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Señores pájaros

Un Delibes muy buena persona, declaró con singulares bríos el ex profesor de secundaria que conoció a ambos. Frente a la misoginia y los escopetazos de Miguel Delibes, un José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930 – Valladolid, 2020) filósofo franciscano, recogido, íntimo, sensible, que nunca necesitó viajar y que a diario hablaba con sus hermanos los pájaros; precisamente Señores pájaros es el título del libro de poemas de José Jiménez Lozano que ha publicado la exquisita editorial barcelonesa Días Contados. El Cristianismo, porque Jiménez Lozano es cristiano, impregna sus libros pero no desde la superchería y la altisonancia, sino desde la voz callada de un panteísta artesano, doméstico, risueño, que de modo velado hace constante profesión de esa diferencia entre el científico altivo e inexorable y el ornitólogo de campo que es lo que José es; los pájaros, y todos los elementos que los rodean, animados o inanimados, constituyen su espacio más valioso, el marco de sus no lesivos paseos.

Preferimos lo que se aproxima a nuestros presupuestos y en mi caso, bajo la doble advocación de la escritura y el naturalismo, siento una intensa emoción al leer este libro. Son jalones de sorprendente coincidencia con lo que siempre he propugnado: la inutilidad del viaje y su epítome, el turismo; el aprecio por las cosas ínfimas, como si nos guiara el genovés Montale; el sentimiento tan juanramoniano de la desaparición definitiva, de la falta de huella tras nuestro paso por la vida, de la no alteración de los hábitos de los demás tras nuestro fallecimiento, sean los pájaros que seguirán cantando, sean los humanos, que no tomarán suficiente nota de nuestra ausencia.

El poema “Destrucción”

Un nido devastado, el mundo / ya nunca estará completo / nunca.

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4 de diciembre de 2023
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Los pliegues ocultos de la dulce cintura de América

 

El nombre científico del banano es musa paradisiaca. Una musa que se pudre si le faltan los cuidados adecuados, desde que el racimo es cortado de la mata, es transportada luego por barco en bodegas refrigeradas, y necesita de cámaras de maduración hasta que llega a los supermercados.

Sam Zemurray era un inmigrante judío de Besarabia que a los 18 años compraba en el puerto de Nueva Orleans los bananos que llegaban de Honduras pasados de madurez, para fabricar vinagre, y se le ocurrió que el mejor negocio estaría en cultivarlos. A los 21 años había hecho suficiente dinero como para comprar un vapor viejo en el que viajó a Honduras en 1910, y adquirió 20 kilómetros cuadrados de tierras junto al río Cuyamel. A su regresó contrató a una partida de mercenarios encabezados por dos personajes de película, Guy “Machine” Molony y Lee Christmas, para que armaran una tropa que ayudara a volver al poder al general Manuel Bonilla, quien vivía exiliado en Nueva Orleans tras haber sufrido en 1907 un golpe de estado.

Una vez reinstalado Bonilla en el palacio presidencial en Tegucigalpa, Zemurray fundó la Cuyamel Fruit Company que recibió exención de todo tributo fiscal, y autonomía en sus operaciones bananeras. A partir de entonces Zemurray pasaría a ser conocido como el todopoderoso Banana Man.  Un diputado, decía, resulta más barato que una mula.

Los hermanos Giuseppe, Félix y Luca Vaccaro, inmigrantes de  Sicilia,  empezaron importando cocos en 1899 desde el puerto de La Ceiba, otra vez Honduras, para crear en 1906 la empresa Vaccaro Brothers, dedicada también al banano, gracias a la generosa concesión que les otorgó el mismo general Manuel Bonilla. Y se dedicaron también a la producción de hielo para refrigerar los barcos de transporte. En 1924 crearon la Standard Fruit Company, la gran rival de la United Fruit, fundada en Costa Rica, con la que competían por el control del hielo, y terminaron triunfando porque acapararon todas las hieleras en Nueva Orleans, con lo que Giuseppe pasó a ser conocido como el Ice Man.

William Sydney Porter, cuyo nombre de pluma es O’Henry, estaba empleado como cajero del del First National Bank en Austin, cuando en 1895 fue acusado de desfalco. En la víspera del juicio huyó en un barco de carga que salía de Nueva Orleans hacia el puerto de Trujillo, Honduras, y allí escribió la novela De coles y reyes.

En el libro, Trujillo pasó a ser Coralio, y Honduras la república de Anchuria, y fue en esas páginas donde O’Henry acuñó el término “república bananera”: “en esos tiempos teníamos tratados con casi todos los países extranjeros excepto con Bélgica y aquella república bananera de Anchuria…”, dice el narrador.

El cónsul de Estados Unidos en Honduras, en arranque se sinceridad, escribía en 1917: “…el territorio controlado por la Cuyamel Fruit Company es un estado en sí mismo, dentro de otro estado…alberga a sus empleados, cultiva plantaciones, opera ferrocarriles, terminales, líneas de vapores, sistemas de agua potable, plantas eléctricas, comisariatos, clubes…”

La historia, que se repite en Centroamérica con aterradora constancia, ha quitado preeminencia al banano, y le ha dado la compañía de diversas agroindustrias, y concesiones mineras a cielo abierto que envenenan los ríos, acaparan el agua, y convierte en páramos los bosques. Pero el reinado supremo es del tráfico, que significa compra de diputados, jefes de policía, generales de cinco estrellas, ministros y presidentes de la república, para asegurarse la impunidad y controlar vías de transportes, pistas aéreas, puertos marítimos y aduanas. Y así hemos pasado de la república bananera al narcoestado.

Es lo que nos cuenta Carlos Dada, fundador del periódico digital El Faro en El Salvador, con prosa de novelista y rigor de cronista, en Los pliegues de la cintura, editado por Libros del K.O, y que presentamos recientemente en Madrid.

En tres de las crónicas se desnuda la intimidad del poder político en Honduras, la vieja república de Anchuria de O’Henry, con el crimen organizado: según testimonio del jefe de la banda de narcotraficantes los Cachiros, Devis Leonel Rivera Maradiaga, preso en Estados Unidos, los presidentes Porfirio Lobo y Juan Orlando Hernández, recibieron cuantiosos sobornos a cambio de facilitar las operaciones de la droga. Lobo se libró de ser juzgado en los tribunales federales, no así su hijo Fabio, que cumple condena en una cárcel de Nueva York, adonde fueron a dar luego Juan Orlando Hernández, aún bajo juicio, y su hermano Tony, diputado, condenado a cadena perpetua.

En todos las demás crónicas de Dada aparece esa Centroamérica tan actual y tan antigua de las soberanías nacionales cedidas en almoneda al mejor, o al peor postor; la corrupción que todo lo corroe, el asesinato político que ha tenido por víctimas tanto a un arzobispo hoy elevado a los altares, monseñor Romero de El Salvador, como a Bertha Cáceres, una dirigente dela etnia lempa muerta a tiros por oponerse a las explotaciones mineras en Honduras; el genocidio contra los pueblos indígenas en Guatemala; las masacres campesinas de el Mozote en El Salvador, la represión despiada contra los jóvenes en las calles de Nicaragua en 2018.

Los pliegues ocultos de “la dulce cintura de América” del Canto General de Neruda.

 

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1 de diciembre de 2023
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Vivir dos veces

 

La lotería de los grandes premios se rige por el mismo capricho que posterga o destaca los pequeños. Los Óscar cinematográficos, los Nobel de literatura, los nacionales de España (que a veces se duplican con las nacionalidades alícuotas) dan a menudo pábulo a las apuestas y a las adivinanzas, cuando no al sarcasmo y a la habladuría.

En los últimos galardones de la industria de Hollywood me llamó la atención que ni siquiera estuviese nominado el guion en lengua inglesa de Living, adaptado de Ikiru (Vivir), una de las grandes obras tempranas de Akira Kurosawa. Living, dirigida por Oliver Hermanus, un cineasta de origen sudafricano y obra anterior desconocida para mí, ha sido ahora reescrita para la gran pantalla por Kazuo Ishiguro, a quien le tocó la vara de la suerte de la caprichosa academia sueca al ganar inesperadamente en 2017 el Nobel de literatura.

Ishiguro es un excelente novelista nacido en Nagasaki y criado desde los cinco años en el seno de una familia japonesa afincada en Inglaterra, donde vive él, y pertenece a la brillante generación de los Ian McEwan, Martin Amis, Salman Rushdie y Julian Barnes, entre otros nombres. Cinéfilo confeso y ocasional guionista, yo le recuerdo cinematográficamente por una película a la que él solo proporcionó la novela de origen, Los restos del día, su obra maestra hasta la fecha, siendo la correspondiente adaptación al cine (en España llamada Lo que queda del día, de 1993) también el título fundamental del equipo formado desde 1963 por Ruth Prawer Jhabvala, guionista, Ismail Merchant, productor, ambos ya fallecidos, y James Ivory, director, aunque este, todavía activo a sus 94 años cumplidos, solo hizo el guion adaptado a partir de la novela de André Aciman en Call me by your name, dirigida (en 2017) por Luca Guadagnino.

La trama de Living respeta escrupulosamente la semejanza argumental con su precedente, variando la localización geográfica, de Oriente a Occidente, y otros rasgos menores, como el carácter y oficio del noctámbulo que le abre los ojos, cambiándole la poca vida que le queda, al protagonista de Ikiru, el meticuloso burócrata Kanji Watanabe, interpretado con algún desliz patético por el buen actor Takashi Shimura. Las diferencias comienzan a mostrarse de modo tajante cuando vemos ya en el inicio que, en vez del apagado blanco y negro de Ikiru, la imagen del fogoso tecnicolor espléndidamente recreado por el camarógrafo Jamie Ramsay le da a Living un marco de época, la segunda posguerra mundial, y un contraste muy significativo entre los abigarrados exteriores de la City londinense y la siniestra y valetudinaria oficina municipal donde trascurre una buena parte de la acción.

Consciente de manera singular de los matices y sonoridades de un idioma que no fue el primero que aprendió a hablar, Ishiguro ha encontrado en el guión de Living, y especialmente en sus extraordinarios diálogos, un modo muy original de revalidar la substancia dramática por medio de la lengua: la prosodia, los acentos, las pausas largas, los carraspeos, la dicción campanuda de Mister Williams, el enfermo inglés de clase media que quiere impresionar a sus subordinados chupatintas con las cadencias verbales de un superior a ellos en mando y rango social. Y Bill Nighy interpreta a Williams, en la partitura escrita por Ishiguro, con una invención gestual y un ritmo en la palabra que superan o contradicen las fluctuantes tendencias academicistas del cineasta Hermanus, también a veces tentado por el costumbrismo.

Nighy desmonta asimismo esas y otras pretensiones del director sudafricano con el humor, que tampoco faltaba en el filme de Kurosawa, pero está mucho mejor administrado en Living, o lo aprovecha con mayor retranca Nighy. Por ejemplo en una de las grandes escenas que el guionista Ishiguro le brinda en su libreto: el episodio de la cena en casa del señor Williams, enfrentado este a su avinagrado hijo y su suspicaz nuera por las características del plato que van a comer, un shepherd’s pie (pastel del pastor), manjar británico más rudimentario que exquisito, a la vez que contundente y muy fácil de cocinar. Ese divertido pasaje burlesco de Living me hizo pensar, volviendo a Ikiru, en la prolongada escena del banquete fúnebre lleno de reverencias corteses y tragos de sake.

El error que afea el deslumbrante guion de Ishiguro se debe a su fidelidad a Kurosawa, si somos justos y no nos dejamos llevar por una exagerada reverencia al genio del autor de Rashomon o Ran. El filme japonés de 1952, con sus casi dos horas y media, excede en cuarenta minutos la longitud del remake que Oliver Hermanus ha hecho en 2022, pero aun así ambas películas duran más de lo que deberían durar. Y espero que se entienda que no hablo por manías de espectador impaciente, sino guiado por criterios estéticos, ya que el fallo de ambas es la redundancia, el sentimentalismo reiterado que sigue a la muerte del protagonista, al que en las dos versiones se pinta con imaginería de santidad en su benéfica iniciativa del parque de recreo infantil y vecinal.

Estos epílogos parecen apólogos exentos, sobre todo el de Living, donde el encuentro nocturno del señor Williams con el policeman de patrulla roza una cursilería de ultratumba que desentona al lado de la tan sugestiva densidad terrenal del resto de lo escrito por el novelista. En un año de grandes nombres de Hollywood con autocomplacientes recuentos familiares y libretos decepcionantes, el guion adaptado por Ishiguro posee a mi juicio la ejemplaridad y el talento con los que están hechos los premios importantes.

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30 de noviembre de 2023

'Watt' de Samuel Beckett. Ediciones Cátedra, 2023

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Bienvenido de nuevo Samuel Beckett

 

Se reedita la novela ‘Watt, del Nobel irlandés, exacto retratista de unos años terroríficos que pueden volver en cualquier momento

El siglo XX nos trajo a Stalin, a Mao, dos guerras mundiales, el Holocausto, las bombas atómicas y un par de carnicerías más que no quiero recordar. Decenas de millones de muertos, según los cálculos más prudentes. Como es lógico, el alma de los europeos se vio zarandeada y es admirable que hayamos sobrevivido como especie. Un marciano habría esperado que nos suicidáramos definitivamente con una buena juerga nuclear.

La maltrecha conciencia mundial tuvo varios resultados en el orden de la representación. Lo de vivir con la amenaza de una extinción no dejó de afectar a los artistas, que son quienes nos representan de verdad y no los políticos. Así que los artistas pasaron a representarnos tal y como nos vieron, raros, deformes, informes, anómalos, invisibles, tullidos, tartamudos, o simplemente mudos.

Llevamos varios años más templados y parece que podemos estudiar aquel pasado que se llamó “la vanguardia” con algo de sosiego. No en todas partes, claro, aunque sí en un Occidente que se apaga, pero que ya no está masacrando a sus esclavos. Y el efecto que tuvo en la literatura aquella conciencia de la destrucción fue un grupo de literatos inmensos que ya no podían representar a los humanos de un modo, por así decirlo, luminoso y heroico. Sin embargo, sería muy mala idea darlos por muertos. Joyce, Proust, Kafka, Faulkner, Bernhard, Manganelli, Benet, Rulfo, en todo Occidente apareció durante el siglo XX una literatura a la que sólo le quedaba la nuda forma como capacidad de ser. Y uno de los principales fue Samuel Beckett.

Es de celebrar que no se haya agotado la capacidad de fascinar, moralizar e iluminar que tiene esta literatura difícil, áspera, oscura, pero sabia. Y leer a estos artistas es muy conveniente para entender que todo puede apagarse en cualquier momento. Estoy celebrando la aparición de una nueva traducción de Watt, la última novela en inglés de Beckett, traducida y prologada por José Francisco Fernández en una editorial asequible y que puede llegar a muchos estudiantes (Cátedra).

La historia de esta novela es otra novela, bien contada por Fernández en su extenso prólogo. Beckett la escribió mientras huía de un refugio a otro como miembro de la Resistencia, perseguido por los nazis que ocupaban Francia. En aquellas absurdas condiciones llevó Beckett sus cuadernos, en los que iba escribiendo y anotando lo que sería finalmente la novela Watt, nombre del protagonista, aunque tan inexistente como Godot, el más famoso de los personajes becketianos. Watt tiene una pareja, el señor Knott, a quien sirve en una parodia de las antiguas novelas de amos y criados que se ha eternizado hasta el día de hoy gracias a los Arriba y abajo televisivos.

Rechazada por el mundo editorial

Aunque la terminó en 1945, no se publicó hasta 1953 tras ser rechazada por casi todas las editoriales inglesas y americanas, muy reacias a reconocer que aquella prosa convulsa y sarcástica era un fiel retrato de la civilización del siglo XX. Y una vez editada apenas tuvo acogida. No sería hasta 1968 (¡menudo año!) cuando se publicó en francés por la editorial Minuit y en versión del autor con ayuda del matrimonio Janvier, que comenzaría la recepción entusiasta de la novela. Los mandarines franceses se reconocieron en aquel retrato del género humano disforme, desintegrado, pero de una ironía lacerante que un irlandés creaba de la nada.

Había otros efectos que fascinaron a quienes dominaban la opinión literaria. Uno de ellos era la evidente caricatura de Descartes, filósofo al que Beckett siempre tuvo entre sus favoritos y que de inmediato registraron los maestros del estructuralismo y la deconstrucción.

Sea, pues, bienvenido de nuevo nuestro Beckett, exacto retratista de unos años terroríficos que pueden volver en cualquier momento.

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28 de noviembre de 2023

'Kairós' de Jenny Erpenbeck. Anagrama, 2023.

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Jenny Erpenbeck: una historia de amor en un mundo en derrumbe

 

En 'Kairós', Jenny Erpenbeck enlaza magistralmente un romance agonizante con el fin de la Alemania comunista

En el berlinés Museo de Pérgamo, ante el altar homónimo, un escritor melómano de la RDA llamado Hans, bien conectado en el ecosistema cultural, cincuentón y casado, le muestra a Katharina, joven estudiante de tipografía, la lucha entre dioses y gigantes en los frisos. La diferencia de edad entre ambos es notoria: cuando Hans vio su propio nombre impreso por primera vez en la portada de un libro, Katharina llegaba al mundo. Él dio sus primeros pasos bajo la sombra de Hitler, mientras que ella es una joven pionera.

"Hans le abre los ojos por primera vez ante aquello que ve", desliza el narrador, cuya peculiaridad es colarse en un lugar intermedio que bascula entre el punto de vista de él y el de ella: "Nunca más será como hoy", piensa Hans. "Así será ahora siempre", piensa Katharina. Hans la apremia a fijarse bien: "Mira la cercanía de los luchadores, mira cuánto se parecen el amor y el odio. Y observa las fracturas, lo que falta, las historias destruidas, las lagunas, también ellas son parte de una historia que se desarrolla más allá de lo que está representado en el friso".

Son amantes. Se conocieron por casualidad en el autobús mientras arreciaba la lluvia. Al parecer, Kairós, "el dios del instante feliz", decidió mover los hilos aquel 11 de julio de 1986, en el ocaso de un país dividido. Del autobús a un café, de un café a una cena, de una cena a la cama. Jenny Erpenbeck (Berlín Oriental,1967) traza una relación adúltera asimétrica que se va degradando en abusiva y violenta para Katharina en un país en el que "la muerte no es el final, sino el principio de todo", piensa ella al echar la vista atrás y recordar, por ejemplo, la visita con su padre al campo de concentración de Bergen-Belsen. Hans, de otra generación, se refugió en el Este, como una forma de romper con el pasado de sus padres. "La continuidad da pie a la destrucción", repite citando a Brecht, su autor predilecto.

El tiempo se acelera al igual que el fin de la utopía socialista, hasta convertirse en escombros que desvelarán secretos dolorosos. El muro divisorio, pues, se derrumbará, así como la relación entre ambos. Densa en alegorías, Kairós es una novela que piensa al mismo ritmo que sus personajes. Erpenbeck entrelaza magistralmente las pequeñas vidas anónimas con los grandes relatos. Esa es la función del narrador, que nunca pierde de vista la escenografía general, como ese personaje secundario que, pertrechado con un telescopio en el balcón para fisgar el firmamento, "se agachaba en el suelo para oír llorar a la vecina. Las estrellas y una mujer desesperada, ambas igual de cercanas para aquel que quería comprender".

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27 de noviembre de 2023

(Àlex Garcia)

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¿Por qué a los ‘millennials’ se la sopla todo?

No les dejen usar el móvil a sus hijos hasta los 16 años, advierte un experto, imagino que consciente de las risotadas que sus palabras provocarán en tantos progenitores que lidian a diario con esos seres de mirada torva, silencios prolongados y un teléfono imantado a su mano las 24 horas. Porque los smartphones se han convertido en el verdadero espacio de su existencia, en su central de datos y su comando emocional. En una monumental puerta al asombro, pero también a la intrascendencia. Y al algoritmo, que personaliza su banquete de deseos. La adicción a los móviles es la droga de nuestro tiempo. La más poderosa. La que puede colocar hasta hacernos enloquecer con su inmediatez y su oferta ilimitada de sensaciones.

Hoy, cuando los vídeos de TikTok sustituyen a todo libro, la comprensión lectora cae estrepitosamente entre una generación adiestrada a golpe de LOL, que escribe osea y repite justo para asentir, incapaz de expresar un sentimiento sin una ristra de emojis besucones. La instrucción digital de nuestros jóvenes coincide con nuestro sentimiento de derrota, esclarecida ya la impotencia de un combate infértil, porque nosotros tampoco soltamos el teléfono.

Pocos millennials y centennials heredarán nuestros gustos, y eso no es significativo. Pero aquello que cotizaba al alza para nosotros (como el conocimiento o el esfuerzo) es para la mayoría de los chavales sinónimo de ansiedad o aburrimiento. Pienso en la devaluación de la cultura a partir del verso alejandrino de Machado: “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito”. ¡Cómo se reirían de él los jóvenes adoradores de Bizarrap! ¿Qué pueden deberle ellos a un poeta, incluso a un pensador? “Me la pela”, repiten desafiando las normas de una sociedad que ha acabado sustituyendo el castigo por la negociación y, aun así, no le salen las cuentas.

En España, las matrículas de formación profesional –que por fin empieza a perder su tufo peyorativo– han crecido un 68% a lo largo de la última década. Los adolescentes no sueñan con la universidad a modo de templo en el que obtener su emancipación intelectual porque han asistido al desastre de sus hermanos mayores, licenciados y con máster, que integran ese 27,1% del paro juvenil.

La formación de un espíritu crítico se ha disuelto como propósito, y la inmadurez se instala a largo plazo. No, no supimos transmitir una de las máximas de la Ilustración: “Sapere aude” –“atrévete a utilizar tu entendimiento”, como repetía Kant–, porque estábamos demasiado concentrados en llegar a todo, pagar las facturas y no perder el trabajo.

El enganche de los jóvenes al mundo virtual nos interpela como sociedad: ¿qué hemos hecho mal? La tecnología nos ha mostrado atajos, pero ha acortado nuestro horizonte. A mayor progreso, menor ambición intelectual entre quienes dentro de 20 años gobernarán el planeta. Según una encuesta del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat, a la juventud catalana lo que más le importa es tener casa y trabajo. Les interesan el feminismo y la ecología, en cambio se muestran contrarios al independentismo. Proyectar su identidad como adultos arroja muchas incógnitas.

Puede que nos superen en capacidades distintas a pesar de no haber pisado una facultad ni importarles quiénes fueron Machado ni Kant. Cada vez que, absortos en una pantalla, dicen “me la pela todo”, nada tiene que ver con esa rebelión bartlebyana del “preferiría no hacerlo”, sino con una inconsciente dimisión de cualquier responsabilidad.

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24 de noviembre de 2023
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Nuestra frágil y abismal inteligencia

Esa desazón que embarga a las personas cuando no logran acordarse de algo pese a un esfuerzo de reflexión intenso” (Aristóteles Parva Naturalia. De Memoria et Reminiscentia, 2, 453 a 14-31.)

Ahora que está tan presente la pregunta sobre si hay seres naturales o artificiales susceptibles de ser homologados a los seres humanos, quisiera en esta columna, pensando sobre todo en el caso de entidades maquinales reivindicar una nota tan singular como amarga de los seres cabalmente inteligentes. Un apunte previo:   Jeremy Bentham (pensador imprescindible a la hora de buscar los fundamentos del movimiento en pos de los derechos animales) sostenía que a la hora de determinar qué seres no deben en ningún caso ser instrumentalizados, han de  ser considerados  como un fin en sí y en consecuencia tener derechos, el criterio no es el de  si son susceptibles de pensar, sino más bien el de  si son susceptibles de sufrir.

Vuelvo a Bentham al final. Considero ahora a los seres indiscutiblemente inteligentes (y por ello mismo eventualmente estúpidos, malvados, zafios etcétera, calificativos todo ellos exclusivamente propios de los  seres inteligentes), es decir, los seres humanos para describir un hecho.

Hay una expresión llamativa relativa a las redes neuronales, el “olvido catastrófico”. Se entiende por tal el hecho de que cuando una máquina es entrenada para una tarea que sustituye a la que la ocupaba, pierde completamente su conocimiento respecto a esta. Supongamos que ha aprendido a jugar ajedrez y ha hecho estragos entre sus competidores maquinales o humanos. De repente le cambiamos la forma del tablero, por ejemplo, y además hacemos que le correspondan ahora las teclas blancas cuando antes había jugado las negras. El artefacto ha de empezar desde cero, porque el conocimiento que tenía hasta entonces queda anulado. ¿Ha sido olvidado? Creo que es más adecuado decir que ha desaparecido, pues la máquina no tiene ante el hecho acaecido ese complemento emocional que conlleva la palabra “olvido”, cuando se trata del ser humano.

 Hemos logrado entender una fórmula matemática; disponemos de la misma con vista a su integración en otras fórmulas o a su utilización fuera del ámbito de las matemáticas; forma parte de nuestro bagaje…un tiempo, sólo un tiempo. Pues, quizás cuando más la necesitamos, al abrir ese bagaje de lo que está a mano, vemos que ha desaparecido. Cualquier estudiante de matemáticas (no digamos ya un adulto, científico o no científico) ha pasado por esta situación y ha constatado también que la fórmula no estaba totalmente perdida, que había un abismo en el que se había sumergido y que ese abismo no era sin fondo, pues (con esfuerzo que deja exhausto) podía ser recuperada, no siempre intacta, a veces se diría que en el abismo sólo logró perdurar un rescoldo. Esta fragilidad es constitutiva de nuestra inteligencia. Lo que ahora se hace presente parece hacerlo al precio de desalojar otra presencia, que tendrá que ser recuperada a coste análogo. Y ello es quizás particularmente claro en el caso de las matemáticas, en cuya restauración consciente veía Platón un paradigma de la Anamnesis. En la reminiscencia platónica, las entidades matemáticas, fórmulas o figuras, se ubicaban en el campo eidético y en la participación descendían hasta nuestra humanidad. En la efectiva reminiscencia, las matemáticas, pero también imágenes y representaciones triviales, ascienden desde el olvido. En todos los casos, a través de una ascesis, para la que confiere fuerzas la promesa de que, en lo profundo, hay un rescoldo de espíritu. Tal disposición, tal empeño en recuperar el universo de las ideas es la antítesis de esa inercia por la cual la capacidad de conocer se complace en lo ya sabido, la exigencia ética se amolda a lo conveniente y el ejercicio del juicio estético es confundido conla instrucción en las normas del gusto.

Desviarse de la pregunta sobre si otras entidades son susceptibles de pensar para establecer como criterio si son capaces de sufrir…señalaba Bentham. Pero en cualquier caso, ¿hay algún otro ser susceptible de esta modalidad de sufrimiento que constituye el intentar arrancar al olvido? Y lo que digo del olvido lo podría decir del pensamiento que directamente se siente impotente. Hace ya tiempo establecía  aquí mismo un paralelo entre el artefacto AlphaFold2 y Newton por el hecho de que ambos son incapaces de explicar aquello que prevén (en un caso el pliegue tridimensional en las proteínas, en otro caso la gravitación), pero hay una diferencia: Newton se quejaba de esta Aunque en ciertos textos así en el célebre Hypothesis non fingo de los Principia Newton parecía conformarse con lo que él llamó “filosofía experimental” que se conforma con la generalización por inducción y renuncia a la explicación, provocando  la ira de Leibniz,  el propio Newton en su correspondencia acepta que tal ausencia de inteligibilidad es intolerable. Determinar no tanto qué seres son susceptibles de pensar como que seres son susceptibles de  sufrir: he aquí según Bentham el principio de la moralidad. Pues bien, cabe preguntarse: ¿Hay algún ser marcado por esa modalidad de sufrimiento indisociable del pensamiento y del lenguaje que es la desaparición de las fórmulas, las metáforas, y a veces simplemente las palabras designativas de las cosas, la astenia, en suma,  de la capacidad de simbolizar y conocer?

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23 de noviembre de 2023

'L'Eve future', de Auguste Villiers de L'Isle-Adam

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La siniestra invención del futuro

En 1886 se publican tres libros memorables y un libro del que pocos han oído hablar: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, las Iluminaciones de Rimbaud, La muerte de Ivan Illich, de Tolstoi.

Al mismo tiempo, se publica una desconcertante y extrañamente poco conocida novela La Eva futura, de Auguste Villiers de L'Isle-Adam.

Por aquél entonces pudo parecer una especulativa invención del futuro, un alarde de imaginación literaria, un ejercicio de fantasía desbocada, que combinaba caprichosamente el mundo de los fantasmas con los recientes inventos de la técnica.

Sin embargo, La Eva futura aborda con aguda perspicacia psicológica lo que sólo ahora podemos comprender en toda su magnitud: la transformación tecnológica del paradigma humano. Anticipándose a los dilemas éticos más urgentes de nuestro siglo, la novela da forma a una inquietante novedad y pone en escena la más innovadora y terrible de las amenazas.

Auguste Villiers fue poeta, autor teatral y novelista. En Paris frecuentó los cafés de artistas y los salones literarios (que es de donde vienen estas Conversaciones) y cultivó la amistad y las afinidades estéticas con tipos como Baudelaire o Mallarmé. Aunque La Eva futura no sea una pieza literaria ajustada a los principios estéticos del movimiento simbolista, nuestro autor se integró en esta corriente de radicales negaciones. Contra el clasicismo, contra el envejecido Romanticismo, contra la banalidad del naturalismo narrativo. Con menos furia que la aireada luego por el surrealismo, no dejó de pronunciar su enérgica enmienda a la insulsa y decadente literatura académica.

Para Ramón Gómez de la Serna, Villiers era una mezcla de Don Quijote y de Hamlet, y así lo consagró en España: como una figura de ficción en el árbol genealógico de los grandes personajes literarios.

En el prólogo a La Eva futura Serna tuvo el acierto de atribuir el abrupto desenlace de la novela al tortuoso remordimiento que Villiers sentía por haber escrito una tenebrosa fábula sacrílega.

El protagonista principal de La Eva futura es el joven aristócrata inglés lord Ewan, enamorado de una hermosa mujer, Alicia, fastuosa y deslumbrante, tan bella como superficial, admirable pero insoportablemente ignorante, con pretensiones de actriz y bailarina; tan agraciada que lleva a lord Ewan por el camino de la amargura.

Lord Ewan es el protagonista principal de la novela pero el personaje central es Thomas Alva Edison, ingeniero e inventor que en aquellos años no dejaba de registrar patentes sobre los más innovadores aparatos de la incipiente tecnología: el fonógrafo en 1877, la bombilla eléctrica en 1879, la central eléctrica en 1882, el kinetoscopio y el kinetógrafo en 1891…

Es a Edison al que le corresponde dar voz al poderoso alarde desplegado en la novela: el derecho de la ciencia a obedecer el mandato de la invención, el deber de seguir el pulso febril de los descubrimientos, la obligación de someterse a la exigencia del ingenio y no dar tregua a su inventiva, no admitir freno alguno ni obstáculos de ningún tipo, no admitir cláusulas de conciencia, ni prejuicios morales, reticencias éticas o mandamientos religiosos que ponen en duda y en cuestión la idea que hoy ha triunfado, la consigna que ha penetrado en todas las cabecitas, la que preside todas las academias: en nombre del progreso las ciencias deben hacer lo que dicta su mecánica predisposición. Sean cuales sean las consecuencias y sus trastornos.

Lord Ewan visita a Edison y le confía su angustiada decepción, su turbulento estado de ánimo, la tristeza de su corazón dolido, tan sensible, tan entrañable. Lord Ewan se considera predestinado a ir por el mundo en compañía de la más bella de las mujeres, tal y como corresponde a su título nobiliario y a su fortuna, pero resulta que la hermosa dama conquistada, no tiene el más mínimo interés por los museos ni por la literatura. Para colmo resulta que la voz de la muchacha suena de un modo horrendo: desafinada, afónica y destemplada.

“Las líneas de su divina belleza, dice Lord Ewan, parecen serle ajenas: sus palabras surgen torpes y extrañas. Su ser íntimo está en contradicción con su cuerpo. Es petulante, presumida, ambiciosa, boba. Lo que más me sorprende es que su sobrehumana belleza encubra un carácter ramplón, un espíritu vulgar…”

Edison se apiada de la pesadumbre del joven caballero y sintiéndose en la obligación de prestarle ayuda, le invita a entrar en su laboratorio y le muestra la criatura que lleva tiempo perfeccionando.

Edison asegura a su joven amigo que su destreza técnica le permite remediar los defectos y las imperfecciones de las personas de carne y hueso. Que su ciencia podrá corregir, enmendar y perfeccionar lo que la naturaleza ha estropeado y no sabe resolver.

“Puedo, dice Edison, ofrecerle el cuerpo y el alma perfectos y hacerlos a su medida. Deme tres semanas, no necesito más”.

A lo largo de la novela, Villiers mete en la trama narrativa su propia voz de bohemio francés y aprovecha la ocasión para ajustar cuentas, una de esas cuentas pendientes que en el mundo de las letras siempre vienen a cuento.

Dice a Edison que vio en el teatro “no sé qué melodrama salido de la pluma de esos falsarios de la palabra, salteadores de las letras, que con su jerigonza de adocenados, sus estupideces de trama y sus mojigangas de payaso, atrofian con impunidad triunfal y lucrativa el sentido de elevación de las muchedumbres”.

Villiers regresa enseguida al asunto central de la novela, a la deslumbrante intuición de su mente visionaria, y deja que Edison reanude el discurso de la ciencia mecanicista: la ingeniería tecnológica tiene el derecho y está obligada a realizar todas sus ocurrencias.

Edison pone al servicio del joven Lord el más formidable de los seres que un hombre cultivado puede desear y el autómata que un ingeniero puede fabricar.

“Voy a demostraros como con los formidables recursos de la ciencia mi criatura tomará la gracia de su ademán, las morbideces de su cuerpo, la fragancia de su carne, el timbre de su voz, la flexibilidad de su talle, la luz de sus ojos, el carácter de sus movimientos, la personalidad de su mirar, de sus rasgos, de su sombra, su inconfundible aspecto, el reflejo de su identidad. En lugar de soportar el alma vulgar que os hastía en la mujer viviente, le infiltraré un alma, bella, noble… encenderé el alma de la nueva criatura… Será un ser hecho a imagen nuestra, que será para nosotros lo que nosotros somos para Dios”.

Lord Ewan contempla con asombro y admiración la perfecta criatura mecánica que Edison pone a su servicio, pero al mismo tiempo se siente conmovido por un desagradable estremecimiento. En su ánimo se entremezcla la promesa de la posesión amorosa -una amante dispuesta siempre a su capricho y deseo- y un oscuro presentimiento.

Llegado el momento, lord Ewan mete a la criatura de Edison en un baúl y atraviesa el Atlántico para retirarse a vivir con su deseable dama artificial en un castillo de la campiña inglesa.

Cerca ya de Inglaterra, Villiers, el autor omnipotente, provoca en el navío que los transporta un incendio y  el naufragio se lleva a pique a la bella autómata de Edison.

Es probable, como nos dice con ironía Gómez de la Serna, que Villiers se negara a ser parte del sacrilegio que tan pérfidamente ha contado en su inteligente y turbadora novela.

Una novela que da cuenta de la potestad arrogada por el hombre rebelado, el Prometeo moderno, levantado contra toda restricción, contra toda noción de límite que pueda restringir el derecho de la ciencia a perfeccionar sus dominios.

Después de siglos de humillación, después de milenios de mandato del hombre sobre el hombre, del hombre sobre la mujer, de los hombres sobre la naturaleza y los animales, el ingeniero Edison ha concluido que para perfeccionar al ser humano no sirve de nada la educación, la cultura y la religión: la respuesta al fracaso de la Historia y del ser humano, tan imperfecto y defectuoso, será darlo todo por perdido y construir en su lugar androides artificiales y perfectos.

La Eva futura esboza las cautelas éticas y morales que deberá afrontar nuestra época y anticipa los principios rectores de la mentalidad tecnológica que lleva hoy la voz cantante.

Sin embargo, poco a poco, a lo largo de la serpentina narración, el lector va descubriendo el sordo rumor que estremece a Lord Ewan y llega a compartir con él una oscura premonición, un presentimiento que agita la conciencia y excita un inquietante remordimiento.

En 1919, 33 años después de publicada La Eva futura…

Sigmund Freud propone ocuparse de un dominio de la estética poco tratado por las humanidades: habla de esa sensación o estado de ánimo designado como lo siniestro y emprende una amplia indagación para verificar lo que ha sido forjado por la propia evolución de la lengua alemana. Freud analiza los vínculos etimológicos de lo siniestro con lo inquietante, lo lúgubre y lo trágico.

Busca también en otras lenguas la connotación que da cuenta de esta vacilación y de sus derivas. En árabe y hebreo siniestro coincide con demoníaco, espeluznante.

La sentencia permitió a Freud aclarar la causa de la perturbada emoción: se produce una corrosiva e inquietante duda cuando un objeto sin vida, -un autómata, un androide- aparece animado y adopta la apariencia de un ser viviente.

Los tecnólogos de la escuela conductista afirman que una entidad mecánica con aspecto humano provoca emociones espeluznantes y sentimientos de repulsión. Las anomalías visuales de los androides provocan reacciones de alarma y repugnancia.

Esta es la causa de la confusa inquietud que perturbaba a Lord Ewan y también el motivo por el cual la industria del entretenimiento, esas peliculitas con artefactos simpáticos, con sentimientos, gracejo y emoción, ha inundado las ociosas fantasías del celuloide con muñecos que actúan en la pantalla como si fueran androides y humanoides: para alentar la promesa de bellas muñecas, adorables y funcionales, y para familiarizar a los espectadores con la presencia de lo siniestro: para que olviden su origen y sepulten en el subconsciente su vínculo con lo demoníaco. Para que acepten como logros de la tecnología lo que sólo es una nueva manifestación del más temible de los adversarios.

Leído en Canfranc, Conversaciones Literarias de Formentor, septiembre de 2023

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22 de noviembre de 2023
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I WANT TO BELIEVE

Puede que llegue tarde a la lectura de esta novela de autoficción que, desde su publicación en octubre del año 2020 cosecha ya el nada desdeñable número de 16 ediciones. Quizá también me retrasó la pereza; desayuno, como y ceno los relatos testimoniales de mujeres jóvenes que escriben sobre el amor, la familia, el desencanto, la nostalgia, el deseo y los malestares del mundo porque soy una de ellas y me interesan sus historias. Por mucho que disfrute el acompañamiento momentáneo, el mirarme en el espejo de sus páginas o incluso el regodeo en la mugre y en el barro, también una se harta de sí misma y de los pensamientos que no le dejan dormir. Tal vez este libro hubiera pisado una huella distinta si no lo hubiera leído a cierto destiempo -sensación que, por otro lado, no tengo al leer a Annie Ernaux, a pesar de sus puntos de encuentro-.

A parte de nuestras iniciales, a Ana Iris y a mi nos hermana la intencionalidad del retorno, el girar la vista y mirar hacia el pasado con las gafas del realismo mágico puestas; también la obsesión con el viento, con incidencia manchega en su caso y mallorquina en el mío. Nosotras las isleñas no llegamos a los doce, pero nuestros ocho vientos también llevan y traen, ponen y disponen, como dice Ana: sin que nadie pueda evitarlo. Donde nacemos no es nunca una cuestión baladí como tampoco los motivos que nos empujarían a volver; el territorio nos condiciona tanto para lo brillante como lo oscuro, y a veces, enmaraña - cuestión que también aborda con altas dosis de poesía Irene Solà-: la idea romántica de volver a casa puede resultarnos ni tan bonita ni tan romántica si lo que una vez entendimos como hogar ha dejado de ser el refugio suave y blandito que recordamos. Algunos privilegios vienen acompañados de una buena montaña de basura pudriéndose en callejones, montañas, senderos y playas, basura que huele a fermento, a vómito, a cabezas de gambas y crema solar. Toneladas de restos ajenos que amurallan las ciudades y las hacen inaccesibles para sus históricos moradores. 

Hay una dolorosa melancolía -si es que existe otro tipo de melancolía- en la defensa y el ensalzamiento de las raíces; suele ir ligado a la falta de las personas que nos las dieron, de aquéllos y aquéllas que nos revelaron la metáfora. Está teñido de un halo melocotón -no se debe recordar a los muertos por sus asperezas sino por sus caricias-, que endulza el amenazante pensamiento de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Aunque motivada por el forzoso y necesario cuestionamiento de las acciones acometidas en pos bienintencionado progreso, Ana Iris representa y perpetúa el mal de la millenial: su propuesta no convence, pues vuelve a ser una fórmula que apela directamente al individualismo y responde a un egocentrismo generacional propio que únicamente apunta hacia las personas que disponen del privilegio de volver - siempre si ese es su deseo- a los valores tradicionales, sin ofrecer ninguna solución hacia un modo de vida colectivizado y compartido. La novela está marinada en la desazón de quienes hemos resultado estafadas por una promesa fallida; nos dijeron que si hacíamos A, llegaríamos a B, y así sucesivamente hasta la última y esperanzadora letra Z, que luego sería tildada con aspereza, aunque las consonantes no se acentúen por la naturaleza propia de nuestro lenguaje. Llegamos al final del abecedario con mucho papel firmado por la Corona, mucho papel crema pero muy poco color verde. Por suerte, saberse conocedora y usuaria de dicha desazón no enturbia lo interesante del ejercicio de Ana Iris Simón: el progreso puede -y debe- ser puesto en cuestión y es posible revertirlo en cuanto a si oprime más que libera. Analizar los glitches que se generan en las sociedades que no pueden seguir su ritmo propicia una necesaria y mejor aproximación a los conflictos que lo acompañan.   

A mi también hay cosas de la vida que llevaban mis padres a mi edad que me dan envidia; me da dentera que, aunque no cobrasen por encima de la media, sus trabajos fueran estables y seguros. Se me llena la garganta de molestas pelusillas al pensar que, aunque por circunstancias terribles, tuvieran no sólo un hogar en el que vivir, si no además una casa frente al mar en un pueblo costero. Me inunda de compulsión saudádica su mirada chiribitante al futuro, porque entonces aún existía la fe ciega. Qué embaucadora es la nostalgia, que nubla o directamente borra el futuro y las posibilidades. 

Aunque el libre albedrío haya sido cuestión a cuestionar por la filosofía and co y se haya utilizado incluso como tema recurrente en la construcción de distopías y escenarios propios de la ciencia ficción, el pensamiento mágico -que por otra parte envuelve amorosamente toda la novela- nos reconforta; todas quisiéramos creer que los unicornios existen.

Esa vuelta a la normalidad por la que aboga Ana Iris -que no deja de ser una normalidad de un solo prisma, el suyo- se carga la emancipación en pos de un orden natural que nos relegaría a muchas a un lugar oscuro, a un lugar al que posiblemente ya no queremos pertenecer. 

Aunque hay momentos en los que se encarama a la atalaya de la verdad y la autenticidad primigenias para hacer juicios tendenciosos y arbitrarios a modernis, anarquistis, neoflamenquis y bodypositivistis, no puedo evitar sonreír al leer la lapidaria sentencia ‘ya llevábamos tiempo en ello, en lo de no tener más identidad que la estupidez’. Feria es un libro que se encuentra en la intersección y en la contradicción; es tal vez ideológico - ¿y qué no lo es a día de hoy?-, pero eso no traduce la doctrina en algo inmutable. Como a San Sebastián pero sin la pureza ni la sacralización, a la ideología mal entendida como identidad la atraviesan un millar de lanzas. Ana Iris además tiene buena puntería.

El cuestionamiento de las etiquetas y de lo que llevan consigo -pero sobre todo del hecho de que vistan por completo tu pensamiento y tu alma y no sólo tu cuerpo- es algo que celebro pero que no me sirve como excusa para desarticular discursos decididamente imprescindibles y vitales; puede que el llevar una minifalda solo por y para ti y el pretender que nadie te escanee esconda trampas, que las mujeres enseñemos la carne y la piel para ser vistas, para sentirnos más guapas, más sexis, más deseadas: esta es la superficie de la charca donde rebotan los guijarros, pero ¿no es acaso la labor de la escritora bucear hasta el fondo y revolver el lodo para enturbiar el agua? ¿Es adecuado sentir que, para tener más presencia, para pesar más, más centímetros de epidermis deberemos mostrar? Aunque trate de disfrazarlo con toneladas de ironía, no deja de ser un argumento torticero que le vale para desautorizar la apremiante labor del feminismo, que lejos de encarnar la imposible y perfecta representación universal, es al fin y al cabo, de una importancia trascendental. 

Desmontar la falacia egocentrista de que nada de lo que digamos, hagamos o nos pongamos encima va a tener impacto sobre los demás empieza a ser urgente, aunque las formas de Ana Iris hacen saltar algunas alarmas; como se encarga de subrayar Simón, la belleza trae intrínsecamente poder, nos guste o no, porque así funciona el mundo. Es ella una mujer de reflexiones encajonadas pero también muy hábil en el arte de radicalizar para ridiculizar. A pesar de que algunas personas comparen el fascismo con el hecho de mirar un escote, ni son todas, ni la mirada es un acto inocente. 

Su reivindicación de las tradiciones populares -que como lectora he disfrutado como se disfruta descubriendo un manjar exquisito, olvidado o desconocido en el bar más manolístico de un pueblo pegado a una autopista- nos permite conocer un folklore lleno de lirismo, mayormente compartido en sus raíces pero único en la idiosincrasia de sus ramas. Bajo la sombra del anecdotario popular se refugian sus preceptos políticos y así, al menos, están fresquitos y a resguardo de la luz del sol.

En muchas de las anécdotas que narra aparecen la vergüenza y el odio de clase como emociones que se despiertan durante la infancia y la adolescencia -otra cosa en común con Ernaux-; lo bonito de Feria es la calidez con la que abraza estos sentimientos y los incluye necesariamente en un retrato de la poliédrica España a medio camino entre lo personal y lo generacional. Simón representa la voluntad de estrechar entre sus brazos los complejos compartidos de un territorio al reflexionar sobre sus correspondientes orígenes y, también, poniéndolos en cuestión. El amor es la faja que envuelve el libro; a veces incómoda, a menudo inútil en cuanto a su practicidad, -y en su caso, de un rosa quizás demasiado apastelado- pero hermosa, contingente, cálida en su achuchón. Cuestiono si, como ella apuntala, se puede amar sin conocer, pero coincidimos en que la máxima representación del afecto se manifiesta en el habla; hablar del sujeto anhelado siempre que se tenga ocasión y que, al hacerlo, te inunde de tristeza el hecho de que quien te escucha no haya disfrutado del privilegio de su compañía.

Leer a Ana Iris Simón me recuerda vagamente a leer a Houellebecq -salvando los años de experiencia y maestría en la escritura-; me fastidia, a ratos me enfada o me indigna su desafección, pero me ablanda su idea del amor y la ternura con la que la describen. Me sorprende su capacidad de analizar el mundo y de leerme el pensamiento, ese pensamiento fugaz y momentáneo que no puedes contener dentro de la boca y del que te arrepientes segundos después de pronunciarlo en voz alta, aún estando en completa soledad. Y aunque la provocación como mecanismo para remover interiores resulte algo tosco y poco elegante, hay una pizquita de schadenfreude anteI la posibilidad de verlo todo arder.

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20 de noviembre de 2023
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La prodigiosa advertencia de Mariana Travacio

En las páginas iniciales de Nuestra parte de la noche de Mariana Enríquez se encuentra una escena entrañable –porque apunta directamente a las entrañas desde muchos puntos diferentes– en la que un padre enseña a su hijo a vencer y expulsar fantasmas. Los dos tienen capacidades sobrenaturales. El ejercicio consiste en lo siguiente: el padre apoya una mano debajo del esternón del hijo, y dos dedos de la otra mano en la vértebra que está justo detrás del estómago. De ese modo, el niño concentra su atención en esa zona de su cuerpo, y desde allí le grita a la aparición que se vaya. Su progenitor le dice: “No es alguien. Es un recuerdo”.

Otro ejemplo lo hallamos en la magnífica La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, de Patricio Pron, en la que alguien que vive suspendido “entre la ficción y su contrario en los mapas que la mente elabora cuando se esfuerza por cartografiar el mundo, el territorio imperturbable sobre el que se proyecta nuestra insaciable necesidad de consuelo”.

Hay frases, escenas o imágenes que concretan o justifican todo un libro, toda una historia, y nos atan a ellos. En estos hallazgos se revela el poder lenitivo de la literatura, así como el prodigioso banco de pruebas que nos ofrece el juego de la lectura. Fingimos el pavor que supone la aparición de un fantasma. Experimentamos vicariamente las pasiones de los personajes, lo cual supone una especie de entrenamiento para cuando toque enfrentarse a la realidad, a veces tan desbordante o incluso más que la ficción.

En los cuentos de Me verás caer, de Mariana Travacio, publicados por la editorial Las afueras, tal y como nos advierte el título asistimos al descenso de las protagonistas de los cinco relatos, porque como consta en el poema de Beatriz Vignoli citado en las páginas iniciales: “Lo único que sabe hacer el universo / es derrumbarse sin ningún motivo, / es desmoronarse porque sí”.

Cuando jugamos al pacto de la ficción, las caídas se limitan al espacio delimitado para el banco de pruebas, al terreno de juego. Aún así, lo cierto es que leyendo los cuentos de Mariana Travacio es inevitable acabar integrando al propio bagaje el desencanto de la madre y la hija que veranean juntas sumidas en una tensión que amenaza con explotar en el momento más inesperado de “Cansadas”; asumiendo el deseo de desprenderse de todo lo que nos ha definido y ha condicionado una vida de frustración y negaciones, como la esposa del malogrado cantante de tangos de “¿Dónde está Montes?”. También hacemos propia la locura de la mujer engañada, seducida y desvalijada en una historia de amor tan romántico que no parecía real porque, efectivamente, no lo era en “Rosas buenas”.

Las parábolas se encajan entre el esternón y las vértebras para luego caminar con más cautela y firmeza por la realidad. Se suele decir que ese es también uno de los propósitos de contar cuentos a los niños antes de dormir. Posiblemente nunca nos toque regentar un merendero tan festivo y lleno de posibilidades como el de “Últimos rastros”. El encanto de las noches de celebración no nos pertenece, pero esa carencia no impide que lo leído resuene en nuestro pensamiento y acabe encontrando eco y reflejo. Por eso compadecemos a –padecemos con– Elena y Blanca Nieves cuando todo se diluye. Al fin y al cabo, nuestra especie sufre el castigo divino de un pecado original que otros cometieron por nosotros, y sabemos desde muy temprano en nuestra vida que el paraíso fue muy frágil, que lo perdimos y ya no nos pertenece. Estábamos advertidos desde el comienzo: el deseo de lo imposible trae consecuencias terribles.

Así mismo, “Y el río, tan manso” nos recuerda y nos adelanta una de las amenazas que siempre se acaban cumpliendo: la decrepitud y la locura. Nos verán caer, por supuesto, pero en la caída tendremos la pírrica victoria de aquel a quien no agarran desprevenido, pues la literatura nos ha permitido adelantarnos a los acontecimientos. La única redención posible, entonces, se encuentra en la dignidad de saber que vivimos con intensidad todo lo que nos correspondió en su momento. Y que gracias a la literatura lo experimentamos constantemente, eternamente, sin fin.

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19 de noviembre de 2023
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