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Por la Patria

La muy notable editorial Los libros del asteroide va a reeditar próximamente las memorias de Andrew Graham-Yooll, el que fuera director del Buenos Aires Herald. Su relato de los años de guerra entre montoneros y militares (A State of Fear) es espeluznante.

Lo más escalofriante de aquella salvajada era la imposibilidad de distinguir a las derechas de las izquierdas. Sus prácticas eran idénticas: secuestros, torturas, asesinatos. En alguna ocasión la víctima no sabía si había caído en manos de un guerrillero comunista o de un torturador de la Marina. Lo cual todavía hacía más difícil la colaboración con el secuestrador. ¿Había que gritar muera Videla, o muera Firmenich? Eran intercambiables.

“Firmenich tenía poco más de veinte años cuando se formó la guerrilla montonera. Nacionalistas de derechas católicos, apostólicos y romanos, decidieron tomar un giro a la izquierda para ver si encontraban el camino de la revolución. Doce personajes en busca de autor. El escenario se levantaba en los cementerios”.

Esa es la clave. Tanto la izquierda como la derecha era, por encima de todo, nacionalista. El nacionalismo une en la barbarie incluso a lo más apartado. Para describir con veracidad estas situaciones de desdoblamiento del mal en versiones contrapuestas pero fraternales (como el pacto Hitler/Stalin), la historia es insuficiente, es imprescindible una novela. No sé si la hay sobre el desastre argentino. Graham-Yooll testificó contra Firmenich en el proceso que sucedió al restablecimiento de la democracia. Al reputado jefe de criminales le cayeron treinta años de cárcel pero fue indultado de inmediato. A nadie le interesaba su presencia en Argentina. Actualmente da clases en una universidad catalana.

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30 de diciembre de 2005
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Encontrado en La Mancha

Adoro a Terry Gilliam. Ayer vi Los hermanos Grimm, que es una de sus peores películas, o quizás la peor, pero cualquier fotograma de un film de Gilliam (¡incluído Grimm!) es mejor y más resonante que el noventa por ciento de lo que hoy pasa por cine. En una entrevista que ofreció al terminar su más reciente película, Tideland, contó una anécdota que describe bien lo que deberíamos denominar El Efecto Gilliam. En su condición de ex miembro de los geniales Monty Phyton, Gilliam logró que su viejo amigo Michael Palin fuese a ver un corte temprano de la película. Palin, otro ex Phyton, le confesó que no le había gustado. Esa noche soñó todo el tiempo con Tideland. ¡No podía quitársela de la cabeza! Al otro día llamó a Gilliam para decirle: “Una de dos: o es lo mejor que hiciste, o es lo peor que hiciste”. Gilliam es de esa clase de artistas. Encara cada nueva obra deseando que sea la mejor, pero sin miedo alguno de que resulte la peor. Habría que inventar una nueva categoría para definirlo: que es un nihilista exultante, por ejemplo; o el más imaginativo de los desesperados. Fantasías como Brazil y Doce monos resultan negrísimas y angustiantes, pero sin dejar nunca de ser fantasías. Lo que Gilliam transmite todo el tiempo es que este mundo no tiene remedio. Experiencias como la de su lucha contra los estudios Universal, cuyos ejecutivos querían injertarle a Brazil un final feliz contra natura, o el desastre que hundió la filmación de The Man Who Killed Don Quixote (que al menos para nuestra alegría resultó en un documental inolvidable, Lost In La Mancha), justifican por sí solas su negra visión del universo. Pero a la vez Gilliam expresa que el hombre merece una oportunidad aunque más no sea por el hecho de que posee imaginación. En su mente lisérgica, hasta el pequeño burócrata de Brazil merece redención tan sólo porque se atrevió a soñar. Ayer nomás me enteré de que J. K. Rowling lo admira, y que soñaba con que dirigiese la adaptación al cine de Harry Potter. No puedo menos que conjeturar qué hubiese sido de Potter en sus manos; lo más probable es que se hubiese tratado de un fracaso comercial y a la vez de una película inolvidable. (Este es el género en el que Gilliam es maestro: el de los gloriosos fracasos.) Mi corazón está con algunas de sus películas a las que suele considerarse menores: Time Bandits y The Fisher King, construída sobre un admirable guión de Richard La Gravenese. (Como suele ocurrir con los creadores de imaginación desbordante, Gilliam funciona mejor cuando debe atenerse a un buen guión ajeno.) En lo que a mí respecta, siento que le debo eterna gratitud. Durante muchos años sufrí el hecho de que la imaginería que yo amaba desde la infancia no tuviese nada que ver con el mundo que me tocó vivir. Crecí en un mundo poblado por héroes homéricos y reyes entregados a búsquedas trascendentes, por piratas y navegantes intrépidos, por bandidos que le sacaban al rico para ofrecerle al pobre; y ya adulto me preguntaba si debería olvidar a esta clase de criaturas, traicionándome a la hora de escribir, para lograr sobrevivir en esta Tierra. Con películas como Bandits y Brazil y The Fisher King Gilliam me demostró que Teseo y los samurais gigantescos y los superhéroes y los caballeros medievales tenían derecho a seguir formando parte de mi universo. Las criaturas fantásticas y el mundo cruel no eran elementos antitéticos sino complementarios, en la medida en que ambos formaban parte irrenunciable de mi cabeza. Todo lo que había que hacer era animarse a liberarlos en el marco de la imaginación, y dejarlos comportarse. El maestro Gilliam me enseñó que nadie es más adulto que aquel que es fiel a sus fantasías infantiles. Aunque en el trayecto se pierda en La Mancha.

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29 de diciembre de 2005
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Morirse de risa

A contracorriente, Adam Zagajewski defiende la necesidad de una inconveniencia: el fervor. Es uno de los ensayos que incluye En defensa del Fervor (El Acantilado) recientemente aparecido y muy poco previsible en el panorama del ensayo literario contemporáneo. ¿Quizás pudo ser “entusiasmo”? ¿Quizás “furor”? Ignoro cuál será el término polaco del original, pero los excelentes traductores han elegido una palabra que sugiere la ebullición pasional frente a la gélida inteligencia. Y de eso se trata, Zagajewski, espléndido poeta, reprocha a nuestra época un exceso de ironía, de distancia burlona. En compensación armónica, propone el fervor, el calor próximo. Creo que fue Kierkegaard el primero en definir la ironía como la posición de quien ha dejado de creer en los viejos dioses, pero no puede aún creer en los nuevos. La imagen se la sugirió aquel pobre Sócrates, ironista originario, a quien Aristófanes hacía comparecer en su comedia Las Nubes, flotando sobre el escenario en el interior de una cestilla pendiente de una cuerda. Sócrates atacaba las viejas tradiciones (lo que le costó la vida), pero sin defender nada nuevo. Así que “estaba en las nubes”. Zagajewski argumenta, razonablemente creo yo, que los nuestros son tiempos ya excesivamente irónicos, lo que denota un extendido escepticismo frente a los dioses del poder, pero también una evidente impotencia para proponer dioses nuevos. Su invitación es honesta y seguramente religiosa: la ironía divide, el fervor une. Quizás aún estemos a tiempo de vivir el renacimiento del fervor. Habría que estar loco para no desear intensamente una renovación fervorosa del pensamiento y de la convivencia en el mundo sublunar. Sin embargo... Aun cuando el escepticismo me impida creer en una cercana aurora del fervor (vivo en un lugar plagado de falsos dioses y de inocentes idólatras), su artículo ha sido un apreciable regalo de fin de año. Un poco de calor en el frío desierto de la constatación.

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29 de diciembre de 2005
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La exhibición de atrocidades

Recientemente, Salman Rushdie pasó por Barcelona para promocionar su novela Shalimar, el payaso, y en una entrevista con Diego Salazar, dijo lo siguiente: “Hay una gran pregunta para todo escritor y ésta es: ¿Cómo escribir la atrocidad? Porque hay cosas en los libros que uno no puede mirar a la cara, son demasiado horribles. Y no sólo para el escritor, también para los lectores, hay cosas que son demasiado espantosas de leer. Y la gran pregunta es: ¿Cómo escribes todo esto de una manera que te sea posible seguir escribiendo, de una manera en que les sea posible a los lectores seguir leyendo acerca de estos hechos horribles, sin traicionar la experiencia, sin disminuirla? Mucha gente se ha enfrentado a este problema al escribir sobre hechos reales. La gente que ha dejado testimonio del Holocausto lo ha enfrentado de una manera envidiable. ¿Cómo escribes sobre este hecho tan horroroso? Para mí, esto ha sido de lejos lo más duro, y quizá haya sido lo más duro de escribir en toda mi vida.” Curiosamente, muchos de los grandes escritores actuales se definen por su actitud ante la atrocidad. Coetzee, por ejemplo, suele encontrarla en los pliegues de la conflictiva sociedad sudafricana. Su descripción de la violación e incineración humana en Desgracia no se limita a los hechos de sangre, sino que permanece como una espada de Damocles sobre su víctima, una mujer que se niega a hablar de lo ocurrido, que parece considerar que la violencia es una condición obligatoria de su existencia, como comer o respirar. Y lo mismo ocurre en La edad de hierro, donde nos muestra cómo una sociedad puede llevar dentro la semilla de su propia destrucción, como si fuese un tumor. Ian McEwan ha dedicado buena parte de sus novelas al análisis del monstruo que llevamos dentro. En libros como Amor perdurable o El placer del viajero, la amenaza no proviene de una situación política o una coyuntura social, sino de la propia naturaleza humana, que amenaza los límites de la razón y pone de manifiesto su fragilidad. Y Roberto Bolaño, desde el poeta psicópata de Estrella distante hasta las mujeres descuartizadas de 2666, ha desarrollado una obra que navega en el umbral de lo inhumano y su fascinante relación con la estética, la belleza y el arte. Todos estos escritores tienen algo en común: la frialdad de su retrato de la violencia. Coetzee, McEwan cuando despedaza a un cadáver en El inocente o Bolaño cuando tortura presos políticos en un sótano, se caracterizan por describir la brutalidad física con la frialdad clínica de un cirujano. Las escenas salvajes de estos autores no se tiñen de sensacionalismo, ni siquiera de opinión. Se limitan a exhibirse como piezas de un museo, autosuficientes, talladas a pulso para incrustarse en la mórbida imaginación de sus espectadores. Si el horror, como dice Rushdie, es lo más duro de escribir, no es casualidad que los narradores del espanto se cuenten entre los más admirados novelistas contemporáneos.

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29 de diciembre de 2005
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El nuevo carretero

Me demoré en enterarme del último discurso de Fidel Castro frente a su parlamentito que se reúne unos días al año bajo el nombre de Asamblea Nacional del Poder Popular. Claro que demorarse es una figura retórica. En una isla donde el tiempo se detiene en un éxtasis revolucionario nunca pasa nada, cada día es más de la misma historia. Esta vez el nuevo capítulo se titula: Anuncio por el Comandante en jefe de la instalación en cada camión y tractor estatal de la isla de un localizador de Sistema de Posicionamiento Global (GPS, en inglés). En su obsesión por controlar la sociedad civil y promover una supuesta igualdad, el poder cubano seguirá a través de un satélite el recorrido de cada chófer.

Se trata de ahorrar gasolina, pero de verdad es otra dimensión en la lucha entre vida privada y vigilancia estatal, el combate cubano de cada día. Ya podemos adivinar la reacción machista que va a provocar una tecnología que obliga a seguir el camino profesional “¿Y cómo hago, yo, pa’ planchar a mi querida si no tengo transporte pa’ su casa?”

En realidad, el único comentario que corresponde a tal proyecto es escuchar con suma nostalgia El carretero, la famosa guajira de Guillermo Portabales: “Me voy al trasbordador a descargar la carreta, para llegar a la meta…” Su Cuba, donde el transporte funcionaba, es, lo dice la canción, un “paraíso” donde cada persona asume sus tareas. “Yo trabajo sin reposo” dice el carretero de Portabales. Desde entonces habrá más vigilancia para el carretero con GPS. “Me voy al trasbordador a descargar el camión, para cumplir con las orientaciones…”

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29 de diciembre de 2005
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Un formal pedido de disculpas

Me pasé todo el día pensando en Kate Moss. Juro que lo hice por motivos profesionales, debía escribir un artículo sobre ella para una revista argentina, pero no pretenderé que la pasé mal. Lo que sí ocurrió fue que al ponerme a pensar sobre las modelos en particular y las mujeres en general, y al interrogarme sobre los motivos que llevan a millones de chicas a soñar con las pasarelas y las sesiones fotográficas (ser modelo es el anhelo du jour para buena parte del género femenino), se me vino el alma al piso. Nunca antes había percibido con tanta claridad la sumatoria de indignidades a que se someten las mujeres para parecerse a un ideal de belleza al que nunca se consagraron por propia voluntad; en todo caso se han resignado a él y tratado de estar a la altura con mucho (y casi siempre innecesario) esfuerzo. Así que se me ocurrió usar este espacio para pedirles disculpas. Formalmente y por escrito me disculpo ante todas las mujeres por haber alentado, aunque más no sea con mi silencio cómplice, prácticas dolorosísimas como las de depilaciones y dietas inhumanas que jamás habría tenido el coraje de intentar por mí mismo. Formalmente y por escrito me disculpo ante todas las mujeres por haber alentado, aunque más no sea con la mirada embobada que dirigí a televisores y revistas, el boom de las cirugías estéticas que corrigen formas y borran rasgos personalísimos, haciendo que tantas mujeres se parezcan artificialmente entre sí. Estamos convencidos de ser la summa de la civilización y la cima de la historia humana, y aún así toleramos que nuestras mujeres se presten a automutilaciones que no están nada lejos del dolor a que se sometían las orientales para evitar el crecimiento de sus pies, o las africanas que se colgaban rocas de labios y orejas: un experimento estético, sin duda, pero prescindible. Lo más detestable del fenómeno de las modelos es que estimulan una sexualidad que es tan sólo virtual: son imágenes inalcanzables, no sólo porque proceden de medios electrónicos, sino porque en buena medida ya han sido alteradas digitalmente, y por ende proclaman un imposible. Hace algún tiempo entrevisté a Naomi Campbell y a Claudia Schiffer y juro que no me movieron un pelo: eran chicas bonitas, pero infinitamente menos atractivas que en las fotos y en la pantalla. Tan estructuradas que no parecían vivas. De respuestas sacadas de un libro de repertorio. Si hubiese entrevistado a Kate Moss, al menos habríamos terminado bebiendo por ahí. Adorar a las modelos significa consagrar un modelo de perfección femenina que es tan sólo visual, y por ende prescinde de las maravillas del verdadero contacto: la proximidad física, el calor humano y la riqueza que deriva de todos los otros sentidos que no son el de la vista. (Hasta el del oído, porque aunque protestemos con asiduidad para no dejar de contribuir con el lugar común, nos encanta oír la voz de la mujer a quien amamos.) Mis sentidas disculpas. Su más sincero admirador,

F.

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28 de diciembre de 2005
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Macho peludo

Mi colega de blog Jorge Volpi escribió el viernes un artículo indignado por el machismo de la película King Kong, en la que la rubia es más poderosa que el gorila y, de hecho, prefiere al simio antes que al dramaturgo atractivo y sensible. Pero yo quiero, con el mayor de los respetos por Volpi, manifestarme en favor del mono. Porque, seamos honestos: si uno fuera Naomi Watts ¿de quién podría enamorarse en esa película? Está claro que no del cineasta. Para eso han puesto en el papel a Jack Black. Para que nadie cometa el error de enamorársele, ni siquiera al principio, cuando todavía parece un artista soñador e intrépido y aún no se revela su verdadera personalidad egoísta y repulsiva. Tampoco es cuestión de prendarse del capitán del barco. Está bien, es un hombre de mar valeroso y guapo con barbita de tres días perpetua. Pero no tiene personalidad. Más allá de ser un tipo duro e inmutable, es sólo un constante as en la manga. Que los aborígenes han atrapado a todos los personajes sin salida: el capitán aparece a rescatarlos. Que los gusanos carnívoros del pantano se van a comer a Adrien Brody: el capitán aparece de repente con su revólver salvador. Que hay que llevarse en el barco a un mono de diez toneladas: el capitán tiene suficiente cloroformo para dormir a un ejército. Para excitar a ese hombre habría que tener una emergencia nuclear cada diez minutos. El candidato más natural para el amor sería Jack, el dramaturgo. Jack es atractivo y tiene ese toque de fragilidad que le da ternura. O sea, es Brody: el hombre sensible que escribe una comedia para la mujer amada, el que no da importancia al dinero, el que, por una mujer, se enfrenta a unos murciélagos del tamaño de Pau Gassol, atraviesa un muro policial, escapa al ejército de los EEUU (hasta ahora, sólo Bin Laden lo había conseguido) y trepa a la cúspide del Empire State por la escalera de mano. ¿Se puede competir con eso? ¿Algún hombre puede ofrecer más? Sólo uno: King Kong. Si Brody se lía con los murciélagos, Kong se enfrenta no a uno, ni a dos, sino a tres tiranosaurios al mismo tiempo. Y no sólo se enfrenta: les parte la quijada. Si Brody se cuela entre un par de soldaditos, Kong destroza tres aviones y varios vehículos de combate. Si Brody trepa medio Empire State en el ascensor, Kong lo hace todo a mano y rompe la mitad del edificio. Y en ambos casos, luego de golpearse ese pecho poderoso mientras sus gritos estremecen la isla entera, coge a la chica, la acurruca en la palma de su mano y la lleva a ver la puesta de sol. Sólo le falta tocar el violín (cosa que Jack tampoco sabe hacer). Volpi ha señalado con agudeza que Kong ni habla ni tiene pene. Ahí precisamente radica su atractivo: reúne todas las ventajas del hombre protector y musculoso sin ninguno de los defectos que nos hacen comportarnos de un modo ridículo e infantil. Y además, tiene esos ojillos que transparentan un corazón de malvavisco. No sé si esta película es más machista que, por ejemplo, las de Tarantino, en que las mujeres amenazan a los hombres empuñando fálicos sables samurais. O las de Von Trier, cuya relación con los hombres incluye violaciones, padres mafiosos, esposos paralíticos o muertes por asfixia. Pero sí sé lo que late tras la crítica de Volpi: la envidia. Y no es una crítica. Yo también la sentí. Escritores enclenques como nosotros, sentados todo el día ante nuestras computadoras con la aspiración de ser inteligentes –ya que lo de ser fuertes nos ha quedado lejos desde la infancia- nos identificamos con Brody, que es un hombre como nosotros queremos ser, es el dramaturgo convertido en un aventurero sin perder su sensibilidad. Por eso, nada nos revienta más que ver a la rubia largarse con un monicaco gigante que no puede ni deletrear el título de un libro. Miles de tristes episodios infantiles se convocan a nuestra memoria y, en el fondo de nosotros, mientras King Kong agoniza en la cúspide del Empire State, estamos pensando “tírate de una vez, miserable mandril, esto te pasa por ignorante”. A fin de cuentas, pensamos con rabia mientras descienden los créditos finales, King Kong es el triunfo del intelectual, aunque sea como premio consuelo.

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28 de diciembre de 2005
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Un miserable

Ya conté, hace unos días, que la lectura del Dictionnaire égoïste de la littérature française (Diccionario egoísta de la literatura francesa) de Charles Dantzig es a la vez imprescindible e imposible. No existe un amante de la literatura francesa que no pierda su tiempo en sus páginas para salir feliz e irritado. Soy una de estas víctimas e iba leyendo los párrafos (ni llegan a conformar un texto ordenado) que expresan el ingenuo entusiasmo del autor para Les Miserables de Hugo, cuando me pregunté si, tal como Dantzig, Vargas Llosa opina que en la novela nada supera el capítulo titulado “Sabiduría de Tholomyés”.

Puede ser que me equivoque, pero Vargas Llosa no habla de este capítulo en su ensayo La tentación de lo imposible. Lo revisé sin encontrar una referencia. Pero descubrí que ambos autores han encontrado dos monstruos en Les Miserables. Los llaman “monstruos”, utilizando la misma palabra, pero no son los mismos. Para el ensayista peruano, los monstruos son Jean Valjean y el policía Jabert. Ambos son superhombres pero Jabert tiene que ser el malo pues es un hombre que respeta la ley pintado por un narrador romántico. “Dios mío, que fácil es ser bueno; lo difícil es ser justo”, dice Jabert en una frase que, según Vargas Llosa, lo resume.

Para Dantzig (que tiene apellido de héroe romántico), los dos monstruos de la novela son dos lectores: la mala, malísima Señora Thénardier, que ha leído muchas novelas, y Jabert, no por ser policía sino, apunta Dantzig, porque en sus momentos de ocio, según Hugo, “Leía a pesar de odiar los libros”. Un hombre que lee para nutrir su odio es, en el propio sentido de la palabra, tanto en castellano como en francés, un “miserable”.

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28 de diciembre de 2005
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Paraísos

La destrucción de los lugares aún silvestres o vírgenes es demasiado antigua como para que debamos sentirnos culpables los actuales arrasadores de lo que queda del mundo vivo. La melancolía es inherente al habitante de las ciudades. Y las ciudades las inventó Caín. El padre de Edmund Gosse fue uno de los más celebrados naturalistas de la era victoriana y enemigo ideológico de Darwin. Durante años estudió la fauna costera británica y pintó preciosas acuarelas de los pequeños crustáceos, caracolas, cangrejos, anémonas y otros habitantes del arrecife, con al ayuda de su hijo. Sus libros tuvieron un éxito loco hacia 1850 y gracias a ellos se extendió la moda de los acuarios domésticos. Aquello fue una catástrofe. Miles de curiosos londinenses cayeron sobre las costas como una plaga de termitas para cazar los pequeños y curiosos seres vivos que decorarían sus acuarios privados. En pocos meses la destrucción fue tan enorme que Gosse escribe en su célebre y excepcional autobiografía Father and son: “Los exquisitos productos de la selección natural fueron aplastados por la pezuña de unos individuos de bienintencionada aunque huera curiosidad (...) Nadie podrá ver nunca más las costas inglesas como yo las vi en mi infancia: aquella estampa submarina de oscuras rocas espejeando y titilando con infinitos colores, los sedosos estandartes púrpuras y carmesíes flotando como riachuelos sobre ellas” Así será también hoy, mañana y siempre, cada vez que alguien visite un lugar, lejos de la ciudad, donde alguna vez creyó haber sido feliz. 

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28 de diciembre de 2005
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Nace Jesús de Nazaret

La conversación circula suavemente por la mesa de reunidos navideños; quince personas, algún familiar y efectos colaterales. Runruneo apacible, discreción de la vida burguesa tan admirable como befada en los suplementos juveniles de la prensa altiva. De pronto alguien toca el asunto de la exposición de Caravaggio, en el Museo Nacional de Barcelona. “Maldición, pienso, llegó el momento del Arte”. Y, en efecto, de inmediato aparecen esas manías que nos definen como almas sensibles e intelectos sutiles. Disputas ingeniosas sobre el barroco del sur (los católicos) y el del norte (los protestantes). Una voz se levanta sobre las restantes. Tiene la nórdica melodía de una mujer vasca sumamente inteligente, y se queja. “No lo puedo soportar. No lo aguanto. Todos aquellos varones torturados, decapitados, castrados. Monjes esqueléticos, vírgenes tísicas. Esas mujeres humilladas, despreciadas, ese catálogo de horrores del Museo de Bellas Artes sevillano, machos masoquistas, hembras sádicas. No lo soporto”. Los varones, astutos, aducimos que mientras el sur mostraba cuerpos desnudos, parejas que simulaban la tortura pero en realidad copulaban; pasiones desatadas por la desesperación de pertenecer a naciones ignaras y salvajes, los del norte pintaban interiores burgueses, señoras haciendo calceta y las mercancías de un capitalismo a punto de comenzar a ganar la partida mundial. Pintura de vencedores. La disputa transcurre con la prestancia danzarina de un partido de tenis. Aquellos versos de Eliot: “In the room the woman come and go/ talking of Michelangelo”. Pero la armonía navideña se resquebraja cuando una voz, desde el rincón más oscuro, sin aviso ni advertencia, con un gruñido que empieza piano pero acaba fortísimo, comienza a gritar subiendo el tono en sucesivas oleadas: “¡Esbirros! ¡Todos ellos! ¡Los del norte y los del sur! ¡Sin excusa ni perdón! ¡Míseros esbirros, pintores, escultores, poetas, esbirros reptantes! ¡Puerca materia la que han ido acumulado, la que os permite hablar de ellos como si fueran otra cosa que esbirros y sanguijuelas! ¡Pretenciosos mayordomos!” Nos callamos durante apenas veinte segundos. Luego vuelve el run-run, como si nada hubiera sucedido. Personajes de Buñuel en El ángel exterminador.

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27 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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