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La verdadera Babel

Es un suplemento del diario Financial Times. Fecha: 7 de enero del 2006. Es un poco tarde para descubrir algo que me interese, pero en el momento de tirar el papel a la basura descubro una maravilla: un artículo dedicado a una vieja base de datos. Fue creada en 1931 por la Sociedad de las Naciones en Ginebra. La Unesco se encargó de ella en 1946. Informatizada hace un cuarto de siglo, todavía no tiene conexión con la red de Internet. Se llama «Index Translationum», según el artículo, y contesta a una única pregunta: ¿Quién es el autor que más traducciones tiene en el mundo? Respuesta: Walt Disney.

Lo más extraño no es tanto la existencia de aquella base de datos. Saber cómo circulan los libros parecía ser un dato importante en el momento de organizar el mundo para eludir una repetición de la primera guerra mundial. No, lo más increíble es mantener, a lo largo de tantos años, el censo de las traducciones en el mundo. El método utilizado, que recopila una por una cada traducción, favorece a los autores que más libros publicaron. Para dar un ejemplo, después de cerrar con el séptimo y último libro su serie de los Harry Potter, J.K. Rowling tendrá que esperar la traducción de cada uno de sus libros a ciento cincuenta idiomas, para figurar entre los cincuenta autores más traducidos. Por el momento, detrás de Disney, vienen: Agatha Christie, Julio Verne, Vladímir Lenin y Enid Blyton (la autora de los libros juveniles sobra la banda de los cinco).

De manera global, entre los cincuenta primeros hay muchos autores de cuentos como los hermanos Grimm o Perrault. Autores de novelas policiacas tienen también una presencia fuerte. El censo es lo suficiente fino como para ubicar el Nuevo Testamento en la posición número trece, mientras La Biblia entera sale en el rango veintidós de la clasificación y el Antiguo Testamento, en el cuarenta. En el otro bando, Lenin con su cuarta posición aplasta a Carlos Marx, treinta, y Engels, treinta y seis.

Claro que el inglés sale muy favorecido. Entre los cincuenta autores más traducidos, veintiseis utilizan el idioma de Shakespeare. Seis tienen el francés como herramienta y otros seis el alemán. Aparte de La Biblia (me parece difícil opinar que tiene un autor) solo hay europeos o norteamericanos entre los cincuenta autores más traducidos en el mundo. Y aquí viene el dato esencial: ni uno solo escribe en español…

¿Y la lengua francesa? Además de Julio Verne, tiene cuatro representantes: Dumas, decimosexto; Simenon, decimoctavo; Goscinny, en el puesto veintiuno, y Charles Perrault, en el cuarenta y dos. En cuanto a la geografía, se redibuja rápidamente: exceptuando la redacción de La Biblia, todos los textos contabilizados provienen de autores europeos o norteamericanos.

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19 de enero de 2006
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Conectado y solitario

A veces la dependencia de los nuevos medios de contacto electrónicos me desquicia. Y eso que todavía no me he enviciado con los chats, o con la participación en blogs ajenos. El día que me meta en uno y no encuentre a nadie que me responda de inmediato, voy a quedar al borde de un ataque de nervios. Empecé a pensar en el asunto a causa de mi hija Agustina, que en su remoto destino sureño está alejada de teléfonos móviles, MSN y demás mecanismos de contacto virtual pero instantáneo a los que es por completo adicta. Me pregunté cuánto tardaría en desesperarse. Y al poco rato descubrí que había empezado a compadecerme de mí mismo, desahuciado por una serie de mails que había enviado sin obtener inmediata respuesta. Por lo menos en épocas del correo convencional uno contaba con un lapso prudencial antes de empezar a desesperar. Ahora la tecnología me da la posibilidad de suscitar un eco inmediato. Y si no lo consigo, la culpa será mía y sólo mía. He ahí la ironía de los sistemas como el e-mail y el chat. Uno puede estar rodeado de gente de carne y hueso, amores, amigos, parientes e hijos, y aun así, si la pantalla dice messages: 0, sentirse el tipo más solo del planeta.

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Para peor, ahora me he hecho adicto a este blog. El blog tiene la ventaja de que lo ayuda a uno a ponerse en contacto con maravillosa gente desconocida, y la desventaja de que, de no obtener respuesta, uno no puede cabrearse con nadie concreto.

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Disculpen que hoy la haga corta, pero necesito revisar mi casilla de mensajes.

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19 de enero de 2006
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Las botas de Mario Vargas Llosa

El último artículo de Mario Vargas Llosa, “Raza, botas y nacionalismo”, se refiere al fenómeno del izquierdismo con filo étnico que crece como la espuma en los países andinos. Y por supuesto, es altamente crítico con sus representantes Hugo Chávez, Evo Morales y el candidato peruano a la presidencia Ollanta Humala, el nuevo miembro del club. Vargas Llosa llama a los tres políticos “racistas”, “militaristas”, “bárbaros”, “demagogos”, “irresponsables”, “incultos”, “anacronismos vivientes” y “monstruos”. Evo es “vivo como una ardilla, trepador y latero”. Humala encarna la amenaza de una “catástrofe”. Y Chávez… bueno, ya se pueden imaginar lo que dice de Chávez. Para la mayoría de mis amigos europeos y peruanos, el artículo representa un ejemplo de lucidez y agudeza. Y sin embargo, paradójicamente, el más feliz con él es el propio Humala. En efecto, en una charla informal, uno de los asesores de imagen del “comandante” me ofrece el siguiente análisis: “Este artículo quizá nos consiga un par de puntos en las encuestas, porque Vargas Llosa es blanco. Peor aún, es el prototipo de lo blanco. En un país con tanta desigualdad, él representa a la vez al sistema de los políticos tradicionales y al rico que vive en Europa. Y precisamente el odio contra ambos grupos es el pivote del voto por Humala”. Según el asesor, cuando Vargas Llosa compara a Humala con Chávez y Evo, refuerza su imagen como líder de altura internacional. “Pero lo más importante: por mucho que Vargas Llosa escriba contra el racismo, es percibido como un blanco insultando a indios (Evo), mestizos (Humala) y mulatos (Chávez). El 80% de este país se ha visto en esa situación, y no precisamente del lado blanco”. Ollanta ocupa el primer lugar en las encuestas con un 28% de intención de voto casi sin abrir la boca. De hecho, sus apariciones políticas han sido mínimas y muchos menos que las de cualquier otro candidato (la semana pasada tuvo sólo dos, y no concedió ninguna entrevista). Quienes lo han catapultado son precisamente sus enemigos, porque él ha capitalizado su terror. O al menos, eso pienso cuando el asesor se despide de mí y me dice: -Oye, tú eres escritor ¿No? ¿Conoces a Vargas Llosa? ¿Puedes convencerlo de que escriba otro artículo así? Nos vendría bien que lo publique en la semana de las elecciones.

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19 de enero de 2006
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Se fue

Era el mejor escritor de mi generación, pero jamás escribió una sola línea. A veces los amigos, después de escuchar boquiabiertos uno de sus relatos, le decíamos: pero hombre, Diego, por qué no lo pones por escrito, pero si es magnífico, si es que ya tienes una novela. Pero él se negaba a escribir, tenía esa desconcertante soberbia de los exageradamente modestos. No he conocido juicio más certero que el suyo. Fue el primero en descubrir algunos escritores que a principios de los años sesenta eran casi desconocidos en España, o bien detestados como representantes del imperialismo yankee, como Vonnegut o Updike. Eran tiempos muy cutres. También acertó de inmediato con “La verdad sobre el caso Savolta” de Mendoza, novela a la que los artistas de entonces le ponían muchos reparos por comercial y vendida a las piscinas. “Lo vuestro tiene más mérito, claro –decía-, pero es que a mi me gustan las novelas”. Y éramos tan idiotas que ni siquiera nos ofendíamos. Quienes le conocíamos mejor siempre le confiábamos nuestras cosas para que las criticara, pero era tan buena persona que no servía para nada porque si no le gustaba no podía articular palabra. Adivinábamos que habíamos escrito una basura porque jadeaba, mascullaba palabras incomprensibles y acababa congestionado y sudando y tosiendo como una enfermo terminal. Daba pena. Déjalo, Diego, ya lo entiendo. Lo intentaré de nuevo. No quería ser escritor pero tampoco quería ser absolutamente ninguna otra cosa. Con un talento sin límites se había disfrazado de hombre vulgar. Tardaba horas en elegir la camisa más vulgar, la americana más vulgar, la corbata más vulgar (siempre llevó corbata: manchada, rota, ajada, descolgada, pero puesta), los zapatos más vulgares. Había días en que no le veías. Te cruzabas con él por la calle y no le habías visto. Entonces alguien te señalaba hacia atrás y decía, ¿pero no es Diego aquel de allí?, y era él y no lo habías visto. El era incapaz de pararte. “Me pareció que estabas ocupado”, decía, y lo decía de verdad. Trabajó toda su vida para uno de los organismos más corruptos de la Generalitat de Cataluña, un departamento con un montón de pleitos y juicios y condenados, pero que sigue tan campante porque aquí nunca pasa nada, esto ya es la Italia de Al Capone, como decía Diego. Era fabuloso oírle hablar de sus superiores. Los superiores no sabían la bomba de nitroglicerina que tenían en la casa, pero como era bueno nunca estalló, todo se fue en risas pantagruélicas sobre aquellos cleptómanos envueltos en banderas. Ayer lo encontraron como un pajarito, en su sillón de orejas. No he tenido el ánimo de preguntarle a su hija qué libro estaba leyendo.

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19 de enero de 2006
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El bolero del poder

Entre los cubanólogos (raza extraña cuya origen se ubica en Miami alrededor de los años sesenta) no se habla de otra cosa en estos días que del “discurso de la Universidad”. Unas palabras de Fidel Castro, en tono de confidencia cansada, donde pregunta a los jóvenes: “¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? ¿Lo han pensado alguna vez?”.

La referencia al pensamiento es fundamental, pues una revolución se analiza desde el punto de vista de un Torquemada: ¿Hay o no hay fe? Y si no hay fe, entramos en la zona del pecado. En el famoso “caso Ochoa” que mandó varios oficiales cubanos al paredón, en 1989, por un tráfico de droga supuestamente desconocido por las autoridades cubanas, hubo un momento en que el fiscal quiso comprobar si uno de los acusados había dicho que el tráfico estaba autorizado “al más alto nivel” (hay que entender: por Fidel). Al escuchar una respuesta negativa, el fiscal siguió con una pregunta más íntima: ¿Quizás lo ha pensado en alguna ocasión?

Hay que tomar en serio la pregunta de Fidel a estos jóvenes: ¿Creen la revolución invencible? Y, prueba de la influencia de Fidel, los cubanólogos, fuera de Cuba, se preguntan también cuáles son las ansias de los cubanos al prepararse para el cumpleaños de un comandante en jefe que alcanzará ochenta años el próximo verano. Al recibir varios e-mails y llamadas sobre ese debate fundamental, me parece imprescindible recordar dónde ubican los cubanos la esfera de la política (para hablar en términos de Carlos Marx) con relación a la esfera de sus sentimientos. Un bolero de Osvaldo Farés lo dice de manera perfecta, con “Tres palabras”, para citar su título:

“Dame tus manos, ven, toma las mías, Que te voy a confiar las ansias mías Son tres palabras, solamente, mis angustias, Esas palabras son ¡Cómo me gustas!”.

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18 de enero de 2006
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Descanso eterno y único

Ahora ya me puedo morir tranquilo. Según este anuncio de La Vanguardia hay un “cementerio único” a 15 minutos de Barcelona. Lo de anunciar un cementerio como si fuera un modelito de París, me parece un hallazgo. Imagino grandes posibilidades como “Extirpación única de tumores malignos” o bien “Confesiones católicas por sacerdote único”. La unicidad de este cementerio llamado “Parc Roques Blanques” no se explica con la necesaria contundencia, pero en cambio se nos anuncia que: “disponemos de nuevas Tumbas y Panteones y Columbarios, por ampliación de nuestra instalaciones”. Debe de ser una de las pocas empresas de este país que amplía instalaciones. También es cierto que por su materia prima tiene difícil la así llamada descolocación. Ciertamente, con un poco de iniciativa uno podría ser enterrado en Turquía o en el Tchad, en donde el terreno viene siendo más barato, pero aunque la idea sea razonable en términos económicos, es difícil que un negocio de exportación de cadáveres acabara dando altos rendimientos. Al final del anuncio, sin embargo, averiguamos en qué consiste la unicidad del cementerio: “Todos (tumbas, columbarios, panteones) están ubicados en amplios espacios rodeados de naturaleza”. Esto es admirable. Quienes vivimos en la ciudad más cara de España y una de las peor acondicionadas, con pisos de 30 metros cuadrados a cuarenta millones de pesetas, tenemos ahora la oportunidad de gozar tras la muerte de todo lo que nos fue arrebatado durante la vida. Ya tengo ganas de estrenar, no sé si tumba o columbario. Voy a pedir el folleto que se envía “confidencialmente y sin compromiso”, quizás porque es difícil comprometerse a morir y siempre es mejor no hacerlo en público, llamando al 936730535. Habrá que darse prisa.

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18 de enero de 2006
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El candidato

Viendo televisión peruana descubro en los informativos dominicales al exótico candidato presidencial Peter Koechlin. Su nombre es tan peruano como su imagen: un rubio de ojos claros. Y su metro noventa de estatura contrasta con su 0.90% en la intención de voto. Su eslogan es “tecnología y ecología”. O algo así. Koechlin lanza su campaña por todo lo alto, ya que aparece casi simultáneamente en los dos programas de televisión con más audiencia. En ambos insiste en que es un firme defensor de la democracia. Y tiene pruebas: en los años setenta, en plena dictadura militar, organizó un concierto de Santana. Como los músicos se mostraron claramente drogados desde su ingreso al país, el gobierno decidió expulsarlos. Los militares latinoamericanos, ya se sabe, nunca escucharon Black Magic Woman. En valiente respuesta, Koechlin tomó un avión y se fue del país por su propio pie. Pero antes, según dice, reunió a unos cincuenta muchachos y organizó la “única manifestación contra la dictadura que llegó a las puertas de palacio de gobierno”. Supongo que probablemente la policía no se dio cuenta siquiera de que ese grupo de marihuaneros rubios era una manifestación. El eje de la propuesta de Koechlin es combatir la corrupción con tecnología: quiere comprar computadoras que sepan dónde y cómo se está gastando el dinero del estado. Dice que así será imposible que los funcionarios públicos se roben el dinero. No dice, sin embargo, qué pasará si los que controlan esas máquinas son corruptos. No sería raro que alguien se las robe. Deben ser caras. Otra de las propuestas de Koechlin es acabar con el cultivo de coca, que además de ser el eje de la política norteamericana en la región, es un gran depredador natural. Divertida propuesta. Los campesinos cocaleros han resistido la erradicación violenta de sus cultivos y el enfrentamiento contra Estados Unidos. Han combatido y a menudo trabajado con narcotraficantes. Han estado en el ojo del huracán de la guerra entre el terrorismo y el ejército. Y en Bolivia, han llegado a la presidencia. Tienen aspiraciones políticas también en Perú. Pero Koechlin cree que dejarán de cultivar coca en cuanto se les explique que están envenenando los ríos. Según Koechlin, aún nadie les ha comentado ese punto. Lo peor es que este hombre es tomado en serio. Los periodistas le preguntan por sus vínculos con gobiernos y dictaduras, pero nadie cuestiona lo que él llama su programa de gobierno y sus antecedentes de luchador por la democracia. Simplemente, forma parte natural del paisaje. En el Perú hay 24 candidatos a la presidencia, la mayoría de ellos con partidos políticos nuevos que tienen nombres como Sí Cumple o Avanza País. El de Koechlin se llama Con Fuerza Perú. Todos saben que el hartazgo de los peruanos llega a tal punto, que es muy probable que gane las elecciones un perfecto desconocido. Y todos quieren ser el desconocido de turno. Si la candidatura funciona, los votos atraerán votos. Y tras los votos llegarán ávidos y solícitos los técnicos y asesores para formar un plan de gobierno. Ser candidato a la presidencia es una inversión con un 4% de posibilidades. Pero si ganas, te llevas la banca.

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18 de enero de 2006
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De las lecturas inolvidables

Uno recuerda buena parte de los libros que leyó, al menos en términos generales. Pero en algunos casos recuerda además dónde los leyó, y cuándo. A veces es la historia narrada la que resignifica la circunstancia en que se la leyó. Y a veces es al revés: la circunstancia externa alteró o subrayó los sentidos de la historia durante su lectura. Para graficarlo con un ejemplo cinematográfico: vi Último tango en París por primera vez a los 18 años, ocasión en la que me pareció una buena película, loca, osada. Volví a verla a los 35, y entonces descubrí una película inmensa. La diferencia entre una y otra visión era, ni más ni menos, la que produce el haber padecido en carne propia la desolación del amor. Asocio El amante de Lady Chatterley al consultorio de mi padre, que guardaba un ejemplar de la novela de D. H. Lawrence en su biblioteca. Yo me escabullía cuando él no estaba, para leer las partes de sexo. Asocio Los tres mosqueteros a la casa de mi abuela: me veo leyendo una versión infantil de Editorial Bruguera, de esas que intercalaba una versión en historieta en medio del texto, mientras la lluvia caía torrencial. Asocio revistas de historietas como D’Artagnan, El Tony y Fantasía a la casa de mi madrina, que vivía a tres cuadras de un local de canje; yo cambiaba revistas como loco, a veces dos o tres veces en el mismo día, con la sensación de que el suministro de aventuras se volvía infinito. ¡Cómo me gustaba Terry y los piratas, de Milton Caniff! Quizás el recuerdo más vívido de una lectura sea el de Salem’s Lot, la novela de Stephen King. Yo era pequeño, estaba de vacaciones en un pueblo cordobés llamado La Falda. Me compré el libro porque me gustó la tapa y porque me atrajo el sumario de la historia, en ese momento no conocía a Stephen King, Salem’s Lot era apenas su segunda novela. Imagino que la inmersión en el pueblo provinciano, por una parte, y la circunstancia física de la lectura (otro día de lluvias torrenciales, a solas en un enorme chalet que hacía las veces de anexo del hotel), se conjugaron para producir en mí una emoción indeleble. Por supuesto, la maestría de King contribuyó con su parte: ese tiempo que se toma en presentar al pueblo y a sus personajes, en involucrarnos con sus historias tan parecidas a las de tantos conocidos, para después, ¡una vez que ya nos sentimos en casa!, sacudirnos con la irrupción de lo sobrenatural. Puede que King tenga mejores novelas, pero Salem’s Lot siempre será mi favorita.

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¿Es tan sólo mi impresión, o será verdad que los actos físicos de lectura que uno recuerda casi nunca son las de las obras maestras de la literatura? Quizás porque estos libros producen otro tipo de deslumbramientos, y los recuerdos más entrañables son siempre los de la infancia, los del descubrimiento, que están ligados a las historias más clásicas y los géneros más populares. No recuerdo dónde y cuándo leí La metamorfosis, pero jamás olvidaré dónde y cuándo descubrí a Dumas, a Terry (me veo leyendo en la escalera de mi casa paterna) y a ese señor tan, tan feo llamado Stephen King.

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18 de enero de 2006
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Más fuerte que la muerte

Yo creo que los libros tienen el poder de devolver la vida. No es algo en lo que haya creído desde siempre, sino una revelación que se me fue presentando de a poco, como quien no quiere la cosa. La primera vez que me ocurrió fue durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista. (Horrible título, por cierto, que me sugirió el editor. Originalmente se llamaba Un barco lento hacia la China.) Por aquel entonces, digamos 1991, fui a la Biblioteca del Congreso a consultar diarios de 1938. La historia de El muchacho peronista comenzaba con la fuga de su relator, un niño de doce años que se escapaba de su casa el día de Año Nuevo, y yo quería datos de la época: noticias, la cartelera teatral, objetos de consumo como los cigarrillos Vuelta Abajo. Consultando un diario La Nación del 2 de enero de 1938, di con una noticia que me llamó la atención. Un niño de doce años, llamado Roberto Hilaire Calabert, había muerto el primer día de enero arrollado por un tren. Me pareció un signo. En primer lugar, yo había estado buscando un nombre para mi protagonista. Roberto Hilaire Calabert me pareció magnífico, uno de esos nombres que no podría haber inventado ni en el mejor de mis momentos: romántico, exótico y a la vez verosímil. En segundo lugar, el pobrecito Calabert de la vida real había muerto bajo las ruedas del tren, cuando yo contaba que mi protagonista empezaba a vivir en el momento en que se subía a uno de esos convoyes para lanzarse a la aventura. Me dije que se trataba de un pequeño acto de justicia poética, y así Calabert inició su segunda vida. Con Kamchatka volvió a ocurrir. La historia del niño que se fugaba de su casa con sus padres, perseguidos por la dictadura militar de los 70, reveló su verdadera intención cuando la escritura ya estaba muy avanzada. Entendí entonces que había concebido semejante historia para concederme la oportunidad de despedirme de mi madre, una oportunidad que la vida real me había negado. Y así la madre de Harry, a quien el niño llama jocosamente La Cosa en homenaje a The Thing, el personaje de Los Cuatro Fantásticos, se llenó de las características de mi progenitora: su férrea voluntad, su consumo compulsivo de cigarrillos Jockey Club, su amor por la película Picnic. Escribir la novela y el guión de Kamchatka me permitió llorar todo lo que no había llorado en su momento. Y hoy siento que de alguna forma ese encuentro imaginario, ese adiós, tuvo lugar en verdad; y mi alma está en paz. Con mi cuarta novela, aún inédita, se repitió la cuestión. Esta vez con un personaje menor, llamado Joaquín, que incluso apareció en una escritura tardía. (Como ven, las verdaderas intenciones de las historias deben luchar a brazo partido para imponérseme.) El Joaquín de la novela muere en la montaña como mi amigo Joaquín Ramón murió en la vida real. Fue otra muerte abrupta, que me privó de la posibilidad de despedirme y de asumir la pérdida. Quizás el gesto parezca inútil, pero la posibilidad de ver a Joaquín vivo otra vez, aunque más no sea durante el correr de algunas páginas, me produjo felicidad. Era un homenaje, sí, pero a la vez era mi única posibilidad de volver a pasar un tiempo en su compañía. Nadie premedita estas cosas. Las comento porque a esta altura se han vuelto una constante en mis ficciones. Imagino que algún psicoanalista, ya sea amateur o diplomado, tendrá algo que decir al respecto. Yo prefiero pensar que es un testimonio del poder que le confiero a la literatura. Las buenas ficciones, como tantas veces lo han probado escritores valiosísimos (quiero decir, escritores que no son Figueras), tienen tanto vigor que le tuercen el brazo a la muerte.

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17 de enero de 2006
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El viejo Grey y el mar

Se publica una biografía de Zane Grey. Se titula Zane Grey: his life, his adventures, his women diciendo así que lo que hay que contar del autor más popular de los años veinte en EE UU es su vida, sus aventuras y sus mujeres. Claro que no voy a leer una biografía como esta. Zane Grey (1872-1939) no fue malo como novelista, fue malísimo. Su mala prosa le permitió vender a lo largo de su carrera diecisiete millones de libros dedicados a la conquista del oeste, con indios y pioneros, además de unas cien adaptaciones al cine de sus historias. Su heredero literario fue Louis L’Amour, otro novelista norteamericano, que a pesar de intentarlo con mucha energía no llegó al abismo donde se situaba el arte de Grey.

No lo digo con desprecio, pero si no puedo leer la biografía escrita por el profesor Thomas Pauly para “University of Illinois Press”, es por la insoportable ausencia de pescados en el título de su obra. Había que prometer algo como “Zane Grey: su vida, sus aventuras, sus mujeres y sus pescados”. Grey es un artista para pescado. No hice ningún caso a sus novelas tan abundantes en una librería de segunda mano de EE.UU., hasta una conversación, un día, en el puerto de Cojímar en Cuba. “El señor Hemingway no inventó la manera en que pescaba, me dijo una persona del pueblo, fue otro escritor, un yankee también, Sane Greí”. Me explicó que éste lo había inventado todo: la manera de pescar, la utilización del barco, el sillón donde el pescador se ataba para no ser arrastrado y el orgulloso despliegue de la víctima colgada por la cola frente a un fotógrafo.

No fue difícil comprobarlo: Zane Grey era un pescador fenomenal e inventivo. El primer hombre que sacó un pescado de más de mil libras con un anzuelo. Sin él nunca habría sido posible ni soñar remotamente la historia de El viejo y el mar que Hemingway ubica en Cojímar.

Unos años después oí otra vez el nombre de Grey en las mismas circunstancias, en la orilla del mar, pero en Cabo Blanco, en Perú. Es el sitio donde se hizo parte del rodaje de la película El viejo y el mar y otra vez escuché a alguien, esta vez el camarero de un hotel, contarme las hazañas de Grey, y pintar a Hemingway como alguien que se aprovechó de lo que había creado otro escritor. Lo mejor del novelista, pensé ese día, es el pescador.

Pero no se puede luchar contra la fama de un premio Nobel. Grey escribió, según todas las opiniones, los mejores manuales de pesca en el mar, pero nadie le hace caso. Lo entendí en una última conversación, en Cairns, en Australia. Tenía el papel del reportero y el alcalde o el jefe de la Cámara de Turismo, no me acuerdo, me explicaba que su ciudad era lo mejor que podía encontrar un pescador. Mejor que Cuba, Bahamas, Perú, me decía. Y al preguntarle por qué esto no se sabía, me contestó: “es que a Cairns le falta un Hemingway”, olvidando las varias visitas que Grey hizo a su ciudad.

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17 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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