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El sonido de los corazones

¿Cuál es la verdadera sustancia de la música? En este mundo físico existen muy pocas cosas que, al igual que la música, posean la capacidad de conjurar nuestras emociones de inmediato; un poder casi mágico. Las cosas que nos hacen sentir apenas suena su abracadabra suelen estar vinculadas a la memoria: una vieja foto, una anécdota, una canción que asociamos a un momento y una situación especial, abren la espita de nuestras emociones con un solo giro. Todos tenemos no una, sino muchas músicas que funcionan como una Máquina Personalizada del Tiempo. Un par de compases, el primer verso de la canción, y estamos de regreso en aquel verano inolvidable. Casi sin pensar, puedo recordar músicas que me convierten en niño otra vez. Las canciones de Mary Poppins. Los cuatro temas del single de Los Beatles que una prima de mi madre me hacía oír por teléfono, cuando en mi casa no había tocadiscos: I Saw Her Standing There, Misery, Anna (Go To Him) y Twist & Shout. Y la totalidad de la banda sonora de Cabaret, con cuya música mi madre me despertaba todas las mañanas. Pero sería un error pensar que el poder de la música depende tan sólo de la memoria. Si así fuese, ¿por qué nos emocionan músicas que oímos por primera vez, e incluso músicas que provienen de culturas con las que no tenemos familiaridad alguna? Desde Pitágoras en adelante, han sido muchos los que intentaron sistematizar la música a partir de sus valores matemáticos, o puramente simbólicos. Sin embargo, aun cuando su funcionamiento pueda ser representado por números y ecuaciones, no existe forma de sistematizar su efecto sobre los seres humanos. Ni siquiera los neurólogos pueden explicar, más allá de algunos vagos conceptos generales, por qué determinados sonidos producen determinadas emociones. Y eso es, sin duda, parte esencial del atractivo del misterio musical. Las músicas se expresan en su idioma, y cada persona individual las interpreta desde su propia e irrepetible sensibilidad. Es verdad que en el caso de las canciones populares las letras cumplen con su rol, pero infinidad de personas sienten emociones específicas al oír canciones cuyas letras están cantadas en idiomas que no entienden: lo que evoca el sentimiento en esa circunstancia, lo que produce la magia, es una progresión de acordes y una melodía. En mi caso, la canción que en los últimos años me hace llorar a mares apenas empieza a sonar es Hallelujah, de Leonard Cohen, pero no en la versión original sino en la cantada por Jeff Buckley. Cuando le presté atención a la letra la emoción se profundizó (la canción menciona un acorde secreto que David habría tocado, y que habría complacido a Dios), pero el truco ya funcionaba en mí desde la primera vez que oí la grabación. Una tarde de domingo, recuerdo, mientras estacionaba mi auto. Me quedé allí detenido hasta que la canción terminó. Un instante eterno. “La música es el refugio de las almas ulceradas por la felicidad,” escribió alguna vez E. M. Cioran. Yo concuerdo. Mi alma conserva las úlceras que la felicidad le ha producido a lo largo de la vida, y cada vez que suena una música especial siento un delicioso dolor del que no querría, jamás, desprenderme. Aquí en la Argentina somos muchos (mi familia casi entera, por lo pronto, que ya ha comprado nueve entradas) los que registramos la cuenta regresiva de los días que faltan hasta que toque aquí U2. Siendo hoy lunes 6, faltan exactamente veintitrés días. U2 significa muchos recuerdos, por supuesto, pero también significa canciones imperecederas como One, With or Without You y All I Want Is You. Dentro de veintitrés días, miles de argentinos vamos a ser muy felices.

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6 de febrero de 2006
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Grandes cambios en el nuevo siglo

La bella aventura de la Arabia Feliz, escrita con enorme talento literario por el coronel Lawrence, era, sin embargo, patéticamente romántica. El final de aquellos Siete pilares de la sabiduría no fue la duradera admiración entre guerreros y estrategas, entre finos caballistas árabes e inteligentísimos espías británicos, sino la traición de los burócratas londinenses y el regreso de las tribus árabes a sus ancestrales guerras fratricidas. Jamás hubo paz entre el occidente cristiano (es decir, ateo, porque el cristianismo es un ateísmo a partir del siglo XVI) y el islam árabe (los creyentes). Ambas culturas se han combatido ferozmente durante siglos y es puro idealismo creer que dejarán de hacerlo gracias a la “comprensión” y el “diálogo” de los occidentales. Sólo durante el siglo XX y gracias a la estrategia del terror, esa guerra se congeló en el frigorífico estalinista, pero una vez derrotada la URSS era inevitable que aflorara de nuevo. Ahora bajo la forma del terrorismo, que es el modo tradicional de hacer la guerra en los pueblos árabes. Nunca tuvieron industria, de modo que no podían hacer otro tipo de guerra. John Gray, comentarista político del New York Review of Books, atribuye la escalada terrorista global justamente al caos que ha traído el fin de la guerra fría y la anarquía subsiguiente, con el auge del nacionalismo y la religión. La ineficacia de los EEUU para actuar como verdadera potencia imperialista, es decir, su incapacidad para crear estados, echa gasolina al fuego. La consecuencia es el desplazamiento del centro estratégico hacia Asia. Por primera vez desde el nacimiento de Occidente en Grecia, el sol de la historia cambia de dirección. Hasta ahora, la flecha del tiempo se desplazaba de oriente a occidente, en obediencia al trayecto solar. De China a Egipto. De Egipto a Grecia. De Grecia a Roma. De Roma al Imperio Carolingio. Y así hasta llegar a América. Las colosales ruedas de bronce del firmamento se detuvieron un instante en el siglo XX, quizás fascinadas por las carnicerías de los europeos. Ahora vuelven a girar con un chirrido cósmico. Continúan su lento camino. Cruzan el Pacífico. Vuelven a Asia. Regresan a casa. Aquel poema de Yeats en el que un vagabundo fatigado implora a los dioses que le indiquen el camino de regreso al hogar. Y se lo indican. Era la tumba.

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6 de febrero de 2006
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¿Somos los buenos?

Las imágenes de manifestantes sirios incendiando las embajadas de Dinamarca y Noruega han puesto de relieve una vez más el abismo cultural que se extiende entre Oriente Medio y Europa. Como si hiciera falta, precisamente en la semana en que Hamás toma el poder en Palestina e Irán repite una vez más que continuará su programa nuclear. En las calles europeas, mucha gente se pregunta por qué el mundo árabe odia a Occidente, y le echa la culpa a una religión musulmana discriminadora, beligerante, anticuada y cerrada. Yo no conozco a demasiados musulmanes, y la única información que tengo es la que aparece en los periódicos. Pero según esa información, no es el Islam el que produce el odio contra Occidente. Hay otras razones. Por ejemplo: Occidente ha invadido a Irak y Afganistán, es decir, países a ambos lados de Irán. Buena parte del resto de las fronteras iraníes se reparte entre Turquía y Pakistán, grandes socios de EEUU. El argumento contra Irán es que es peligroso que una dictadura tenga armas nucleares, pero resulta que precisamente el presidente de Pakistán, Musharraf, es un dictador que posee armamento nuclear. Por alguna razón que nadie nos ha explicado, él sí es bueno. Y por cierto, el gran socio occidental en la región es Israel, que cuenta con unas doscientas cabezas nucleares y lleva décadas eliminando palestinos. Es verdad que los palestinos también matan israelíes, pero honestamente, en la medida en que unos matan con suicidas y los otros con misiles y tanques, es posible deducir que unos llevan las de perder en este lío. Sobre todo porque cuando los palestinos eligen democráticamente a un gobierno, EEUU, la UE, Rusia y la ONU, es decir, todo Occidente, amenazan con retirarle el financiamiento. Resulta que esos son los mismos que le piden democracia a Irán. Pero los iraníes tienen derecho a preguntarse ¿Es Rusia, por ejemplo, un ejemplo de democracia? ¿O cabe esperar que lo sea Irak? La religión no produce el odio: lo capitaliza, le da un contenido, un sistema de valores, incluso una causa internacional y una inserción cultural. Yo, por supuesto, estoy muy lejos de simpatizar con Ahmadineyad. Pero me pregunto ¿Es que nosotros, con nuestras corbatas, nuestras sonrisas y nuestra diplomacia, damos una imagen mucho mejor?

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6 de febrero de 2006
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Los sushis, de A a B

Primero, una advertencia: cuidado con los sushis. El pescado tiene que ser muy fresco. Escribo esto desde mi cama con el peso de una experiencia personal, reciente y definitiva: pescado fresco para los sushis. El pescado que “no ha tocat el gel” (que no tocó el hielo), como dicen los catalanes, puede ser de dos tipos: tan fresco que la etapa de la congelación no fue necesaria antes del consumo o más bien que se intentó prescindir de la etapa de la congelación aunque era necesaria. Acabo de probar la segunda técnica. No funciona.

Aunque, hay una segunda cuestión sobre los sushis: no hay bien que por mal no venga. Al acostarme hice el gesto improbable, irracional, irrepetible: tomar mi copia de El Jorobadito de Roberto Arlt. Un libro impreso el 17 de junio de 1958 por la Editorial Losada S.A. de Buenos Aires. Es tan mala su calidad que el papel ya está hecho polvo. La portada es peor que un sushi malo: su color se parece al charco de un sorbete de naranja después de dos horas de exposición solar en el trópico. La impresión tipográfica es mala, la encuadernación agotada. Este libro es un horror. Lo adoro. Y de pronto, me pongo a releer uno de los cuentos, Escritor fracasado. Es la narración de un ser noble que cuenta cómo pasa, poco a poco, de ser un escritor con futuro a un artista lleno de dudas, a miembro de un grupo vanguardista experto en insultos, a un escritor perdido, a un crítico literario y, por fin, a un fracaso. Escritura en primera persona del singular. Tono de la confesión.

“El genio, la belleza, el arte, constituyen para mí un disfraz destinado a encubrir las reducidas dimensiones de mi inteligencia, que a su vez se apoya sobre la estructura de una vanidad inconmensurable”. ¿Cómo Arlt consiguió adivinar el fondo de la personalidad de tantos que se dedican a las letras en Francia? Aquella pregunta fue mi primera reacción deslumbrada antes de entender algo obvio, comprobado enseguida al salir de la cama para buscar las Illusions perdues (no hay que traducir al castellano) de Honoré de Balzac. El monólogo del escritor fracasado de Arlt es la voz de Lucien Chardon que decide llamarse Lucien de Rubempré cuando va desde su provincia a París y, al intentar conseguir la fama como escritor, se desmonetiza en una posición de periodista.

De A(rlt) a B(alzac), es verdad que los sushis no me parecían tan malos. Rubempré dice al final de la novela, desde su fracaso, que por lo menos le queda el tiempo suficiente para matarse. Es decir: puede actuar todavía, lo que es un mensaje de esperanza. El escritor fracaso es un artista que tiene otra obra por venir. Como el consumidor de sushi: tarde o temprano dejará su cama para sentarse a la mesa.

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3 de febrero de 2006
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El ajedrez invisible

Una tarde de 1980, cerca de la localidad guipuzcoana de Azkoitia, el concejal de UCD Ramón Baglietto fue emboscado por un comando de ETA. Los etarras sospechaban que Baglietto los estaba denunciando a las autoridades, y aunque no lo hiciese, era un enemigo político. Así que dispararon sobre su vehículo en marcha, hasta que se salió de la carretera y se empotró contra un árbol. De inmediato, dos hombres armados se acercaron a pie y abrieron la puerta del coche. Para entonces, Baglietto había perdido el conocimiento. Nunca lo volvería a recuperar. Pero Azkoitia es un lugar pequeño. Tan pequeño que el conflicto político era casi un conflicto familiar. Según la viuda de Baglietto, años antes de su muerte, el concejal había salvado la vida de un bebé mientras su madre y su hermano eran atropellados por un camión. El bebé que le debía la vida era Kándido Aspiazu, que con el tiempo se convertiría en uno de sus asesinos. La promiscuidad del destino ni siquiera acaba ahí. Tras el atentado que le costó la vida a Baglietto, un funcionario municipal bloqueó una moción de censura contra los asesinos. El funcionario también se apellidaba Baglietto: era primo del muerto. Y finalmente, tras cumplir una condena de diez años, Aspiazu se reinsertó en la vida del pueblo y puso una cristalería. Pero su negocio está ubicado justo en el piso en que vivía su víctima, y la viuda Pilar Elías se cruza con el asesino de su esposo todas las mañanas, al salir de casa. Azkoitia es un lugar demasiado pequeño. El caso de Azkoitia, que anoche fue objeto de un documental televisivo, ilustra el grado de enfrentamiento social que viven algunos sectores del país vasco. Tanto Aspiazu como la viuda de Baglietto consideran que la presencia del otro es una constante provocación. Como suele ocurrir, todas las personas, incluso las que matan –o quizá especialmente ellas-, creen que son buenas. En estos días, algo raro pasa en España: el intransigente fiscal jefe de la Audiencia Nacional ha sido destituido tras declarar contra una reunión del ilegalizado partido nacionalista Batasuna. ETA ha puesto su cuarta bomba en una semana. El lehendakari vasco Juan José Ibarretxe presiona para que el gobierno y la banda armada lleguen a un acuerdo. Todo huele a movidas de piezas en un tablero de ajedrez que no vemos. Y sin embargo, la partida tendrá que llegar al final. La dureza de Kándido Aspiazu muestra que las medidas policiales no cambian la actitud de la gente. Ahora bien, la experiencia de los acuerdos de Irlanda enseña que los partidos conservadores golpean para que luego los de izquierda negocien. Si es así, la próxima oportunidad para una paz negociada podría tomar décadas. Ese es un lapso demasiado largo y -España es un lugar demasiado pequeño- para acumular tanto odio.

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3 de febrero de 2006
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Reloj, no marques las horas

Yo ya sabía, como todo el mundo, que Voltaire en su exilio de Ferney puso en marcha una red industrial que acabó siendo un modelo para el futuro capitalismo post-revolucionario. Los trabajadores, casi todos exiliados que huían de la miseria, prosperaron rápidamente, como los actuales emigrantes que llegan a países en los que hay fuerte iniciativa privada, bolsas de trabajo rechazado por los autóctonos, y tolerancia ciudadana. De hecho, Voltaire se convirtió en un hombre inmensamente rico y eso siempre acaba desatando un optimismo que cree a pies juntilla sus propias mentiras, es decir, termina dando el salto a la utopía. Entre los negocios que mayor éxito obtuvieron figuraba una fábrica de relojes. Por aquellos años, Europa comenzaba a descubrir el tiempo como mercancía, la jornada laboral, la hora-trabajo, la mensuración económica de algo que hasta entonces sólo se percibía mediante las campanadas de las iglesias, como cuentan Toulmin y Goodfield en el clásico The Discovery of Time. Los burgueses, a diferencia de los aristócratas, necesitaban urgentemente máquinas para medir el tiempo, para trocearlo, para ponerle precio. El tiempo, en efecto, ya lo había dicho Franklin, se estaba convirtiendo en oro. De modo que Voltaire inundó Europa con sus relojes. Lo que yo no sabía y me lo ha contado Ian Davidson en su Voltaire in Exile, es que tuvo un fracaso. Sólo uno, pero estrepitoso. ¡No logró introducir sus relojes en el Vaticano! Se conservan decenas de cartas, primero zalameras y finalmente indignadas, dirigidas al embajador de Francia, el cardenal de Bernis. Este extraordinario personaje cuyas memorias son una joya del siglo XVIII, era un vividor, un cortesano astuto y uno de los artífices de la supresión de la Compañía de Jesús. Seguramente tenía a Voltaire por un intelectual algo histérico, obsesionado por lo secundario e incapaz de entender las cosas importantes de este mundo. Porque hay que ser muy optimista y haber ganado mucho dinero, para creer que la Ciudad Eterna necesita relojes.

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3 de febrero de 2006
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Encuentros oníricos con hombres notables

Hace algunos días dije que los sueños de los artistas son iguales a los del común de la gente. Debe ser por eso que mi inconsciente salió a refutarme. Anoche, por ejemplo, soñé con Marlon Brando. Estaba vivo, por cierto, lo cual evitó que mi sueño se convirtiese en pesadilla. Pero no lo vi en su apogeo juvenil circa Un tranvía llamado deseo, ni tampoco en la gloria madura de Último tango en París. Estaba más bien gordo y decadente. (Creo, si el recuerdo no me engaña, que se lo veía despeinado y con una camiseta sin mangas, así que imagínense.) Y de manera inexplicable, visitaba la habitación de servicio de mi vieja casa paterna. Con el tiempo esa vieja habitación fue reformada y se convirtió en mi cuarto de adolescente, pero en el sueño se veía todavía como era cuando funcionaba como depósito de trastos, herramientas y cubos de pintura. ¿Qué hacía el pobre Brando en un sitio tan indigno? No sé la razón que lo había llevado allí, pero sí sé que soportaba estoicamente mis pedidos de que me concediese una entrevista. (De lo cual se desprende que en mi sueño yo seguía trabajando como periodista, al igual que en el sueño de días pasados, cuando olvidé que había concertado una entrevista con el escritor Philip Roth.) Juro que lo intenté todo para arrancarle el reportaje. Razoné, seduje, amenacé, pero Brando escapó del compromiso con elegancia. ¿Se estaría vengando del desplante del que hice objeto al pobre Roth, a quien le corté la comunicación en mi sueño anterior? ¿O tan sólo se trató de la forma que mi inconsciente encontró para recordarme que debía cobrar el artículo que escribí para una revista que se llama, sin ir más lejos, Brando? Supongo que otra gente soñará con Beckham o con Kate Moss, con sus jefes, padres y maestros. Pero a mí me ha dado por los artistas, últimamente. Sospecho que más allá de la piel del sueño (imagino que en la cabeza de un fanático del ajedrez, la presencia en el cuarto del adolescente sería la de Bobby Fischer), la recurrencia de mi rol como periodista sugiere que me ocurre lo mismo que a tantos artistas: temo verme condenado a retomar mi viejo trabajo, temo no ser tomado en serio. Que es lo mismo que le pasó al pobre Brando, dicho sea de paso, durante los veinte años finales de su vida. ¿Y si el fantasma de Brando me visitó para pedirme venganza y yo no lo dejé ni hablar? ¿Qué habría sentido el espectro del padre de Hamlet, si en vez de oírlo su hijo le hubiese pedido que redactase testamento para evitar el ascenso de Claudio al trono? No habría habido tragedia; no habría habido Hamlet. Descansa en paz, querido Marlon. Todos los que aquí abajo remontamos a diario el río rumbo a deep Cambodia te tenemos presente. Hasta cuando dormimos.

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3 de febrero de 2006
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En la punta de la lengua

Quizás se deba a que vivo en una región en donde la cuestión del idioma se ha convertido en un conflicto religioso, en donde se multa a quienes osan escribir etiquetas en otra lengua que no sea la oficial y en donde se obliga a los niños a hablar la lengua del poder. Es la típica pasión represora de los curas, pero aplicada al uso del habla. Quizás se deba a eso, digo, pero nunca me ha preocupado la extinción de las lenguas. Si se extinguen será porque la gente deja de usarlas, pero como la gente nunca deja de hablar, será que dejan de usar unas lenguas para hablar otras. No creo que sea relevante el vehículo; me importa el conductor del vehículo. Que el vehículo cambie no me parece importante, aunque sí me parece importante que se extinga el conductor. En la contra de “La Vanguardia” de hoy habla un “explorador de lenguas”, Mark Abley, aunque quizás sería mejor llamarlo “coleccionista de lenguas”. Su enfoque es el tradicional: “Cada año hay menos lenguas en la Tierra”. Y lo dice como si fuera una desgracia. No lo es. Si se extinguieran todas las lenguas de la tierra menos una, el mundo seguiría exactamente igual que ahora, pero un poco mejor. Del mismo modo que el Euro ha logrado acabar con las cien monedas nacionales europeas (otro motivo de nostalgia para los melancólicos) y todos tan felices, sería comodísimo hablar con los polacos y los holandeses en nuestro propio idioma. A lo mejor dentro de quinientos años uno puede viajar por el mundo entero hablando en chino.¡Qué mercado para los escritores! ¡Qué salto en el mundo científico! ¡Qué bendición para los viajeros y para los que buscan novio! La existencia de una lengua se convierte en un problema sólo cuando el poder es nacionalista, pero también ayudan los intelectuales que ven la cuestión desde un juicio exclusivamente estético. “El declive de la lengua mohawk en Canadá (dice Mark Abley) se aceleró en los años 60, cuando dejaban encendido el televisor y los niños iban oyendo el inglés”. Este coleccionista de bellezas habla del idioma mohawk como si fuera suyo: un curioso bibelot de su colección. No entiende que si los niños mohawk prefirieron cambiar al inglés, a lo mejor era para salir de su condición de criaturas en extinción y para librarse de los proteccionistas como Abley.

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2 de febrero de 2006
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Rembrandt

Con motivo del cuarto centenario del nacimiento de Rembrandt, la Pedrera acoge una exposición de grabados del pintor holandés. Las piezas expuestas impresionan sobre todo por el grado de detalle con que Rembrandt era capaz de capturar la expresión humana: cada pelo de la enmarañada barba del padre de Rembrandt, cada arruga de su madre y cada músculo del cuello del propio autor han quedado para la posteridad, algunos de ellos en miniaturas tan finas que el ojo normal necesita una lupa para apreciar la laboriosidad del pintor en todo su esplendor. Pero el gran logro, a mi entender, no radica en su talento para plasmar las superficies, sino en que esas superficies están llenas de vida. Hay un autorretrato en que Rembrandt, con capa sombrero de gran señor, nos muestra lo feliz que está. En la época en que lo pinta, es rico, es famoso, está enamorado, tiene una familia. Su retrato es la viva imagen de la satisfacción. Hay otro, en cambio, que pintó tras la muerte de su esposa. En esa época, está en quiebra económica y moral: la niñera de su hijo le exige que cumpla su promesa de casarse con ella, pero a él lo mantiene su sirvienta. El Rembrandt de ese autorretrato es un hombre gastado. Su sombrero está raído y su traje es ordinario. Su mirada es gris. Al retratarse, Rembrandt no hace un ejercicio de estilo, sino fotografía el fracaso. Las sombras de Rembrandt dan volumen a los personajes, sus contrastes crean atmósferas, y todo parece un mundo tridimensional en color. Sólo que no lo es: es un plano monócromo. Del mismo modo, sus personajes llevan en la mirada el éxito y la ruina, el dolor y la esperanza. Sus escenarios y sus decorados resultan extensiones de sus sentimientos, los amplifican y sitúan. Pero en realidad, en el papel no hay más que trazos a lápiz. Rembrandt no es genial porque copie a la perfección lo de afuera, sino porque plasma con precisión lo que lleva adentro, lo que ninguna figura puede abarcar.

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2 de febrero de 2006
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El duro oficio del lector

¿Imagina el común de la gente que los escritores vivimos leyendo? Supongo que la fantasía romántica que los siglos construyeron en torno del autor puede sugerir a algún ensoñado que los escritores nos pasamos los días encorvados encima de volúmenes canónicos, tratando de aprehender lo inapresable. La realidad indica que los escritores nos pasamos los días tratando de sobrevivir, como cualquier hijo de vecino: lidiando con amores y desamores, pañales y reuniones escolares, fechas de entrega y vencimientos de impuestos y por supuesto, luchando siempre por el dominio del control remoto. En medio de ese ajetreo, leemos no lo que queremos ni lo que debemos, sino apenas lo que podemos. A veces pienso que el único motivo por el cual todavía leemos es el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con el control remoto, nadie nos disputa la posesión de los libros. Quizás por eso me divierte tanto la consigna de The Polysyllabic Spree, el libro que recopila artículos que Nick Hornby escribió para la revista Believer. Hornby, autor de novelas entrañables como High Fidelity y About a Boy, se comprometió a describir una vez al mes sus aventuras como lector: cuántos libros se compraba, cuántos le enviaban –y cuántos de ellos leía, y en qué medida, durante ese lapso. El resultado es tan divertido y humano como sus mejores ficciones. Hornby desmitifica el lugar de los libros en la vida del escritor. Como buena parte de la gente, lee mucho en verano y poco una vez empezada la temporada futbolística, confiesa desconocer infinidad de clásicos (por ejemplo Franny and Zooey, de F. Scott Fitzgerald), mezcla géneros como quien frecuenta a un barman y se mueve de manera indiscriminada entre autores respetados y autores populares, que no suelen ser la misma cosa. Al igual que tantos de nosotros, Hornby se hace sus huequitos para la lectura en medio del trajín diario; por ejemplo mientras espera que su hijo salga del baño. (Este escritor, en cambio, es de los que leen mientras los demás esperan que salga de una vez.) ¿Y qué sería de nuestras vidas si no existiesen los medios de transporte? ¿O acaso no hemos visitado el Marte de Bradbury, la Londres de Amis y el Maine de Stephen King mientras el subterráneo conducía nuestros cuerpos hasta la Plaza de Mayo? Leemos lo que podemos y como podemos. A menudo tenemos excusa para leer a causa de nuestro trabajo cosas que jamás habríamos escogido porque sí. Durante la escritura de mi última novela, por ejemplo, alterné un libro de frases en latín con otro sobre los números primos y uno sobre leyendas irlandesas. Todavía recuerdo la mirada de sospecha que un vendedor me dirigió cuando le pedí que envolviese para mí un título esotérico: La música como medicina del alma. Las cosas que hacemos por el arte. Lo único que importa para mí es la preservación del placer de la lectura, el hecho de que la profesión no ha atemperado el goce que deviene de la compra y la posesión de un libro esperado. Este disfrute es físico además de espiritual, los libros nuevos huelen bien, las cubiertas flamantes brillan y son suaves al tacto; dije físico, pero quizás debería decir erótico. Debe ser por eso que cada vez que viajamos, mi mujer y mis hijas compran ropa y maquillaje y yo atiborro mi maleta con libros, libros y más libros.

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2 de febrero de 2006
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