Dos reediciones aparecen simultáneamente en las librerías españolas: Vigilar y castigar, la historia de la cárcel según Michel Foucault (Siglo XXI) y Sobre la fotografìa de Susan Sontag (Alfaguara). Se trata de dos ensayos sobre cómo llegamos a ser lo que somos hoy en día.
El primero de ellos muestra la evolución de la penitencia social. A finales de la Edad Media, la decapitación, el apaleamiento y el saqueo formaban parte de la cultura del castigo. Los hechiceros eran quemados. Los falsificadores, hervidos en aceite. A los blasfemos se les colgaba de la lengua con un gancho. A quien cortaba un árbol sin permiso se le arrancaban las tripas, se le ataba con ellas y se le obligaba a correr alrededor del árbol hasta que quedase enroscado. El centro del castigo era, pues, el cuerpo. El delincuente sabía que eso iba a doler, y que cargaría con las cicatrices de su penitencia para siempre.
La modernidad arrastró consigo el concepto de la libertad como un bien preciado, de la civilización como característica del Estado y del hombre como un ser racional y, por lo tanto, reeducable. Ya no castigamos: corregimos. Ya no torturamos: enseñamos. Ya no apartamos de la sociedad: internamos en un recinto especial.
A la evolución del castigo se sumó en el siglo XIX la evolución de la mirada. La aparición de la fotografía permitió seleccionar instantes de la realidad, congelarlos y guardarlos. Ahora, todo lo que se quiere documentar fielmente debe ser fotografiado. El texto escrito siempre es una interpretación. La fotografía es realidad objetiva. Su desarrollo ha creado nuevas reglas para entender el mundo, y por supuesto, una nueva ética sobre lo que podemos –y debemos- mirar.
Ambos ensayos retratan el desarrollo de un mundo que ha tratado de alejarse del dolor. La prisión –con mayor o menor éxito según dónde- ha pretendido reducir el dolor físico y mitigar el sufrimiento del aislamiento convirtiéndolo en una experiencia productiva. Si el delito implica una responsabilidad social, la sociedad la repara mediante la cárcel. Si el sistema funciona, el drogadicto, el miserable, el criminal, dejan de pesar en nuestras conciencias.
A su vez, la fotografía nos permite ver las guerras, mirar a los ojos de los cadáveres, penetrar en el dolor ajeno sin estar físicamente presentes. Por un lado, nos escupe a la cara la realidad aunque no la queramos ver. Por otro lado, nos permite contemplar el sufrimiento desde la comodidad de nuestro salón, sin comprometernos con él. Nos indigna ver al niño etíope sobrevolado por un buitre. Pero nos alivia saber que no es nuestro hijo.
La distancia nos permite observar el entorno con mayor frialdad y, quizá por eso, enfocar sus problemas con más eficiencia. Pero también nos impide formar parte de él plenamente. De eso se trata. Asistimos al gran teatro del mundo desde escritorios y televisiones, en una sociedad que ha creado los medios para diseccionar la realidad sin mancharse las manos con ella, en un universo aséptico, en el que nos horrorizamos sin culpa, nos indignamos sin responsabilidad y luego cambiamos de canal y nos vamos a dormir tranquilos, satisfechos por todo lo que nos preocupa el mundo, donde quiera que esté.
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