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Sangre caliente

Se supone que como escritor, uno tiene derecho a poner a sus personajes en cualquier situación que se le ocurra, sin importar cuán indigna. (Aunque a veces hay excepciones, como podría dar fe Arthur Conan Doyle, que debió resucitar a Sherlock Holmes para no ser linchado a manos de su público.) Hay escritores que tratan a sus criaturas como moscas y que no parecen temblar al someterlas a tormento; escriben a sangre fría. En mi experiencia particular, suelo sufrir al escribir esos trances tanto como, imagino, sufren mis pobres personajes al vivirlos. En cualquiera de los casos, tenemos licencia para hacer esto del mismo modo en que Bond la tiene para matar: es parte del proceso creativo, y de la necesidad de generar drama ficticio para ponernos en condiciones de asimilar el drama real que la existencia nos presenta a diario. Roncagliolo se manifestaba ayer obsesionado por el tema, en especial desde que vio la película Capote. Durante la gestación de A sangre fría Truman Capote manipuló a gente real como si fuesen criaturas de ficción. Más allá del resultado literario, la actitud fue y es repugnante. Cuán distinta de la actuación de Rodolfo Walsh, que además se adelantó varios años a la edición de A sangre fría con la creación de la novela de no ficción Operación masacre (1957). Lejos de manipular personas para acomodarlas a la conveniencia de su creación literaria, Walsh expuso su vida para que una historia silenciada por conveniencia política llegase al gran público. Tanto Capote como Walsh crearon textos admirables; pero sólo uno de ellos es además admirable como persona.

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De allí en más, a Capote ya no le fue tan bien cuando trató de seguir manipulando a gente real; no le quedó más remedio que manipularse a sí mismo, convertiéndose en personaje. Walsh, por su parte, siguió arriesgándose. Hasta que lo mataron. Murió asesinado el 25 de marzo de 1977, un año y un día después del golpe que marcó el inicio de la dictadura, cuando trataba de repartir ejemplares de su Carta Abierta a la Junta Militar. No recuerdo cuándo leí ese texto por primera vez, presumo que no antes de 1983 ó 1984, cuando la dictadura agonizaba o ya había muerto, aunque más no fuese formalmente. Lo que sí recuerdo es el escalofrío que me produjo y mi otra reacción, la de preguntarme: ¿cómo sabía este tipo todas esas cosas en 1977, cuando la mayor parte de los argentinos recién empezaba a descubrirlas al promediar los años 80? Es simple. Las sabía porque quería saberlas. Porque tenía los ojos abiertos. Los buenos escritores, como Capote, tienen los ojos abiertos: nunca se les escapa un detalle de los que conviene a su narración. Los grandes escritores, como Walsh, tienen los ojos abiertos para verlo todo. Hasta lo que no les gusta, hasta lo que no les conviene.

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Hay una verdad fáctica, reproducible hasta el infinito, que es el objeto del periodismo, o del género literario de la no ficción. Pero existe además una verdad propia de la ficción. Aunque parezca inasible, no es nada difícil de identificar. Bastan las primeras páginas de cualquier novela para percibir si el escritor está escribiendo desde un lugar de su alma desnudo y vulnerable, si escribe así porque no concibe mejor forma de conocerse a sí mismo y de conocer el mundo que ésta, la que le proporciona el extraño mecanismo de la ficción; o si tan sólo está escribiendo así para imitar a alguien, para plegarse a la temática du jour, para consagrarse en algún cenáculo o simplemente porque escribir es la mejor excusa que encontró para no vivir una vida plena. Daría cualquier cosa por escribir la biografía de Walsh. La vida de Capote, por cierto, me tiene sin cuidado.

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21 de diciembre de 2005
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Huracán Evo

Evo Morales ha ganado las elecciones bolivianas con más de la mitad de los votos en la primera vuelta, el respaldo más contundente que ha recibido un gobernante de ese país desde la transición a la democracia. La inesperada magnitud de su victoria permite prever un arranque confiado, ya que sus opositores no podrán desestabilizarlo rápidamente. A nivel regional, tal arranque significa la creación de un frente energético nacionalista en ambos extremos del Pacto Andino: Chávez tiene petróleo y Evo, hidrocarburos. La pareja tratará de convertirse en la reserva energética de una América Latina alternativa al Área de Libre Comercio propuesta por los Estados Unidos. Hasta ahora, el único país andino que ha firmado el Tratado con Norteamérica es Perú. Ahí, la victoria del MAS representa un espaldarazo para la opción nacionalista del ex militar Ollanta Humala, que ya figura segundo en las encuestas. En los países que aún no firman, Ecuador y Colombia, la entrada en escena de Evo es un balón de oxígeno para los disidentes del neoliberalismo. Ahora bien, las últimas elecciones venezolanas han mostrado que Chávez pierde fuelle. El respaldo con que va a gobernar –apenas una cuarta parte del país- no convence. Tras años de sufrir un país dividido, en el que ambas partes están dispuestas a paralizar las instituciones y las empresas con tal de demolerse mutuamente, los venezolanos han mostrado que están hartos de toda la clase política. Su silencio electoral, que no favorece a nadie, se puede interpretar como una demanda de unidad. Por abandono, Chávez ha copado todos los cargos en disputa en los últimos comicios, pero un gobierno sin interlocutores puede terminar por precipitar su desgaste. La oposición boliviana, en cambio, está mucho mejor articulada. El nuevo presidente tendrá contrapesos tanto en el Congreso como en el Senado, en los que no tiene mayoría. Sin duda, lo mejor para Bolivia sería lograr un consenso que les permita abandonar la parálisis que han ocasionado las sucesivas crisis. Las primeras palabras de vencedores y vencidos permiten vislumbrar la posibilidad de hacer las reformas que saquen de la miseria a Bolivia sin aislarla económicamente. Si un consenso así es posible, no sólo lo agradecerá el país del altiplano, sino toda la región andina y toda América Latina, que afronta un decisivo año electoral.

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21 de diciembre de 2005
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Capote

La semana pasada, en este mismo portal, Héctor Feliciano informaba sobre la caída en las ventas de ficción en beneficio de la no ficción en los EEUU, especialmente después del 11S. Pocos días después, Marcelo Figueras recogía el testigo y añadía que muchos escritores han renunciado a decir nada sobre la realidad –ni siquiera en la ficción- y, con ello, han perdido contacto con los lectores. No he dejado de pensar en eso, sobre todo después de ver la película Capote, en la que un excepcional Philip Seymour Hoffman encarna al autor de A sangre fría. La película narra precisamente el nacimiento del género que Capote llamó “novela de no ficción”. Y fue un parto con fórceps. Capote contrató abogados para que mantuviesen a sus personajes vivos mientras investigaba. Conforme avanzaba en el texto, crecía en él –y en su editor- la convicción de que cambiaría la historia de la literatura americana. Y no le faltaba razón. Pero el final que necesitaba esa novela perfecta era la ejecución de sus protagonistas. Y llegado el momento, no vaciló en mover las piezas para acelerarla o, por lo menos, asegurarla. Capote no sólo llegó a los límites del talento sino, sobre todo, a las fronteras de la moral. Manipuló a un condenado a muerte y dispuso de su vida sin considerar que también estaba consumiendo la suya. Consiguió una novela brillante. Y luego nunca fue capaz de escribir otra. Janet Malcolm dice que todo periodista es “moralmente indefendible”, porque utiliza a personas reales y lee sus historias desde el punto de vista de su provecho propio. Y todos los que hemos hecho entrevistas sabemos que a menudo el entrevistado se siente extrañado ante la edición que hacemos de sus palabras. La extrañeza es similar a la del que escucha su voz en una grabadora. Pero no tiene que ver con el sonido, sino con el contenido de lo que dice. Al menos los novelistas inventan sus mentiras. Los periodistas, en cambio, las toman de la realidad. ¿Es posible hablar de la realidad con la misma actitud que de la ficción? Por lo general, escribimos en tercera persona y afirmamos sin cautelas, como si lo que dijésemos fuese verdad independientemente de nosotros. Eso no es problema cuando informamos sobre la firma de un acuerdo comercial o el resultado de un partido de fútbol. Pero al tratar con historias humanas, las cosas se complican. En la realidad no hay narradores omniscientes. Estamos condenados a formar parte de ella, a ser personajes que miran a otros y hablan con ellos desde el laberinto de nuestras propias historias, siempre con la ilusión de narrarlos, como un triste remedo de Dios.

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20 de diciembre de 2005
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París sin luces

Existe un verso magnífico de Ezra Pound: “los artistas son las antenas de la raza”. Es verdad: los artistas captan de manera anticipada lo que tiene que ocurrir. Parece que es lo que pasa con la novela de Santiago Gamboa El síndrome de Ulises. Nunca la leí pero la voy a leer después de descubrir una entrevista con el novelista colombiano en “Ñ”, la revista cultural del grupo Clarín. Sale en el número fechado 29 de noviembre.

La suscripción a ese semanal de papel llega atrasada a París, claro, pero no quita nada de lo bueno que fue entrevistar a Gamboa sobre la marginación de los inmigrantes en los suburbios, que es el fondo de su novela. Me gusta la entrevista por el cariño sincero del entrevistado por la “ville lumière” (ciudad luz), como se le dice. Gamboa escribió, dice, sobre un París que no tiene tanta luz y que es más bien “la ciudad de las barriadas, la de los suburbios, la ciudad fría y lluviosa donde la gente camina sin grandes esperanzas, donde todos luchan por sobrevivir”.

Gamboa recuerda lo que los políticos franceses olvidaron: “la palabra inmigrante está cargada de una circunstancia de urgencia y necesidad, de una búsqueda de una vida mejor”. Los inmigrantes no son enemigos, buscan vivir y no más. Parece que bastaría leer la novela para descubrir lo que se aprendió de manera costosa con los motines. La literatura como premonición. Cuando la “commune” de París incendió el castillo de les Tuileries en 1871, Flaubert fue a visitar las ruinas al día siguiente y decía a los paseantes: “nada de esto habría ocurrido si ellos hubieran leído La educación sentimental”.

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20 de diciembre de 2005
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Este libro te salvará la vida

No recuerdo cuándo fue que comprendí que existía una separación entre la literatura “seria” y la que simplemente producía placer. Imagino que de niño no percibiría más diferencia que la que me marcaban entre los libros que me estaban permitidos y los libros de los adultos. (Mi padre escondió una vez una novela picante de Irving Wallace, pero se olvidó de esconder El amante de Lady Chatterley; a esa altura ya había comprendido que las novelas de los grandes apuntaban a otro tipo de placer.) Lo cierto es que durante largos años pensé que, más allá de las obligaciones escolares, no existía otra razón para agarrar un libro que no fuese la de visitar otro mundo para divertirse como loco. Quizás mi abuelo haya tenido algo de culpa en la pérdida de mi inocencia. Debía yo tener 10 años cuando le pedí una revista de Batman y me preguntó muy seriamente “cuándo iba a dejar de leer esas cosas”. Pero pronto entendí que la prédica de mi abuelo carecía por completo de autoridad. El gordo se leía todas las novelitas del Oeste de Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía, tenía la obra entera de Dumas fils publicada por la mexicana Tor y también unas ediciones de los libros de Ian Fleming que incluían fotos de las películas de James Bond. ¡Era el menos indicado para recomendar lecturas serias!

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Recordé todas estas cosas cuando leí la lista que Stephen King confeccionó con los libros que, a su juicio, eran los mejores de este año. Más allá de la lista en sí, que incluye cosas discutibles (como el último Harry Potter), algunas elegantes (como Saturday de Ian McEwan, la última de Cormac McCarthy y la novela aún inédita de A.M. Homes, cuyo título es impagable: Este libro te salvará la vida) y muchos policiales (George Pelecanos, Michael Connelly, Elmore Leonard), lo que me impresionó fue que los libros favoritos de King no fuesen los que le iluminaron el alma, ni los que lo apabullaron con su estilo y con su erudición, ni los que convenía mencionar para quedar como un erudito, sino los que le habían producido más placer, y punto. “Las novelas,” se explica King en el artículo de Entertainment Weekly, “siguen siendo la mejor opción para el entretenimiento. Hasta un libro de tapas duras es más barato que dos entradas de cine, y más aun cuando le sumás el precio de la nafta, el estacionamiento y el pago de la babysitter… Además los efectos especiales son siempre perfectos (porque se los inventa uno)… y aunque leo aproximadamente 80 libros al año, no me he cruzado con las gemelas Olsen ni una sola vez”.

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No voy a discutir el derecho de los autores a escribir obras que pretendan algo más que entretener. Pero me reservo, como lector, el derecho a exigir que los libros me entretengan de manera insoslayable: si no cumplen con ese ABC, si no respetan ese imperativo categórico, no dudo en cerrarlos y en olvidarlos. Por supuesto, mi noción del placer ha variado con los años (hoy siento placer leyendo a Shakespeare, cuando hace años hubiese sido algo impensable), pero sigo exigiéndole al autor, ya se trate de Homero o de Stephen King, que me convenza de las bondades de emprender el viaje –y eso significa, sí o sí, que me entretenga. Quedó atrás la época en que sufría al leer un libro por deber intelectual, o porque estaba de moda. Nunca sentí la tentación de leer a Proust. Nunca terminé The Virgin Suicides, y tampoco Middlesex. Leí a Kundera a fines de los 90, cuando ya había dejado de ser cool, porque una amiga insistió y porque La insoportable levedad del ser me partió la cabeza desde la primera página. Creo que no hay que separar la lectura del placer, habida cuenta de que existen tantas interpretaciones del placer como personas, porque la marca que un libro deja en nuestras vidas es directamente proporcional a ese disfrute. Y estoy convencido de que un libro puede salvar la vida, porque la mía fue así salvada muchas veces. Siempre que leo un listado de novedades, o cuando atiendo a un artículo como el de Stephen King, lo hago en busca del libro que me la salvará la próxima vez.

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20 de diciembre de 2005
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La buena conciencia

Durante la pasada semana un amigo acompañó a Olivier Rolin en su paseo literario por España y vivió una escena digna de Bouvard et Pècuchet. Al llegar a Madrid fueron invitados a un almuerzo con altos cargos de la Embajada de Francia. La administración francesa cuida a sus escritores... aunque no a todos por igual. Durante el almuerzo la conversación derivó hacia Finkielkraut y la reciente entrevista que concedió a un diario de Tel Aviv. A pesar de saberse sobradamente que la transcripción había sido falseada por el diario, la campaña feroz contra Finkielkraut por apoyar al gobierno de Israel contra los palestinos le ha convertido en el chivo expiatorio de todos los islamistas. En realidad, le están pasando factura por haber dicho que los incendios de los barrios periféricos parisinos no fueron motivados por la pobreza y la marginación sino por causas mucho más profundas que atañen tanto a los inmigrantes como a los franceses de pura cepa. Un alto funcionario, creyendo que así halagaba a Rolin, viejo izquierdista del 68, comentó que Finkielkraut había aceptado una invitación de la FAES para hablar del asunto. El funcionario añadió que a partir de aquel momento ninguna institución cultural dependiente de la Embajada invitaría jamás al filósofo. Pero Rolin hace años que ha dejado atrás el totalitarismo y sus posiciones políticas están muy próximas a las de Finkielkratut, de modo que le explicó con calma y extensamente al funcionario los fundamentos del estado de derecho, los principios del republicanismo humanista y el necesario respeto a la libertad de expresión, sobre todo por parte de los responsables del Estado. Al funcionario no le sentó muy bien el almuerzo. A quienes viven del dinero público les encanta castigar. El motivo es lo de menos. ¡Da tanto gusto mostrarse poderoso! ¡E incluso perdonar! ¡Qué grandeza, la compasión! Hay algo peor que la fraternidad de los represores: la fraternidad de los cretinos.

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20 de diciembre de 2005
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Morales, la novela que viene

Con la victoria de Evo Morales en los comicios de Bolivia, se plantea una pregunta para la literatura de América latina: ¿Qué se hace con un cocalero de Cochabamba? Con un Simón Bolívar, un José Martí, un Pancho Villa o un Juan Perón, ya se sabe lo que puede la literatura. Pero con un campesino habrá que inventar un género nuevo. No cabe la novela clásica del caudillo.

La figura del hombre que domina a la vez los poderes civil y militar es un rasgo específico de la escena política del mundo hispanoamericano. Y lo gracioso, para nosotros los lectores, es cómo pasó aquella figura de la historia a la novela. El Señor Presidente, Yo, el Supremo, El otoño del patriarca, etc. La lista es larga e insuperable. A pesar de los esfuerzos de Gore Vidal, no hay una gran novela del poder máximo en la otra América. Los escritores franceses no pudieron a pesar de tener con Napoleón, quizás, el mejor prototipo del caudillo dispuesto a liberar a toda Europa de la ausencia de su poder imperial. (Una excepción: la trilogía de Patrick Rambaud, que obtuvo un premio Goncourt hace unos años vale más que un vistazo. Su técnica recuerda la fluidez sobresaliente de Dumas).

Volviendo a Morales, al “Evo”, como dicen allá, no se puede considerar el bloqueo de la carretera hacia La Paz como una campaña militar de primer orden. Aureliano Buendía, un mero coronel, promueve “treinta y dos levantamientos armados” en la más famosa de las novelas de Gabriel García Marquez. ¿Cuántos camiones hay que detener en los Andes durante cuántos años para rozar, meramente rozar, esa leyenda? La magnitud de la victoria del futuro presidente de Bolivia se mide en ese simple dato: corresponde a un modelo de estadista tan nuevo que no existe en las novelas. Desde Doña Marina (la Malinche de la conquista de México) no faltan las figuras trágicas en la población indígena. Pero figuras de poder, nada, y las novelas no les hospedan como tal.

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19 de diciembre de 2005
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Místicos

La religión, la necesidad de acudir a un Ser Supremo en busca de ayuda, se cuela por todas partes, sobre todo en aquellos que creen no necesitar a nadie. Son los que más fácilmente se ponen de rodillas. A propósito de la destrucción del litoral valenciano, acabo de oír que “se trata de una zona de alto valor ecológico”. Lo decían en la tele nacional catalana, una mina de eufemismo y corrección política desde que la controlan los de Carod. No han dicho “una zona de gran valor natural” o “paisajístico”. No. Su valor es “ecológico”, lo cual quiere decir que es un lugar considerado valioso por la ciencia de la ecología. No por sus habitantes o visitantes, sino por los expertos en ecología. El litoral valenciano es, por lo tanto, una zona de extensión universitaria. No pueden construirse más monstruos de cemento porque irían contra la ciencia. No porque sea una salvajada, un latrocinio, una inmoralidad, sino porque es poco científico. Evidentemente, la ciencia es aquí la invitada de piedra. Los políticos y periodistas (¿habrá que empezar a escribir los “polidistas”?) utilizan la palabra “ciencia” como los curas usan la palabra “revelación”, como un término mágico que garantiza la verdad y la vida eterna. No hay en ellos, sin embargo, mayor respeto por la ciencia que en los que viven de echar el Tarot. Informa el siempre excelente Florencio Domínguez que el terrorista Kándido Aspiazu, el que le pegó dos tiros a Ramón Baglietto, responde en una entrevista a un periodista alemán: “Yo no soy un asesino. Maté por necesidad histórica”. Es uno de los mejores ejemplos que he leído de religión enquistada en el cerebelo de un creyente. Este energúmeno dice estar respaldado por la Historia, como Franco decía estar respaldado por Dios. La “necesidad histórica”, viejo término estalinista, ha sobrevivido hasta nuestros días en su forma más degenerada y leprosa. Hace pocos días tuve una disputa similar a propósito de la Historia Trascendental del Arte, sección Música, departamento de Dodecafónicos. Dije que no hay tal cosa como una “necesidad histórica” que justifique el valor de un artista o de su obra. Se me lanzaron a la yugular los creyentes del Arte Revelado. Este país está enfermo de Historia Sagrada.

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19 de diciembre de 2005
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Dislexia

Estoy tratando de ser de izquierda, pero no tengo claro qué significa eso exactamente. Si uno es de izquierda ¿Está a favor de la guerra en Irak, como la izquierda inglesa? ¿O en contra, como la derecha francesa? ¿Uno es nacionalista como Evo Morales? ¿O nacionalista como Le Pen? Y, por cierto ¿Uno está a favor o en contra de los subsidios agrarios? Porque la política de subsidios agrarios europeos ha sido en las últimas semanas el mejor ejemplo de la dislexia del nuevo orden mundial. Ha terminado por ceder ante los golpes de todos los flancos en la reunión de la Comunidad Europea y en la de la OMC. En la primera, el liberalismo británico la ha acusado de ser un lastre económico costoso e ineficiente. En la segunda, los países pobres consideran que la protección de los cultivos europeos crea pobreza e injusticia, porque no permite competir libremente a los productos de América Latina o África a pesar de que tengan mejor calidad y precio. Ésta crítica, encabezada por el representante brasileño, es la piedra de toque de la izquierda latinoamericana encabezada por Lula. Y es una crítica incómoda. ¿Qué puede responderle la izquierda europea? ¿Puede aceptar que sus campesinos pierdan sus subvenciones? Y si defiende esas subvenciones ¿Con qué autoridad puede pedir un mundo más justo? Y, ya por ponernos pesados ¿Lula es de izquierda? Porque el liberal Álvaro Vargas Llosa lo considera un peligro para el libre mercado, pero los sectores disidentes de su propio partido lo acusan de no haber cambiado nada en realidad. Cuando el mundo no se acomoda a nuestros parámetros, es posible echarle la culpa al mundo. Pero parece más sensato revisar nuestros parámetros. Los referentes de izquierda y derecha que servían para describir un mundo polarizado no parecen capaces de explicar un mundo con una economía globalizada. Y sin embargo, sí hace falta un discurso que oriente los cambios. Porque hay mucho que cambiar. La propuesta de extrema izquierda es volver el sistema de revés. Ahora, eso es más una queja que un programa. Mientras se nos ocurre cómo cambiar el mundo, parece que tanto los antisistema como los más moderados están de acuerdo en la necesidad de reglas iguales y negociaciones justas, del tipo “yo quito mis subsidios pero tú abres tu mercado a mis servicios”. Los antisistema consideran que creer en una negociación justa es iluso debido a los abismos económicos que separan a unos países de otros. Los más moderados creen que es lo único que cabe hacer para reducir las desigualdades. Recientemente, el escritor Jorge Benavides me dijo: “antes queríamos cambiar el mundo. Ahora nos conformamos con que no se venga abajo”. Va a ser eso, ser de izquierda: tratar de que se pongan de acuerdo los leones antes de que se coman el circo.

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19 de diciembre de 2005
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Las putas del Gabo

Al leer la selección de los mejores libros del año 2005 en el Financial Times, veo cinco novelas traducidas al inglés. Si descartamos una del israelí David Grossman y el último libro del japonés Haruki Murakami, que se convierte con razón en un éxito en todas partes, quedan tres escritores de América Latina: Rodrigo Fresán (Argentina), Pedro Juan Gutiérrez (Cuba) y Gabriel García Márquez (Gabo, un país en sí mismo).

No sorprende la presencia de Fresán. Desde Historia argentina no se discute su talento y Jardines de Kensington, que se basa en la vida de J.M. Barrie, el creador de Peter Pan, era un imán para lectores ingleses. Pero hay que pensar en cómo valoramos los escritores al ver Gutiérrez y Gabo en la lista. Todos hemos oído decir, cuando no lo decimos, que Gutiérrez es pura chabacanería, sexo barato y suma vulgaridad. Bien, aquí esta. No con Nuestro G.G. en La Habana, un largo cuento que utiliza la figura y la supuesta flema de Graham Greene, sino con otro libro de chabacanería, sexo, etc. ¿Despreciamos la innegable energía de Gutiérrez?

Pero es la presencia del Gabo la que más da para reflexionar. De Memoria de mis putas tristes se dijeron muchas cosas negativas en el mundo hispanohablante. Al leer el Financial Times, me atrevo a decir ahora que fue por una razón sencilla: la presencia de emociones y visiones que ya habíamos encontrado en novelas, cuentos y artículos del escritor. Los anglosajones, que no han leído tanto a Gabo, no tuvieron dudas al descubrir la traducción. Y lo pusieron sin pensarlo dos veces al lado de otra obra de otro premio Nobel: La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata.

Busco la reseña del libro de Gabo que escribió John Updike, en julio pasado, en “The New Yorker”. Dice con entusiasmo que ese libro “no habla tanto de amor como de vejez y enfermedad” y añade: “La belleza dormida solo tiene que dormir”. Al esperar del Gabo una historia de amor que sea más que el mero sueño de una adolescente, no se puede alcanzar la visión filosófica de Updike resumida en su última frase: “el setentón Gabriel García Márquez, aprovechando que sigue vivo, ha compuesto, con su gravedad sensual de siempre y su humor olímpico, una carta de amor a la luz que se apaga”.

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16 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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