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El amigo mexicano

Me tiene muy inquieto el Premio Nacional de Literatura. Algo fundamental está fallando en este galardón, como se llama. Llevan ya dos años, antaño con Sánchez Ferlosio y hogaño con Sergio Pitol, premiando a auténticos escritores, artistas verdaderos, modelos de prosa tan vivos como un salmón del Bidasoa. Esto no puede seguir así. Los grandes premios, como el Nobel, han de equivocarse por completo si quieren mantener su prestigio. Han de premiar a mentecatos como Harold Pinter, cuyo rasgo más literario es estar casado con Antonia Frazer. El Nacional de Literatura había mantenido muy alto el pendón. Recuerdo aquel año en que un amigo propuso a Gil de Biedma y ante su espanto el grueso del jurado se inclinó, compasiva y delicadamente, por Raquel Meyer (¿o era Conchita Piquer?), que al parecer podía dejarnos en cualquier momento ya que contaba ciento ocho años de edad, o algo por el estilo. Lo juro. Los testigos viven. Algún día (si él me lo permite) me gustaría contar cómo conocí a Sergio Pitol hace treinta años. Él era entonces un personaje novelesco. Nos peleamos a muerte y nos reconciliamos con igual facilidad. Su paso por Barcelona fue tan decisivo como el de Vargas Llosa o García Márquez, pero discreto, en obediencia a su carácter. Sus amigos aprendimos muchísimo. Por ejemplo, a través de algunas colecciones como la serie “Los Heterodoxos” de Tusquets, que nos descubrieron páginas de Grotowski, de Lu Hsun, de Cristóbal Serra, de Gombrowicz, ¡el Giacomo Joyce de Joyce!, ¿y aquel Roussel, Cómo escribí algunos libros míos, traducido por Pere Gimferrer con prólogo de Foucault?, en fin, delicatessen. Entre los Heterodoxos figuraba una estupenda antología de Cioran titulada Contra la Historia, traducida y prologada por Esther Seligson. El libro, como todos los anteriores, lleva treinta años agotado. Podría reeditarlo uno de esos sellos pequeños y combativos. Para hacer boca, les transcribo un aforismo:

Escuchad a los alemanes y a los españoles justificarse: harán resonar en vuestros oídos siempre el mismo estribillo: trágico, trágico... Es su modo de hacernos comprender sus calamidades o sus estancamientos, su manera de realizarse... Mientras que en los Balcanes oiréis a propósito de todo: destino, destino... Así disfrazan sus tristezas inoperantes los pueblos demasiado cercanos a sus orígenes. Es la discreción de los trogloditas”.

¡La discreción de los trogloditas! ¡Qué título para describir la actualidad hispana!

***

Corrección: La película mencionada el 12/XII no era Mirindas asesinas sino Acción mutante. Gracias, Citando.

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14 de diciembre de 2005
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La sociedad indolora

Dos reediciones aparecen simultáneamente en las librerías españolas: Vigilar y castigar, la historia de la cárcel según Michel Foucault (Siglo XXI) y Sobre la fotografìa de Susan Sontag (Alfaguara). Se trata de dos ensayos sobre cómo llegamos a ser lo que somos hoy en día. El primero de ellos muestra la evolución de la penitencia social. A finales de la Edad Media, la decapitación, el apaleamiento y el saqueo formaban parte de la cultura del castigo. Los hechiceros eran quemados. Los falsificadores, hervidos en aceite. A los blasfemos se les colgaba de la lengua con un gancho. A quien cortaba un árbol sin permiso se le arrancaban las tripas, se le ataba con ellas y se le obligaba a correr alrededor del árbol hasta que quedase enroscado. El centro del castigo era, pues, el cuerpo. El delincuente sabía que eso iba a doler, y que cargaría con las cicatrices de su penitencia para siempre. La modernidad arrastró consigo el concepto de la libertad como un bien preciado, de la civilización como característica del Estado y del hombre como un ser racional y, por lo tanto, reeducable. Ya no castigamos: corregimos. Ya no torturamos: enseñamos. Ya no apartamos de la sociedad: internamos en un recinto especial. A la evolución del castigo se sumó en el siglo XIX la evolución de la mirada. La aparición de la fotografía permitió seleccionar instantes de la realidad, congelarlos y guardarlos. Ahora, todo lo que se quiere documentar fielmente debe ser fotografiado. El texto escrito siempre es una interpretación. La fotografía es realidad objetiva. Su desarrollo ha creado nuevas reglas para entender el mundo, y por supuesto, una nueva ética sobre lo que podemos –y debemos- mirar. Ambos ensayos retratan el desarrollo de un mundo que ha tratado de alejarse del dolor. La prisión –con mayor o menor éxito según dónde- ha pretendido reducir el dolor físico y mitigar el sufrimiento del aislamiento convirtiéndolo en una experiencia productiva. Si el delito implica una responsabilidad social, la sociedad la repara mediante la cárcel. Si el sistema funciona, el drogadicto, el miserable, el criminal, dejan de pesar en nuestras conciencias. A su vez, la fotografía nos permite ver las guerras, mirar a los ojos de los cadáveres, penetrar en el dolor ajeno sin estar físicamente presentes. Por un lado, nos escupe a la cara la realidad aunque no la queramos ver. Por otro lado, nos permite contemplar el sufrimiento desde la comodidad de nuestro salón, sin comprometernos con él. Nos indigna ver al niño etíope sobrevolado por un buitre. Pero nos alivia saber que no es nuestro hijo. La distancia nos permite observar el entorno con mayor frialdad y, quizá por eso, enfocar sus problemas con más eficiencia. Pero también nos impide formar parte de él plenamente. De eso se trata. Asistimos al gran teatro del mundo desde escritorios y televisiones, en una sociedad que ha creado los medios para diseccionar la realidad sin mancharse las manos con ella, en un universo aséptico, en el que nos horrorizamos sin culpa, nos indignamos sin responsabilidad y luego cambiamos de canal y nos vamos a dormir tranquilos, satisfechos por todo lo que nos preocupa el mundo, donde quiera que esté.

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13 de diciembre de 2005
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Brevísimo

Basta visitar unas librerías de libros usados para comprobar la existencia del cuento corto como género específico en América Latina. Se publicaron en la segunda mitad del siglo XX un sinfín de libros más o menos titulados “Antología del cuento breve en América Latina”. El flujo no se detuvo. En Estados Unidos ya no se utiliza la expresión “short-short” que designaba en los años ochenta los “shorts stories” cortos. En Francia, los textos de Felix Feneon ya son centenarios y ese maestro del suceso breve no tuvo heredero.

En lugar de apostar al comprar una antología u otra, busqué en Caracas el libro de Augusto Monterroso “Literatura y vida”. Encontrarlo era inverosímil, imposible, tanto que lo conseguí en veinte minutos. No me decepcionó el capítulo “breve, brevísimo” que propone, tal como lo recordaba, una teoría y un análisis completo del desarrollo del género corto en el siglo pasado. Monterroso es un guatemalteco que murió hace unos años después de desarrollar en México una creación literaria cuya cumbre fue un cuento insuperable: “El Dinosaurio” publicado en 1959. Su texto integral es el siguiente: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Siete palabras que, para mí, superan por la profundidad de lo que impliquen, todas las visitas cinematográficas al “Jurassic Park”.

No recordaba cómo Monterroso utilizaba para su análisis el texto que redactaba Italo Calvino en el momento de su muerte: “Seis propuestas para el próximo milenio” que como sabemos son cinco por una razón tétrica. Calvino defiende la necesidad de una “máxima concentración” en los tiempos congestionados que vivimos. Su celebración de la densidad le lleva a explicar que escribir prosa y poesía son y deben ser la misma cosa.

Ahora me toca encontrar el texto de Calvino para releerlo pues no me pareció tan visionario cuando lo descubrí. Pero recordaba perfectamente el comentario de Monterroso sobre las reacciones a la publicación de “El “Dinosaurio”, su cuento de una línea. Lo cito: «“¡Cómo! –dijo en aquel tiempo, enojado, un crítico- ¿De una línea? Eso no es un cuento”. Y yo le contesté que se trataba de un malentendido; que en realidad era una novela».

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13 de diciembre de 2005
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Día del demonio

En el interior de la inexpugnable fortaleza de Hegel, aquella pirámide del Saber Absoluto que roza el techo del cielo, todo el espacio es sagrado, pero hay una habitación de la risa. La describe en la Fenomenología, pero aparece una y otra vez en su Filosofía del Arte. Aprovecho la fecha infausta para largarles su descripción. La espiral del conocimiento teórico que asciende fatalmente hacia el Concepto, va superando estadios mediante saltos dialécticos. Cada nuevo salto sitúa al Espíritu en un escalón más cercano del Saber Absoluto. Sin embargo, el Espíritu da saltos discretos, pero también los da abismales. Un salto discreto es, por ejemplo, el que lleva del templo hindú cubierto de cuerpos en copulación a la abstracta pirámide, de la escultura griega al sarcófago romano, de la basílica románica a la catedral gótica. Un salto abismal, en cambio, es el que asciende de Oriente a Occidente, del politeísmo al monoteísmo, del Antiguo Régimen a la Revolución Burguesa. Pues bien, cuando se va a producir cada uno de estos saltos mortales, aparece la comedia. El chiste de la Esfinge abre la puerta del conocimiento con Edipo en Tebas. Aristófanes se burla de Sócrates que “está en las nubes”. Don Quijote anuncia el fin del mundo cristiano muriendo cuerdo. Marivaux y Beaumarchais preparan la decapitación del Rey con doncellitas descaradas y sensatas. Una carcajada saluda cada fin-de-mundo a lo largo de la historia de la especie. Dice Hegel que tal cosa sucede cuando los humanos se sienten aliviados: ¡por fin pueden abandonar las convenciones y rituales que les han esclavizado a una sociedad muerta! La sensación de libertad produce risa. Me pregunto qué pensaría de nuestro tiempo. Es cierto que, mires adonde mires, te ataca la risa boba de un cómico parlamentario, periodístico, televisivo, que todo es un chiste, que domina por doquier el escalofriante pendón que pasean los celebrantes del Entierro de la sardina de Goya, aquella carota imbécil, deformada por una risa beocia. No veo, sin embargo, alivio ninguno en la esclavitud de las viejas creencias y rituales. Todo lo contrario. Hay mucha risa, sí, pero es moralizante, dogmática y agraviada. Tiene muy poca gracia. ¡Qué diferencia con la ligereza, la agudeza, el desenfado de Las bodas de Figaro! No será comedia. Será nuestro modo de representar la tragedia.

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13 de diciembre de 2005
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Viviendo en KingKonglandia

A veces creo que la maquinaria promocional ha reducido al mundo entero al espacio comprendido entre cuatro esquinas. La sensación me asaltó por primera vez hace ya algún tiempo, cuando en el lapso de unos pocos días salté de Buenos Aires a Madrid y a Bogotá. Las tres ciudades estaban empapeladas de ceca a meca con las imágenes de Matrix 3: en carteleras y en muros, en afiches y en gigantografías, en los televisores encendidos de los metros y también en los videowalls armados en las vidrieras de los negocios. Aun cuando había viajado en aviones y atravesado aduanas, tenía la impresión de no haberme movido nunca del sitio original. Las ciudades habían perdido parte de su identidad para transformarse en el escenario de Matrix. Ya no eran ciudades, sino tan sólo pantallas. Hoy la excusa es King Kong, la remake del clásico de Schoedsack y Cooper que marca el retorno al cine de Peter Jackson después del éxito de El señor de los anillos. Esta vez no tengo a la vista más muros que los de Buenos Aires, pero estoy seguro de que el gorila también frunce su ceño hirsuto en Madrid y en Bogotá, en New York y en el DF, en Barcelona y en París, ya que su estreno mundial está previsto en simultáneo entre el 14 y el 15 de este mes. Más allá de los valores del film, lo que me perturba del blitz promocional es la efectividad con que la maquinaria propala su música ensordecedora en todas partes y en simultáneo. Desearía tener la libertad de no ver el rostro del gorila por doquier, la libertad de no oír la música del film a toda hora, la libertad de no enfrentarme en cada canal de TV con el trailer que me obliga a tragarme sus imágenes. Sueño con una isla remota, o cuanto menos con una ciudad que no sea espejo de todas las otras. Está claro que necesito vacaciones.

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La maquinaria existe desde hace mucho, pero distaba de ser así de efectiva. Recuerdo mis sufrimientos de cinéfilo adolescente, al preguntarme cuándo se estrenaría la película equis que mis equivalentes europeos y estadounidenses ya habían visto y celebrado meses atrás; también consideraba, por supuesto, la terrible posibilidad de que nunca se estrenase en Buenos Aires. (Como nunca se estrenó La última tentación de Cristo, por ejemplo: en esa oportunidad me subí a un barco y me fui a verla a Montevideo.) El cinéfilo adulto que hoy soy celebra ver tantos films-evento en simultáneo con las grandes capitales, pero extraña la sensación de estar en otra ciudad y sentirse en verdad en otra parte. Creo que no tengo esta sensación de estar realmente en otra parte desde que estuve en Palestina. Allí no había imágenes de Matrix ni de Harry Potter ni de King Kong, no sólo porque los palestinos casi no están en condiciones de ir al cine, sino porque en su patria casi no hay muros. En Palestina hay, ante todo, piedras.

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Si Orson Welles viviese y tuviese otra vez veinte años, no se contentaría con dramatizar La guerra de los mundos en la radio, sino que soñaría con utilizar esta industria propagandística para crear una realidad nueva. Cualquier mentira propalada a través de tantas bocas produciría de inmediato un efecto de verdad, dado que todo el mundo sería sometido a la misma información en el mismo momento. ¿O no ha dejado el mundo de ser mundo en estos días, para convertirse más bien en KingKonglandia?

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Propongo que cada uno de nosotros haga algo que convierta a nuestro lugar en otro lugar, aunque más no sea durante algunos minutos. Rezar en voz alta la oración de una religión nueva. Velar un muro, para evitar que sea utilizado como pantalla. Vivir como un ciego durante un día entero, para registrarlo todo con los demás sentidos. Inventar palabras para realidades que aun no han sido definidas por el lenguaje, como el cansancio que sienten los ojos ante la saturación de imágenes. Ustedes son libres. Imaginen.

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Sinclair Lewis escribió alguna vez que la publicidad era un factor económico valioso porque representaba la forma más barata de vender mercancías, particularmente cuando las mercancías carecen de valor alguno. Pero hace ya mucho que la publicidad ha dejado de vender mercancías, para vender en cambio un estilo de vida. Pregúntenle a los chinos y a los musulmanes. Ellos son el nuevo target, el mercado a inundar con bienes prescindibles y sensaciones predigeridas. En inglés también se le dice target al blanco al que se apunta con un arma.

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13 de diciembre de 2005
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Te canto un bloguero

En el blog de Pierre Assouline (Le Monde, 6 diciembre) aparece una entrevista con Alain Finkielkraut que nos señala con el dedo. Habla el filósofo francés sobre el sutil pero inexorable proceso que va tecnificando nuestra vida cotidiana y lo ve como un desarrollo de la conformación social, una potencia acéfala que va dando forma a la masa social informe. Se diría hijo del último Walter Benjamin, tras el desengaño comunista, cuando comprendió que la llamada “tecnología” no está a nuestro servicio, sino que somos nosotros quienes servimos a la tecnología. Aquella tremenda sospecha de que la tecnología, ella misma, tenga un proyecto y nos lo vaya imponiendo. Según Finkielkraut, los que escribimos en Internet, como Assouline o yo mismo, somos utensilios al servicio de ese proyecto. Sus proletarios. Cito un párrafo muy concentrado y perfecto de la entrevista:

“El futuro de la cultura no es el desierto del silencio total bajo un poder aplastante, sino, más bien, la glosolalia, la exuberante volubilidad de una blogosfera planetaria. (...) La información, internet, ahogan las obras en un flujo textual informe, sin contenido. Y eso satisface cierta forma de igualitarismo. (...) No acabo de ver cómo podemos resistirnos a este fenómeno, ya que tiene para sí una doble legitimidad: la del progreso técnico y la de la democracia triunfante”.

Estruendo de un millón de niños parloteando con otro millón de niños todos los días, a todas horas, sin compasión, a través del portátil. Coro cósmico de la glosolalia, la voz del cosmos como chirrido de un millón de termitas en pantalón corto. Cualquiera les dice que no tienen derecho a llenar el universo con sus chismes y que para eso no se inventó el teléfono. Sí, se inventó exactamente para esto. Y aquí estamos, los del blog, unos años más tarde, ejerciendo nuestro derecho como los niños. Ciertamente, lo más difícil para la vieja escuela va a ser la adaptación a una democracia masiva que desprecia los valores clásicos: esfuerzo, agonía y éxtasis, inteligencia singular, individualismo heroico, pieza única y original, selección de lo óptimo, lentitud, aislamiento. La antigua meta era la “obra maestra”, seguramente lo más odiado por la democracia de masas. Las obras maestras son hoy un destino turístico. Así decían los personajes de aquella gran primera película de un hombre acabado: “¿Qué derecho creen tener para ser más altos y más guapos que nosotros?” Y procedían a masacrar a todos los que eran más altos y más guapos que ellos. Creo que se llamaba “Mirindas asesinas”, gran título. La primera película sobre los derechos históricos de las identidades resentidas.

(L’avenir de la culture, ce n’est pas le désert du silence total sous un pouvoir écrasant, mais, en effet, la glossolalie, la volubilité exubérante d’une blogosphère planétaire. (…) L’information, internet noient les œuvres dans un flux textuel informe, sans contenu. Et cela satisfait une certaine forme d’égalitarisme. (...). Je ne vois pas bien comment résister à ce phénomène, car il a pour lui une double légitimité : celle du progrès technique et celle de la démocratie triomphante.)

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12 de diciembre de 2005
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Todo lo que no necesitas

Vaya de tiendas por Nueva York sin salir de su casa. El Soho está lleno de lugares bonitos que puede visitar con su bolsa (o su ratón) de compras. El más pintoresco sin duda es The Evolution Store (120 Spring Street o www.TheEvolutionStore.com), donde podrá conseguir adornos, juguetes y souvenirs dignos de la familia Adams. Por ejemplo, una réplica de pelvis masculina esculpida en detalle con todos los órganos genitales y recto cuesta sólo $168, y se puede abrir por la mitad para apreciar los músculos abdominales. La pelvis femenina cuesta $188, pero nadie ha protestado aún por esa discriminación. La tienda no sólo vende figuras humanas. El stock incluye insectos y arácnidos clavados con alfileres, huesos de pene de coyote y murciélago, cráneos de cocodrilo e incluso partes de animales extintos como garras de camptosaurios y dientes de tiburones prehistóricos, para crear un ambiente más antediluviano en el salón de casa. A pocas calles de ahí, en el 126 de Spring Street (o en www.kidrobot.com) está Kid Robot, una tienda de juguetes artísticos. Son juguetes para adultos, pero no tienen nada que ver con el sexo. Simplemente, son muñecos concebidos por más de cien diseñadores de primera línea, o sea, demasiado caros para dárselos al niño y esperar que los rompa. Figuras de Bruce Lee, Lupin III en traje de carreras, Snoopy Dog el ex novio de Jennifer López y los chicos del grupo Gorillaz en trajes de astronauta. Ahora, si nada de esto le satisface, si lo que usted quiere es distinción de verdad, baje por Greene Street hasta el 146 (o pinche www.mossonline.com). Ahora sí. Bienvenido a Moss. En Moss, la tienda de diseño mejor diseñada, es posible conseguirle a su cámara fotográfica un estuche de vinilo con imitación de piel de conejo. Hay focos con alas ($605) y pantallas para lámparas hechas de plumas ($3990). Alguna vez se le ocurrió a usted que unas tijeras pudiesen ser decorativas? Pues en Moss las tienen. Y son caras. En Moss, de hecho, un florero en forma de pene cuesta $325. Un espejo de baño Fusili, $475. Las tiendas del Soho venden todo lo que no necesitas. No vienes acá porque te haga falta el espejo o el muñeco de Bruce Lee o la calavera del mesozoico. Vienes aquí porque quieres ser diferente. Lo que compras es un estilo característico, algo que nadie más tiene por el hecho de que nadie más lo tiene. Y porque se vende en esas tiendas. Eso sí, todos compran sus artículos para ser diferentes en los mismos sitios. Normalmente, uno necesita un objeto y busca una tienda donde comprarlo. En el Soho, sólo necesitas la tienda. Ya adentro decidirás qué compras. En el Soho, las tiendas son caras a la fuerza, porque si fueran baratas no comprarías ahí. La cultura en Nueva York también se distingue. En el South Street Seaport se ha abierto una exposición llamada “Bodies... the Exhibition”. Los objetos expuestos son cadáveres. 22 cuerpos humanos y otros 260 especímenes se reúnen ahí. A algunos les han dejado sólo el sistema nervioso suspendido sobre los huesos. Otros son una masa informe de ligamentos y músculos. Uno es una especie de pensador de Rodin al que le han arrancado la piel y le han dejado el cerebro expuesto. Los cuerpos provienen de China, pero el gobierno de ese país no ha certificado fehacientemente su origen. Algunos grupos de derechos humanos sospechan que en vida fueron prisioneros políticos. La entrada a la exposición cuesta $24.50. Los niños sólo pagan $18.50. En la ciudad en que todo ocurre, donde en cada calle se habla un idioma diferente, ser original sale realmente caro.

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12 de diciembre de 2005
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Bajofondo

¿Qué es lo que determina que un sonido se vuelva tan característico de un lugar como el caracol de la huella de los dedos respecto de una persona? No tengo forma de saberlo, pero sí sé que ocurra donde ocurra, el tango sigue sonando a Buenos Aires. Esto era indiscutible hace casi un siglo, en el tiempo en que su métrica quebrada animaba las veladas en los prostíbulos, pero también lo es hoy, cuando arrastrándose sobre un loop pregrabado es capaz de hacer bailar a chicos y a viejos por igual en una improvisada disco al aire libre. Yo fui parte del fenómeno anoche, bajo una luna que estaba casi llena a excepción de una franja que parecía haber sido tajeada y perdida en pelea callejera; uno más entre los miles de personas que acudieron a la convocatoria de Bajofondo Tango Club, un experimento musical liderado por el inquieto Gustavo Santaolalla. En los últimos tiempos, esta música propia del Río de la Plata ha protagonizado una resurrección anunciada. Existen al menos un centenar de clubes y academias donde jóvenes aprenden hoy a bailar las intrincadas coreografías del tango y de la milonga, aceptando el consejo de decanos en el arte del corte y la quebrada. El espectáculo de las chicas tatuadas trenzadas en abrazo con señores de zapatos charolados es uno recurrente en las noches de Buenos Aires. En el terreno de lo puramente musical el fenómeno fue impulsado por el éxito de Bajofondo, una iniciativa de Juan Campodónico y Gustavo Santaolalla (músico talentosísimo y sagaz productor, ganador del Grammy y responsable de éxitos de Café Tacuba y Juanes, entre tantos otros), que se animaron a cruzar los sonidos clásicos con bases rítmicas bailables y pulsos electrónicos. Bajofondo Tango Club suena hoy en los títulos de los noticiarios y en las películas de Hollywood. Su triunfo hizo posible que un público masivo prestase atención a la nueva movida del tango, donde se destacan tanto artistas como La Chilinga y Cristóbal Repetto, que apuestan a apropiarse de las viejas sonoridades, como aquellos que no temen releerlas desde el hip hop y la electrónica; el caso de Gotan Project, por ejemplo. Ayer fue el Día del Tango y Bajofondo lo cerró con una velada memorable. A pocos metros del Río de la Plata, en el Anfiteatro Puerto Madero, Santaolalla y su troupe demostraron que el tango goza de buena salud porque sigue teniendo lo que hay que tener: lirismo, energía y una capacidad intocada para expresar nuestra circunstancia. Esto que era cierto hace tanto, en la época de las primeras formaciones y de los primeros cantores, todavía lo es hoy. Hubo algo de presciente en el tango: porque contó su tiempo cada vez que le dieron pista, desde Gardel hasta Piazzolla, y le sobró resto para contar el presente. No encuentro música que resuma mejor los últimos treinta años. Muchas de las piezas de Bajofondo me describen en tres minutos la intensidad de lo vivido de los 70 hasta el 2000: la lucha sangrienta, las enormes derrotas y las victorias pírricas que animan a seguir andando. Por ejemplo Mi corazón, en que Campodónico se apropia de la voz de Roberto Goyeneche para hacerle repetir versos de La última curda: “Mi corazón te lleva hasta el hondo bajofondo”. La frase describe el credo del tango entero, pero Capodónico se atreve a despojarla aun más para quedarse tan sólo con Goyeneche diciendo mi corazón, mi corazón, mi corazón, un poema tan conciso pero expresivo como aquel yo, nosotros que Mohammad Alí se animó a recitar en presencia de un público universitario. Mi corazón, pronunciado por la vieja voz aguardentosa del Polaco, dice todo lo que hay que decir. Tanta vida, tanta pasión, carajo. Tanta sangre. Tanta muerte.

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Siempre supuse que la sonoridad del bandoneón, un instrumento originario de Europa Central, tenía mucho que ver con la tristeza esencial al tango. Hay algo en sus acordes asmáticos que expresa distancia, el desgarramiento de una separación que es física antes de ser amorosa. Expresa lo que sentían los inmigrantes que habían arrastrado consigo aquellos instrumentos durante su travesía atlántica: la tristeza insondable de quien ha perdido el barco de regreso. Una pena compacta y rotunda pero a la vez capaz de estirarse, interminable como el fuelle, hasta donde los brazos den, hasta donde resista el alma. Qué instrumento más entrañable. El bandoneón es un órgano portátil, poco más que un instrumento de bolsillo. (Aquel que bautizó órgano al instrumento lo hizo a sabiendas de que su sonido le resultaba imprescindible, y por eso le puso un nombre que lo definía vital.) Pero tiene la sabiduría de imponerle a su intérprete el precio de su magia: sólo suena cuando uno se lo carga encima.

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Bajofondo se hace fuerte en otra de las características del tango: el ritmo. Le debo aunque más no sea la alegría de transformarme momentáneamente en un bailarín de tango, a mí, que soy incapaz de danzar la danza más simple. Por supuesto, no soy el único agradecido: existe una generación entera que ahora entiende de qué le habla el tango por el sencillo hecho de que puede registrarlo con el cuerpo y bailarlo en una disco. Alguien dijo alguna vez que el tango era un sentimiento que se baila. Me permito afinar la definición para decir que en todo caso es una tristeza que se baila, una música que permite asumir el dolor y lo transforma en su perfecto opuesto, en la alegría y la energía y la pasión y la sensualidad del baile. En este sentido, el tango es una perfecta síntesis de la experiencia vital. Una canción exquisita que sólo puede ser cantada con los labios partidos.

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Mi corazón. Mi corazón. Mi corazón.

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12 de diciembre de 2005
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Flores y libros

Una edición del “Quijote” de Montanes y Simón, publicada en 1883, se cotiza en Caracas cinco millones de bolívares (2.380 $ al precio del mercado oficial de cambio; 1.850 $ en el animado mercado negro). Lo escribía el jueves “Tal Cual”, el diario vespertino de Teodoro Petkoff, el mayor opositor a Hugo Chávez, en un articulo dedicado a ”El buscón”, la librería que vende tanto libros usados como nuevos en el “trasnocho cultural”, extraño lugar que permite pasar directamente de un estacionamiento subterráneo a un centro cultural.

“El buscón” parece ser una librería que quiere encantar más que vender a sus clientes. Con una vieja máquina de escribir, maletas, libros agotados y un sillón chesterfield busca más atmósfera que eficiencia. O, mejor, busca eficiencia en el arte de la seducción. El jueves por la noche, el arte funcionó pues paseaba con la idea de “aquí tienen un viejo Quijote, quiero ver a qué se parece” y seguí encantado por el caos. Camus, Borges, Fuentes, Bradburry: el siglo veinte en sus clásicos. Pero también había libros de Jacques Maritain. ¿Quién lee todavía al historiador católico francés que tanta influencia tuvo en el mundo latino antes de la segunda guerra mundial? Como siempre resaltaba la abundancia de los libros de Washington Irving en el mundo hispanoamericano. ¿Basta dormir con limoneros y bandidos en la Alambra para mantenerse visible tanto tiempo?

Por fin hubo dos sorpresas. La primera: excelentes reediciones de los libros para niños que publicaba al final del siglo XIX en Madrid Ediciones Saturnino Callejas. Libritos como “El negrito y pastora” o “La reina de las hormigas”. Proponían una calidad irresistible en su subtítulo: “Con censura eclesiástica”.

La segunda sorpresa era un librito, una maravilla de objeto, un capricho: “Las flores de Cocuy”. Cocuy, entendí, es Carmen Heny, una jardinera y narradora venezolana que goza del afecto de sus amigos y vive en una vieja casa. Unas personas siguieron sus esfuerzos en producir flores y sobre todo la dibujante Tita Madriz. “El buscón” exponía sus dibujos/pinturas. Así fue: salí para un “Quijote” y me quedé mirando la textura fenomenal de obras sobre papel. Una web-revista venezolana puso unas muestras en línea http://www.analitica.com/va/arte/actualidad/8285099.asp. Vale más que un vistazo. Al ver estas flores, se piensa en la liebre de Dürer, en los pájaros de Audubon. En “El buscón” uno encuentra lo que no sabe que va buscando pero necesitaba de manera urgente: flores, libros y la idea de que, en un lugar de Venezuela, una Sackville-West latina cuida un jardín y escribe cuentos.

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12 de diciembre de 2005
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Génesis

Me gustaría recordar cómo empezó todo. Debe haber existido un inicio: algo que ocurrió en una hora precisa de aquel día equis, el momento puntual en que la mente del niño que uno era por entonces relacionó los prolijos garabatos dispuestos sobre la página con la historia que su madre o su padre le estaban refiriendo en voz alta. Me gustaría, insisto, recordar el instante en que reconocimos la magia de las letras, el código en que estaban cifrados los cuentos que tanto nos gustaban. Debemos haber comprendido que quien dominase ese código dominaría las historias; y por eso nos abalanzamos sobre las letras, A, B, C, Ana ama, Beto barre, Cora come, y aprendimos a leer más rápido que el resto y –¡a diferencia de la mayor parte de nuestros amigos!- a disfrutar de los regalos que venían en paquetes con forma de libro. El amor original fue el amor por las historias; al menos eso está claro. Nos contaron historias a todos y todos flipamos, no hay niño pequeño que se resista al ejercicio de la narración oral. Pero aunque todos crecimos adictos a las historias, somos pocos los que trasladamos la fascinación por lo oído y también por lo visto (al comienzo nos ayudan las ilustraciones, luego es todo TV) al dominio de lo escrito. Algunos de nosotros empezamos a amar las letras porque las historias estaban contadas con letras que conformaban palabras que se articulaban en frases. Debemos haber creído que el que dominaba las letras era capaz de dominar las historias, de contarlas también. (Algo que tan sólo hacían nuestros mayores, los grandes escritores son siempre viejos, o por lo menos lo es la imagen de ellos que uno ha fijado en su cabeza.) Y de soñar con dominar las historias a esperar dominar la vida hay tan sólo un paso. Por fortuna a esa edad uno no ha oído aún de las aporías, ni del infinito espacio que existe entre los puntos A y B. (Ana ama, Beto barre.)

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Escribir es una compulsión. Y todas las compulsiones tienen algo de enfermo. Siempre me gustó el cuento de Cortázar en que el protagonista empieza a vomitar conejitos. No sabe por qué le ocurre, ni puede parar. Vomita criaturitas primorosas pero incómodas, los conejitos mastican los muebles y cagan por doquier y reclaman comida, son lindos pero uno no sabe bien para qué sirven. Todos los escritores vomitamos conejitos.

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Pocos párrafos más frecuentemente citados que el inicial de David Copperfield, donde se supedita el sentido de la historia (determinar si David es o no el héroe de su propia vida, lo cual equivale a determinar si se ha adueñado de su historia al narrarla), a la lectura del libro completo. Pero en realidad las primeras palabras de la novela no son esas, sino las que constituyen el título del primer capítulo: Yo nazco. Puesto así, en tiempo presente, de tal forma que David, y también el lector, vuelvan a nacer cada vez que se lee la frase. La mayor parte de la gente nace una vez, pero los escritores nacemos dos veces. Una cuando salimos del vientre de nuestra madre, y la otra cuando descubrimos que estamos en condiciones de leer Yo nazco.

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Bob Dylan escribió alguna vez: aquel que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo.

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9 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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