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Macho peludo

Por 28 de diciembre de 2005 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Mi colega de blog Jorge Volpi escribió el viernes un artículo indignado por el machismo de la película King Kong, en la que la rubia es más poderosa que el gorila y, de hecho, prefiere al simio antes que al dramaturgo atractivo y sensible. Pero yo quiero, con el mayor de los respetos por Volpi, manifestarme en favor del mono. Porque, seamos honestos: si uno fuera Naomi Watts ¿de quién podría enamorarse en esa película?
Está claro que no del cineasta. Para eso han puesto en el papel a Jack Black. Para que nadie cometa el error de enamorársele, ni siquiera al principio, cuando todavía parece un artista soñador e intrépido y aún no se revela su verdadera personalidad egoísta y repulsiva.
Tampoco es cuestión de prendarse del capitán del barco. Está bien, es un hombre de mar valeroso y guapo con barbita de tres días perpetua. Pero no tiene personalidad. Más allá de ser un tipo duro e inmutable, es sólo un constante as en la manga. Que los aborígenes han atrapado a todos los personajes sin salida: el capitán aparece a rescatarlos. Que los gusanos carnívoros del pantano se van a comer a Adrien Brody: el capitán aparece de repente con su revólver salvador. Que hay que llevarse en el barco a un mono de diez toneladas: el capitán tiene suficiente cloroformo para dormir a un ejército. Para excitar a ese hombre habría que tener una emergencia nuclear cada diez minutos.
El candidato más natural para el amor sería Jack, el dramaturgo. Jack es atractivo y tiene ese toque de fragilidad que le da ternura. O sea, es Brody: el hombre sensible que escribe una comedia para la mujer amada, el que no da importancia al dinero, el que, por una mujer, se enfrenta a unos murciélagos del tamaño de Pau Gassol, atraviesa un muro policial, escapa al ejército de los EEUU (hasta ahora, sólo Bin Laden lo había conseguido) y trepa a la cúspide del Empire State por la escalera de mano. ¿Se puede competir con eso? ¿Algún hombre puede ofrecer más?
Sólo uno: King Kong.
Si Brody se lía con los murciélagos, Kong se enfrenta no a uno, ni a dos, sino a tres tiranosaurios al mismo tiempo. Y no sólo se enfrenta: les parte la quijada. Si Brody se cuela entre un par de soldaditos, Kong destroza tres aviones y varios vehículos de combate. Si Brody trepa medio Empire State en el ascensor, Kong lo hace todo a mano y rompe la mitad del edificio. Y en ambos casos, luego de golpearse ese pecho poderoso mientras sus gritos estremecen la isla entera, coge a la chica, la acurruca en la palma de su mano y la lleva a ver la puesta de sol. Sólo le falta tocar el violín (cosa que Jack tampoco sabe hacer).
Volpi ha señalado con agudeza que Kong ni habla ni tiene pene. Ahí precisamente radica su atractivo: reúne todas las ventajas del hombre protector y musculoso sin ninguno de los defectos que nos hacen comportarnos de un modo ridículo e infantil. Y además, tiene esos ojillos que transparentan un corazón de malvavisco.
No sé si esta película es más machista que, por ejemplo, las de Tarantino, en que las mujeres amenazan a los hombres empuñando fálicos sables samurais. O las de Von Trier, cuya relación con los hombres incluye violaciones, padres mafiosos, esposos paralíticos o muertes por asfixia. Pero sí sé lo que late tras la crítica de Volpi: la envidia.
Y no es una crítica. Yo también la sentí. Escritores enclenques como nosotros, sentados todo el día ante nuestras computadoras con la aspiración de ser inteligentes –ya que lo de ser fuertes nos ha quedado lejos desde la infancia- nos identificamos con Brody, que es un hombre como nosotros queremos ser, es el dramaturgo convertido en un aventurero sin perder su sensibilidad. Por eso, nada nos revienta más que ver a la rubia largarse con un monicaco gigante que no puede ni deletrear el título de un libro. Miles de tristes episodios infantiles se convocan a nuestra memoria y, en el fondo de nosotros, mientras King Kong agoniza en la cúspide del Empire State, estamos pensando “tírate de una vez, miserable mandril, esto te pasa por ignorante”. A fin de cuentas, pensamos con rabia mientras descienden los créditos finales, King Kong es el triunfo del intelectual, aunque sea como premio consuelo.

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