Félix de Azúa
Yo ya sabía, como todo el mundo, que Voltaire en su exilio de Ferney puso en marcha una red industrial que acabó siendo un modelo para el futuro capitalismo post-revolucionario. Los trabajadores, casi todos exiliados que huían de la miseria, prosperaron rápidamente, como los actuales emigrantes que llegan a países en los que hay fuerte iniciativa privada, bolsas de trabajo rechazado por los autóctonos, y tolerancia ciudadana.
De hecho, Voltaire se convirtió en un hombre inmensamente rico y eso siempre acaba desatando un optimismo que cree a pies juntilla sus propias mentiras, es decir, termina dando el salto a la utopía. Entre los negocios que mayor éxito obtuvieron figuraba una fábrica de relojes. Por aquellos años, Europa comenzaba a descubrir el tiempo como mercancía, la jornada laboral, la hora-trabajo, la mensuración económica de algo que hasta entonces sólo se percibía mediante las campanadas de las iglesias, como cuentan Toulmin y Goodfield en el clásico The Discovery of Time.
Los burgueses, a diferencia de los aristócratas, necesitaban urgentemente máquinas para medir el tiempo, para trocearlo, para ponerle precio. El tiempo, en efecto, ya lo había dicho Franklin, se estaba convirtiendo en oro. De modo que Voltaire inundó Europa con sus relojes.
Lo que yo no sabía y me lo ha contado Ian Davidson en su Voltaire in Exile, es que tuvo un fracaso. Sólo uno, pero estrepitoso. ¡No logró introducir sus relojes en el Vaticano! Se conservan decenas de cartas, primero zalameras y finalmente indignadas, dirigidas al embajador de Francia, el cardenal de Bernis. Este extraordinario personaje cuyas memorias son una joya del siglo XVIII, era un vividor, un cortesano astuto y uno de los artífices de la supresión de la Compañía de Jesús. Seguramente tenía a Voltaire por un intelectual algo histérico, obsesionado por lo secundario e incapaz de entender las cosas importantes de este mundo.
Porque hay que ser muy optimista y haber ganado mucho dinero, para creer que la Ciudad Eterna necesita relojes.