Félix de Azúa
La conversación circula suavemente por la mesa de reunidos navideños; quince personas, algún familiar y efectos colaterales. Runruneo apacible, discreción de la vida burguesa tan admirable como befada en los suplementos juveniles de la prensa altiva.
De pronto alguien toca el asunto de la exposición de Caravaggio, en el Museo Nacional de Barcelona. “Maldición, pienso, llegó el momento del Arte”. Y, en efecto, de inmediato aparecen esas manías que nos definen como almas sensibles e intelectos sutiles. Disputas ingeniosas sobre el barroco del sur (los católicos) y el del norte (los protestantes). Una voz se levanta sobre las restantes. Tiene la nórdica melodía de una mujer vasca sumamente inteligente, y se queja.
“No lo puedo soportar. No lo aguanto. Todos aquellos varones torturados, decapitados, castrados. Monjes esqueléticos, vírgenes tísicas. Esas mujeres humilladas, despreciadas, ese catálogo de horrores del Museo de Bellas Artes sevillano, machos masoquistas, hembras sádicas. No lo soporto”.
Los varones, astutos, aducimos que mientras el sur mostraba cuerpos desnudos, parejas que simulaban la tortura pero en realidad copulaban; pasiones desatadas por la desesperación de pertenecer a naciones ignaras y salvajes, los del norte pintaban interiores burgueses, señoras haciendo calceta y las mercancías de un capitalismo a punto de comenzar a ganar la partida mundial. Pintura de vencedores.
La disputa transcurre con la prestancia danzarina de un partido de tenis. Aquellos versos de Eliot: “In the room the woman come and go/ talking of Michelangelo”. Pero la armonía navideña se resquebraja cuando una voz, desde el rincón más oscuro, sin aviso ni advertencia, con un gruñido que empieza piano pero acaba fortísimo, comienza a gritar subiendo el tono en sucesivas oleadas:
“¡Esbirros! ¡Todos ellos! ¡Los del norte y los del sur! ¡Sin excusa ni perdón! ¡Míseros esbirros, pintores, escultores, poetas, esbirros reptantes! ¡Puerca materia la que han ido acumulado, la que os permite hablar de ellos como si fueran otra cosa que esbirros y sanguijuelas! ¡Pretenciosos mayordomos!”
Nos callamos durante apenas veinte segundos. Luego vuelve el run-run, como si nada hubiera sucedido. Personajes de Buñuel en El ángel exterminador.