Marcelo Figueras
¿Cuál es la verdadera sustancia de la música? En este mundo físico existen muy pocas cosas que, al igual que la música, posean la capacidad de conjurar nuestras emociones de inmediato; un poder casi mágico. Las cosas que nos hacen sentir apenas suena su abracadabra suelen estar vinculadas a la memoria: una vieja foto, una anécdota, una canción que asociamos a un momento y una situación especial, abren la espita de nuestras emociones con un solo giro. Todos tenemos no una, sino muchas músicas que funcionan como una Máquina Personalizada del Tiempo. Un par de compases, el primer verso de la canción, y estamos de regreso en aquel verano inolvidable. Casi sin pensar, puedo recordar músicas que me convierten en niño otra vez. Las canciones de Mary Poppins. Los cuatro temas del single de Los Beatles que una prima de mi madre me hacía oír por teléfono, cuando en mi casa no había tocadiscos: I Saw Her Standing There, Misery, Anna (Go To Him) y Twist & Shout. Y la totalidad de la banda sonora de Cabaret, con cuya música mi madre me despertaba todas las mañanas.
Pero sería un error pensar que el poder de la música depende tan sólo de la memoria. Si así fuese, ¿por qué nos emocionan músicas que oímos por primera vez, e incluso músicas que provienen de culturas con las que no tenemos familiaridad alguna? Desde Pitágoras en adelante, han sido muchos los que intentaron sistematizar la música a partir de sus valores matemáticos, o puramente simbólicos. Sin embargo, aun cuando su funcionamiento pueda ser representado por números y ecuaciones, no existe forma de sistematizar su efecto sobre los seres humanos. Ni siquiera los neurólogos pueden explicar, más allá de algunos vagos conceptos generales, por qué determinados sonidos producen determinadas emociones. Y eso es, sin duda, parte esencial del atractivo del misterio musical.
Las músicas se expresan en su idioma, y cada persona individual las interpreta desde su propia e irrepetible sensibilidad. Es verdad que en el caso de las canciones populares las letras cumplen con su rol, pero infinidad de personas sienten emociones específicas al oír canciones cuyas letras están cantadas en idiomas que no entienden: lo que evoca el sentimiento en esa circunstancia, lo que produce la magia, es una progresión de acordes y una melodía. En mi caso, la canción que en los últimos años me hace llorar a mares apenas empieza a sonar es Hallelujah, de Leonard Cohen, pero no en la versión original sino en la cantada por Jeff Buckley. Cuando le presté atención a la letra la emoción se profundizó (la canción menciona un acorde secreto que David habría tocado, y que habría complacido a Dios), pero el truco ya funcionaba en mí desde la primera vez que oí la grabación. Una tarde de domingo, recuerdo, mientras estacionaba mi auto. Me quedé allí detenido hasta que la canción terminó. Un instante eterno.
“La música es el refugio de las almas ulceradas por la felicidad,” escribió alguna vez E. M. Cioran. Yo concuerdo. Mi alma conserva las úlceras que la felicidad le ha producido a lo largo de la vida, y cada vez que suena una música especial siento un delicioso dolor del que no querría, jamás, desprenderme.
Aquí en la Argentina somos muchos (mi familia casi entera, por lo pronto, que ya ha comprado nueve entradas) los que registramos la cuenta regresiva de los días que faltan hasta que toque aquí U2. Siendo hoy lunes 6, faltan exactamente veintitrés días. U2 significa muchos recuerdos, por supuesto, pero también significa canciones imperecederas como One, With or Without You y All I Want Is You.
Dentro de veintitrés días, miles de argentinos vamos a ser muy felices.