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Un fin de semana con Evo

El clima del Altiplano boliviano es impredecible y cruel. Llegando a La Paz, a 3.800 metros sobre el nivel del mar, tuve que pasarme todo el día en cama, aturdido por el soroche. Y hoy sábado, aunque se supone que estamos en verano, ni la bufanda ni el jersey de lana bastan para protegerme del frío de la mañana: cinco grados. Y sin embargo, mientras me acerco a las ruinas de Tiwanaco, el clima humano va compensando las inclemencias del meteorológico. Más de 20.000 personas se han reunido a presenciar el rito andino con que el nuevo presidente Evo Morales se inviste ante los indios aimaras y quechuas. Nunca un presidente boliviano había convocado tanta expectativa: 1.200 periodistas de todo el mundo han venido a cubrir sus tres apariciones públicas. Y ésta, que subraya su origen indígena, es la primera. Los asistentes son tan insólitos como la ceremonia: campesinas de polleras típicas con banderas cubanas y posters del Che; extranjeros rubios mascando hojas de coca; políticos inverosímiles, como el presidente de Eslovenia o el candidato peruano Ollanta Humala envuelto en una bandera del Tawantinsuyo. Dos agitadores en zancos cantando que Evo, Fidel y Chávez van a joder a Washington. A media mañana, cuando por fin aparece Evo Morales, el sol reina en el cielo. En segundos, el calor aumenta hasta obligarme a quitarme el jersey. Y la luz solar se vuelve tan fuerte que me produce llagas en la piel de la nariz. Las celebraciones del domingo incluyen el tradicional cambio de mando y un nuevo encuentro con las masas, esta vez en La Paz. Una vez más, el mitin es multitudinario. En su discurso preliminar, el vicepresidente anuncia el fin de los 513 años de opresión indígena y el inicio de una nueva era. Por lo menos, está claro que Evo gobernará sin trabas: el 84% de los bolivianos votó en las elecciones, y él consiguió más del 53% de los votos en primera vuelta. Tiene mayoría en el Congreso y, mediante pactos con fuerzas pequeñas, en el Senado. De las nueve regiones del país, tres están gobernadas por su partido, y ninguna agrupación supera esa cifra. Pero la legitimidad y la expectativa de Evo Morales no se limita al 64% indígena de los bolivianos. Buena parte de la clase media votó por él, e incluso algunos conservadores que nunca lo harán se sienten orgullosos de que un indígena pastor de llamas pueda alcanzar la presidencia de su país. Los progres latinoamericanos también han venido a celebrar. En los mítines se escuchan acentos de todas partes. Sin ir más lejos, la casa en que me alojo es de una familia de izquierdistas peruanos, que reciben este fin de semana a ocho visitantes, repartidos entre camas y colchones tirados en el suelo. Por el lobby del hotel Radisson, del que me echan por no tener acreditación de prensa, circulan Hugo Chávez, el español Gaspar Llamazares y el peruano Javier Diez Canseco sólo en el minuto en que me permiten asomarme a la puerta. Por la noche del domingo, después del último discurso de Morales, suben al escenario grupos como Inti Illimani y Piero. Entonces rompe a llover. A cántaros. Mientras estornudo y estoy seguro de que me he ganado una pulmonía, pienso en la euforia que se ha desatado en el país más pobre de Sudamérica. Quizá el peor enemigo de Morales sea precisamente la enorme expectativa que ha despertado. Pero en esta ciudad, que suele cambiar de presidente tanto como de clima, sus seguidores piensan que él representa el amanecer de una estable primavera democrática. Espero que tengan razón. Quiero que la tengan.

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23 de enero de 2006
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El temor del escritor ante la brevedad

Yo que siempre observé la forma del cuento a prudente distancia, con una mezcla de respeto y de terror dosificada en partes iguales, me encuentro escribiendo el guión de un cortometraje que dirigiré, si todo sigue bien, en cuestión de un par de meses. El porqué no le importará a nadie más que a mí: digamos que existen productores de cine que estarían más tranquilos si supiesen que puedo lidiar con actores y pegar un plano detrás de otro con cierto tino, y que eso ayudaría a que respirasen a la hora de avalar mi primer largo. Pero más allá de sus atendibles razones, la realidad no me deja otra salida que bajar la testuz y embestir. Con un corto, nada menos. Un relato que no puede durar más de veintinueve minutos, en el más exagerado de los casos, lo cual en materia de guiones equivale a veintinueve páginas. Que debo pergeñar justo yo, que todavía recuerdo la acusación que Jacobo Timerman me arrojaba por la cabeza a diario cuando trabajaba a sus órdenes como periodista: según Timerman, yo sufría de incontinencia tipográfica. Timerman tenía razón. Podría echarle la culpa a mis lecturas y mis películas favoritas. Aun cuando escribo ficción novelística, esto es no cinematográfica, yo escribo en widescreen. Soy uno de esos locos que saldría a la calle a manifestarse por el regreso de las pantallas en 70 mm. (El único graffitti que escribí en mi vida no fue político, precisamente: lo hice en el frente de una escuela pública y decía Fuera Claude Lelouch, en ocasión de la visita a la Argentina que el director de Los unos y los otros hizo en algún momento de los tardíos 80.) Y aunque sigo sosteniendo que no hay mejor forma de ver el cine que en el cine, estoy muy agradecido por la invención de esas maravillosas y anchísimas pantallas planas de TV. Hace un par de días mi hija más chica manifestó su deseo de ver Apocalypse Now, y yo le dije que encantado, que lo haríamos apenas comprase una de esas pantallotas. ¿Cómo apreciar la Cabalgata de las Walkyrias en una pantalla de nimias 29 pulgadas? Perdón por la digresión. Ya veo por qué todos los textos se me ponen largos. Lo que trataba de decir es que me gustan las ficciones literarias que me demandan la dedicación de un tiempo considerable. (¿Últimas lecturas? David Copperfield: 716 páginas en la abigarrada edición de Penguin. Jonathan Strange & Mr. Norrell: 1006 páginas en la edición paperback de Bloomsbury. On Beauty, de Zadie Smith: 442 brevísimas páginas.) Por supuesto que admiro a los grandes cuentistas. Siendo argentino, he sido criado con base en una dieta constante de Borges y Cortázar. Admiro la perfección a que sólo puede aspirar el relato breve. Uno pisa sobre seguro cuando dice que tal o cual relato borgiano es simplemente perfecto, porque no le sobra ni le falta nada, pero siempre se arriesga cuando afirma que tal o cual novela es perfecta, aun tratándose de clásicos. La novela debe ser imperfecta por definición, necesita nuestra complicidad en el trato que debemos entablar con los personajes y eso sólo se logra con el paso del tiempo, con datos y pasajes que pueden ser irrelevantes desde el punto de vista de la información pero que son vitales para aproximarnos a la circunstancia de los protagonistas. Estoy seguro de que Dickens no necesitaba incluir el detalle de las dificultades de Copperfield en el manejo de los empleados domésticos, la novela bien puede prescindir de esos tramos. Pero al leerlos sentí más próximo al personaje, que además me hizo reflexionar sobre lo poco que han cambiado algunas cosas en los últimos dos siglos. (No pretendan convencerme de que ustedes no tienen esos problemas, porque no les creería.) El arte del cuento me fascina. Pero no suelo incursionar en él por dos motivos. El primero es la simple incapacidad personal. Como dije, suelo escribir en widescreen: necesito fondo, contexto, multiplicidad de historias paralelas. Y el segundo deriva, ahora sí, de la libre elección. Las ficciones que amo leer y que me gusta escribir contienen un elemento importantísimo y vital, que es la emotividad. Amo que me conmuevan: con la furia, con el horror, con el amor, con la piedad, me da igual. Y es mucho más fácil crear emotividad manejando formas largas. Aquellos cuentos emotivos que me vienen a la mente de buenas a primeras son más bien largos: bueno, A Perfect Day for Bananafish de J. D. Salinger tiene quince páginas, pero La balada del café triste tiene 70 en mi edición de Bantam, lo cual lo aproxima a la nouvelle. Ya me imagino que me tirarán por la cabeza infinidad de cuentos breves y emotivos y perfectos que leeré de buena gana, pero aun así porfiaré y defenderé mi terreno y seguiré diciendo que la experiencia de leer textos largos me ha marcado más, aunque más no sea porque conviví con la Miss Amelia de Carson McCullers tan sólo un rato mientras que con Copperfield pasé días interminables y maravillosos, al término de los cuales se había convirtido en parte de mi (a Dios gracias extensa) familia espiritual. Soy de los que cree, como Dorothy Parker, que la brevedad funciona mejor en materia de lingerie.

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20 de enero de 2006
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Poesía y crítica

A veces, los editores franceses nos hacen la vida más feliz. Es lo que ocurre con la publicación de Ecrits sur la littérature de Charles Baudelaire. Es una recopilación donde se encuentran muchos de los “escritos sobre la literatura” del poeta francés. Más de seiscientas páginas por ocho euros: “Le Livre de Poche” ofrece un buen negocio. Y además da para pensar, con unas frases de Beaudelaire que ya citaron tres diarios o revistas. “…Tous les grands poètes deviennent naturellement, fatalement critiques… Il est imposible qu’un poète ne contienne pas un critique”. Traducción en mi castellano afrancesado: “todos los grandes poetas se vuelven naturalmente, inexorablemente, críticos … es imposible que dentro de un poeta no se encuentre un crítico”.

¿Es cierto lo que dice Beaudelaire? Si examinamos la pregunta desde Francia en el siglo XX, contestamos sí al mirar a St John Perse o Paul Valéry. Pero optamos por el no si se trata de René Char, Paul Eluard o Louis Aragon. Todas las generalizaciones son falsas, incluida la de Beaudelaire, y la mía también. Pero creo que no se puede rechazar su planteamiento, difícil, mucho más amplio que los apuntes de un blog: existe un vínculo entre poesía y crítica. Me parece cierto. Basta nombrar a dos gigantes para comprobarlo: Derek Walcott y Joseph Brodsky. Grandes poetas y críticos de excepción: hay que releer lo que el uno publicó sobre Robert Frost y el otro sobre Puchkin y Auden. Son críticas para quitarse el sombrero hasta el fin de su vida.

La naturaleza del eslabón que une las dos disciplinas es sencilla: siempre nos equivocamos sobre el papel de la poesía más allá de la literatura. Apunté en un cuaderno mío la frase que pronunció Brodsky, en 1991, al ser designado “Poet laureat” (literalmente: poeta elegido) por el congreso de EE. UU. Era un artista perseguido, había huido de la Unión Soviética de Brejnev y había cambiado de país y de idioma. Tenía una oportunidad tremenda de hacer una declaración política en el contexto que le rodeaba pero se limitó a hacer un brindis a lo que ocupaba su vida: “Poetry is not a form of entertainment, and in sense not even a form of art, but our anthropological, genetic goal, our linguistic, evolutionnary beacon”. (Poesía no es una forma de ocio, y de una cierta manera tampoco es una forma de arte, es nuestra meta antropológica, genética, el faro lingüístico de nuestra evolución).

Cuando un día empieza con preocupaciones como esta, no hay otro remedio que T.S. Eliot: “On Poetry and Poets”. Es crítica sobre poesía y redondea el círculo donde uno va pensando. Para los que no leen el inglés hay un remedio igual, tan bueno de verdad: Jaime Gil de Biedma. Su libro El pie de la letra empieza con un texto “Función de la poesía y Función de la crítica” dedicado a T.S. Eliot. Hay por lo menos dos razones para releerlo. La primera es lo que dice sobre la relación entre poesía y comunicación. La segunda es que confirma la afirmación de Baudelaire: es imposible que dentro de un poeta no se encuentre un crítico.

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20 de enero de 2006
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La chica del pelo rojo

Conocí a Claudia Llosa en el 2000, poco antes de venir a vivir a España y precisamente a causa de ello. Los dos queríamos viajar para estudiar guión de cine. Ella lo supo por un amigo común, y me llamó un día para conocernos y comparar nuestros programas. Al final, no hubo mucho que comparar. El programa al que yo postulaba se cerró, y yo acabé yendo a la escuela de cine de Claudia. Por entonces, ella era una publicista con pelo rojo y sonrisa iridiscente. Usaba unas botas tan altas que caerse le podría haber costado una fractura de cadera. Y frecuentemente llegaba a la clase con una bolsa de compras porque acababa de descubrir una tienda nueva que, simplemente, no podía dejar pasar. Vivía en un apartamento del barrio de Malasaña, donde organizaba fiestas en las que aparecían guitarristas de Senegal y diseñadores portugueses. Iba de vacaciones a la fiesta del orgullo gay de Berlín o al festival de Cannes. En suma, era una de esas personas con tal halo de glamour a su alrededor que sólo podía haber salido de un comercial de televisión. Y sin embargo, sus guiones eran terriblemente sórdidos. Recuerdo uno sobre un hombre que le hablaba a una mujer mientras ella se desangraba en una bañera. Una de las líneas del diálogo decía: “inyéctame tus bragas”. Cuando le pregunté a Claudia por qué decía eso, me respondió que no tenía idea, pero le parecía una frase espectacular. Debe serlo porque aún la recuerdo. Inyéctame tus bragas. Después del master de guión, Claudia se instaló en Barcelona y se dedicó a la publicidad, por supuesto. Mientras tanto, siguió trabajando en el proyecto de largometraje que había empezado en las clases, una historia ambientada en un pueblo de la sierra peruana durante la semana santa. Aparentemente, es verdad que el pueblo se entrega a la barbarie entre el viernes santo y el domingo de resurrección, bajo el supuesto de que Dios ha muerto y no puede verlos. Claudia usó ese escenario para situar una historia de incesto. Yo no la volví a ver mientras trabajaba en este proyecto. Me enteraba de ella por los mails colectivos de nuestros compañeros de clase. Un día, hace un par de años, leí en el periódico que su guión había ganado el premio del festival de La Habana, lo cual implicaba la posibilidad de rodarse si conseguía productor. Era el primer guión de nuestro curso que se rodaría en cine. Eso ya era un gran paso en la carrera de Claudia. Pero meses después supe que a ella ningún director la había convencido, y estaba decidida a dirigir ella misma. Al escucharlo, no supe si Claudia tenía sus ideas muy claras o estaba completamente loca. Sólo volví a encontrarme con ella hace un año, durante un viaje a Madrid, cuando se quedó un par de noches en mi casa. Para entonces, llevaba cuatro años corrigiendo el texto, había formado una productora en Perú y preparaba personalmente el rodaje ahí y la postproducción en Barcelona. Y parecía una persona distinta, más sólida y dueña de sí misma. Su pelo estaba menos rojo y más corto. Daba la impresión de haber crecido mucho más que los cuatro años que la separaban de mis recuerdos. Se lo comenté, y me respondió: “debo haber madurado cuando tuve que vivir sin un centavo”. Ahora, ese guión, cuyas primeras versiones yo escuché en el salón de clases, se ha convertido en Madeinusa, una película seleccionada para el festival de Sundance, que arranca hoy. Sólo 16 filmes entran en la sección oficial, y aparte de ella, sólo una es española: Princesas de Fernando León, una compañía nada desdeñable. El mundo del arte –del cine, el teatro y la literatura- es uno de los más quejumbrosos que conozco. Casi todos los artistas creen que el mundo subvalora su talento, que merecen más de lo que tienen y que el mercado sólo premia la mediocridad. Pero casi nadie hace nada al respecto. Claudia Llosa me ha sorprendido por su capacidad de sacar adelante un proyecto tan monumental como una película a lo largo de cinco años de multiplicarse a sí misma en varios países en los que no conocía a nadie. Pase lo que pase con ella, Madeinusa es ya un éxito: la prueba de que el talento de Claudia se ha abierto paso por sí mismo, pero también de que incluso un talento así necesita estar acompañado por una voluntad capaz de tumbar todos los obstáculos, como una fuerza de la naturaleza con el pelo rojo.

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20 de enero de 2006
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Un poco de esperanza

Ayer bajó a la ciudad el Hombre del Monte. Nos vimos en uno de los escasos cafés de Barcelona que ofrecen vino de calidad en copa aceptable. Fue un Terrer. Este caballero supo muy pronto que tenía un don para la literatura, del mismo modo que Giotto comprendió que debía dedicarse a la pintura o Mozart a la música. Para estas cosas, hay que nacer. Ni corto ni perezoso (espléndida expresión en la que nadie sabe explicar lo de “corto”) decidió emprender una vida de escritor, para lo cual es eminente comer poco y vestir con indulgencia. Lo principal en la carrera de escritor es no gastar un duro, todo lo demás es accesorio. Así que, tras pagar los derechos reales, se subió a la montaña para ocupar un viejo caserío de la familia, destartalado, pero con presencias faulknerianas. Aunque es todavía joven, ha publicado una docena de novelas, ensayos, cuentos, biografías, con mayor o menor repercusión pública, aunque sigue teniendo que contar las monedas a fin de mes en plan mercader flamenco con balancilla. Su prosa, que ya era muy buena en la juventud, se ha ido fortaleciendo y musculando como los cazadores profesionales que desde muy pequeños andan ojo avizor entre las breñas. Su prosa ha adquirido ese inconfundible aroma de leña quemada y brezo entre nieblas que suele adornar a los perros conejeros. Mientras tanto ha aprendido griego clásico, alemán y un poco de arameo, esta última y utilísima lengua gracias a un cura aficionado a lo veterotestamentario, que también transita por aquellos peñascales y con el que hace intercambio de saberes. Ahora tiene un libro traducido al alemán (pero no publicado en España) y va a editar otro en Portugal (pero no en España), porque éste es un país muy burro. A mi modo de ver, tanto el Hombre del Monte, como aquel Hombre de las Focas y de los Pingüinos de hace un mes, mantienen viva la dignidad de la literatura. Son admirables (sin concepto, como decía Pierce) y permiten conservar la confianza en un arte que últimamente parece haberse originado en Occidente para producir superventas.

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20 de enero de 2006
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La verdadera Babel

Es un suplemento del diario Financial Times. Fecha: 7 de enero del 2006. Es un poco tarde para descubrir algo que me interese, pero en el momento de tirar el papel a la basura descubro una maravilla: un artículo dedicado a una vieja base de datos. Fue creada en 1931 por la Sociedad de las Naciones en Ginebra. La Unesco se encargó de ella en 1946. Informatizada hace un cuarto de siglo, todavía no tiene conexión con la red de Internet. Se llama «Index Translationum», según el artículo, y contesta a una única pregunta: ¿Quién es el autor que más traducciones tiene en el mundo? Respuesta: Walt Disney.

Lo más extraño no es tanto la existencia de aquella base de datos. Saber cómo circulan los libros parecía ser un dato importante en el momento de organizar el mundo para eludir una repetición de la primera guerra mundial. No, lo más increíble es mantener, a lo largo de tantos años, el censo de las traducciones en el mundo. El método utilizado, que recopila una por una cada traducción, favorece a los autores que más libros publicaron. Para dar un ejemplo, después de cerrar con el séptimo y último libro su serie de los Harry Potter, J.K. Rowling tendrá que esperar la traducción de cada uno de sus libros a ciento cincuenta idiomas, para figurar entre los cincuenta autores más traducidos. Por el momento, detrás de Disney, vienen: Agatha Christie, Julio Verne, Vladímir Lenin y Enid Blyton (la autora de los libros juveniles sobra la banda de los cinco).

De manera global, entre los cincuenta primeros hay muchos autores de cuentos como los hermanos Grimm o Perrault. Autores de novelas policiacas tienen también una presencia fuerte. El censo es lo suficiente fino como para ubicar el Nuevo Testamento en la posición número trece, mientras La Biblia entera sale en el rango veintidós de la clasificación y el Antiguo Testamento, en el cuarenta. En el otro bando, Lenin con su cuarta posición aplasta a Carlos Marx, treinta, y Engels, treinta y seis.

Claro que el inglés sale muy favorecido. Entre los cincuenta autores más traducidos, veintiseis utilizan el idioma de Shakespeare. Seis tienen el francés como herramienta y otros seis el alemán. Aparte de La Biblia (me parece difícil opinar que tiene un autor) solo hay europeos o norteamericanos entre los cincuenta autores más traducidos en el mundo. Y aquí viene el dato esencial: ni uno solo escribe en español…

¿Y la lengua francesa? Además de Julio Verne, tiene cuatro representantes: Dumas, decimosexto; Simenon, decimoctavo; Goscinny, en el puesto veintiuno, y Charles Perrault, en el cuarenta y dos. En cuanto a la geografía, se redibuja rápidamente: exceptuando la redacción de La Biblia, todos los textos contabilizados provienen de autores europeos o norteamericanos.

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19 de enero de 2006
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Conectado y solitario

A veces la dependencia de los nuevos medios de contacto electrónicos me desquicia. Y eso que todavía no me he enviciado con los chats, o con la participación en blogs ajenos. El día que me meta en uno y no encuentre a nadie que me responda de inmediato, voy a quedar al borde de un ataque de nervios. Empecé a pensar en el asunto a causa de mi hija Agustina, que en su remoto destino sureño está alejada de teléfonos móviles, MSN y demás mecanismos de contacto virtual pero instantáneo a los que es por completo adicta. Me pregunté cuánto tardaría en desesperarse. Y al poco rato descubrí que había empezado a compadecerme de mí mismo, desahuciado por una serie de mails que había enviado sin obtener inmediata respuesta. Por lo menos en épocas del correo convencional uno contaba con un lapso prudencial antes de empezar a desesperar. Ahora la tecnología me da la posibilidad de suscitar un eco inmediato. Y si no lo consigo, la culpa será mía y sólo mía. He ahí la ironía de los sistemas como el e-mail y el chat. Uno puede estar rodeado de gente de carne y hueso, amores, amigos, parientes e hijos, y aun así, si la pantalla dice messages: 0, sentirse el tipo más solo del planeta.

…………………………

Para peor, ahora me he hecho adicto a este blog. El blog tiene la ventaja de que lo ayuda a uno a ponerse en contacto con maravillosa gente desconocida, y la desventaja de que, de no obtener respuesta, uno no puede cabrearse con nadie concreto.

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Disculpen que hoy la haga corta, pero necesito revisar mi casilla de mensajes.

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19 de enero de 2006
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Las botas de Mario Vargas Llosa

El último artículo de Mario Vargas Llosa, “Raza, botas y nacionalismo”, se refiere al fenómeno del izquierdismo con filo étnico que crece como la espuma en los países andinos. Y por supuesto, es altamente crítico con sus representantes Hugo Chávez, Evo Morales y el candidato peruano a la presidencia Ollanta Humala, el nuevo miembro del club. Vargas Llosa llama a los tres políticos “racistas”, “militaristas”, “bárbaros”, “demagogos”, “irresponsables”, “incultos”, “anacronismos vivientes” y “monstruos”. Evo es “vivo como una ardilla, trepador y latero”. Humala encarna la amenaza de una “catástrofe”. Y Chávez… bueno, ya se pueden imaginar lo que dice de Chávez. Para la mayoría de mis amigos europeos y peruanos, el artículo representa un ejemplo de lucidez y agudeza. Y sin embargo, paradójicamente, el más feliz con él es el propio Humala. En efecto, en una charla informal, uno de los asesores de imagen del “comandante” me ofrece el siguiente análisis: “Este artículo quizá nos consiga un par de puntos en las encuestas, porque Vargas Llosa es blanco. Peor aún, es el prototipo de lo blanco. En un país con tanta desigualdad, él representa a la vez al sistema de los políticos tradicionales y al rico que vive en Europa. Y precisamente el odio contra ambos grupos es el pivote del voto por Humala”. Según el asesor, cuando Vargas Llosa compara a Humala con Chávez y Evo, refuerza su imagen como líder de altura internacional. “Pero lo más importante: por mucho que Vargas Llosa escriba contra el racismo, es percibido como un blanco insultando a indios (Evo), mestizos (Humala) y mulatos (Chávez). El 80% de este país se ha visto en esa situación, y no precisamente del lado blanco”. Ollanta ocupa el primer lugar en las encuestas con un 28% de intención de voto casi sin abrir la boca. De hecho, sus apariciones políticas han sido mínimas y muchos menos que las de cualquier otro candidato (la semana pasada tuvo sólo dos, y no concedió ninguna entrevista). Quienes lo han catapultado son precisamente sus enemigos, porque él ha capitalizado su terror. O al menos, eso pienso cuando el asesor se despide de mí y me dice: -Oye, tú eres escritor ¿No? ¿Conoces a Vargas Llosa? ¿Puedes convencerlo de que escriba otro artículo así? Nos vendría bien que lo publique en la semana de las elecciones.

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19 de enero de 2006
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Se fue

Era el mejor escritor de mi generación, pero jamás escribió una sola línea. A veces los amigos, después de escuchar boquiabiertos uno de sus relatos, le decíamos: pero hombre, Diego, por qué no lo pones por escrito, pero si es magnífico, si es que ya tienes una novela. Pero él se negaba a escribir, tenía esa desconcertante soberbia de los exageradamente modestos. No he conocido juicio más certero que el suyo. Fue el primero en descubrir algunos escritores que a principios de los años sesenta eran casi desconocidos en España, o bien detestados como representantes del imperialismo yankee, como Vonnegut o Updike. Eran tiempos muy cutres. También acertó de inmediato con “La verdad sobre el caso Savolta” de Mendoza, novela a la que los artistas de entonces le ponían muchos reparos por comercial y vendida a las piscinas. “Lo vuestro tiene más mérito, claro –decía-, pero es que a mi me gustan las novelas”. Y éramos tan idiotas que ni siquiera nos ofendíamos. Quienes le conocíamos mejor siempre le confiábamos nuestras cosas para que las criticara, pero era tan buena persona que no servía para nada porque si no le gustaba no podía articular palabra. Adivinábamos que habíamos escrito una basura porque jadeaba, mascullaba palabras incomprensibles y acababa congestionado y sudando y tosiendo como una enfermo terminal. Daba pena. Déjalo, Diego, ya lo entiendo. Lo intentaré de nuevo. No quería ser escritor pero tampoco quería ser absolutamente ninguna otra cosa. Con un talento sin límites se había disfrazado de hombre vulgar. Tardaba horas en elegir la camisa más vulgar, la americana más vulgar, la corbata más vulgar (siempre llevó corbata: manchada, rota, ajada, descolgada, pero puesta), los zapatos más vulgares. Había días en que no le veías. Te cruzabas con él por la calle y no le habías visto. Entonces alguien te señalaba hacia atrás y decía, ¿pero no es Diego aquel de allí?, y era él y no lo habías visto. El era incapaz de pararte. “Me pareció que estabas ocupado”, decía, y lo decía de verdad. Trabajó toda su vida para uno de los organismos más corruptos de la Generalitat de Cataluña, un departamento con un montón de pleitos y juicios y condenados, pero que sigue tan campante porque aquí nunca pasa nada, esto ya es la Italia de Al Capone, como decía Diego. Era fabuloso oírle hablar de sus superiores. Los superiores no sabían la bomba de nitroglicerina que tenían en la casa, pero como era bueno nunca estalló, todo se fue en risas pantagruélicas sobre aquellos cleptómanos envueltos en banderas. Ayer lo encontraron como un pajarito, en su sillón de orejas. No he tenido el ánimo de preguntarle a su hija qué libro estaba leyendo.

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19 de enero de 2006
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El bolero del poder

Entre los cubanólogos (raza extraña cuya origen se ubica en Miami alrededor de los años sesenta) no se habla de otra cosa en estos días que del “discurso de la Universidad”. Unas palabras de Fidel Castro, en tono de confidencia cansada, donde pregunta a los jóvenes: “¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? ¿Lo han pensado alguna vez?”.

La referencia al pensamiento es fundamental, pues una revolución se analiza desde el punto de vista de un Torquemada: ¿Hay o no hay fe? Y si no hay fe, entramos en la zona del pecado. En el famoso “caso Ochoa” que mandó varios oficiales cubanos al paredón, en 1989, por un tráfico de droga supuestamente desconocido por las autoridades cubanas, hubo un momento en que el fiscal quiso comprobar si uno de los acusados había dicho que el tráfico estaba autorizado “al más alto nivel” (hay que entender: por Fidel). Al escuchar una respuesta negativa, el fiscal siguió con una pregunta más íntima: ¿Quizás lo ha pensado en alguna ocasión?

Hay que tomar en serio la pregunta de Fidel a estos jóvenes: ¿Creen la revolución invencible? Y, prueba de la influencia de Fidel, los cubanólogos, fuera de Cuba, se preguntan también cuáles son las ansias de los cubanos al prepararse para el cumpleaños de un comandante en jefe que alcanzará ochenta años el próximo verano. Al recibir varios e-mails y llamadas sobre ese debate fundamental, me parece imprescindible recordar dónde ubican los cubanos la esfera de la política (para hablar en términos de Carlos Marx) con relación a la esfera de sus sentimientos. Un bolero de Osvaldo Farés lo dice de manera perfecta, con “Tres palabras”, para citar su título:

“Dame tus manos, ven, toma las mías, Que te voy a confiar las ansias mías Son tres palabras, solamente, mis angustias, Esas palabras son ¡Cómo me gustas!”.

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18 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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