Félix de Azúa
Era el mejor escritor de mi generación, pero jamás escribió una sola línea. A veces los amigos, después de escuchar boquiabiertos uno de sus relatos, le decíamos: pero hombre, Diego, por qué no lo pones por escrito, pero si es magnífico, si es que ya tienes una novela. Pero él se negaba a escribir, tenía esa desconcertante soberbia de los exageradamente modestos.
No he conocido juicio más certero que el suyo. Fue el primero en descubrir algunos escritores que a principios de los años sesenta eran casi desconocidos en España, o bien detestados como representantes del imperialismo yankee, como Vonnegut o Updike. Eran tiempos muy cutres. También acertó de inmediato con “La verdad sobre el caso Savolta” de Mendoza, novela a la que los artistas de entonces le ponían muchos reparos por comercial y vendida a las piscinas. “Lo vuestro tiene más mérito, claro –decía-, pero es que a mi me gustan las novelas”. Y éramos tan idiotas que ni siquiera nos ofendíamos.
Quienes le conocíamos mejor siempre le confiábamos nuestras cosas para que las criticara, pero era tan buena persona que no servía para nada porque si no le gustaba no podía articular palabra. Adivinábamos que habíamos escrito una basura porque jadeaba, mascullaba palabras incomprensibles y acababa congestionado y sudando y tosiendo como una enfermo terminal. Daba pena. Déjalo, Diego, ya lo entiendo. Lo intentaré de nuevo.
No quería ser escritor pero tampoco quería ser absolutamente ninguna otra cosa. Con un talento sin límites se había disfrazado de hombre vulgar. Tardaba horas en elegir la camisa más vulgar, la americana más vulgar, la corbata más vulgar (siempre llevó corbata: manchada, rota, ajada, descolgada, pero puesta), los zapatos más vulgares. Había días en que no le veías. Te cruzabas con él por la calle y no le habías visto. Entonces alguien te señalaba hacia atrás y decía, ¿pero no es Diego aquel de allí?, y era él y no lo habías visto. El era incapaz de pararte. “Me pareció que estabas ocupado”, decía, y lo decía de verdad.
Trabajó toda su vida para uno de los organismos más corruptos de la Generalitat de Cataluña, un departamento con un montón de pleitos y juicios y condenados, pero que sigue tan campante porque aquí nunca pasa nada, esto ya es la Italia de Al Capone, como decía Diego. Era fabuloso oírle hablar de sus superiores. Los superiores no sabían la bomba de nitroglicerina que tenían en la casa, pero como era bueno nunca estalló, todo se fue en risas pantagruélicas sobre aquellos cleptómanos envueltos en banderas.
Ayer lo encontraron como un pajarito, en su sillón de orejas. No he tenido el ánimo de preguntarle a su hija qué libro estaba leyendo.