Félix de Azúa
La bella aventura de la Arabia Feliz, escrita con enorme talento literario por el coronel Lawrence, era, sin embargo, patéticamente romántica. El final de aquellos Siete pilares de la sabiduría no fue la duradera admiración entre guerreros y estrategas, entre finos caballistas árabes e inteligentísimos espías británicos, sino la traición de los burócratas londinenses y el regreso de las tribus árabes a sus ancestrales guerras fratricidas.
Jamás hubo paz entre el occidente cristiano (es decir, ateo, porque el cristianismo es un ateísmo a partir del siglo XVI) y el islam árabe (los creyentes). Ambas culturas se han combatido ferozmente durante siglos y es puro idealismo creer que dejarán de hacerlo gracias a la “comprensión” y el “diálogo” de los occidentales.
Sólo durante el siglo XX y gracias a la estrategia del terror, esa guerra se congeló en el frigorífico estalinista, pero una vez derrotada la URSS era inevitable que aflorara de nuevo. Ahora bajo la forma del terrorismo, que es el modo tradicional de hacer la guerra en los pueblos árabes. Nunca tuvieron industria, de modo que no podían hacer otro tipo de guerra.
John Gray, comentarista político del New York Review of Books, atribuye la escalada terrorista global justamente al caos que ha traído el fin de la guerra fría y la anarquía subsiguiente, con el auge del nacionalismo y la religión. La ineficacia de los EEUU para actuar como verdadera potencia imperialista, es decir, su incapacidad para crear estados, echa gasolina al fuego.
La consecuencia es el desplazamiento del centro estratégico hacia Asia. Por primera vez desde el nacimiento de Occidente en Grecia, el sol de la historia cambia de dirección. Hasta ahora, la flecha del tiempo se desplazaba de oriente a occidente, en obediencia al trayecto solar. De China a Egipto. De Egipto a Grecia. De Grecia a Roma. De Roma al Imperio Carolingio. Y así hasta llegar a América.
Las colosales ruedas de bronce del firmamento se detuvieron un instante en el siglo XX, quizás fascinadas por las carnicerías de los europeos. Ahora vuelven a girar con un chirrido cósmico. Continúan su lento camino. Cruzan el Pacífico. Vuelven a Asia. Regresan a casa.
Aquel poema de Yeats en el que un vagabundo fatigado implora a los dioses que le indiquen el camino de regreso al hogar. Y se lo indican. Era la tumba.