disfrutado como se disfruta descubriendo un manjar exquisito, olvidado o desconocido en el bar más manolístico de un pueblo pegado a una autopista- nos permite conocer un folklore lleno de lirismo, mayormente compartido en sus raíces pero único en la idiosincrasia de sus ramas. Bajo la sombra del anecdotario popular se refugian sus preceptos políticos y así, al menos, están fresquitos y a resguardo de la luz del sol.

En muchas de las anécdotas que narra aparecen la vergüenza y el odio de clase como emociones que se despiertan durante la infancia y la adolescencia -otra cosa en común con Ernaux-; lo bonito de Feria es la calidez con la que abraza estos sentimientos y los incluye necesariamente en un retrato de la poliédrica España a medio camino entre lo personal y lo generacional. Simón representa la voluntad de estrechar entre sus brazos los complejos compartidos de un territorio al reflexionar sobre sus correspondientes orígenes y, también, poniéndolos en cuestión. El amor es la faja que envuelve el libro; a veces incómoda, a menudo inútil en cuanto a su practicidad, -y en su caso, de un rosa quizás demasiado apastelado- pero hermosa, contingente, cálida en su achuchón. Cuestiono si, como ella apuntala, se puede amar sin conocer, pero coincidimos en que la máxima representación del afecto se manifiesta en el habla; hablar del sujeto anhelado siempre que se tenga ocasión y que, al hacerlo, te inunde de tristeza el hecho de que quien te escucha no haya disfrutado del privilegio de su compañía.

Leer a Ana Iris Simón me recuerda vagamente a leer a Houellebecq -salvando los años de experiencia y maestría en la escritura-; me fastidia, a ratos me enfada o me indigna su desafección, pero me ablanda su idea del amor y la ternura con la que la describen. Me sorprende su capacidad de analizar el mundo y de leerme el pensamiento, ese pensamiento fugaz y momentáneo que no puedes contener dentro de la boca y del que te arrepientes segundos después de pronunciarlo en voz alta, aún estando en completa soledad. Y aunque la provocación como mecanismo para remover interiores resulte algo tosco y poco elegante, hay una pizquita de schadenfreude anteI la posibilidad de verlo todo arder.

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20 de noviembre de 2023
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La prodigiosa advertencia de Mariana Travacio

En las páginas iniciales de Nuestra parte de la noche de Mariana Enríquez se encuentra una escena entrañable –porque apunta directamente a las entrañas desde muchos puntos diferentes– en la que un padre enseña a su hijo a vencer y expulsar fantasmas. Los dos tienen capacidades sobrenaturales. El ejercicio consiste en lo siguiente: el padre apoya una mano debajo del esternón del hijo, y dos dedos de la otra mano en la vértebra que está justo detrás del estómago. De ese modo, el niño concentra su atención en esa zona de su cuerpo, y desde allí le grita a la aparición que se vaya. Su progenitor le dice: “No es alguien. Es un recuerdo”.

Otro ejemplo lo hallamos en la magnífica La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, de Patricio Pron, en la que alguien que vive suspendido “entre la ficción y su contrario en los mapas que la mente elabora cuando se esfuerza por cartografiar el mundo, el territorio imperturbable sobre el que se proyecta nuestra insaciable necesidad de consuelo”.

Hay frases, escenas o imágenes que concretan o justifican todo un libro, toda una historia, y nos atan a ellos. En estos hallazgos se revela el poder lenitivo de la literatura, así como el prodigioso banco de pruebas que nos ofrece el juego de la lectura. Fingimos el pavor que supone la aparición de un fantasma. Experimentamos vicariamente las pasiones de los personajes, lo cual supone una especie de entrenamiento para cuando toque enfrentarse a la realidad, a veces tan desbordante o incluso más que la ficción.

En los cuentos de Me verás caer, de Mariana Travacio, publicados por la editorial Las afueras, tal y como nos advierte el título asistimos al descenso de las protagonistas de los cinco relatos, porque como consta en el poema de Beatriz Vignoli citado en las páginas iniciales: “Lo único que sabe hacer el universo / es derrumbarse sin ningún motivo, / es desmoronarse porque sí”.

Cuando jugamos al pacto de la ficción, las caídas se limitan al espacio delimitado para el banco de pruebas, al terreno de juego. Aún así, lo cierto es que leyendo los cuentos de Mariana Travacio es inevitable acabar integrando al propio bagaje el desencanto de la madre y la hija que veranean juntas sumidas en una tensión que amenaza con explotar en el momento más inesperado de “Cansadas”; asumiendo el deseo de desprenderse de todo lo que nos ha definido y ha condicionado una vida de frustración y negaciones, como la esposa del malogrado cantante de tangos de “¿Dónde está Montes?”. También hacemos propia la locura de la mujer engañada, seducida y desvalijada en una historia de amor tan romántico que no parecía real porque, efectivamente, no lo era en “Rosas buenas”.

Las parábolas se encajan entre el esternón y las vértebras para luego caminar con más cautela y firmeza por la realidad. Se suele decir que ese es también uno de los propósitos de contar cuentos a los niños antes de dormir. Posiblemente nunca nos toque regentar un merendero tan festivo y lleno de posibilidades como el de “Últimos rastros”. El encanto de las noches de celebración no nos pertenece, pero esa carencia no impide que lo leído resuene en nuestro pensamiento y acabe encontrando eco y reflejo. Por eso compadecemos a –padecemos con– Elena y Blanca Nieves cuando todo se diluye. Al fin y al cabo, nuestra especie sufre el castigo divino de un pecado original que otros cometieron por nosotros, y sabemos desde muy temprano en nuestra vida que el paraíso fue muy frágil, que lo perdimos y ya no nos pertenece. Estábamos advertidos desde el comienzo: el deseo de lo imposible trae consecuencias terribles.

Así mismo, “Y el río, tan manso” nos recuerda y nos adelanta una de las amenazas que siempre se acaban cumpliendo: la decrepitud y la locura. Nos verán caer, por supuesto, pero en la caída tendremos la pírrica victoria de aquel a quien no agarran desprevenido, pues la literatura nos ha permitido adelantarnos a los acontecimientos. La única redención posible, entonces, se encuentra en la dignidad de saber que vivimos con intensidad todo lo que nos correspondió en su momento. Y que gracias a la literatura lo experimentamos constantemente, eternamente, sin fin.

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19 de noviembre de 2023

'El Jarama' de Rafael Sánchez Ferlosio. Edit. Cátedra, 2023

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El río de la vida

 

El académico Mario Crespo publica una interesante y extensa biografía de Rafael Sánchez Ferlosio

No es fácil escribir sobre Rafael Sánchez Ferlosio porque ya se ha dicho todo, pero en esta ocasión es obligado avisar a los ferlosianos y jarameros (que no jaraneros) sobre una importante publicación que llena una ausencia inadmisible en la bibliografía del personaje.

Se trata de la edición crítica, aunque no se llame así en los títulos de crédito, de El Jarama, la clásica (ya) novela de Ferlosio, por el erudito e industrioso Mario Crespo, joven correspondiente de la Real Academia Española en Santander. Su labor ha sido enorme y en la extensa introducción de casi doscientas páginas encontrará el aficionado serio una biografía muy interesante de Ferlosio, con datos curiosos sobre su infancia y juventud, una completa historia de la recepción del autor desde las Industrias y andanzas de Alfanhui, que es también una revisión de la historia de la literatura española en los años cincuenta, así como una infinidad de citas del propio Ferlosio en entrevistas o declaraciones que dan idea de la armadura de su inteligencia y la grandeza de su espíritu.

Sólo por este largo ensayo sobre Ferlosio ya merece la pena el libro, pero es que sobre el texto ha reunido Mario Crespo mil trescientas sesenta notas, todas ellas relevantes. Lo sé, no es una lectura fácil ir subiendo y bajando en la página cada diez segundos, pero el esfuerzo merece la pena. Quizás se podría haber dado un formato mayor a esta singular edición, pero su inclusión en la benemérita Letras Hispánicas facilita su adquisición por los más jóvenes.

¿Y qué es hoy El Jarama? Pues sigue siendo una lectura cautivadora, un experimento espléndido. Muchos saben que Ferlosio abominó de su novela debido al colosal éxito que tuvo. Llegó un momento en que no soportaba que le hablaran de su libro, como si en su enorme obra (cuatro grandes volúmenes en Debate, al siempre atento cuidado de Ignacio Echevarría) sólo existiera esta exquisita narración. El predominio periodístico de lo que él llamaba, sin aprecio, “lo literario”, le exasperaba.

Porque su rechazo de “lo literario” se dio muy temprano, como bien cuenta Mario Crespo, y desde el principio fue violento y militante, aunque había mucho de dramatización en ese rechazo. En su correspondencia con Coindreau, su traductor al francés (el cual era también traductor de Faulkner para Gallimard), se muestra mucho más templado (p.50). El caso es que de aquel rebote le vino la pasión lingüística ayudada por la lectura de la Teoría del lenguaje de Karl Bühler (Rev. De Occidente) a la que se dedicó con un ahínco casi enfermizo en los veinte años siguientes.

Pero lo extraordinario es que su renuncia a “lo literario” dio lugar a una cascada de ensayos (casi tres mil páginas en la edición de Debate) a cuál mejor y con el siguiente y muy sorprendente añadido: todos son literariamente relevantes hasta el punto de que su contenido queda supeditado por entero a la forma literaria. Miles de sus lectores lo fueron por la prosa y sólo ancilarmente por las ideas que defendía. Dicho en plata, Ferlosio renunció a lo que él llamaba “el papelón de literato”, pero no a la literatura, por mucho que abominara de ese término. De hecho, él y Juan Benet fueron los grandes expertos de la prosa española del siglo XX, sus renovadores e inventores.

Eso no disminuye, ni mucho menos, a una generación que ha ido creciendo con el paso del tiempo, como el extraordinario narrador que es Ignacio Aldecoa o el siempre vivo Miguel Delibes, se trata sólo de un magisterio de oficio, el de Ferlosio y Benet, y fue algo infrecuente en las letras españolas, la del literato que produce una obra de arte considerable, más allá de los géneros, de las clasificaciones académicas o de las convenciones históricas. Dos maestros que, además (cosa infrecuente en este país) se respetaban y admiraban mutuamente.

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16 de noviembre de 2023

Una orquídea fantasma

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Anotaciones sobre orquídeas

En 1994, John Laroche y tres indios seminolas fueron arrestados por robar especies raras de orquídeas en la Reserva Estatal del Fakahatchee de Florida. Resultó que Laroche era el jefe de esos indios cazadores de plantas exóticas que, sin embargo, eran los únicos autorizados a recoger orquídeas. Al parecer, la ley los ampara bajo un hecho muy simple: practican antiguos rituales sagrados con ellas. Cuando los detuvieron, Laroche dio el nombre botánico de todas las plantas robadas y explicó a los agentes de policía que las iba a tratar en su laboratorio con el fin de clonarlas y venderlas a coleccionistas. La detención salió en la prensa local y Susan Orlean, una periodista y escritora de Nueva York, se interesó por la historia. Unas semanas después, Orlean se plantó en Florida para acudir al juicio y, tras una serie de acontecimientos locos, acabó escribiendo El ladrón de orquídeas.

Todos sabemos que las rosas siempre lideran las ventas de flores. No obstante, el comercio internacional de orquídeas da mucho más dinero por su excentricidad: se dice que alguien, en algún lugar del mundo, llegó a pagar veinticinco mil dólares por una orquídea. Algunos queremos seguir pensando que el coleccionismo hace que el mundo parezca un lugar fascinante, lleno de oportunidades. En la Inglaterra victoriana, llamaron «orquidelirio» a la locura que revoloteaba alrededor de estas flores, una pasión equivalente a la fiebre del oro, la del petróleo e incluso la filatelia. Las orquídeas atraen a personas obsesivas y su coleccionismo total es imposible, hay miles y miles de especies, además de las creadas artificialmente en laboratorios. La clonación de plantas es una práctica bastante común en la actualidad, a pesar de que este método solo comenzó a utilizarse a partir de finales de la década de 1950. Una curiosidad: Laroche utilizaba el microondas para alterar y esterilizar las semillas antes de cultivarlas.

Ciertas orquídeas han desarrollado la capacidad de imitar la apariencia de las hembras de insectos polinizadores, atrayéndolos hacia ellas. Este mimetismo sexual confunde a los insectos machos, induciéndolos a intentar copular con su flor. La palabra orquídea deriva del latín orchis, que significa testículo; no sólo le hace un guiño a la forma de sus tubérculos subterráneos, sino también al hecho de que, hace mucho tiempo, se creía que las orquídeas brotaban del semen derramado por los animales durante el apareamiento.

En Florida, las orquídeas son desmesuradas y su capacidad de adaptación y mutación es inimaginable. En el libro, Orlean dice que hay que querer algo muy apasionadamente para ir a buscarlo hasta el Fakahatchee, de ahí que se decidiera a buscar la orquídea fantasma, una especie hipnótica de características únicas. La orquídea fantasma acabó convirtiéndose en un elemento central de su historia debido a su rareza y a la conexión que podía establecer con Laroche, quizás fue una excusa para intentar obsesionarse tanto como él. La orquídea fantasma crece sin clorofila y se nutre exclusivamente de hongos. Puede que sea una de las especies más difíciles de encontrar. Su flor exhibe un color blanco níveo que resalta en medio del verde oscuro de los humedales donde crece. De sus pétalos se desprenden otros dos pétalos inferiores que se tuercen hacia abajo, da la impresión de que está suspendida en el aire y se mece según sopla el viento. No es de extrañar que sólo puedan sobrevivir en climas perfectos que nadie nunca podría replicar artificialmente.

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15 de noviembre de 2023
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Shangri-La, o los horizontes perdidos del deseo

En el año 1933 del siglo pasado, el novelista inglés James Hilton (1990-1995) publicó la novela Horizontes perdidos, en la que configuró un espacio llamado Shangri-La, que desde entonces se convirtió en un lugar mítico, además de sinónimo del paraíso, más allá de todas las visiones de la cultura entendida como senda de la corrupción y como receptáculo de todas las formas de decadencia.

Hilton supo configurar su paraíso de una forma tan sólida como mitológica, a pesar de que siempre utilizó técnicas propias del bestseller, hasta el punto de que muchos lectores y algunos doctos llegaron a creer que el narrador británico estaba hablando de un lugar real, ubicado en los confines más intactos y lejanos del Himalaya.

El mito de Shangri-La se ha asentado tanto en la cultura popular, que la ciudad China de Zhongdian, ubicada al norte de la provincia de Yunnan, y poblada básicamente por tibetanos, decidió llamarse Shangri-La desde el año 2002, para beneficiarse del mito y de los lectores de Horizontes perdidos que aún sueñan en la utopía dibujada por Hilton en su más célebre novela.

La fábula participa de los mismos principio narrativos que el relato El país de los ciegos de H.G. Wells, aunque el contenido y la moraleja sean muy diferentes. En la novela de Hilton se trata de llegar a la iluminación y a la inmortalidad, en cambio en la narración de Wells el tema es la ceguera y la imposibilidad de superarla. También las referencias difieren y solo a veces se rozan: Hilton se proyecta en algunos momentos de la República de Platón y en la Utopía de Moro, y Wells se proyecta en el mito de la caverna platónica y en algunos pasajes del viaje de Ulises, especialmente el situado en la isla de los lotófagos.

Una de las características fundamentales de Shangri-La es su inaccesibilidad. Los viajeros arrastrados hasta Shnagri-La han de emprender una peligrosa travesía aérea que casi parece el viaje al fin de la noche. Cuando llegan, se encuentran ante un prodigioso monasterio prendido a la roca, junto a un valle fértil y serenísimo (el Valle de la Luna Azul) custodiado por un monte tan solemne como inmaculado: el Karakal, más remoto que el Everest y mucho más mitológico.

El monasterio alberga una comunidad internacional, de monjes que no están obligados a llevar habito, y en la que tienen cabida las mujeres. En torno a los muros de la abadía se despliegan jardines de terrazas escalonadas, llenas de fuentes y estanques, de lotos y nenúfares, que reciben la luz reflectante del sol proyectándose en la mole blanca de Karakal, omnipresente durante toda la narración como un tótem vinculado a la firmeza, a la magnificencia y la felicidad.

En el monasterio pueden apreciarse obras artísticas de todas las épocas de la humanidad: es el museo de los museos, por no decir el museo del Hombre, y su biblioteca es tan vasta y variada que Borges la hubiese confundido con el paraíso.

El abad de la cofradía, el gran lama, es en realidad el fundador del monasterio, y todo indica que tiene más de trescientos años, si bien ya siente la muerte cerca: se trata del padre Perrault, de sorprendente origen luxemburgués, y que llegó al Himalaya en el siglo XVII. El protagonista de la novela, el cónsul Conway, lo percibe como un hombre de una sabiduría infinita, y tiembla cuando el gran lama lo elige su sucesor en aquel reino de horizontes tan cristalinos.

La modalidad política que rige el destino del monasterio y el valle que se despliega más allá de sus jardines es la teocracia, si bien su poder apenas se nota, como ha de ser el poder según el Tao y algunas variantes del budismo, y ni está prohibido el alcohol ni está prohibida la música, tanto oriental como occidental.

Muy a su pesar, en un determinado momento Conway abandona el monasterio, solidarizándose con los otros personajes que llegaron con él, y buscan de nuevo la civilización. Tras una travesía por el mundo en la que llega a perder la memoria, todo indica que el cónsul británico regresa a Shangri-La y que su paraíso perdido se convierte en paraíso felizmente encontrado.

Horizontes perdidos ha tenido dos versiones cinematográficas, la primera de ellas de Frank Capra (1937).

Como vemos, Shangri-La es una utopía ubicada muy lejos de Europa. ¿Puede ser de otra forma? Desde hace mucho tiempo los occidentales parecen tener claro que Europa ya no es el lugar más apropiado para albergar las trasparentes moradas del paraíso.

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14 de noviembre de 2023

(Ed. Días contados, 2015)

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Diario de los errores

 

Cayó en mis manos hace pocos días un libro que sacó la editorial barcelonesa Días contados en el 2015, reencontrado en un feliz azar y leído de un tirón. De su autor, Flaiano, Ennio Flaiano, todos ustedes, lectores curiosos, han disfrutado mucho, y saben mucho, pero solo los más acérrimos del cine sabrán de quien hablo: el guionista de Fellini, de Rossellini,  de Antonioni,  pero también de Dino Risi y Edoardo de Filippo; o de Berlanga. El traductor del libro hoy rescatado, el novelista J.A. González Sainz, nos recuerda que el nombre del escritor italiano adorna también los guiones de dos excelentes films de nuestro cineasta, "Calabuch" y "El verdugo".

Pero no hablamos hoy de cine.

"Diario de los errores" es algo más que el diario de viajes de un gran escritor. Flaiano es un refinado aforista: "Almas sencillas habitan a veces en cuerpos complejos"; "Que quien me ame me preceda"; -Demonio, ¿voy bien por aquí al infierno? -Sí, todo torcido" . Un observador social muy agudo: "La homosexualidad para la clase pobre no es un vicio sino una forma de acceder a las clases superiores". Un viajero atrevido: "El turista es un ser que no resulta herido por lo que ve". Un humorista implacable: "El catolicismo en Francia es un movimiento literario". Pero acostumbrado a crear personajes para la gran pantalla, Flaiano es asimismo un retratista veloz y profundo, tanto de grandes figuras (lo pone de manifiesto su visita a Jean Cocteau)  como pintando a los desheredados parisinos: "la sal de una civilización son los vagabundos. Cuando estos disfrutan del respeto que es debido al más débil eso es signo de que el respeto por las demás libertades funciona".

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13 de noviembre de 2023

'Damas, caballeros y planetas' de Laura Fernández (Random House, 2023)

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Un eslabón perdido entre casi todo

 

En el desaforado universo de Laura Fernández (Terrassa, 1981) no hay sitio para tibiezas. Cada palabra rezuma entusiasmo y pasión, y debe vivirse con la fiebre que se experimentan las obsesiones. Ella misma escribe y confiesa el tipo de lenguaje que le interesa: “El aspecto que acostumbran a tener las traducciones que me gustan. Es decir, cuando están formadas por montones de abigarradas cosas que se tienen a sí mismas por palabras pero son en realidad mucho más”. Desde muy pequeña tuvo que acostumbrarse a estar sola durante mucho tiempo, mientras sus padres trabajaban, un tiempo que dedicaba a mirar series televisivas de las que le fascinaban la manera en que los norteamericanos maquillaban la vida y construían escenarios familiares de un brillo plastificado. Ya entonces lectora voraz de traducciones de libros de ciencia ficción, se confiesa una gran admiradora de autores como Stephen King, Philip K. Dick o Arturo Bandini. Su deseo de querer saber qué pasa ahí fuera y en todos lados, la llevó al periodismo, una profesión en la que ha destacado en varios periódicos españoles. Sin embargo, ha sido en la ficción donde ha encontrado la posibilidad de extender su apabullante imaginación, compuesta a partes iguales de inteligencia, humor, curiosidad y humanidad.

En 2008 ya deslumbró con su primera novela, Bienvenidos a Welcome, a la que siguieron, entre otros, Wendolin Kramer (2011), La chica zombie (2013) o la inmensa novela que supuso su consagración, La señora Potter no es exactamente Santa Claus, en 2021. Ahora reúne los cuentos que ha escrito en estos quince años en un volumen que resulta, efectivamente, un eslabón entre la inmensidad de elementos que componen su galaxia. Abre el libro una nouvelle alrededor de un virus de catarro que amenaza con destruir el universo, y lo cierra un relato escrito expresamente protagonizado por la escritora de misterio Sandy McGill, donde se dan lúcidas claves de escritura para entender los compases de la música que late debajo de tanta agitación. Convencida de que “la vida imaginada siempre será superior a la real”, sus historias están repletas de marcianos, dinosaurios, fantasmas, intercomunicadores espaciales, edificios y máquinas que hablan, vehículos que vuelan, limoneros parlanchines, detectives torpes, periodistas tediosos y, sobre todo, muchos escritores en sus diferentes fases de maduración. Absolutamente todo tiene cabida en esta galaxia en la que viajar entre planetas resulta tan fácil como fácil es que se acabe estropeando todo. Paradójicamente, la Tierra es un lugar legendario, mientras que entre todos los astros destaca Rethrick, muy parecido al antiguamente planeta azul, pero en el que todos sus habitantes tienen tres ojos y donde existe una escritora archifamosa, “nada menos que mi álter ego, Robbie Stamp”.

A cada uno de los relatos le precede una presentación en la que la autora, más que dar las claves necesarias para entenderlos, nos ofrece fragmentos de la pasión que guió su escritura en cada momento. Consigue una suerte de confesión que, a la vez, funciona como manifiesto. Así podemos saber que Rethrick es ella misma, como los son todos y cada uno de sus personajes; y que le hubiera gustado escribir los libros que ellos escriben en los rincones más insospechados de la galaxia, y comprendemos que si sus delirantes libros se han convertido en una referencia es porque ella se ha “convertido en una cazadora de todo aquello que nada tuviese que ver con el mundo pero que, precisamente por eso, lo describe mejor que nada”.

Laura Fernández nos invita al fascinante baile de disfraces que es para ella la lectura y la escritura. En esa indefinición disparatada nos movemos para no dejar de maravillarnos con las posibilidades que se hacen realidad o que, al frustrarse, no son menos productivas.

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12 de noviembre de 2023

Publicado en EL CULTURAL 10-11-2023

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Prodigios de la ficción televisada

 

Los magnates que han ordenado criogenizar sus cuerpos a la espera de que la ciencia les inyecte la vacuna de la vida eterna, no solo manifiestan una gran confianza en la tecnología sino la certeza de estar contratando los servicios de una empresa que no quebrará. No sería la primera vez que los inversores que capitalizan los activos de un negocio prometedor se los llevan a otro lado. ¿Quién pagará el recibo de la electricidad que gastan los frigoríficos? También es un riesgo que los herederos vean con preocupación el retorno de un antepasado dispuesto a reclamar la propiedad de sus bienes.

En el caso de que un criogenizado en los años sesenta del siglo XX salga vivo del congelador y abra los ojos, los encargados de cuidarle deberán adoptar ciertas precauciones. No solo atender los espasmos de un organismo resucitado por la técnica, sino evitar el trauma de una violenta colisión con la actualidad. ¿Cómo graduar la pauta de un flemático retorno al mundo? Mientras le administran los anabolizantes que restauren el tono muscular de sus tejidos momificados, el ciudadano descongelado deberá pasar el rato viendo la televisión. ¿Qué otra cosa podrá hacer?

Se supone que los canales educativos irán dando a nuestro hombre acceso al prodigio del mundo moderno. Después de conectarse a los concursos de canto y baile, los torneos deportivos, los informativos dramatizados por locutores enfáticos, los debates de tertulianos furiosos… –tan parecidos a los que emitía la televisión en blanco y negro–, aún podrá visionar el almacén de películas y series producidas por las plataformas televisivas. El criogenizado disfrutará del espectáculo que seduce a millones de abonados de medio mundo, excitados por la bulimia que les lleva a consumir un inagotable catálogo de ficciones.

¿Qué visión del mundo, qué retrato panorámico de la sociedad de nuestro tiempo, qué modelo de comportamiento social, qué tabla de tendencias psicológicas, verá representado el hombre criónico en su pantalla de plasma?

En el caso de que se haya oxigenado la red neuronal que permite comprender lo que uno deletrea, las etiquetas que clasifican los productos elaborados por la factoría televisiva ayudarán a nuestro hombre a elegir entre un variado repertorio temático: desnudez, sexo, drogas, sustancias tóxicas, autolesiones, discriminación, suicidio, miedo, angustia, violencia doméstica, violencia sexual [según el código usado por Netflix]. Todo ello interpretado en sus diferentes intensidades por los asesinos, cómplices y asesinados, policías corruptos, narcotraficantes, mercenarios, sicarios, violadores, sádicos y psicópatas que protagonizan la epopeya de nuestro tiempo.

Si el anciano criónico consigue abstraerse del magnetismo hipnótico de la televisión, comprobará que el mundo prolonga la tradicional y despavorida huida de la humanidad aterrada por la inminencia de la muerte. Como siempre. Pero así como a los de su estatus el miedo a la muerte les hace creer en la tecnología que detendrá la pútrida maldición de los cuerpos vivos, al gran público, con menos recursos económicos, la aprensión lo lleva a frecuentar las ficciones mórbidas de la fantasía televisada, la cotidiana, insomne y somnolienta fabulación de un consuelo.

Como la industria del entretenimiento ha conseguido criogenizar la conciencia del hombre aburrido, la consecuente atrofia cognitiva hará imperceptible el momento mítico en que el espectador aletargado se duerme y pasa a la posteridad. Sin darse cuenta y por una modesta cuota mensual.

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11 de noviembre de 2023

Lou Reed: The King of New York de Will Hermes. (Farrar, Straus & Giroux)

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Lou Reed, queer fatale

 

Will Hermes publica la biografía total del líder de Velvet Underground, tras acceder por primera vez al monumental archivo de Reed, que contiene cientos de documentos y grabaciones inéditas. "La única biografía que has de leer", titula The Washington Post.

«Junta todas mis canciones y tendrás una autobiografía, pero no necesariamente la mía», dijo Lou Reed (1942-2013). Sus canciones le trascienden, porque dan voz al desasosiego de una juventud urbana, insatisfecha y airada con el mundo heredado de sus mayores, sin saber a qué futuro se dirige. A los diez años de su muerte, pasada ya la época en la que músicos y público casi tenían la misma edad, su música pervive y el cúmulo de libros sobre él ya casi forman un género literario. El último, cuando parecía que estaba todo dicho, es Lou Reed: The King of New York (Farrar, Straus & Giroux), de Will Hermes, una biografía, esta vez sin duda definitiva, que abarca desde So blue, el primer disco doo-wop de un Lou Reed de 16 años, hijo de un contable de Long Island, hasta la música ambiental Hudson River Wind Meditations de su vejez con Laurie Anderson en los Hampton, y el siniestro  Lulu. La despedida del viejo «queer fatale» Lou-Lou de los 60 con el abrasivo sprechstimme (ni habla ni canto) de Alban Berg más la oscuridad vitamínica de Metallica.

 Hermes, crítico de la revista The Rolling Stones, aporta testimonios inéditos y la investigación que ha llevado a cabo en el archivo personal de Lou Reed donado a The New York Public Library. Son centenares de cajas con documentos de todo tipo, incluidas seiscientas horas de grabaciones inéditas que no formaron parte del sorprendente Word & Music.May 1965 (las primeras versiones de Heroin o I’m waiting for a man, aún teñidas de folk), cartas reveladoras de su padre o de la disputa con Moe Tucker y John Cale (su «frenemy») que frustró el regreso de Velvet Underground tras su concierto de 1993.

 El biógrafo prosigue su libro anterior sobre la explosión musical de los años 70 en Nueva York, Love Goes to Buildings On Fire (Faber & Faber/Farrar, Straus and Giroux), reconstruyendo ahora las trayectorias de los jóvenes transgesores que confluyeron en The Factory de Andy Warhol, reivindicando el papel  fundamental  de Barbara Rubin, la feminista y cineasta de vanguardia que había quedado bajo la sombra de Jonas Mekas, y poniendo en contexto la música de Lou Reed con el resto de grupos que revolucionaron la música y se influyeron mutuamente, desde Ornette Coleman y Bob Dylan hasta Hendrix, el punk y el hip-hop o la enconada rivalidad con la California hippie de Grateful Dead. Anfetamina eléctrica contra el LSD psicodélico, canalleo barriobajero contra el bucólico paz, amor y flores. 

Uno de los ejes novedosos del libro de Hermes es cómo aborda in extenso la sexualidad fluida de Lou Reed, queer o bisexual, antes y después de que los disturbios provocados por la ruda redada policial en la sala pirata Stonewall Inn, en 1969, diera inicio al movimiento de liberación LGTB. El biógrafo señala con un prudente «Reed sugiere» la afirmación de que si sus padres le aplicaron la terapias del electroshock, fue para «curarle» de su homosexualidad, y elude los clichés transfóbicos que encasillan a los trans y drags como personas trágicas, sino perturbadas, a la hora de tratar a la trans Richard/Rachel Humphreys, que una vez apareció con los genitales sangrando. Rachel fue la pareja que más huella le dejó, pero se separaron cuando Reed le negó el dinero para su ansiado cambio de sexo. Él exigía a sus parejas dedicación completa, aunque, como en I’ll be your mirror, (ese espejo que te hace ver lo que no sabes de tí), creía en la capacidad transformadora del amor, y necesitaba «una mano en la oscuridad para vencer el miedo» y superar la culpa «por ser retorcido y cruel». Por ejemplo, en los abusos a su primera mujer, Bettye Kronstad.

[caption id="" align="aligncenter" width="914"] De Andy Warhol a Transformer con David Bowie[/caption]

De su relación con Andy Warhol, clave en la invención de la Velvet Underground, el biógrafo concluye que sólo hubo con él una fuerte tensión sexual, patente en el test screen, en el que el músico simula una felación al beber a morro de una botella de coca-cola (¡ dejando sin resolver si la idea del famoso bodegón pop warholiano fuera idea de Reed, a la manera del poema de Frank O’Hara, otro habitual de the Factory, Having a coke with you, el deseo queer envuelto en metáforas de arte. En cambio, detalla la  amistad con David Bowie en los años del glam y del disfraz como una complicidad creativa sin graves brumas conflictivas.

 «Es imposible hacer un retrato totalizante de Lou Reed», dice Will Hermes. De ahí que lo haya retratado sin enjuiciar ni psicoanalizar sus múltiples contradicciones. De una familia de judíos polacos emigrados a Brooklyn, disléxico, diabético, con una ansiedad crónica, autodestructivo, adicto al Johnny Walker Red y al speed en vena, libre en su sexualidad, sadomasoquista, violento y tierno, a menudo truculento, tal vez Lou Reed quedó atrapado un tiempo en el personaje que se creó con la Velvet Underground, papel del que sus fans no le dejaban escapar, hasta verse convertido en una caricatura de sí mismo, como la que aparece en la portada de Live: Take no prisoners, diseñada por el barcelonés Nazario.

La soberbia y crueldad que podía ejercer con personas de su entorno nacen de quien tampoco se soporta a sí mismo y tiene ataques de pánico (Waves of fear). «Dáme una cuerda suficientenente larga y yo mismo me colgaré», era una de las frases que había anotado de su mentor en la Universidad de Syracuse, Delmore Schwartz, cuya vida autodestructiva, después de un inicio fulgurante, es un mito literario en sí mismo mayor que la calidad de su obra y una advertencia para Reed. Y como contraste, sus canciones muestran una gran empatía con las personas que las inspiraron, ninguna de ellas personajes que hubieran aparecido en las novelas de Saul Bellow o Philip Roth. Letras con las que quería satisfacer su ambición de dar poesía al rock, combinando el malditismo yonqui de Burroughs y Selby jr con la frase chulesca y contundente de Raymond Chandler o del Elmore Leonard de Justified. 

Cuando se separó de Rachel Humphreys, mestiza mexicana-irlandés, ella sí navajera, verdadera hija de la calle, Lou Reed cambió. Se estaba inyectando en venas sangrantes y el público le pedía que repitiera la pantomina de clavarse la jeringuilla en cada concierto. Un día, en el centro de desintoxicación, se encontró con un chico que le preguntó, perplejo, qué demonios hacía allí cuando fue su canción Heroin lo que le había convertido en yonqui. La lista de amigos caídos por la droga no dejaba de crecer, iba a cumplir 40 años y Reagan llegaba a la presidencia de Estados Unidos al tiempo que la plaga de sida. Era un milagro que hubiera sobrevivido, «yo —dijo— que he metido mi polla en todo agujero accesible». Entonces conoció a la diseñadora Sylvia Morales. Recordó que Warhol le decía, «¿Yo, underground?, si lo que más deseo es que hablen de mí. El arte es negocio. El negocio es arte» y Lou Reed anunció el scooter Honda con Walk on the wild side de fondo  o neumáticos Dunlop con los sones de la sadomasoquista Venus in Furs, mientras It’s a perfect day se convertía en la canción favorita de las bodas de clase media. 

  

[caption id="attachment_231677" align="aligncenter" width="1024"]Con Rachel Humphreys, yc con Mick Jagger y David Bowie Con Rachel Humphreys, y con Mick Jagger y David Bowie[/caption]

Viejo Lou, joven Reed

Hermes no lo trata, pero en las cenas y conversaciones que mantuve con Reed en el 2010 pude apreciar esa inextinguible voluntad de los grandes creadores por no repetirse y seguir avanzando en la conquista de nuevos territorios artísticos. Sentía que en Estados Unidos  no le acababan de entender y miraba hacia la vanguardia alemana. En sus últimas décadas, junto a álbumes redondos como New York o el doloroso Magic & Loss, Lou Reed, protegido por su último ángel de la guarda, Laurie Anderson, quiso recuperar su vena vanguardista y sus obras más incomprendidas, como la teatral desolación de Berlin. Sobrevivir, envejecer dignamente, no claudicar y no acabar pareciéndose a sus padres: en su recreación de The Raven de Poe imagina un diálogo entre el Poe viejo y el Poe joven. Me dijo que el reencuentro era imposible, pero, apasionado de la tecnología, se rodeó de músicos jóvenes para mejorar el sonido de su álbum más despreciado, Metal Machine Music, publicado en 1975, antes de los experimentos sónicos de Robert Fripp y Brian Eno. Anti música frenética, caótica, desastrosa y maravillosa con momentos de paz cósmica y que sólo pudo apreciarse bien en vivo, al igual que las improvisaciones de 38 minutos de la magistral Sister Ray, una novela musicada de delirio psyco , o los sincopados films de Expanding Plastic Inevitable, experiencias ya tan inasibles como dilucidar el combate interior que vivió Lou Reed consigo mismo y el mundo.

[caption id="attachment_231686" align="aligncenter" width="569"] Lou Reed con Laurie Anderson (Courtesy Annie Leibovitz / Trunk Archive) en 1995[/caption]

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9 de noviembre de 2023

'Sasha y Volodia' de  Mijaíl Shishkin (Armaenia ed.)

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Las cartas de amor y guerra de Mijaíl Shishkin: un romance epistolar más allá del tiempo

 

¿Por qué llevaba tanto tiempo inédita en español la obra de Mijaíl Shishkin (Moscú, 1961), a pesar de haber ganado los principales premios literarios? Me arriesgo a decir que se debe a que su proyecto literario va más allá del realismo ruso con que el público lector está más familiarizado. Aunque, tras la experimentación posmoderna en la década de 1990, el realismo se convirtiera de nuevo en la senda estética más transitada, Shishkin tomó otro camino. Un camino no por ello menos "ruso" en cuanto a la citación enciclopédica y el diálogo con la tradición, su ambición artística casi religiosa (Shishkin es a la literatura lo que Tarkovski al cine) o temas imperecederos que le obsesionan (el amor, el dolor, el poder, la destrucción y, sobre todo, la muerte).

Más que por el argumento, se le reconoce por una búsqueda más sustancial sobre lo indecible y la importancia de la palabra, herencia de una literatura impregnada de sus orígenes religiosos en que la palabra (slovo) posee el mismo valor que un icono sagrado. "Bien sabes que las palabras, cualquier palabra, no son más que una mala traducción del original. Todo transcurre en una lengua que no existe. Y esas palabras no existentes son las auténticas", leemos en Sasha y Volodia, su cuarta novela.

 

¿ADÓNDE VAS RUSIA? Es una suerte de epistolario entre dos enamorados cuyos nombres dan título a esta traducción -el original es Pismóvnik, en referencia a esos libros ya en desuso que recogían modelos de cartas- y nos llega en un contexto sociopolítico que reafirma la propuesta de su autor de desentrañar la apología de la guerra y el sacrificio que él mismo asimiló en su adolescencia soviética (véase al respecto la obra de la Nobel Svetlana Alexiévich) y que perduró bajo el mandato de Putin.

La pareja se separa cuando él es llamado a filas y viaja a un frente poco conocido, como es el de la rebelión de los bóxers (1900-1901) en China, donde participaron varias potencias extranjeras, entre ellas Rusia, para reprimir el movimiento de los campesinos chinos contra la injerencia forastera. Shishkin aborda en sus libros la fidelidad tóxica de su país con el imperialismo y la colonización. Y en el fondo subyace una pregunta, que es persistente y más todavía a la luz de la actualidad: ¿adónde vas Rusia?

Volodia y Sasha se conocen un verano y se entregan el uno al otro. Las cartas del primer centenar de páginas son sensuales y arrebatadoras, las confesiones se mezclan con divagaciones que muestran la sed de entender sus vidas y el mundo: "Los grandes libros sólo hacen como que hablan de amor para que nos interese leerlos. Pero, en realidad, hablan de la muerte. En los libros el amor es como un escudo, mejor dicho, es una simple venda en los ojos. Para no ver. Para que no nos resulte tan terrible", le escribe ella.

UN ESPACIO-TIEMPO DE PALABRAS Hasta que la muerte de pronto se cuela, después de que él le cuente que en el ejército hace de escribano y redacta, conforme a una plantilla, las cartas que se envían a las familias de los soldados caídos, y serán sus padres quienes reciban la esquela..., pero la correspondencia entre ellos continúa. Es más, nos vamos dando cuenta de que en verdad hay un desfase temporal, que mientras Volodia sigue hablando de esa guerra cruenta, Sasha parece vivir en la realidad soviética. Y mientras uno describe las atrocidades que cometen los hombres, la otra seguirá su vida en un tiempo ajeno a él.

De hecho, nunca contestan las preguntas del otro, sino que son dos monólogos que comprenden todas las vicisitudes de la vida y, como son universales, pueden conversar, aunque no compartan el mismo presente. Esa es la capacidad de la escritura, que transciende la existencia y conecta a vivos, muertos y los aún por nacer. Shishkin crea para ellos un espacio-tiempo alternativo en el que las palabras se abrazan.

Pero ¿se llegan a leer Sasha y Volodia? Hacia el final, se va tornando un relato casi fantástico inspirado en el mito del Preste Juan (recuerden Baudolino de Umberto Eco) de quien se decía que gobernó un reino fabuloso en Oriente. Sí, lo hacen, porque todo parece converger hacia un "punto de fuga" -título de la versión italiana-, que es la imaginación del lector. Allí Sasha y Volodia, como Abelardo y Eloísa o Tristán e Isolda, seguirán escribiéndose ad eternum.

UN COLECCIONISTA DE PREMIOS Afincado en Suiza desde 1995, Shishkin ha sido el único escritor en alzarse en Rusia con la tríada de premios más importantes del país: el Booker ruso (en el 2000 por La toma de Izmaíl), el Best-seller Nacional (2005 por El cabello de Venus) y el Gran Libro (2011, por este mismo Sasha y Volodia). Además, sus traducciones le han hecho merecedor, entre otros, del Strega (Italia), el Meilleur Livre Étranger (Francia) o el Internationaler Literaturpreis (Alemania).

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8 de noviembre de 2023
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