Jean-François Fogel
Estoy en Londres donde el año empezó con la broma de siempre. Dos colaboradores del semanal The Sunday Times, Jonathan Calvert y Will Irredale, teclearon el texto de los primeros capítulos de dos novelas reconocidas y lo mandaron a veinte editores y agentes fingiendo ofrecer el manuscrito de un joven escritor. Con la presentación neutral de cualquier impresora de oficina, sólo se tenía el texto como elemento de valoración. Y claro, el rechazo fue casi total. De veinte cartas recibidas, una sola se interesó en uno de los libros.
La muestra utilizada por los dos autores de la trampa era dos novelas que recibieron el famoso premio Booker en los años setenta: Holiday, de Stanley Middleton, e In a free state, de V.S. Naipaul. El segundo libro fue traducido al español (en estilo libre) y es una obra que consagró como figura en el Reino Unido al autor que recibió el premio Nobel de Literatura en 2001. “No tienen una opinión sobre un libro si no tiene portada”, escribe el Sunday Times en una clara condena a la ceguera del sector editorial en la búsqueda de nuevos talentos.
Entre las personas que rechazaron los manuscritos se encuentran responsables de las más importantes casas editoriales y agentes literarios de primer orden de Londres incluyendo a Christopher Little, famoso por ser el descubridor de J. K. Rowling, la autora de Harry Potter. Desde entonces, todavía no se ha registrado el más mínimo síntoma de vergüenza y, por el momento, sólo autores como Doris Lessing o Andrew Motion han expresado su preocupación por el bajo nivel de los “supuestos” profesionales.
“Ver que algo está bien escrito y escrito de manera atractiva supone tener bastante talento y eso no se encuentra por aquí”, declaró por su parte Sir Vidia, el premio Nobel “rechazado”. Y para que nadie dude de su desprecio, el hombre que en estos momentos es considerado como el maestro del idioma inglés, añadiré que, en su opinión, en Londres, “hay pocas personas que puedan entender lo que es un buen párrafo”.
Se habla tanto del talento de los escritores, que se olvida el de los lectores. En unos fragmentos publicados en su libro En lisant, en écrivant, Julien Gracq, el mejor escritor francés vivo, viene a decir algo como (no es una cita literal): pensemos en un millón de personas que leen a Rimbaud; ahora, pensemos en Verlaine que lee a Rimbaud y lo descubre. Es cierto, existe la hora del lector, hora decisiva cuando por su posición es el primer lector.
Está bien, no esconderé que, después de esta condena al mundo editorial, me voy para Picadilly para descubrir en Hatchard’s, mi librería de siempre, lo que cocinaron estos trogloditas y analfabetos que ni reconocen a un premio Nobel.