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Sepulcros blanqueados (2)

 

“Libia era el país más exitoso de toda África, suministraron agua y convirtieron los desiertos en tierras de cultivo. Todo el mundo tenía una casa, todo el mundo tenía educación y sanidad. Y nosotros lo convertimos en un estado fallido, dirigido por terroristas, con un mercado de esclavos abierto”.

Excesivo sin duda el panegírico de la Libia previa a la caída de Muamar el Gadafí, en boca del controvertido polemista estadounidense Jimmy Dore. Aunque en general se reconoce que (al menos en el arranque de la revolución libia) los recursos económicos derivados del petróleo fueron en gran parte invertidos en educación (obligatoria para ambos sexos), salud y vivienda y que (pese a la explotación económica de la que eran víctimas) la situación de los subsaharianos que trabajaban en el país era relativamente estable.  Y desde luego es absolutamente cierto que la “liberación” y asesinato de Gadafi en 2011, se tradujo en que Libia es simplemente hoy un país devastado, en el cual los inmigrantes negros, pero también los propios ciudadanos libios, sólo tienen la esperanza de escapar de la miseria, el miedo y la insalubridad alcanzando las costas de Italia.

Una precisión, sin embargo. Aunque formalmente se trató de una coalición dirigida por la OTAN, la responsabilidad mayor de la decisión de destruir el país residió quizás en el entonces presidente de Francia Sarkozy. Se ha hablado mucho de las razones personales que tenía el mandatario para deshacerse de su antiguo aliado (Gadafi habría contribuido con donaciones ilegales a la campaña electoral de la que salió presidente, y el hijo de Gadafí recordaba esa deuda), pero quisiera recordar otra razón…de peso:

 El avión de combate francés Rafale construido en Francia por Dasault se hallaba en dura competencia con el llamado Eurofighter y había que mostrar su mayor eficacia. Destruir Libia en cuestión de semanas con ayuda del mismo sería sin duda una buena muestra de tal superioridad. Y efectivamente, las imágenes de los Rafale en el cielo libio encabezaron los telediarios del mundo entero. Hoy desde Egipto a Indonesia, pasando por Qatar, las fuerzas aéreas han escogido Rafale.  Un intelectual francés que se autodenomina filósofo, fue el encargado de otorgar legitimidad a la acción, esgrimiendo cada día en la televisión argumentos morales y enfatizando que el coronel Gadafí era el mal absoluto. Había en el caso de Libia un “deber de injerencia”. El posterior apocalipsis sería sólo un lamentable efecto colateral. Lo esencial es que (entrevista del “filósofo” en Euronews) “hay una batalla política entre los partidarios de la democracia y aquellos que no creen en ella”. Aludiendo a las víctimas de otro conflicto armado, Bernard Henri Levi dijo que “había llorado”. Este moralista tiene la lagrima tan fácil como selectiva.

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22 de agosto de 2024

El escritor Ángel Ganivet (foto) relata el episodio con Agatón Tinoco en una carta de mayo de 1893

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Un nicaragüense en el corazón de las tinieblas

 

Este año cuando se celebra el centenario de la muerte de Joseph Conrad, he recordado a un nicaragüense que también hizo el viaje al corazón de las tinieblas, y sin haber alcanzado nunca ni fama ni gloria regresó del Congo para morir en un hospital de pobres de Amberes.

En El viaje a Nicaragua Rubén Darío cita la historia contada por el escritor andaluz Ángel Ganivet, acerca “de un hombre de Matagalpa que, después de recorrer tórridas Áfricas y Asias lejanas, fue a morir en un hospital belga, y le llamó para confiarle los últimos pensamientos de su vida”.

El episodio lo consigna Ganivet en una carta del 10 de mayo de 1893, dirigida al periodista Francisco Navarro y Ledesma desde Amberes, donde prestaba servicios en el consulado español:

“Otro asunto que me cayó por banda fue una visita a un español, que, procedente del Congo, había ingresado en el Hospital y deseaba antes de morirse hablar con algún semejante que le entendiese. Resultó que el tal individuo no era español, sino nicaragüense, de Matagalpa… la última aventura le ha pasado en el Congo, y después de exprimir allá las últimas gotas de sustancia, ha sido remitido para reposición a la metrópoli comercial de Bélgica, a la que llegó atacado por la fiebre amarilla y convertido en esqueleto de ocre...”

Por esta carta sabemos también que el nicaragüense, antes de llegar al Congo, donde el rey de Bélgica Leopoldo II cometía uno de los genocidios más atroces de la historia, erró por diversos lugares del mundo, incluido Panamá, donde Lesseps había fracasado estrepitosamente en 1889 en la construcción del canal interoceánico; y que, burlado por su mujer, la dejó atrás con tres hijos.

Tres años después, en El idearium español, Ganivet vuelve sobre aquella entrevista, con mayores precisiones. El hospital donde encuentra al nicaragüense es el Stuyvenberg, el mismo donde Vincent Van Gogh había sido internado en 1886, contagiado de sífilis por una prostituta del puerto. Y ahora recuerda el nombre del nicaragüense:

 “…Uno de los empleados del establecimiento me condujo a donde se hallaba el moribundo… «Yo no soy español —me dijo—; pero aquí no me entienden, y al oírme hablar español han creído que era a usted a quien yo deseaba hablar… me llamo Agatón Tinoco. «Entonces —interrumpí yo—, es usted español por tres veces. Voy a sentarme con usted un rato, y vamos a fumarnos un cigarro como buenos amigos. Y mientras tanto, usted me dirá qué es lo que desea.» «Ya nada, señor; no me falta nada para lo poco que me queda que vivir: sólo quería hablar con quien me entendiera, porque hace ya tiempo que no tengo ni con quién hablar”.

«Amigo Tinoco —le dije yo después de escuchar su relación—, es usted el hombre más grande que he conocido…; posee usted un mérito que sólo está al alcance de los hombres verdaderamente grandes: el de haber trabajado en silencio; el de poder abandonar la vida con la satisfacción de no haber recibido el premio que merecían sus trabajos…”

Algo desentona en este cuadro: el que Ganivet convide a compartir un cigarro a un moribundo convertido en un esqueleto ocre, en la sala de contagios de un hospital. Y desentona que despache en una larga parrafada retórica todo lo que supuestamente le dijo al desgraciado, en tono moralizante: “la llamarada de orgullo, de íntimo y santo orgullo, que le alumbrará con luz muy hermosa los últimos momentos de su vida…”. Esa misma noche mi paisano andariego, que sólo quería hablar por última vez con alguien en su propio idioma, expiró.

Y al final de su evocación le oímos decir a Ganivet que “si alguna persona de «buen sentido» hubiera presenciado esta escena”, lo habría tomado a él “por hombre desequilibrado e iluso”, y lo censuraría “por haber expuesto semejantes razones ante un pobre agonizante.”

Agatón Tinoco cumplió un destino oscuro, del que ya no llegaremos a saber mucho más, perdido en algún lugar del Estado Libre del Congo inventado por Leopoldo II para explotar en su beneficio personal caucho, diamantes, marfil, responsable de la muerte de ocho millones de congoleños, y de mutilaciones, torturas y otras vejaciones. ¿Capataz, peón de alguna plantación, acaso grumete del vapor Roi des Belges en el que Conrad remontó el río Congo en 1890? ¿Victimario, simple testigo?

El destino final de Ganivet tampoco fue muy feliz. Enfermo de sífilis, igual que Van Gogh, un mal que lo acercaba fatalmente a la parálisis y a la demencia, y "aburrido, hastiado, malhumorado, melancólico, abrumado, entontecido", como escribió en una carta, se suicidó en 1898 lanzándose desde un barco trasbordador a las aguas del río Dvina en Riga, donde se hallaba como cónsul de España en Letonia.

Tenía entonces 33 años. Agatón Tinoco, al que encontró en el hospital Stuyvenberg de Amberes cuando llegaba desde el corazón de las tinieblas, y volvía a las tinieblas, no sabemos la edad en que murió.

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21 de agosto de 2024
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Las faltas del verano: Canto fúnebre

Han cerrado también los cines Luna, entre Callao y la Corredera Baja, y, como cada vez que cierra un cine en Madrid, me acuerdo de lo que a mí me pasó en su interior. No me refiero a lances extraordinarios, como ligar o ser robado o sufrir un síncope en la butaca, que es algo que yo sí vi en un cine de París mientras proyectaban la película de Oliveira ‘No o la vanagloria de mandar’, nunca estrenada en España: la víctima del síncope murió en el suelo de baldosines coincidiendo con la palabra ‘fin’ en la pantalla.

Me refiero a las cosas que me pasaron por la cabeza, y a través de los ojos, siendo yo espectador en ese cine Luna o en el cine Imperial o en el cine Fantasio o en el cine Velázquez (cito sólo algunas bajas del ‘parte’ de la guerra entre la especulación inmobiliaria y la industria del cine, que no se acaba nunca, como la de Irak, y en la que el segundo bando lleva todas las de perder). En los Luna he visto rarezas que duraron menos en la programación que en mi memoria, como la película de Edgardo Cozarinsky ‘Dans le rouge du couchant’, pero también vi obras de fama y éxito, como el film póstumo de Kubrick ‘Eyes Wide Shut; recuerdo que en la cola nadie pedía la entrada diciendo el título inglés, intraducido aquí e impronunciable, sino con perífrasis: “¿me da dos para la de Kubrick?”, “una para la de Nicole Kidman y Tom Cruise, por favor”. Curiosamente, mi última vez en los Luna tuvo también un fuerte aroma ‘kubrickiano’; la película era ‘La intérprete’, y la vi acompañando a Christiane Kubrick y Jan Harlan, la viuda y el cuñado del director de ‘El resplandor’, que habían venido a Madrid a presentar, entre gentes del cine y admiradores del cineasta como, entre otros, Guillermo del Toro, Agustí Villaronga y yo mismo, el monumental libro de Taschen ‘Los archivos de Stanley Kubrick’. Por la tarde, después de un agradable almuerzo, los hermanos Christiane y Jan quisieron ver, al saber que era en versión original, esa última realización de Sydney Pollack, buen amigo de la familia y actor destacado en ‘Eyes Wide Shut’.

   De lo que no voy a hablar hoy es de la crisis del cine ni de la muerte de la película en su formato y su espacio de proyección tradicionales. Suficientes agoreros y enterradores hay ya. Sólo quiero ponerme sentimental, sin llegar a las lágrimas. Sé que el futuro pasa por el cine en cable, los aparatos caseros de alta definición y mucha plasma, por las películas descargadas o comprimidas en la pantallita del móvil. Yo seguiré yendo a las salas, mientras éstas sigan abiertas. Soy un poco dinosaurio, ya se ve, pero hay quien me gana. Murió en Madrid hace ya tiempo el abogado Jacobo Echeverría-Torres, muy conocido por su compromiso con las causas de la libertad, cuando aquí no la había, y la solidaridad con el Otro, cuando más se necesita. Las necrológicas hablaron de todo ello y no de cine, siendo Jacobo no sólo un gran aficionado sino un admirable promotor; creó con varios amigos entusiastas y con su mujer Paquita Sauquillo la productora ‘Metrojavier’, responsable, entre otros proyectos, de la excelente película de Álvaro del Amo ‘Una preciosa puesta de sol’ (interpretada por Marisa Paredes y Ana Torrent), y Jacobo en solitario coprodujo otra apuesta de riesgo, ‘León y olvido’, de Xavier Bermúdez. En su último año, mientras combatía valerosamente contra el cáncer, Jacobo Echeverría tuvo aún un empeño –o visión- más heroico respecto al séptimo arte: alquilar un cine en el barrio de Salamanca, que encontraba con toda razón muy desabastecido en ese aspecto, y programarlo con las películas que a él y sus socios les gustaban, es decir, las buenas. El cierre de su vida se suma a la pérdida de tantas pantallas donde él aprendió a amar el cine.

 Anteanoche, volviendo a casa, pasé por delante del Peñalver, uno de los cines cerrados que Jacobo Echeverría-Torres tuvo en su lista de candidatos a la resurrección. La imagen de esa sala larga y estrecha donde se estrenó, por ejemplo, ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón‘, es hoy desoladora. Detrás de la verja de hierro se vislumbra una oficina kafkiana, aunque a mí alguna noche me parece ver cerca de donde estaba la taquilla los jirones de un antiguo cartel coloreado  y la sombra del precio que los últimos espectadores tuvieron que pagar por ver la última película allí exhibida, la francesa ‘Romance’. También se lee que los miércoles no festivos era en el Peñalver el día del espectador. ¿Están los días contados para ese espectador?

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18 de agosto de 2024
Pinturas de Joaquín Clausell
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Un más allá portátil con las tumbas abiertas

Tate Blanche, “la gran meldadora” y la primera adúltera de la familia, tan odiada y criticada por su hermana Victoria como admirada y recordada por su sobrina nieta, protagoniza una escena conmovedora hasta la congoja en León de Lidia, la última novela de la poeta, novelista y periodista mexicana Myriam Moscona, publicada por Acantilado. Esta “loca mujer” “guadró siempre a su kreatura (…) en una buteya de kuzina, ande guadravamos al tiempo los enkurtidos, las koles, pipinos i sevoyas, ansi enkashó para siempre a la kreatura que no arribó kon vida, los sielos le ayegaron esta kastigadura”. La pérdida, “el hachazo de la pérdida”, como escribe la autora, en su multitud de significados es el tema central de un libro que se compone a base de recuerdos, pensamientos, imágenes y narraciones, todo escrito con una prosa poderosamente evocadora y con frecuencia poética. Subyace en el texto una suerte de justicia o lógica providencial que traza el hilo que acaba uniendo todos los componentes.

El canto a lo que se ha perdido en muchas ocasiones viene a cargo de una “eterna voz intrusa” que “siempre me pellizca por dentro”, “la voz que habitualmente arroja veneno adentro de mí". Porque a veces la memoria puede ser precisamente eso: veneno. Este parece ser el motivo por el cual Moscona se ha decidido a escuchar esa voz, atender a todo lo que resucita. Nunca está demasiado claro lo que está muerto y lo que está vivo cuando lo actualizamos en nuestro día a día.

Huérfana desde muy joven, la voz narradora reúne un conjunto de recuerdos que la llevan hasta Bulgaria, el país del cual eran originarios sus padres, “la tierra que perdimos para siempre”; y hasta una lengua prácticamente desaparecida: el ladino de los sefardíes. Los hallazgos de la narradora son en su mayoría revelaciones para quien la escucha. La cercanía y el carácter confesional de la narración llegan a quien lee con la misma musicalidad de la transmisión oral con que parece haberla recibido la protagonista. Samuel Beckett afirmaba que la segunda persona revela la existencia de la voz, que tiene sentido porque creamos una realidad para otro.

Hacer presente lo que ya no está supone jugar con el tiempo en un libro en que la infancia, sus descubrimientos, juegos y canciones tienen una presencia destacada. Entre las numerosas e iluminadoras referencias culturales, un verso de la poeta búlgara Ekaterina Yosifova funciona a modo de síntesis y guía: “Los días se deshacen como nubes”. Debemos acostumbrarnos a perderlo todo de la misma manera que perdemos las nubes. Tal vez, la memoria y su capacidad de recuperar lo usurpado sea el único lenitivo posible, desde la serena renuncia a la batalla por retener lo imposible, siendo capaces de seguir el consejo del poeta persa Rumi: “Sé como el árbol que suelta todo lo que ya está muerto”. Dejarlo ir para retomarlo desde una posición nueva en la que aprender a leer “el significado oculto de las cosas” y encajarlo en esa compleja construcción que somos.

Algo parecido debió de perseguir el desahuciado pintor mexicano Joaquín Clausell –otra de las citas en el libro–, que en las paredes del altillo de su casa de la Ciudad de México derramó todas su obsesiones.

Myriam Moscona ha construido –ya lo había hecho también, magistralmente, en su novela anterior, Tela de sevoya, recuperada así mismo por Acantilado– un subyugante itinerario a través de la pérdida constante y la amenaza de la pérdida definitiva. La emoción de vida que provocan sus descubrimientos se hace nuestra al reparar en que la tela del pañal y la de la mortaja es la misma y la cargamos siempre. Felizmente, sí, felizmente, Moscona se eleva para descubrirnos también cómo hacerlo: “Pienso que llevo en forma secreta un más allá portátil con las tumbas abiertas para poder arrullarme y despertar fortalecida”.

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15 de agosto de 2024

Seix Barral, 2006

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Las faltas del verano: Relecturas y originales

 

Como suele pasar con los narradores de argumentos potentes pero muy precisa determinación verbal, las relecturas borgianas en el cine no han sido afortunadas. Adapta dos relatos célebres suyos como Emma Zunz o El hombre de la es quina rosada por directores solventes del cine argentino como Torre Nilsson y, René Mugica, o extrapolado más tarde y libremente su Tema del traidor y del héroe por Bertolucci en La estrategia de la araña, no es posible decir que es tas películas recojan la intensidad alucinatoria y el estado, de gracia heroico de los originales. Mucho más satisfactorias son las obras escritas directamente para el cine por Borges y Bioy Casares.

Lo que sí quedará como una hazaña borgiana es su etapa de crítico cinematográfico en la revista Sur, entre 1931 y 1944. Como comentarista, Borges vio muy temprano que el cine, "con su directa presentación de destinos y su no menos directa de voluntades", podía contribuir al alivio de la moderna desorientación social. Y aún en 1967, en su época de nula frecuentación de los cinematógrafos, decía en una entrevista de The Paris Review: "En este siglo la tradición épica ha sido salvada para el mundo por ningún otro sitio más que Hollywood".

El western emocionaba mucho a Borges, que acusaba a los literatos de "haber descuidado sus deberes épicos", sólo en el siglo XX desempeñados por las cintas del Oeste. Pero, por encima de su apego a los géneros de caballistas y gánsteres, Borges vio en el cine un gesto primordialmente americano. Así, tras hablar de los errores de la cinematografía alemana y soviética, añadía en su primer trabajo de crítica: "De los franceses no hablo; su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos, riesgo que les prometo que no corren".

Sus directores favoritos eran los clásicos, y dentro de ellos, Lubitsch, y Sternberg. Pero, fiel a sí mismo, dejó de hablar bien del segundo cuando Sternberg, en la cima de su carrera, se entregó a los delirios barrocos más geniales en torno a Marlene. Cuando, en 1934, el vienés realizó en Hollywood Capricho imperial, Borges llega a calificarle de "devoto de la musa inexorable del bric-á-brac". El conceptista, el recto calvinista, buscaba en el cine la pureza de sus convenciones más elementales, en las que no cabían los alardes del cartón piedra ni el arabesco.

Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no haber existido Borges, los muchos Borges. Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparecencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

Paso un par de horas deliciosísimas releyendo la obra maestra de Edgardo Cozarinsky ‘Museo del chisme’. Gossip literario de alto nivel, con la refinada gracia de este siempre original escritor (y cineasta). Pero no me es suficiente.

Acabado ese museo descubro otro del mismo autor: una pequeña novela que amplía el campo de lo decible, uno de los fines para mí más nobles y menos frecuentes del arte, que se halla en la gran novela del mismo Cozarinsky El rufián moldavo (Seix Barral), si bien Cozarinsky no explora el fondo abismal de los deseos, sino la memoria arrancada de los judíos centroeuropeos afincados en la Argentina del medio siglo XX.

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11 de agosto de 2024
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A Diogneto

A Diogneto es una de las epístolas más importantes y misteriosas de la apologética cristiana. En ella se compara la misión del que vive plenamente su fe con la del alma en el cuerpo. Dirigida a un pagano llamado Diogneto, se cree que fue escrita en el siglo II, aunque su existencia no se conoció hasta que un estudiante de griego la descubrió al leer el papel con el que el pescadero había envuelto su compra del día. Dada la disparidad de su origen, no sorprende que el manuscrito original se perdiera en un gran incendio durante el bombardeo de la Biblioteca de Estrasburgo en la guerra franco-prusiana de 1870.

Unos 1450 años después de la escritura de la Carta a Diogneto, Blaise Pascal alude a la incertidumbre en sus Pensamientos: “He ahí lo que veo y lo que me confunde. Miro a todas partes y no veo sino oscuridad. La naturaleza no me ofrece nada que no sea materia de duda y de inquietud. Si yo no viera en ella nada que me señalase una divinidad, me determinaría por la negativa; si pudiera ver en todo las huellas de un creador, reposaría en paz en la fe.”

La fe se ha confinado a un ámbito meramente personal. ¿Será cierto eso que dicen sobre el rechazo del cuerpo hacia el alma? Si es así, protégeme de mi corazón malvado, de querer construir un paraíso terrenal, próspero como ningún otro, y de creer que puedo vivir como se hacía antes. Ya no hay combate posible; nos rodea la materia y esta no engendra nada, ni siquiera orden o anhelo. He aprendido que la conciencia, agotada y plena, se refugia en la fe. Se nos dijo que, aunque fuésemos testigos de monstruosidades y en esos momentos nos resultase imposible creer en Dios, por lo menos viviéramos según la norma pascaliana: como si Dios existiera. De ser así, nunca perderíamos el partido ya que, ante la incertidumbre que se recoge en las dimensiones espirituales, tiene sentido adoptar la fe en lugar del escepticismo desde un rumbo miserablemente racional.

Como esa certeza sensible y hegeliana, el primer síntoma de percepción sobre el mapa y el territorio es el momento en el que se produce conocimiento. Entonces, ¿cuándo se sembró la primera duda? Rotos los vínculos, nos entregamos en cuerpo y alma a lo efímero. Deconstruidos y líquidos. Sé que nada es más o menos, pero los de ahora habitamos el mundo de otra manera: nos abalanzamos sobre él. Parece como si ya lo hubiéramos visto todo. Todas y cada una de las ciudades en las que pensamos que algún día podríamos echar raíces se han convertido en parques temáticos. A veces, la vida moderna parece una pulsión demoníaca. Son vidas agitadas, inconmensurables, y desbordan si hace falta. La idea de palpar la felicidad hasta el colapso. Más bien como lo que escribió Juan Marsé en La muchacha de las bragas de oro: “Era de esas personas que cultivan las emociones pasajeras, y de las cuales no sabes si son irresponsables de ser felices o si son felices de ser irresponsables.” Rotos los vínculos, el alma ya no espera nada.

Y usted, ¿cree que ya es tarde para ser irresponsablemente feliz?

 

Texto para Revista Centauros, julio 2024.

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10 de agosto de 2024
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Las faltas del verano: Borges, cinematógrafo

Hace ya muchos años que Borges no iba al cine. "Ahora sólo perduran las formas amarillas / y sólo puedo ver para ver pesadillas", decía en un poema de La rosa profunda, libro aparecido en 1975, en la época en que la ceguera es ya casi total y un tema recurrente de su obra. Pudo ser 1974 el año de la última cinta de Borges, entrevista o soñada, pues de entonces data Los otros, la película francesa con argumento y guion suyo y de Bioy Casares que realizó el argentino Hugo Santiago. De esta película y de la anterior y excelente del mismo equipo, Invasión -a mi juicio la mejor presencia borgiana en el cine-, habló Borges en un coloquio público de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el verano santanderino, de 1983.

Preguntado en el palacio de la Magdalena por un admirador embobado sobre su contribución al extraordinario libreto cinematográfico de Invasión, Borges contestó, á la manière de Borges: "Yo sólo aporté dos muertes a ese filme". Pese al característico understatement que el argentino amigo de las formas sajonas cultivó toda su vida es difícil imaginar viendo Invasión -con sus conspiradores simétricos, su ciudad deslizante pero reconocible y sus fulgores de epopeya secreta- obra más borgiana; como fieles a su mundo y a su galería de aventureros desdichados son también los dos guiones no realizados, Los orilleros y El paraíso de los creyentes, escritos una vez más en colaboración con Bioy Casares y publicados por vez primera en 1955.

Aunque ya no fuese al cine y sólo retuviera de sus fervores fílmicos de juventud un borroso recuerdo de prestigio y la silueta de alguna star ("La memoria, esa forma del olvido / que retiene el formato, no el sentido,/ que los meros títulos refleja", escribirá el poeta en una muy cinematográfica evocación de la memoria del ciego), Borges nunca alejó de él las sombras de la pantalla. Y el cine, sobre todo ese cine moderno de ruptura que el escritor en permanente busca del orden desdeñaba, jamás se olvidó de Borges. Estaba muy presente en After hours, Jo qué noche!, de Scorsese. Hace pocas semanas lo veíamos en televisión invocado dudosamente por los autores de Performance, y, como señala Edgardo Cozarinsky en su excelente libro Borges y el cine, una larga teoría de autores europeos, desde Rivette a Bertolucci, pasando por Godard, Straub o Carmelo Bene, le han tenido como presencia obsesiva en sus película sin adaptarle estrictamente.

Esta mención nos lleva a otro admirado artista que nos falta desde el último verano, ya que el pasado 2 de junio de este año 2024 murió en su ciudad natal de Buenos Aires el novelista y hombre de cine (estudioso, guionista director), Edgardo Cozarinsky. Le recuerdo hoy, y me recuerdo con él, dentro y fuera del cine.

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7 de agosto de 2024

'Cantos de marineros en La Pampa' de Rodolfo Enrique Fogwill (Mondadori, 1998)

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Las faltas del verano: El peso de Borges

 

Borges murió en 1986, pero su vuelo se sigue viendo por todo el cielo de la literatura. El influjo de su obra en los escritores es tal vez el más universal que ha existido, y también en la tierra que pisan los lectores, muchos de ellos en las antípodas, crece el número de quienes lo descubren o lo releen. Lo que sucede con Borges en la Argentina es de un carácter distinto; allí su peso sobre los escritores cae inexorable, marcando de un modo tan indeleble a tantos de los mejores que uno se pregunta –haciendo un juego de ucronía- cómo habría sido en los últimos sesenta años la ficción escrita en Argentina de no haber nacido en Buenos Aires, a finales del siglo XIX, un hombre llamado Jorge Luis Borges.

Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no existir un Borges), yo estoy pensando en algunos ejemplos de ese ‘borgianismo’ instintivo o quizá genético tal y como lo veo en excelentes escritores argentinos que he leído recientemente: Edgardo Cozarinsky, César Aira, Fogwill, Ricardo Piglia, fijándome en los dos últimos, uno por su lamentable desaparición a la edad de 68 años, y en Piglia su estupenda Blanco nocturno (Anagrama), de la que un crítico español ha dicho ocurrentemente en su reseña que es la novela gauchesca que Borges nunca escribió.

El caso de Fogwill tiene otro perfil. Me lo presentaron un viernes de agosto en Montevideo, donde participábamos, junto a otros escritores, en el Festival Eñe, le oí esa misma tarde hablar, compartí el desayuno y sus gruñidos al día siguiente en el buffet del Hotel Columbia, frente al Río de la Plata, y dos semanas después leí su necrológica. Al margen de sus méritos literarios, que son muchos, Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

Sin la circunspecta ironía de aquél, Fogwill arremetió a las bravas en ese festival financiado por entidades privadas y públicas de España contra los españoles, uno de los pasatiempos preferidos -tanto en privado como en algunos de sus escritos y declaraciones- por el autor de El Aleph. Y también Fogwill usaba con frecuencia la conocida argucia engañosa de Borges de poner por las nubes a escritores curiosos o secundarios (Cansinos Assens) para vituperar mejor a los verdaderamente importantes como Valle Inclán o García Lorca. Las bromas sobre españoles (o ‘gallegos’) abundan en los textos de Fogwill, y son en su mayoría francamente divertidas, sobre todo leídas en España y por nativos. La escena cómica en la 'pizzería de españoles’ de su relato ‘Muchacha punk’ es memorable, pero yo me quedo con ese apunte del hermoso texto autobiográfico que precede a sus Cantos de marineros en La Pampa, donde, tras decir otras maldades, señala porqué los grandes almacenes londinenses nunca emplearían a españoles. La explicación que da es ‘puro Borges’. Búsquenla y léanla, y así leerán al más grande maestro argentino y a su más “clever” discípulo.

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31 de julio de 2024
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Illuminati y reptilianos

Estamos llegando al primer cuarto del siglo veintiuno, cuando el tren de la ultra modernidad pasa tan raudo que mis ojos, acostumbrados a los resplandores más modestos del siglo veinte que ya ha muerto hace tiempo, apenas alcanzan a vislumbrar el destello de sus ventanas encendidas.

La inteligencia artificial que resuelve teoremas y compone sonetos, robots humanoides, avatares holográficos, drones asesinos, ataques cibernéticos capaces de paralizar el mundo, multimillonarios que se pagan paseos por el espacio ultraterrestre.

Todo estaba, de alguna manera, en las historietas cómicas que devoraba de niño hasta la madrugada, la cabeza cubierta por la sábana y alumbrándome con un foco de mano para que mi madre no advirtiera mi desvelo vicioso: de Titanes Planetarios a Viaje a Mundos Desconocidos, a El Capitán Ciencia, donde abundaban los platillos voladores y los marcianos de color verde y cabeza de medusa, con poderes de convertir en zombis a los ciudadanos de poblaciones enteras, y a la más inocente de las amas de casa en su agente secreto.

 Pero que los dibujos planos de las historietas cómicas pasaran un día a tomar volumen en el mundo de la política, y aquellas fantasías llegaran a encarnar formas de ganar poder, no se me llegó a ocurrir nunca entonces; y aún me cuesta creerlo ahora, cuando las utopías de ayer son distopias hoy. Fantasías con clientela electoral.

Ganan asientos en los parlamentos los buleros, fabricantes de fakenews, los cosplayers, los influencers charlatanes, los fanáticos antivacunas. Toda la amplia y variada gama de conspiracionistas. Establecen como categoría ideológica la fantasía que apela a la ignorancia, y a la duda de los ignorantes, y sus fans y seguidores en las redes sociales se convierten en votantes, capaces de elegirlos.

Abundan los ejemplos, pero usaré solo uno: el de Lilia Lemoine, electa en Argentina diputada por La libertad avanza. La tierra es plana, sostiene. Y la cito textualmente: “¿Por qué los gobiernos del mundo quieren ocultarle a la humanidad que la Tierra es plana y que hay una gran pared de hielo que la circunda?”; por esa razón no hay vuelos comerciales sobre el océano Pacífico. ¿Surgirán, ahora, como contrapeso, los terraesferistas?

Gracias a sus méritos científicos, fue nombrada primera secretaria de la Comisión de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva en la Cámara de Diputados. Pero no sólo afirma que la tierra es plana; tampoco cree que el hombre haya llegado nunca a la luna, otra conspiración en la que, como en tantas otras, están envueltas sectas secretas que pretenden dominar el mundo, y controlarnos. Como los esqueletos malvados contra los que luchaba El Capitán Ciencia.

Para los tiempos en que leía historietas cómicas, también circulaba entre los adultos un folleto con una estrella de David en la portada, Los protocolos de los sabios de Sión. Estaba lejos de llegar a existir la Internet y los bulos había que leerlos en papel, pero este folleto de autor anónimo, que justificaba el genocidio, seguía teniendo adeptos conspiranoicos después del exterminio de los judíos en los campos de concentración. Sólo estoy cruzando recuerdos.

Mis historietas cómicas no llegaban tan lejos. Yo diría que se trataba de extraterrestres bastante más inocentes. En las de hoy, que difunden las redes para miles de adeptos crédulos, las sectas que se disputan el poder mundial están entregadas a una guerra oculta feroz, los Illuminati y los Reptilianos, pero son capaces de aliarse para conseguir sus malvados fines. Barack Obama, por ejemplo, no es mas que un reptil llegado de una lejana galaxia para disfrazarse de humano. Y lo mismo la reina de Inglaterra, que según la teoría Quanon, murió en verdad muchos años antes, ejecutada por sentencia de un tribunal militar que la halló culpable de la muerte de la princesa Diana, y sólo siguió existiendo como avatar generado por ordenadores. Cuánta envidia hubieran sentido los olvidados guionistas de aquellos comics del siglo pasado.

Pero no es un asunto sólo de historietas cómicas. La diputada Lemoine aseguró el año pasado que presentaría una ley que permitiera a los hombres renunciar a la paternidad. O sea, repudiar a un niño no deseado. Si defender que la tierra es plana nos lleva dos mil años atrás, la legitimación de la paternidad no deseada nos devuelve al menos a la edad media.

Los conspiracionistas forman una amplia gama ideológica en la que militan con rabioso entusiasmo homófobos, antifeministas, xenófobos, antinmigrantes, racistas, lo cual da peso y sustancia a la extravagancia de sus fantasías, que hacen palidecer las historietas de mi infancia. Una eficaz amalgama que se convierte en el virus más letal que circula por los entresijos de las redes sociales, toda una cosmovisión patas arriba, según los propios ideólogos conspiranoicos.

Una especie de Protocolos de los sabios de Sión elevado a su enésima potencia, y capaz por lo tanto de sembrar odio racista, división, misoginia, machismo, desprecio a los mujeres y a los homosexuales, en medio de fantasías de tercera clase que, por el momento, se convierten en votos y otorgan poder político.

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29 de julio de 2024
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Alegato contra el servicio militar

1. Hoy se sortea la clase 1970
El 31 de mayo de 1988, en la página 9 del Buenos Aires Herald apareció un artículo sobre una extraña ruleta que ese día decidiría la suerte de miles de varones argentinos de 18 años, “La lotería más excitante”.
“Los números redondos y brillantes que decidirán qué ciudadanos nacidos en 1970 tendrán que cumplir con el Servicio Militar Obligatorio el año que viene están empezando a dar vueltas en el momento en que usted lee este artículo con el café o el mate de la mañana. Hoy, martes 31 de mayo, a las 8 de la mañana, el futuro de miles de compatriotas se decide en una lotería.
“Cuando digo ‘el futuro’”, prosigue el artículo, “no sólo me refiero al año en que los jóvenes aprenden a matar, a obedecer órdenes sin pararse a pensar en sus consecuencias, a sufrir cualquier humillación que se le ocurra al oficial o suboficial en cuyas manos la lotería los haya arrojado. No hablo de los deberes ‘normales’ del colimba (corre, limpia, barre), servicios fundamentales a la patria”.
¿A qué se refería entonces el autor de este texto escrito y publicado en inglés hace 34 años cuando decía que el servicio militar podía tener efectos mucho más graves que las típicas humillaciones y castigos que se veían en la comedia de Carlitos Balá Canuto Cañete, conscripto del Siete?
Comienza con dos datos: En 1986, la revista El Periodista publicó un informe oficial que determina que entre 1983 y 1985, más de cien conscriptos murieron en “extrañas circunstancias” mientras hacían el servicio militar; y en 1987, el Frente de Oposición al Servicio Militar (FOSMO), dirigido por Eduardo Pimentel, “recogió docenas de historias de jóvenes torturados con electricidad, encontrados muertos o abandonados sin cuidado médico, como un soldado informado como ‘suicidio’ cuya familia descubrió en su cadáver una herida de fusil y ninguna muestra de pólvora en sus manos o su pelo”.
Y termina con el caso del conscripto Mario Palacio, quien murió en Campo de mayo el 24 de abril de 1983, “luego de ser salvajemente golpeado por un grupo de oficiales y suboficiales y abandonado hasta que su condición fue irreversible. Dos conscriptos que servían con él testificaron sobre lo que vieron y fueron amenazados de muerte. Ambos desertaron y ahora viven en Brasil. Las Naciones Unidas los considera refugiados.”
Todavía me impacta una frase al final de ese artículo de 1988, que conservo en su página original amarillenta:
“Hoy ningún padre o madre sabe si su hijo adolescente va a salir vivo del servicio militar. Si sobrevive, de seguro no va a volver siendo el mismo. ¿Nos hemos preguntado si este cambio es para mejor o peor, o si nosotros los civiles tenemos la misma definición de ‘hacerse hombre’ que quienes manejan hoy nuestras fuerzas armadas? Tal vez muchas de las pesadillas que ocurrieron en este país desde 1905, el año en que se introdujo el Servicio Militar, tienen algo que ver con esta educación militar autoritaria.”
Ese artículo lo escribí yo, en el comienzo de mi carrera como periodista.
Trabajé mis primeros cinco años como reportero y después editor de Política y responsable de la sección de Medio Ambiente del Herald, y ahí aprendí mucho de lo que hoy enseño como profesor de periodismo.
Recuerdo bien la tarde en que escribí ese artículo. Sentía que estaba diciendo algo para mí importante. Algo para lo que había decidido dedicarme a este oficio.
Seis años antes, como conscripto de la Armada Argentina, yo había luchado en la Guerra de las Malvinas. Durante los ochenta todavía me acosaban las pesadillas de la guerra, no soportaba los petardos y fuegos artificiales de año nuevo, mi corazón dejaba de latir cuando escuchaba un estruendo inesperado. Me reunía con mis camaradas del Apostadero Naval Malvinas para contarnos las historias que ya nadie quería escuchar. Estábamos empezando a ser veteranos de guerra.
Y me acerqué al FOSMO: no sólo por mis compañeros muertos y heridos y las historias de suicidio de veteranos que desde el mismo 1982 empezamos a contarnos, como dolores propios. Sentía que había algo intrínsecamente perverso en la colimba, desde la experiencia de la instrucción, en mi caso en Puerto Belgrano en abril y mayo de 1981, hasta que llegamos a Buenos Aires y juramos la bandera en el patio de la Escuela de Mecánica de la Armada, el 25 de mayo de ese año.
Hoy voy a ese lugar, muy cerca del Casino de Oficiales, donde se torturó y asesinó a tantos, y me impresiona recordar lo chicos, lo ignorantes que éramos nosotros.
“¿Juráis defender la Patria hasta perder la vida?”, aulló el almirante.
“Sí, juro”, gritamos al unísono.
Exactamente un año después perdía la vida en medio de un bombardeo nocturno uno de mis compañeros, en Malvinas.

2. Recuerdos amargos de autoritarismo cotidiano
La literatura, lo sabemos, encierra y refleja destellos de las verdades más profundas de la experiencia humana, muchas veces más potentes y certeras que las investigaciones científicas y periodísticas. Para mí, dos textos narrativos, uno argentino y el otro español, me llevan al corazón del servicio militar como modelo educativo: la educación de los jóvenes como soldados, para que sigan pensando como soldados cuando vuelvan a la vida civil y contribuyan a un país-cuartel, una sociedad de silencio y obediencia, de seguir órdenes y cultivar la crueldad como forma de relación.
Guillermo Saccomano hizo el servicio militar en un regimiento de la Patagonia en 1969. En 1990 publicó Bajo bandera, el primero de sus luminosos libros que leí con deleite y dolor. Ahí estaba condensadas mi propia experiencia de colimba. El libro es una sucesión de cuentos crueles, que se entrelazan al final en un nudo donde se juntan los personajes, como si los cuentos buscaran anudarse en novela. Las historias están basadas en los recuerdos del Saccomanno soldado.
Al final, una escena escalofriante. Una docena de cuarentones que se reunían cada año para recordar su tiempo bajo bandera, visita el regimiento y el teniente coronel hace formar a los colimbas para escuchar su hueca arenga sobre cómo la experiencia militar templa los espíritus de patria y hombría.
Nos dio rabia pensar que cada uno de nosotros, con los años, contaría sus historias del cuartel como los tramos de una épica personal y excluyente que magnificaría con el deshojamiento de los almanaques. Cada uno contaría sus historias con embriaguez, exaltado, sobrando al auditorio, reinstalándose frente a sus defecciones cotidianas en una dimensión heroica. Quizá también algún día contrataríamos un micro para hacer una excursión al pasado, a este cuartelito que, mirado desde una ventanilla, era más insignificante de lo que uno podía recordar y pensaríamos, como esos doce tipos, en el tiempo ido, melancólicos, con nuestras barrigas, nuestras canas y nuestras calvicies.
-La verdadera colimba es el matrimonio, pibe- dijo uno.
Y otro:
-La verdadera colimba es el laburo.
Y otro más:
-La verdadera es todo lo que pasa después.
Y quizá también, algún día, olvidaríamos que alguna vez, precisamente en ese año, habíamos prometido:
-El día que tenga un hijo voy a hacer todo lo posible para salvarlo de la colimba.
En una reseña de Bajo bandera, publicada en su potente blog Resistirse es fútil en mayo de 2017, el escritor y cineasta Alejandro Schonfeld destaca que, además de la maestría que ya mostraba el joven Saccomanno, este libro inclasificable es pionero en poner esa experiencia tan extendida entre los varones argentinos del siglo XX en el reino de la literatura.
Es asombroso, pero por el momento me parece que Saccomanno, y recién a comienzos de los '90, fue el primero en gestar una verdadera oposición desde el arte a la existencia del Servicio Militar Obligatorio (SMO). Si bien Los pichiciegos de Fogwill también puede ser entendida como oposición al SMO (…) todos sabemos que es más bien una novela sobre Malvinas, y Malvinas es un tema aparte, mucho más profusamente tratado desde todas las artes que el tema de la colimba a secas. Y antes de eso, ¿qué había? ¿Cómo se problematizaba la existencia de la colimba antes de los '90? No se la problematizaba.
Schonfeld enumera conflictos donde murieron conscriptos antes de Malvinas: “en el enfrentamiento entre azules y colorados, en el levantamiento de Valle y en algunos episodios más, como el Operativo Independencia), los conscriptos muertos "de a uno" en cumplimiento del SMO, que venían muriendo desde siempre en situaciones como la del soldado Carrasco -por accidentes en las prácticas, por abuso de autoridad, por sadismo puro de sus superiores, por negligencia...-, fueron leídos hasta los '80s como "cosas que pasan", y no recibieron un trato especial desde la cultura. Y lo más importante, ni los conscriptos muertos en lote ni los conscriptos muertos sueltos generaron en la sociedad la condena del SMO en sí, hasta Malvinas.
Y concluye con algo esencial: “Se hablaba de que la colimba tenía que ser más humanitaria, más digna, más profesional, más corta, más útil, pero no se hablaba de que no tenía que existir. El sentido común indicaba que la colimba SÍ tenía que existir, pero estaba mal planteada”.
Tan natural era que pasar un año en un regimiento o buque de guerra era una experiencia formativa necesaria para terminar de educar a los argentinos, que recién con la muerte del soldado Omar Carrasco en Zapala, Neuquén, el 6 de marzo de 1994, después de ser salvajemente golpeado y luego ocultado más de un mes en el regimiento, la sociedad miró a los ojos el horror de la colimba y aceptó su abolición, aunque en esa época muchos estudiosos de temas militares concluyeron que el Caso Carrasco fue el detonante pero que el fin del servicio militar tuvo más causas económicas y logísticas que humanas.
Pero como dice Schonfeld, Carrascos había habido muchos, y en los últimos años, gracias al tesón de centros de excombatientes de Malvinas como el CECIM de La Plata, salieron a la luz torturas y malos tratos incluso en medio de las montañas de Malvinas.
En 1997, la película Bajo bandera, dirigida por Juan José Jusid, con Miguel Ángel Solá y Federico Luppi, combina episodios del libro de Saccomanno con el caso Carrasco. La acción transcurre en 1969, la época del libro.
En el film se ensamblan de tal manera que el relato de ficción verdadera del gran escritor parece como si hubiera sido escrito después, no antes, del hecho que sacudió la conciencia nacional hace 30 años.
El miedo, la crueldad, la soberbia cerril de los oficiales, la obediencia bovina de la tropa, la deshumanización de los conscriptos, la colimba como educación para un país en eterna dictadura.

3. La mili: en España el franquismo sobrevive a Franco en los cuarteles
Antonio Muñoz Molina, andaluz de Úbeda, hizo el servicio militar español en 1979-1980, y en el convulso País Vasco, en plena transición de los 40 años de dictadura franquista a la frágil democracia. En 1995 publicó sus memorias de “la mili”, Ardor guerrero.
Como Bajo bandera, Ardor guerrero es un libro juvenil de un autor hoy consolidado, que luego transitará por muchos otros temas y territorios, y que fuera galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013.
La “mili” de Muñoz Molina se parece mucho a la colimba de su colega argentino, y es interesante cómo ambos usan las herramientas de la literatura, desde la narrativa de ficción hasta el ensayo literario, para recrear un mundo cerrado, de masculinidades en formación, donde el modelo militar de “hacerse hombre” lleva a estos machitos a despreciar a las mujeres, a los débiles, a los distintos, a los intelectuales y al intelecto, y a perder en la identidad colectiva del soldado obediente todo atisbo de singularidad y pensamiento crítico.
Esta era la tarea de la instrucción, los primeros meses de la mili, según Muñoz Molina:
“Había que aprenderlo todo y olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no solo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo (…)”.
En un artículo académicos sobre Ardor Guerrero, el profesor Aleix Romero Peña destaca en las memorias cuarteleras de Muñoz Molina el tema esencial de la perdida de la individualidad y su reemplazo por un ‘yo’ colectivo sometido al arbitrio cruel del jefe.
“El paso por la mili implica, tal y como puede leerse en Ardor guerrero, una constante alienación que pone en suspenso la preexistente identidad civil de los reclutas –arrebatándoles incluso su nombre, sustituido por un sistema de matrículas: «yo me llamaba J-54», recuerda Muñoz Molina –. El fin último es la pérdida del yo individual, sacrificio imprescindible para entrar en un nuevo mundo dominado por la jerarquía, la brutalidad y la arbitrariedad”, dice Romero Peña.
La novela de no ficción de Muñoz Molina tiene muchas otras aristas interesantes. Como andaluz, de la España profunda, enviado a un regimiento en el País Vasco en plena transición, el soldado se transforma en ariete de lo más casposo, cerril y anticuado del “ser español” ante el sospechoso vasco. En sus horas libres fuera del cuartel, los soldados se encuentran con otro desprecio, distinto al del sargento: el de una población que los ve como enemigos, como representantes jóvenes del viejo franquismo, en retirada pero no vencido.
Como fuerza de ocupación dentro de su propio país, este recluta vive con miedo a un ataque de ETA y desarrolla un odio duradero hacia “el enemigo interno”.
Nosotros también tuvimos colimbas arrojados a lo bruto a una guerra contra un enemigo interno. ¿Quién estudió o transformó en novela en Argentina la tragedia de los conscriptos de la generación anterior a la de Malvinas, los que fueron al monte en Tucumán con el General Antonio Bussi, los que sirvieron en el casino de oficiales de la ESMA o de Trelew?

4. Obediencia debida: conscriptos en la larga dictadura chilena
En la época en que escribí ese artículo sobre la ‘lotería de la colimba’ en el Herald, entrevisté a un miembro de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) presidida por Ernesto Sábato. Le pregunté qué habían escuchado en los testimonios y habían decidido no poner en el informe y en el Nunca más.
Me pidió que no lo publicara en mi artículo y que no citara su nombre. No publiqué sus palabras entonces, y no revelaré quién es ahora, pero diré aquí, cuando esta persona ya no está, lo que me dijo y que me atormenta desde el momento en que lo escuché.
Me dijo que un ex conscripto declaró ante la CONADEP que en un regimiento del interior los oficiales los obligaron a violar en grupo a una detenida, uno tras otro, hasta que esta mujer murió. A los autores del informe les pareció demasiado espantoso. Y no se pusieron de acuerdo sobre qué decir sobre estos soldados. ¿Eran víctimas, eran victimarios, eran las dos cosas?
Ese es el tema central de un libro fundamental sobre la experiencia del servicio militar en la dictadura chilena: Las guerras dentro de los cuarteles, del historiador Leith Passmore.
Fue publicado en inglés en 2017 y el año pasado la Editorial Universidad Alberto Hurtado lo publicó en castellano. En la presentación (en el aula magna de la universidad, donde yo trabajo) dieron su testimonio dos representantes de uno de los muchos grupos de ex conscriptos que en Chile luchan por sus derechos: una pensión, beneficios médicos y psicológicos, y reconocimiento por parte del Estado del daño que les hicieron en nombre de la patria.
Hablé con ellos. Eran hombres tristes, heridos por dentro: ni siquiera tenían el costado heroico y orgulloso que caracteriza a muchos de mis compañeros de Malvinas.
Las guerras dentro de los cuarteles es un libro doloroso. Combina entrevistas en profundidad con decenas de ex conscriptos de los 17 años que duró la dictadura chilena (más de 370.000 vistieron uniforme, la casi totalidad de las clases bajas), con testimonios escritos y grabados, algunos inéditos, otros presentados a las comisiones de la memoria de los crímenes del pinochetismo.
“Esta experiencia”, relata el libro, “representa una ruptura fundamental en sus vidas y la recuerdan en términos de un patriotismo traicionado, las ambiciones frustradas y una masculinidad quebrantada por la confesión, la culpa, los castigos arbitrarios, la tortura sufrida y el trabajo forzoso. Además, rememoran este pasado desde su precariedad económica y problemas de salud del presente, y a menudo con referencia a las cicatrices físicas, emocionales y psicológicas que atribuyen a su período de conscripción”.
El 6 de mayo de 2023, la periodista Lisette Fossa, del medio digital chileno Interferencia, entrevistó a Passmore, y entre otras preguntas sobre su investigación, inquirió:
- Una de las cosas que se hablaba incluso en los años noventa es que en el servicio militar “te lavaban el cerebro”, sobre el enemigo, las rutinas, etc… Según su investigación ¿se instalan ideas en los jóvenes que hacían el servicio militar? ¿Y qué ideas se les trataba de inculcar?
- Claro, veo un intento en la formación de romper los vínculos con la sociedad civil. Porque supuestamente el enemigo estaba dentro de la sociedad civil, fuera de los cuarteles, el enemigo interno; por lo tanto, había un intento de romper los vínculos con la sociedad civil y formar unos nuevos, con los compañeros, la institución, para generar lealtad, más que la lealtad al pueblo o la familia. Y algunos de los ex conscriptos hablan de ese “lavado de cerebro” y dicen que salieron “pinochetificados”, como uno dice.
Eso pasa porque la narrativa del momento tenía que ver con una “guerra interna”. Muchos entraron con una ignorancia política o indiferencia política importante, y en algunos casos salieron con esa perspectiva, que en algunos casos quedó y en otros no duró. Pero ese proceso de romper vínculos no es único en el mundo, se da en los ejércitos del mundo, es bastante normal.

5. La muerte del conscripto Franco Vargas
El sábado 27 de abril murió durante una marcha en Putre, a 2.160 km al norte de Santiago, el conscripto chileno Franco Vargas, de 19 años. El servicio militar es voluntario hoy en Chile, pero muchos jóvenes de clase baja lo hacen como vía para una carrera como suboficiales, por vocación militar o de servicio público o recomendados por sus familias como forma de adquirir hábitos de disciplina.
Según un comunicado del ejército, el soldado “presentó problemas respiratorios durante un descanso en medio de una marcha de instrucción desde el Campo de Entrenamiento Pacollo hacia el Cuartel Militar de Putre. El soldado conscripto fue inicialmente estabilizado por los equipos de la enfermería del regimiento y luego fue enviado a un centro de salud local, en donde se confirmó su muerte”.

Pero en el mismo comunicado la fuerza armada informó que otros 45 soldados conscriptos de la misma unidad sufrieron un cuadro infeccioso de origen respiratorio, y que dos de los afectados fueron trasladados hasta el Hospital Militar de Santiago, mientras que cinco —de los cuales dos están en estado grave— se encuentran internados en el Hospital Juan Noé de Arica”. El diario El País dio cuenta de que los 38 efectivos restantes se encuentran aislados en la unidad militar, y en noticias de diarios, radios e informativos de televisión del país, numerosos padres y madres de los conscriptos dijeron que no podía ver ni comunicarse con sus hijos.

Una semana más tarde, el noticiero de Tele13 difundió un audio en el que un compañero de Vargas decía a su familia que el soldado “avisó que no iba a volver si iba, no lo pescaron (no le hicieron caso). Después, él, a gritos, pidió que por favor pararan, que se iba a morir. No lo pescaron de nuevo. No le dieron mayor atención”.
En el audio se escucha: “Y ahí él se desplomó. Quedó lejos de cualquier parte que se pudiera evacuar. Lo llevaron arrastrándolo con un brazo en el hombro. Arrastrándolo hasta un punto en cual lo pudieran evacuar”, aseguró en uno de los audios. “Ahí cerca de la autopista, cuando llegó el camión, pero ya era tarde, no tenía signos vitales, no se movía. Yo mismo lo vi a él estaba desplomado en el suelo”.
Desde el momento en que se supo la noticia, muchos la relacionaron con la mayor tragedia en el ejército chileno en tiempos de paz: en 2005, 44 conscriptos y un suboficial murieron congelados en un ejercicio de montaña en Antuco. La madre de Vargas y las de sus compañeros internados o aislados relatan en medios chilenos las condiciones paupérrimas de salud, vestimenta e instrucción, y los malos tratos y castigos corporales a los que son sometidos.

6. La lección de una gorra blanca
La primera lección que yo aprendí en el servicio militar es que si no robas, te castigan. La segunda: que para salvarte, te tienen que dejar de importar los demás.
La escena aparece en el libro de Passmore, en los relatos de Saccomanno y de Muñoz Molina, y en mis propios recuerdos y en un objeto valioso que guardo en mi armario.
El objeto es una gorra marinera, blanca (ahora gris pálido) con los bordes hacia arriba, como el gorrito de Coquito, el del Capitán Piluso. Tiene en el borde un nombre marcado con birome, sobre el que está sobreimpreso otro, el mío. Fue la primera noche, en Puerto Belgrano, mi lugar de instrucción naval. Alguien perdió el gorro. Lo robó a otro, éste a otro más, hasta que alguno me robó el mío. Yo aprendí rápidamente la lección: en un descuido le saqué el gorro a un compañero que había ido al baño. No iba a ser yo el castigado.
El castigado fue, obviamente, el único que, al ser robado, no siguió la cadena. Fue honrado y honesto. Dijo que se lo habían robado. Todos respiramos aliviados cuando este conscripto fue castigado. Varios se rieron. Habíamos aprendido la primera lección: a robar.
El gorro en mi armario me recuerda esa importante lección de la colimba.

7. La lección del Martín Fierro
El gran novelista y ensayista Carlos Gamerro funda el nacimiento de la literatura argentina en dos relatos antagónicos: Facundo o Martín Fierro. Los dos son violentos, crueles, apasionados, y representan cosas opuestas. Para Sarmiento su Facundo era la “barbarie” contra la que quería erigir su país de “civilización”. Para José Hernández, el gaucho matrero es la rebelión del de abajo.
Y Martín Fierro, nuestro poema nacional, es la épica del desertor al servicio militar.
El gaucho Fierro se escapa de la leva forzosa, que lo quiere llevar a los fortines para fajarse con los indios en nombre de una patria de latifundistas que estaba borrando de la pampa a gauchos como él. La patrulla lo encuentra y en el combate desigual donde quieren llevarlo a la fuerza al servicio militar, el bravo sargento Cruz se pone de su lado.
Cruz comete un crimen todavía mayor que el de Fierro: se pone a combatir del lado del enemigo. Por decencia, por justicia, porque no soporta que maten a un valiente. Para cualquier lector del Martín Fierro, ese es nuestro lado.
También por Fierro y por Cruz, estoy en contra de la colimba.

Publicado en Revista Anfibia el 15 de mayo de 2024

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