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Que alguien mate a Francis Veber

Los griegos definían la tragedia como una obra sobre personajes elevados, superiores a nosotros, que acaban su historia peor que al comienzo, precipitando su propia destrucción. La comedia, por el contrario, nos muestra personajes inferiores a nosotros que acaban su historia un poco mejor de como la empezaron. Tal definición nos deja a nosotros, los espectadores, como una tira de canallas. Disfrutamos con la caída en desgracia de los seres más valiosos, y sólo perdonamos el éxito si le toca a sabandijas despreciables, cuya suerte nos produce risa o burla pero nunca admiración. Y sin embargo, los personajes funcionan cuando nos identificamos con ellos. En todos los géneros nos gustan los caracteres que nos dicen algo de nosotros mismos. Si alguien ha comprendido esa definición y ha hecho una carrera de ella es el guionista y director francés Francis Veber, cuyo texto Le contrat está en cartel en Barcelona con el nombre de Matar al presidente. Veber escribió la historia en los años sesenta, inspirado por el hallazgo de un complot contra el general De Gaulle. Pero no debemos pensar que se trata de una ficción política o una reflexión sobre el poder. La gran cuestión existencial que plantea es: ¿qué pasaría si el magnicida tuviese la mala suerte de cruzarse con un perfecto imbécil que da al traste con sus planes? Gag tras gag, el imbécil, que por error ha reservado la misma habitación de hotel que el francotirador, se muestra inconmovible en su imbecilidad, incapaz de comprender ninguna evidencia de su propia inadaptación al universo. Su oligofrenia llega a tal grado que le permite superar exitosa e inconscientemente la infidelidad de su mujer, los ataques del amante, las amenazas de muerte y sus propias tentativas de suicidio. En fin, que si hubiese sido mínimamente inteligente, no habría sobrevivido al minuto veinte de la obra. La idiotez es la clave de toda la obra narrativa de Francis Veber, integrada por más de medio centenar de películas y obras de teatro, la mayoría de ellas protagonizadas por el mismo idiota, François Pignon, un personaje que como Hércules Poirot o Batman, puede cambiar de rostro y de actor pero siempre mantiene sus rasgos esenciales y su capacidad de provocar catástrofes. En La cena de los idiotas, Pignon es convocado a un concurso de tarados, pero sus dotes son de tal magnitud que arrastra la desgracia sobre su anfitrión. En Salir del armario, es tan gris y torpe que está a punto de ser despedido, pero echa a correr el rumor de su homosexualidad y salva el trabajo debido a que todos los demás empleados de la fábrica son igualmente brutos. La estupidez de Pignon es una especie de foco que ilumina la estupidez de todos los demás, aunque normalmente no nos preguntamos si nosotros, ahí sentados, riéndonos de todas esas tonterías con babeantes carcajadas, realmente somos más inteligentes que esos patéticos personajes, si Veber no se ha especializado en dejarnos sacar nuestro lado tonto con la coartada infalible de estar viendo una comedia. Tras ver Matar al presidente, uno se pregunta si los treinta años de éxito de Veber se deben a que los productores de cine y teatro creen que todos somos idiotas, o a que tienen razón.

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15 de diciembre de 2005
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Cómo sobrevivir a los manuales de supervivencia

Según el diario The Guardian, una niña de 10 años está a punto de publicar una guía sobre cómo sobrevivir al divorcio de los padres. Su nombre es Libby Rees, y viene recolectando información para su libro desde 2002, fecha en que sus progenitores decidieron separarse. El cable de ANSA que refrita el artículo de The Guardian no dice demasiado sobre los consejos en sí, más allá de vaguedades como “no entristecerse”, “disfrutar de tu película o libro favoritos” y “repetirse cinco veces por la mañana frente al espejo: ¡eres el mejor!” Este anticipo no es promisorio: suena idéntico a la mayoría de los libros de autoayuda para adultos. Pero si fuese verdad que Libby decidió hacerse cargo de su propia supervivencia, la historia resultaría enternecedora; casi tanto como que haya pensado que su experiencia podía servirle a millones que atravesaban el mismo desierto, o lo atravesarían en el futuro. Si el libro de Libby es medianamente bueno, debería integrarse a la bibliografía escolar en el mundo entero. Siempre pensé que la educación formal abusaba de los contenidos científicos en detrimento de una enseñanza más profunda o vitalista. Llevamos siglos siendo atosigados por conocimientos de mayor o menor valor, sin que nadie nos enseñe nunca cómo lidiar con nuestra propia tristeza, o con nuestros impulsos violentos, o con nuestro deseo sexual. Alguno dirá que esa clase de educación debería ser impartida por los padres, pero a todos nos consta que los padres estamos muy ocupados juntando información para un libro que se llamará Cómo sobrevivir en el mundo de hoy.

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La educación que contribuyó a la formación de nuestros líderes mundiales y al fenómeno de los libros de autoayuda no puede ser otra cosa que un fracaso.

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Pensé: qué bueno sería abrir una escuela que enseñase a vivir bien. Y entonces recordé el chiste de Mafalda. Uno de los personajes, no recuerdo cuál, tenía la brillante idea de abrir una escuela para presidentes. A lo que Mafalda (creo que era ella, debe serlo) respondía: “¿Y quiénes serían los maestros?”

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Siempre me divirtió aquella broma de Jules Feiffer: “Crecí para tener los rasgos de mi padre, la forma de hablar de mi padre, la postura de mi padre, la forma de caminar de mi padre, las opiniones de mi padre… y el desprecio de mi madre hacia mi padre”.

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Cuando le pedí a una de mis hijas que emulase a Libby y formulase un consejo para sobrevivir al divorcio de los padres, soltó una carcajada. Ese solo consejo convierte al libro de Libby en algo innecesario.

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14 de diciembre de 2005
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Bolaño

Hablé una vez con Roberto Bolaño. Una sola vez. Se encontraba en un bar cercano a la librería “La Central” en Barcelona (me gusta el artículo; subraya que es “la” librería en Barcelona). Iba con amigos que conocían a Bolaño. Me acuerdo de su mirada irónica detrás de sus anteojos redondos y de su sonrisa de perro que no se rinde. La vida no le había hecho ningún favor y se percibía. Habló mal de Chile y de los chilenos, de la tristeza de Santiago en invierno, tan triste que estos chilenos tienen un adjetivo para describirla: fome.

No se puede negar que la muerte ubicó a Bolaño en la clásica leyenda del autor maldito que muere cuando se reconoce su talento. Los textos de su editor Jorge Herralde recopilados en el librito “Para Roberto Bolaño” contribuyen a esa misma visión: una ingrata muerte a los cincuenta años. Pero la manera en que se publica ese delgado volumen dice mucho sobre el papel de Bolaño en el mundo hispanohablante. Cinco editoriales, nada menos, se movilizan: El Acantilado (España), Adriana Hidalgo (Argentina), Alfadil (Venezuela), Catalonia (Chile), Sexto Piso (México). Bolaño, sí, tenía una audiencia a lo largo de toda América Latina.

“Un perro romántico, un perro rabioso, un perro apaleado” escribe Herralde de su autor. El perro sabía morder. Dentro de su generación fue quizás el que más talento tuvo para atacar a los miembros de la generación del “boom”. Pero ahora le toca competir al lado de ellos, frente al tiempo. Adivinaba la pelea: “No creo en el triunfo, decía en una entrevista. Nadie con dos dedos de frente puede creer en eso. Creo en el tiempo. Eso es algo tangible, aunque no se sabe si es real o no, pero el triunfo no lo es”.

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14 de diciembre de 2005
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La moral de Woody Allen

Parte de la crítica y los fans españoles han saludado a Match point, la última película de Woody Allen, como el regreso del viejo Woody tras unos años de irreconocible mediocridad. En realidad, hay quien dice lo mismo con cada una de sus nuevas películas. Pero lo curioso en este caso es que, al ver Match point, parece que Woody no ha regresado, sino ha huido de sí mismo. Esta vez, la banda sonora no es jazz sino ópera. El sentido del humor brilla por su ausencia. Los personajes no son intelectuales ni bohemios sino entrenadores de tenis y millonarios. El escenario no es Nueva York sino Londres (y por cierto, dicen que la próxima se rueda en Barcelona). ¿A dónde ha vuelto el autor de Manhattan? Pues precisamente, a dejar de reprimir su yo intelectual. Match point empieza y termina como una fábula moral, más o menos en la línea de Crímenes y faltas. El protagonista dispuesto a todo sólo para sostener su nivel de vida nos recuerda al oftalmólogo Judah Rosenthal. Y como él, Jonathan Rhys Meyers no se enfrenta a la condena legal ni al repudio social sino sólo a la conciencia individual, en un mundo en el que no existen leyes superiores que juzguen los actos de los humanos. El éxito o el fracaso no dependen de la moralidad de los fines sino del puro azar. Las referencias a Dostoievski son otro regreso al Woody Allen que citaba filósofos sin acomplejarse. Pero a diferencia del escritor ruso, el director neoyorquino no considera que la culpa sea un tormento inextinguible que nos arroje a nuestra propia destrucción. Al contrario –y una vez más, como en el caso de Judah-, el remordimiento es una molestia pasajera que el bienestar material y el reconocimiento social asfixian rápidamente. Y sin embargo, los personajes de esta historia no resultan cínicos. Match point no es una despreocupada invitación al homicidio, sino una reflexión sobre el sentido de la moral en un universo sin Dios. Los personajes que toman decisiones sólo para proteger su comodidad material no parecen felices con su vida, sino sólo incapaces de tener otra por desidia, ignorancia o falta de imaginación. La trágica Scarlett Johansson, en cambio, ha decidido ser dueña de su propia vida, pero eso tampoco le garantiza la felicidad. En esta película, quien se atreve a ejercer su libertad debe estar emocionalmente equipado para el fracaso. Hace dos años, los distribuidores de la película Todo lo demás eliminaron del cartel el nombre de Woody Allen. Para la promoción se usó sólo a Cristina Ricci y Jason Biggs, con la esperanza de vender una historia de romance adolescente que no ahuyentase al gran público. Con Match point, Allen parece buscar en Europa el sitio que ya no encuentra en EEUU: el del cronista de las relaciones humanas en una época de desamparo moral.

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14 de diciembre de 2005
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El amigo mexicano

Me tiene muy inquieto el Premio Nacional de Literatura. Algo fundamental está fallando en este galardón, como se llama. Llevan ya dos años, antaño con Sánchez Ferlosio y hogaño con Sergio Pitol, premiando a auténticos escritores, artistas verdaderos, modelos de prosa tan vivos como un salmón del Bidasoa. Esto no puede seguir así. Los grandes premios, como el Nobel, han de equivocarse por completo si quieren mantener su prestigio. Han de premiar a mentecatos como Harold Pinter, cuyo rasgo más literario es estar casado con Antonia Frazer. El Nacional de Literatura había mantenido muy alto el pendón. Recuerdo aquel año en que un amigo propuso a Gil de Biedma y ante su espanto el grueso del jurado se inclinó, compasiva y delicadamente, por Raquel Meyer (¿o era Conchita Piquer?), que al parecer podía dejarnos en cualquier momento ya que contaba ciento ocho años de edad, o algo por el estilo. Lo juro. Los testigos viven. Algún día (si él me lo permite) me gustaría contar cómo conocí a Sergio Pitol hace treinta años. Él era entonces un personaje novelesco. Nos peleamos a muerte y nos reconciliamos con igual facilidad. Su paso por Barcelona fue tan decisivo como el de Vargas Llosa o García Márquez, pero discreto, en obediencia a su carácter. Sus amigos aprendimos muchísimo. Por ejemplo, a través de algunas colecciones como la serie “Los Heterodoxos” de Tusquets, que nos descubrieron páginas de Grotowski, de Lu Hsun, de Cristóbal Serra, de Gombrowicz, ¡el Giacomo Joyce de Joyce!, ¿y aquel Roussel, Cómo escribí algunos libros míos, traducido por Pere Gimferrer con prólogo de Foucault?, en fin, delicatessen. Entre los Heterodoxos figuraba una estupenda antología de Cioran titulada Contra la Historia, traducida y prologada por Esther Seligson. El libro, como todos los anteriores, lleva treinta años agotado. Podría reeditarlo uno de esos sellos pequeños y combativos. Para hacer boca, les transcribo un aforismo:

Escuchad a los alemanes y a los españoles justificarse: harán resonar en vuestros oídos siempre el mismo estribillo: trágico, trágico... Es su modo de hacernos comprender sus calamidades o sus estancamientos, su manera de realizarse... Mientras que en los Balcanes oiréis a propósito de todo: destino, destino... Así disfrazan sus tristezas inoperantes los pueblos demasiado cercanos a sus orígenes. Es la discreción de los trogloditas”.

¡La discreción de los trogloditas! ¡Qué título para describir la actualidad hispana!

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Corrección: La película mencionada el 12/XII no era Mirindas asesinas sino Acción mutante. Gracias, Citando.

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14 de diciembre de 2005
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La sociedad indolora

Dos reediciones aparecen simultáneamente en las librerías españolas: Vigilar y castigar, la historia de la cárcel según Michel Foucault (Siglo XXI) y Sobre la fotografìa de Susan Sontag (Alfaguara). Se trata de dos ensayos sobre cómo llegamos a ser lo que somos hoy en día. El primero de ellos muestra la evolución de la penitencia social. A finales de la Edad Media, la decapitación, el apaleamiento y el saqueo formaban parte de la cultura del castigo. Los hechiceros eran quemados. Los falsificadores, hervidos en aceite. A los blasfemos se les colgaba de la lengua con un gancho. A quien cortaba un árbol sin permiso se le arrancaban las tripas, se le ataba con ellas y se le obligaba a correr alrededor del árbol hasta que quedase enroscado. El centro del castigo era, pues, el cuerpo. El delincuente sabía que eso iba a doler, y que cargaría con las cicatrices de su penitencia para siempre. La modernidad arrastró consigo el concepto de la libertad como un bien preciado, de la civilización como característica del Estado y del hombre como un ser racional y, por lo tanto, reeducable. Ya no castigamos: corregimos. Ya no torturamos: enseñamos. Ya no apartamos de la sociedad: internamos en un recinto especial. A la evolución del castigo se sumó en el siglo XIX la evolución de la mirada. La aparición de la fotografía permitió seleccionar instantes de la realidad, congelarlos y guardarlos. Ahora, todo lo que se quiere documentar fielmente debe ser fotografiado. El texto escrito siempre es una interpretación. La fotografía es realidad objetiva. Su desarrollo ha creado nuevas reglas para entender el mundo, y por supuesto, una nueva ética sobre lo que podemos –y debemos- mirar. Ambos ensayos retratan el desarrollo de un mundo que ha tratado de alejarse del dolor. La prisión –con mayor o menor éxito según dónde- ha pretendido reducir el dolor físico y mitigar el sufrimiento del aislamiento convirtiéndolo en una experiencia productiva. Si el delito implica una responsabilidad social, la sociedad la repara mediante la cárcel. Si el sistema funciona, el drogadicto, el miserable, el criminal, dejan de pesar en nuestras conciencias. A su vez, la fotografía nos permite ver las guerras, mirar a los ojos de los cadáveres, penetrar en el dolor ajeno sin estar físicamente presentes. Por un lado, nos escupe a la cara la realidad aunque no la queramos ver. Por otro lado, nos permite contemplar el sufrimiento desde la comodidad de nuestro salón, sin comprometernos con él. Nos indigna ver al niño etíope sobrevolado por un buitre. Pero nos alivia saber que no es nuestro hijo. La distancia nos permite observar el entorno con mayor frialdad y, quizá por eso, enfocar sus problemas con más eficiencia. Pero también nos impide formar parte de él plenamente. De eso se trata. Asistimos al gran teatro del mundo desde escritorios y televisiones, en una sociedad que ha creado los medios para diseccionar la realidad sin mancharse las manos con ella, en un universo aséptico, en el que nos horrorizamos sin culpa, nos indignamos sin responsabilidad y luego cambiamos de canal y nos vamos a dormir tranquilos, satisfechos por todo lo que nos preocupa el mundo, donde quiera que esté.

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13 de diciembre de 2005
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Brevísimo

Basta visitar unas librerías de libros usados para comprobar la existencia del cuento corto como género específico en América Latina. Se publicaron en la segunda mitad del siglo XX un sinfín de libros más o menos titulados “Antología del cuento breve en América Latina”. El flujo no se detuvo. En Estados Unidos ya no se utiliza la expresión “short-short” que designaba en los años ochenta los “shorts stories” cortos. En Francia, los textos de Felix Feneon ya son centenarios y ese maestro del suceso breve no tuvo heredero.

En lugar de apostar al comprar una antología u otra, busqué en Caracas el libro de Augusto Monterroso “Literatura y vida”. Encontrarlo era inverosímil, imposible, tanto que lo conseguí en veinte minutos. No me decepcionó el capítulo “breve, brevísimo” que propone, tal como lo recordaba, una teoría y un análisis completo del desarrollo del género corto en el siglo pasado. Monterroso es un guatemalteco que murió hace unos años después de desarrollar en México una creación literaria cuya cumbre fue un cuento insuperable: “El Dinosaurio” publicado en 1959. Su texto integral es el siguiente: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Siete palabras que, para mí, superan por la profundidad de lo que impliquen, todas las visitas cinematográficas al “Jurassic Park”.

No recordaba cómo Monterroso utilizaba para su análisis el texto que redactaba Italo Calvino en el momento de su muerte: “Seis propuestas para el próximo milenio” que como sabemos son cinco por una razón tétrica. Calvino defiende la necesidad de una “máxima concentración” en los tiempos congestionados que vivimos. Su celebración de la densidad le lleva a explicar que escribir prosa y poesía son y deben ser la misma cosa.

Ahora me toca encontrar el texto de Calvino para releerlo pues no me pareció tan visionario cuando lo descubrí. Pero recordaba perfectamente el comentario de Monterroso sobre las reacciones a la publicación de “El “Dinosaurio”, su cuento de una línea. Lo cito: «“¡Cómo! –dijo en aquel tiempo, enojado, un crítico- ¿De una línea? Eso no es un cuento”. Y yo le contesté que se trataba de un malentendido; que en realidad era una novela».

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13 de diciembre de 2005
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Día del demonio

En el interior de la inexpugnable fortaleza de Hegel, aquella pirámide del Saber Absoluto que roza el techo del cielo, todo el espacio es sagrado, pero hay una habitación de la risa. La describe en la Fenomenología, pero aparece una y otra vez en su Filosofía del Arte. Aprovecho la fecha infausta para largarles su descripción. La espiral del conocimiento teórico que asciende fatalmente hacia el Concepto, va superando estadios mediante saltos dialécticos. Cada nuevo salto sitúa al Espíritu en un escalón más cercano del Saber Absoluto. Sin embargo, el Espíritu da saltos discretos, pero también los da abismales. Un salto discreto es, por ejemplo, el que lleva del templo hindú cubierto de cuerpos en copulación a la abstracta pirámide, de la escultura griega al sarcófago romano, de la basílica románica a la catedral gótica. Un salto abismal, en cambio, es el que asciende de Oriente a Occidente, del politeísmo al monoteísmo, del Antiguo Régimen a la Revolución Burguesa. Pues bien, cuando se va a producir cada uno de estos saltos mortales, aparece la comedia. El chiste de la Esfinge abre la puerta del conocimiento con Edipo en Tebas. Aristófanes se burla de Sócrates que “está en las nubes”. Don Quijote anuncia el fin del mundo cristiano muriendo cuerdo. Marivaux y Beaumarchais preparan la decapitación del Rey con doncellitas descaradas y sensatas. Una carcajada saluda cada fin-de-mundo a lo largo de la historia de la especie. Dice Hegel que tal cosa sucede cuando los humanos se sienten aliviados: ¡por fin pueden abandonar las convenciones y rituales que les han esclavizado a una sociedad muerta! La sensación de libertad produce risa. Me pregunto qué pensaría de nuestro tiempo. Es cierto que, mires adonde mires, te ataca la risa boba de un cómico parlamentario, periodístico, televisivo, que todo es un chiste, que domina por doquier el escalofriante pendón que pasean los celebrantes del Entierro de la sardina de Goya, aquella carota imbécil, deformada por una risa beocia. No veo, sin embargo, alivio ninguno en la esclavitud de las viejas creencias y rituales. Todo lo contrario. Hay mucha risa, sí, pero es moralizante, dogmática y agraviada. Tiene muy poca gracia. ¡Qué diferencia con la ligereza, la agudeza, el desenfado de Las bodas de Figaro! No será comedia. Será nuestro modo de representar la tragedia.

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13 de diciembre de 2005
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Viviendo en KingKonglandia

A veces creo que la maquinaria promocional ha reducido al mundo entero al espacio comprendido entre cuatro esquinas. La sensación me asaltó por primera vez hace ya algún tiempo, cuando en el lapso de unos pocos días salté de Buenos Aires a Madrid y a Bogotá. Las tres ciudades estaban empapeladas de ceca a meca con las imágenes de Matrix 3: en carteleras y en muros, en afiches y en gigantografías, en los televisores encendidos de los metros y también en los videowalls armados en las vidrieras de los negocios. Aun cuando había viajado en aviones y atravesado aduanas, tenía la impresión de no haberme movido nunca del sitio original. Las ciudades habían perdido parte de su identidad para transformarse en el escenario de Matrix. Ya no eran ciudades, sino tan sólo pantallas. Hoy la excusa es King Kong, la remake del clásico de Schoedsack y Cooper que marca el retorno al cine de Peter Jackson después del éxito de El señor de los anillos. Esta vez no tengo a la vista más muros que los de Buenos Aires, pero estoy seguro de que el gorila también frunce su ceño hirsuto en Madrid y en Bogotá, en New York y en el DF, en Barcelona y en París, ya que su estreno mundial está previsto en simultáneo entre el 14 y el 15 de este mes. Más allá de los valores del film, lo que me perturba del blitz promocional es la efectividad con que la maquinaria propala su música ensordecedora en todas partes y en simultáneo. Desearía tener la libertad de no ver el rostro del gorila por doquier, la libertad de no oír la música del film a toda hora, la libertad de no enfrentarme en cada canal de TV con el trailer que me obliga a tragarme sus imágenes. Sueño con una isla remota, o cuanto menos con una ciudad que no sea espejo de todas las otras. Está claro que necesito vacaciones.

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La maquinaria existe desde hace mucho, pero distaba de ser así de efectiva. Recuerdo mis sufrimientos de cinéfilo adolescente, al preguntarme cuándo se estrenaría la película equis que mis equivalentes europeos y estadounidenses ya habían visto y celebrado meses atrás; también consideraba, por supuesto, la terrible posibilidad de que nunca se estrenase en Buenos Aires. (Como nunca se estrenó La última tentación de Cristo, por ejemplo: en esa oportunidad me subí a un barco y me fui a verla a Montevideo.) El cinéfilo adulto que hoy soy celebra ver tantos films-evento en simultáneo con las grandes capitales, pero extraña la sensación de estar en otra ciudad y sentirse en verdad en otra parte. Creo que no tengo esta sensación de estar realmente en otra parte desde que estuve en Palestina. Allí no había imágenes de Matrix ni de Harry Potter ni de King Kong, no sólo porque los palestinos casi no están en condiciones de ir al cine, sino porque en su patria casi no hay muros. En Palestina hay, ante todo, piedras.

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Si Orson Welles viviese y tuviese otra vez veinte años, no se contentaría con dramatizar La guerra de los mundos en la radio, sino que soñaría con utilizar esta industria propagandística para crear una realidad nueva. Cualquier mentira propalada a través de tantas bocas produciría de inmediato un efecto de verdad, dado que todo el mundo sería sometido a la misma información en el mismo momento. ¿O no ha dejado el mundo de ser mundo en estos días, para convertirse más bien en KingKonglandia?

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Propongo que cada uno de nosotros haga algo que convierta a nuestro lugar en otro lugar, aunque más no sea durante algunos minutos. Rezar en voz alta la oración de una religión nueva. Velar un muro, para evitar que sea utilizado como pantalla. Vivir como un ciego durante un día entero, para registrarlo todo con los demás sentidos. Inventar palabras para realidades que aun no han sido definidas por el lenguaje, como el cansancio que sienten los ojos ante la saturación de imágenes. Ustedes son libres. Imaginen.

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Sinclair Lewis escribió alguna vez que la publicidad era un factor económico valioso porque representaba la forma más barata de vender mercancías, particularmente cuando las mercancías carecen de valor alguno. Pero hace ya mucho que la publicidad ha dejado de vender mercancías, para vender en cambio un estilo de vida. Pregúntenle a los chinos y a los musulmanes. Ellos son el nuevo target, el mercado a inundar con bienes prescindibles y sensaciones predigeridas. En inglés también se le dice target al blanco al que se apunta con un arma.

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13 de diciembre de 2005
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Te canto un bloguero

En el blog de Pierre Assouline (Le Monde, 6 diciembre) aparece una entrevista con Alain Finkielkraut que nos señala con el dedo. Habla el filósofo francés sobre el sutil pero inexorable proceso que va tecnificando nuestra vida cotidiana y lo ve como un desarrollo de la conformación social, una potencia acéfala que va dando forma a la masa social informe. Se diría hijo del último Walter Benjamin, tras el desengaño comunista, cuando comprendió que la llamada “tecnología” no está a nuestro servicio, sino que somos nosotros quienes servimos a la tecnología. Aquella tremenda sospecha de que la tecnología, ella misma, tenga un proyecto y nos lo vaya imponiendo. Según Finkielkraut, los que escribimos en Internet, como Assouline o yo mismo, somos utensilios al servicio de ese proyecto. Sus proletarios. Cito un párrafo muy concentrado y perfecto de la entrevista:

“El futuro de la cultura no es el desierto del silencio total bajo un poder aplastante, sino, más bien, la glosolalia, la exuberante volubilidad de una blogosfera planetaria. (...) La información, internet, ahogan las obras en un flujo textual informe, sin contenido. Y eso satisface cierta forma de igualitarismo. (...) No acabo de ver cómo podemos resistirnos a este fenómeno, ya que tiene para sí una doble legitimidad: la del progreso técnico y la de la democracia triunfante”.

Estruendo de un millón de niños parloteando con otro millón de niños todos los días, a todas horas, sin compasión, a través del portátil. Coro cósmico de la glosolalia, la voz del cosmos como chirrido de un millón de termitas en pantalón corto. Cualquiera les dice que no tienen derecho a llenar el universo con sus chismes y que para eso no se inventó el teléfono. Sí, se inventó exactamente para esto. Y aquí estamos, los del blog, unos años más tarde, ejerciendo nuestro derecho como los niños. Ciertamente, lo más difícil para la vieja escuela va a ser la adaptación a una democracia masiva que desprecia los valores clásicos: esfuerzo, agonía y éxtasis, inteligencia singular, individualismo heroico, pieza única y original, selección de lo óptimo, lentitud, aislamiento. La antigua meta era la “obra maestra”, seguramente lo más odiado por la democracia de masas. Las obras maestras son hoy un destino turístico. Así decían los personajes de aquella gran primera película de un hombre acabado: “¿Qué derecho creen tener para ser más altos y más guapos que nosotros?” Y procedían a masacrar a todos los que eran más altos y más guapos que ellos. Creo que se llamaba “Mirindas asesinas”, gran título. La primera película sobre los derechos históricos de las identidades resentidas.

(L’avenir de la culture, ce n’est pas le désert du silence total sous un pouvoir écrasant, mais, en effet, la glossolalie, la volubilité exubérante d’une blogosphère planétaire. (…) L’information, internet noient les œuvres dans un flux textuel informe, sans contenu. Et cela satisfait une certaine forme d’égalitarisme. (...). Je ne vois pas bien comment résister à ce phénomène, car il a pour lui une double légitimité : celle du progrès technique et celle de la démocratie triomphante.)

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12 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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