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Ampliación del campo de batalla

Hace unos años, mientras trabajaba como periodista en Lima, un turista japonés desapareció en la selva. Su familia viajó al Perú a buscarlo y ofreció una conferencia de prensa, a la que asistí con mi fotógrafo. El padre del desaparecido estaba consternado. Conforme hablaba, se le quebraba la voz. Y aprovechaba las pausas de la traducción para tragar saliva. Sus ojos enrojecían. En un momento, cuando estaba a punto de terminar, tuvo que detenerse. Su mandíbula empezó a temblar. Mi fotógrafo y yo nos sorprendimos pensando al mismo tiempo: “llora, llora de una maldita vez”.

En cuanto el japonés derramó la primera lágrima, una ráfaga de flashes estremeció la sala de prensa. Todos teníamos la foto que esperábamos. Todos salimos satisfechos.
A veces, la práctica periodística te obliga a ser ciego para ver con claridad. No debes sentir, no debes pensar, no estás tratando con personas sino con titulares potenciales. Cubres a un niño mutilado y al día siguiente comentas: qué bien, el periódico me dio la primera página.

De eso habla la última novela de Arturo Pérez Reverte, El pintor de batallas, la más reflexiva de su autor. De hecho, el argumento implica ya una reflexión sobre la responsabilidad del autor de imágenes: el protagonista es un fotógrafo de guerra que se retira y se encierra solo en una torre a pintar una gran batalla. Pero su pasado lo alcanza, y le exige responsabilidades por sus fotografías, que han determinado la vida –y la muerte– de personas reales.

Los periodistas no somos inocentes de las imágenes que escogemos. Nuestras imágenes y textos no son sólo cosas que encontramos y enseñamos. Están diseñados para causar reacciones, y a menudo no controlamos las reacciones que puedan producir. No sólo hablamos sobre la realidad. Creamos nuevas realidades.

Los que leemos el periódico tampoco somos inocentes. Las fotos nos traen el horror a casa, pero por eso mismo nos relevan de verlo con nuestros propios ojos. En realidad, generan más conciencia de lo bien que vivimos nosotros que de lo mal que viven los demás. Pero a la vez, nos permiten fingir que nos importa cómo viven los demás. No sabemos qué periódico es más veraz. Compramos el que nos haga sentir mejor con nosotros mismos, y lo comentamos con los amigos, con una cerveza.

La metáfora más bonita del libro de Pérez Reverte es la del efecto mariposa: el batir de las alas de una mariposa en América puede producir un huracán en África. En nuestro mundo interconectado, el clic de una cámara de fotos en Bagdad puede movilizar a miles de manifestantes en todo el planeta. Y también puede dejarlos indiferentes. Lo aceptemos o no, las imágenes del dolor ajeno amplían el campo de batalla hasta la puerta de nuestras casas, hasta nuestro tarro de mermelada, hasta nuestro café.

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28 de marzo de 2006
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Misión: Burman

Tengo con el cine argentino el mismo problema que tantos españoles tienen con el cine español, y tantos mexicanos con el cine mexicano, y así. Le veo demasiado las costuras. Me parece que en demasiadas oportunidades el subtexto de nuestras películas dice: Y bue, esto es todo lo que pudimos hacer con este presupuesto, así que no se quejen. Se trata de películas que tematizan la imposibilidad del cine, una suerte de aquí no podemos hacerlo. Por eso cuando surgen autores que se pasan la sensación de impotencia por el forro, a pesar de que cuentan con presupuestos tan magros como los de la mayoría, la sensación de victoria es adrenalínica. Gente como el Aristarain de los 80, como el Piñeyro de los 90 y como el Fabián Bielinsky de hoy nos hacen olvidar toda impotencia, toda debilidad narrativa, en el hall de entrada del cine. Ellos sabrían narrar una historia apasionante aun cuando contasen con una cámara de Super 8 y un único actor. Narran porque les apasiona narrar y porque tienen una visión; en sus manos el cine es cine, no una disculpa proyectada sobre la pantalla.

La semana pasada descubrí una película argentina que disfruté mucho: Derecho de familia, de Daniel Burman. Es una historia que seduce a partir de una engañosa simpleza: el relato que un abogado de treintaipico llamado Ariel Perelman (un contenido y a pesar de todo graciosísimo Daniel Hendler), hace de su propia vida, con el acento puesto en la relación con su padre –otro abogado Perelman- y con su propio hijo de dos años. Desde las primeras escenas queda en claro que Burman tiene algo que contar, y que sabe cómo hacerlo; por eso el público responde al relato a pesar de que vulnera todas las reglas del Buen Guión Según Hollywood: uno se pasa minutos y más minutos sin saber exactamente hacia dónde va la historia pero poco importa, porque el relato se impone con buenas artes.

Derecho de familia emociona con un pudor enorme, y divierte sin golpes bajos, y hace pensar sin necesidad de machacarnos la cabeza con martillitos ideológicos u otros sucedáneos de la reflexión. Es la obra de un cineasta con un corazón enorme, con la cabeza bien puesta y con un gran dominio de su arte. Se le nota su amor por la vida, que es evidente en los detalles que sólo puede incluir un gran observador de lo cotidiano, y en la construcción de sus personajes más entrañables (como Perelman padre, interpretado por Arturo Goetz), que lo dicen todo sin necesidad de decir nada. Disfruto mucho cuando encuentro a alguien que contempla la vida como quien asiste a un espectáculo extraordinario; porque cada vida es, estoy convencido, un espectáculo extraordinario, cuente con presupuesto de muchos millones o de pocos pesos. El truco está en saberlo ver. Y Burman ya demostró que tiene buen ojo. Ojalá Derecho de familia se vea pronto en todas partes.

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28 de marzo de 2006
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LOS DE L.A.

Lo que hay que leer en estos días en Internet es el diario La Opinión. El periódico casi no se ve cuando uno viaja a la parte rica de Los Ángeles. Es normal: su audiencia se encuentra en la parte este de la metrópolis, donde viven chicanos que pasan al oeste para trabajar en zonas muy bien delimitadas: jardines, cocinas, habitaciones de niños, etc.

En su editorial del domingo, La Opinión hablaba del día anterior como de un “día histórico” para Los Ángeles. Medio millón de personas en las calles ya es algo. Cuando este medio millón de personas está compuesto en su gran mayoría por “ilegales” que no tienen ni el derecho de respirar el aire de EE.UU. estamos frente a un proceso nuevo. Un acontecimiento mayor que nos obliga a entender por qué ocurre ahora y no antes.

No hay que dudar de lo que explica la presencia de tantos inmigrantes ilegales: los gringos, que temen por su salud y se preocupan por la seguridad de sus hijos, aceptan sin problema que una persona que prepara su comida o cuida sus criaturas sea un trabajador clandestino, sin recursos ni acceso al sistema de salud y, por tanto, con una probabilidad más alta de caer enfermo. Pero el inmigrante cobra menos y se calla cuando alguien le manda a la calle. Su presencia, tolerada, se explica solo por razones económicas.

Lo que acaba de ocurrir es que el “clandestino” quizás no va a callarse más. Y la muchedumbre que salió a las calles de L.A. representaba un fenómeno tan masivo que podemos adivinar que habrá un antes y un después de aquella fenomenal manifestación duplicada a lo largo de muchas metrópolis. Pero nos equivocamos si pensamos que se trata meramente de la aparición de personas que antes se escondían. Es otra cosa: la comunidad de los latinos va cambiando. Sin romper con sus orígenes cobra una identidad norteamericana (hay que movilizarse, hay que presionar, hay que conquistar puestos políticos para cambiar algo) y se pone en marcha para conseguir lo que le corresponde.

Para decirlo de manera sencilla: los latinos actúan como gringos. Saben que ya constituyen la minoría más grande de un país que es la suma de minorías. A la mitad de este siglo van a representar la cuarta parte de la población de EE.UU. Piden no tanto porque tienen derecho a conseguir algo sino que piden porque saben cómo pedir. Existe un libro, escrito en inglés por Héctor Tobar, un periodista nacido en una familia guatemalteca de Los Ángeles y galardonado con un premio Pulitzer, que lo cuenta muy bien. Se titula Translation Nation. Fue publicado por Riverhead Books el año pasado y lo fascinante es que se trata de un auténtico relato de viaje por EE.UU., dentro de una comunidad que habla español pero que ya tiene una identidad norteamericana. Tobar llama “americanismo” a la aparición de una nueva cultura mixta incipiente entre los latinos.

Ya José Martí explicaba que vivir en EE.UU. era como vivir en las “entrañas del monstruo” y no hay nada soprendente en la ineludible asimilación de los inmigrantes. Pero, cuidado, los tiempos van cambiando, aquel auge de los “clandestinos” ocurre en un momento en que la distancia crece entre ambas Américas. Todavía se puede leer (en inglés), en el sitio del New York Times, un excelente artículo de Peter Hakim importado desde la revista Foreign Affairs. Su título es una pregunta: “Is Washington losing Latin America?” (¿Se le escapa América Latina a Washington?). La respuesta, positiva, se podía ver el sábado en las calles del centro de Los Ángeles. La pérdida del miedo a presentarse en público como ilegal indica una pérdida de influencia de EE.UU. Y no se trata de chavezismo o de la subida de una u otra izquierda en América del Sur. Es un síntoma de retirada, en casa.

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28 de marzo de 2006
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FICCIÓN

Es como la pregunta en el momento de pedir el agua en el restaurante: ¿Con o sin gas? Pasa lo mismo con la literatura: con o sin ficción. El éxito de la película Capote sobre Truman Capote y el viaje de Tom Wolfe por Europa para promocionar su última novela Soy Charlotte Simmons (Ediciones B, en España) nos obliga a volver al viejo debate sobre cuál es la mejor forma de captar al lector: con hechos o con la imaginación del novelista.

Tom Wolfe sigue siendo el mismo: año tras año, es más Tom Wolfe que nunca. Envejece a través de un proceso de caricatura de sí mismo. Me parece que fue hace veinte años que lo vi en la parte sur del parque Gramercy en Nueva York. Recuerdo mucho el episodio. Caminaba en un día de calor aplastante y vi uno de esos coches largos detenerse un poco delante de mí. Se abre la puerta y un zapato de dos colores toca el suelo sin manchar el pantalón de lana blanca que cae con una nobleza divina sobre el cuero. Sin ver más que una pierna y un pie me imaginé que era Tom Wolfe. Y era él, llevando corbata, camisa con algodón y un vestido de oso blanco en un verano que la brisa de mar no sabía cómo suavizar. Es el único autor que se puede reconocer con una pequeña muestra de su presentación.

Tom Wolfe no ha cambiado y sus entrevistas en la radio y la televisión de Francia lo pintan como encerrado en sí mismo. Cuando dice que sus maestros son Balzac y Zola no hace un favor a los franceses. Ya lo decía hace treinta años. Philippe Labro, un autor cuyo mérito principal es un amor real a la literatura americana, hizo en Le Monde un buen relato de su encuentro con este viejo hombre del sur (viene de allá, como Capote) que sigue siendo un maestro. Es importante hablar de Tom Wolfe: ha sido uno de los escritores que más nos ayudaron a entender las herramientas que tenemos para contar algo. Pero lo hizo siempre desde la perspectiva de un periodista inventor del “nuevo periodismo”. Cuando renunció a su oficio, empezó la tragedia. La verdad dura, definitiva, es que el novelista Wolfe nunca superó al periodista. Wolfe, que fue mi ídolo, se fue desde el momento en que empecé la lectura de su primera novela La hoguera de las vanidades, aunque había leído y estudiado tanto sus artículos.

Un texto muy preciso de Jack Shafer (pasamos del francés al inglés) en la Columbia Journalism Review describe de manera sumamente precisa lo que fue, en su época, la irrupción de Wolfe en el periodismo, no de EE.UU. sino del mundo entero, con una pintura dinámica del universo de los drogadictos buscando un nuevo paradigma de comportamiento. Pero no falta en el artículo de Shafter la frase clave: “The New Journalism didn’t replace the novel, as the somewhat messianic Wolfe later predicted it would in 1973’s” (El nuevo periodismo no reemplazó a la novela tal como un mesiánico Wolf lo predecía en 1973).

En su fracaso por dominar el género novelístico tal como fue el maestro del periodismo, Wolfe recuerda que escribir ficción y recopilar hechos son actividades distintas. El artista, como lo fueron Zola o Balzac, tiene que reoganizar el mundo que le ofrece la realidad. No hay que creer a los tontos que dicen que el mundo real es aún más inverosímil que el mundo creado por los artistas. Cuando Wolfe explica que pasó años recopilando informaciones para construir el universo de aquella chica Simmons, una estudiante, sabemos que esto no cambia nada el resultado que tendremos en las manos. Los periodistas entienden el mundo, los artistas crean un mundo para ser entendido. Nada que ver. “De manera general, la naturaleza se equivoca” afirmaba el pintor Whistler.

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27 de marzo de 2006
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Criaturas repugnantes

Quizá hayas leído algún libro de H. P. Lovecraft, y muy probablemente lo hayas detestado. El terror de sus historias no tiene nada que ver con atmósferas psicológicas o amenazas verosímiles, sino que es del tipo “monstruo del pantano”: criaturas repugnantes descritas al milímetro que representan el mal en estado puro, como Hastur del Destructor, el amorfo Azathoth que echa espumarajos o Nyarlathothep, el caos reptante, ese tipo de bichos repelentes.

Claro, ya estás cansado de eso. Se llame extraterrestre o Satanás, lo has visto en miles de películas viejas y comics baratos. Pero precisamente, si puedes estar cansado, es porque Lovecraft lo inventó, y su influencia ha marcado hasta el tuétano la literatura y el cine del siglo XX. Todas esas alimañas nacieron con él.

A setenta años de su muerte, aparece en las librerías españolas Contra el mundo, contra la vida, un ensayo sobre Lovecraft escrito por Michel Houellebecq (Siruela). El libro tiene el atractivo de presentar a un degenerado hablando de otro degenerado. Pero además, es interesante cómo dos autores tan opuestos pueden alimentarse del mismo odio por la humanidad.

Pruebas al canto: a Houellebecq le encanta hablar de sexo y de lo que la gente hace con su dinero (a menudo, comprar sexo). Lovecraft elude esos dos temas sistemáticamente, y en sus cartas, se manifiesta abiertamente en contra de escribir sobre ellos. Houellebecq escribe sobre lo detestable de la existencia cotidiana. Lovecraft prefiere a Azathoth y su jauría babeante. Houellebecq enfatiza que la vida no tiene sentido. Lovecraft añade que la muerte tampoco.

Y sin embargo, al menos según este ensayo, ambos comparten una visión completamente oscura de la existencia. La de Houellebecq está bastante clara, pero lo sorprendente es la de Lovecraft, un hombre ignorado por el éxito, incapaz de conseguir trabajo o de conservar su matrimonio, ni tan siquiera de sobrevivir fuera de la casa de su vieja tía Lillian, un racista, un reaccionario, un tipo convencido de que el mundo no hace más que involucionar para olvidar que, haga lo que haga, será devorado por las fuerzas oscuras que habitan en su interior desde los orígenes de la especie y hasta antes, en suma, un batracio él mismo.

Tratando de escapar de la humanidad, a la que desprecia altivamente, Lovecraft construyó un retrato exacto de ella tal y como la veía. Al ignorar el sexo y el dinero, simplemente describió los dos elementos que lo ignoraban a él, que son los que definen el éxito en un mundo material. El horror de sus historias era precisamente un horror material y tangible, porque Lovecraft no se sentía atormentado por alguna sutileza metafísica, sino por el mundo tal y como es en todos sus detalles visibles.

Mario Vargas Llosa afirma que la literatura es un acto de rebeldía contra “la insuficiencia de la realidad”. Fiel a su estilo, Houellebecq prefiere decir que la literatura es para los que “están un poco hasta el gorro”. Hasta el gorro de la realidad, Lovecraft trató de crear una ficción para refugiarse de ella, y sólo consiguió la fiel descripción de un mundo de monstruos. Un mundo en el que, paradójicamente, la única criatura extraña e inadaptada era él.   

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27 de marzo de 2006
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V de victoria

Supongo que habrá quienes consideren necesario reivindicar la estatura de la historieta como arte, pero no es mi caso. En mi biblioteca las colecciones del Corto Maltés y Nippur de Lagash están ubicadas entre Yeats y los dos volúmenes de The Meaning of Shakespeare, de Harold Goddard; El Eternauta, del desaparecido autor argentino (desaparecido por los oficios de la dictadura militar, quiero decir) Héctor G. Oesterheld, está entre mi volumen de relatos y novelas completos de Sherlock Holmes y The Blind Assassin, de Margaret Atwood. El primer tomo de Los Archivos de Batman, la colección de las primeras historietas de Bob Kane, está pegado a La Odisea y a pocos centímetros de otras historias inolvidables del Hombre Murciélago: The Dark Knight Returns y Batman: Year One, ambas escritas por Frank Miller.

Pero el autor de historietas que tengo más cerca, hablando incluso en términos de espacio, es Alan Moore. Si estiro el brazo izquierdo hacia delante, pasando por el costado de la pantalla del ordenador, encuentro From Hell, que está ubicado entre The Complete Works of Lewis Carroll y The Gnostic Scriptures, una colección de textos gnósticos compilada por Bentley Layton. Si estiro el mismo brazo hacia la izquierda encuentro Watchmen, una de los mejores relatos sobre (super)héroes jamás escrito. Y si no tengo a mano The League of Extraordinary Gentlemen es porque fui comprando la serie en revistas a medida que salía y nunca conseguí la edición en libro. Esta Liga es el sueño húmedo de cualquier escritor: sólo a Moore podía ocurrírsele mezclar en un mismo relato de aventuras a personajes de ficción que en la teoría fueron coetáneos como Allan Quatermain (el explorador de Las minas del rey Salomón), el capitán Nemo (y el Nautilus, por supuesto), el Dr. Jeckyll (y su inevitable alter ego Mr. Hyde), el Hombre Invisible de H. G. Wells y la Mina Harker de Drácula.

El único motivo por el que no tengo que estirar ningún brazo para consultar V for Vendetta es porque tengo el libro aquí, abierto a un costado del teclado. Me había prometido no releer la historia antes de ver la película guionada por los Wachowski, pero el deseo fue demasiado fuerte. V for Vendetta es uno de mis libros favoritos del mismo modo en que Alan Moore es uno de mis escritores favoritos, y punto. Supongo que su descripción de una sociedad neofascista mezclada con una fantasía de venganza digna de El conde de Montecristo no podían sino arrebatar mi corazoncito criado en dictadura y hambriento de justicia. Lo único cierto es que V for Vendetta es un ejemplo inmejorable de los primeros dos mandamientos que yo mismo trato de respetar como escritor, a saber:

1. No aburrirás; y
2. No subestimarás la inteligencia de tu lector / público.

Y que conste que entiendo que parte del significado del Segundo Mandamiento alude al derecho del narrador a hacer pensar a su público, informarlo sobre aquello de lo que sabe poco o nada y también ayudarlo a considerar puntos de vista novedosos, o simplemente anticonvencionales.

Todo esto en realidad es un rodeo para que no se note tanto que estoy muerto de ganas de ver la película V for Vendetta. Es cierto que Alan Moore ha tenido pésima suerte con las adaptaciones al cine de sus historias (The League of Extraordinary Gentlemen era bochornosa, y From Hell no llegaba a los talones del original), pero en este caso parece haber razones para la esperanza. Se trata de una adaptación escrita por los hermanos Wachowski, que dejaron claro en Matrix que eran devotos de los dos primeros Mandamientos y que manejaban el género a las mil maravillas. Pero también es verdad que nadie desecró tanto los mismos Mandamientos como los mismos Wachowskis en las dos continuaciones de Matrix, así que se trata del típico caso del vaso medio vacío o medio lleno.

Al menos hoy yo lo veo medio lleno. Y eso es algo que agradezco a Moore por su parte, y a los Wachowski por otra. ¿Cuándo fue la última vez que sintieron un entusiasmo infantil por una película a punto de estrenarse, al punto de comprar la entrada con siglos de anticipación y presentarse en la primera función del día del estreno?

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27 de marzo de 2006
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La fiebre amarilla

Ya me lo habían advertido, los peores turistas son los chinos, pero no lo creí hasta comprobarlo en mis propias carnes. En el vagón del tren entran doce chinos. Gritan y escandalizan como adolescentes aunque han quemado ya la juventud e incluso los hay protoviejos. Son seis parejas quizás conyugales. Se empujan histéricamente, se propinan manotazos, se arrancan las mochilas los unos a los otros, se escupen, pelean por los cuencos para comer, actividad que llevan a cabo con mucho ruido y sin descanso.

Al principio pienso que quizás es un grupo de enfermos mentales en terapia, pero luego comprendo que es que son así de bestias.

Van dirigidos por una mujer de edad borrosa, rechoncha y con una enorme cara que recuerda a la de Mao, con dos botones negros en el lugar de los ojos. Es autoritaria, violenta y estúpida. Aunque no entiendo ni una sola palabra de lo que dice, me percato de que da órdenes contradictorias a este puñado de funcionarios enriquecidos, los cuales sin duda pertenecen a alguna mafia emergente del partido comunista. Aprovechándose de su complicidad con el aparato represor de ciudades lejanísimas, deben de haber ganado fortunas en ese océano de polvo que es la China continental.

La mujer no calla ni un instante. Chilla, ordena, brama, sermonea, reparte comida, es la típica comisaria paranoica y nos está volviendo locos a todos los pasajeros. Nos miramos horrorizados, pero no osamos intervenir. Al cabo de una hora querríamos arrojarlos a todos por la ventanilla, esa es la pura verdad.

Cuando ya estoy a punto de levantarme para agredir a la mujerona, la pareja de chinos más próxima a mi asiento, creyendo que les voy a dirigir la palabra, se levanta, se inclinan ante mi, sonríen con los ojos hundidos en sendas ranuras negras, y me ofrecen lo que están comiendo, una especie de pasta desintegrada sobre un pedazo de pan.

Desconcertado, lo acepto, devuelvo la sonrisa y la reverencia, busco refugio en mi butaca.

Me siento profundamente avergonzado. Estoy viajando en un tren repleto de racistas franceses y suizos. ¿Pero no ves con qué odio miran a estos pobres campesinos asiáticos? ¿Acaso se creen superiores? ¡Banda de fascistas! Duermo placidamente.

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27 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (IV)

Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura: decir lo que pienso, poner el cuerpo, ocupar los espacios que alguna vez el miedo dejó vacíos y sentirme acompañado por una multitud en la construcción de algo mejor. Voy a marchar con miles de otros para recordar a los miles de otros que fueron asesinados por la dictadura; y para renovar nuestro compromiso de impedir que homicidas mesiánicos (esto va a ser más fácil) y funcionarios corruptos (esto será más difícil) vuelvan a adueñarse de la Argentina.

Este aniversario número treinta nos encuentra mejor que el número veinte, y que el número diez. Porque más allá de su manifestación criminal, la dictadura fue para la Argentina el Caballo de Troya de una operación político-económica que se verificó simultáneamente a escala continental; y hoy, treinta años después, América del Sur está liderada en su mayor parte por gobiernos democráticos que no son democráticos tan sólo por su mecanismo de origen, sino porque gobiernan para la gente. Las dictaduras latinoamericanas en general, y la argentina en particular, cimentaron su poder a sangre y fuego, pero sus crímenes no cesaron con su caída. Los gobiernos militares enajenaron las economías nacionales, y la miseria que produjeron se sigue padeciendo hoy, lo cual es igual a decir que los militares (y sus ministros de economía civiles, claro) todavía siguen matando: los niños víctimas del hambre y la gente que no recibe adecuada atención médica son muertos tardíos, pero deberían sumarse a la cuenta de los desaparecidos. En este sentido, los militares y las eminencias grises que guiaron sus manos funcionaron como bombas atómicas: mataron a miles con el estallido, pero mataron a muchos más con las secuelas de su radiación.

Al menos hoy siento que el sufrimiento entrañó un aprendizaje. Ahora nadie se quedaría en su casa ante la amenaza de un golpe; y no sólo hablo de un golpe militar, sino de las múltiples variantes del fraude que se han multiplicado en las urnas desde los 70 hasta hoy. (Y en países infinitamente más poderosos que los nuestros, dicho sea de paso.) Aprendimos también que la democracia es una construcción colectiva, y por cierto cotidiana: la gente tiene un alto grado de movilización y ante el menor atropello gana las calles reclamando justicia. Otra enseñanza vital es la de la opción por la no violencia: si hoy existe entre nosotros algo parecido a la justicia, se debe a la terquedad en el reclamo republicano que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo practicaron sin desmayos, la gota que al fin horada la piedra. Peticionar una y mil veces, golpear todas las puertas hasta que alguna se abra; aun con las imperfecciones propias del sujeto humano, nuestra única esperanza es la construcción a partir de la ley.

Siempre me pareció magnífico el título del libro de Miguel Bonasso, Recuerdos de la muerte. Porque la dictadura en la Argentina fue una temporada en el infierno: todos morimos entonces de una u otra forma, a todos nos mataron, enteros o en parte. Y hoy podemos recordar esa muerte, ver esa muerte como algo del pasado, y aunque la muerte definitiva todavía nos espere en algún recodo, vivir este tiempo bendito como una temporada de resurrección. No somos los que éramos, ¡no podríamos serlo aunque quisiéramos!, pero somos. Somos una versión más triste y más sabia.

Yo perdí la inocencia el 24 de marzo de 1976. La dictadura me cagó la vida de mil maneras; todavía me visitan sus espectros. Muchos de los errores que cometí de adulto se deben, en buena medida, a que me convertí en un viejo a los catorce años (un anciano inmaduro sólo puede ser infeliz), y en consecuencia dejé jirones de piel y libras de carne por todas partes, peleando la batalla por readueñarme de mi vida. Pero ya no me quejo, al menos hoy no. Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura.

Hoy voy a ser feliz.

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24 de marzo de 2006
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Un buen amigo y un ejemplo a seguir

Es de tamaño medio, tiene el pelo largo y blanco, pesará como un labrador, los ojos son de color amarillo y responde al nombre de Delos.

Hace cinco años, sus dueños leyeron un papel escrito a mano y pegado a una farola del barrio en donde se alertaba de la inminente matanza de un centenar de perros jóvenes, por imperativos higiénicos del ayuntamiento. Podían, sin embargo, salvar alguno, si acudían a reclamarlo. Así lo hicieron. Con los ojos llenos de lágrimas porque los quería salvar a todos, una de las niñas pequeñas señaló a Delos, entonces un montoncillo de carne temblorosa, y se lo llevaron consigo.

Ya no es un cachorro, pero jamás ha superado el trauma de la condena a muerte. Durante el día y la noche, Delos se desparrama por la casa. Nunca camina, no ladra, no duerme. Apoya la cabeza contra el parquet, a veces en la oreja derecha, a veces en la izquierda, se tumba, y mira al infinito. Es un perro metafísico y existencial.

Hay que obligarle a comer y lo hace con parsimonia, a regañadientes, como contrariado. No juega, no se mueve, no existe. Debe de pasar las horas como un monje cartujo diciéndose: no soy, y si algo soy soy nada, nada soy ni seré, nada he sido y así sucesivamente.

Como carece de síntomas vitales, la familia suele olvidarse de él, de modo que ha desarrollado un inteligente sistema para que de vez en cuando lo bajen a la calle para cumplir con sus obligaciones corporales. La estrategia consiste en ir ocupando lugares de la casa cada vez más incómodos para los dueños.

Del oscuro rincón de un cuartucho pasa a la pared de la entrada, de allí al lateral del pasillo, luego al centro (hay que saltar por encima), del pasillo a la puerta del baño (donde se le pisa porque está oscuro, pero nunca se queja), para acabar tumbado sobre la mesa del comedor o sobre la cocina. Entonces lo bajan a la calle.

Se me ocurre que también nosotros podríamos emplear su estrategia. Tumbarnos en medio de la calle delante de Las Cortes. Luego, a la puerta del Parlamento. De allí a los escaños. Hasta tumbarnos encima de los diputados y diputadas. A lo mejor así se enteran de que existimos.

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24 de marzo de 2006
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Vuelve Almodóvar

La primera película de Pedro Almodóvar, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, comienza con Carmen Maura sembrando marihuana en el balcón de su casa. Un policía la descubre y la amenaza, pero ella le ofrece sexo a cambio de su silencio. Ella le autoriza a hacérselo por todos los agujeros, “pero no por el coño, que estoy guardando mi virginidad para venderla”.

El policía no le cree, y brutalmente, le roba a la Maura su único capital. El resto de la historia es una larga venganza en la que ella seduce a la reprimida esposa de él. “Seducción” significa hacerle pis en la cara, llevarla al concierto de los drogadictos de Radio Futura y mostrarle todas las perversiones posibles. El número musical de la película se titula “murciana, eres una marrana”.

Un cuarto de siglo después, las cosas han cambiado un poco. En Volver, estrenada en España el viernes, no hay transexuales con problemas de identidad, ni heroinómanos angustiados. Nada de felaciones ni ninfómanas. No figuran oscuros clubes nocturnos ni noches de cocaína. Sólo mujeres. Y para colmo, oriundas de un pueblito perdido en algún lugar de La Mancha.

Todas las protagonistas de esta película son madres, hijas o tías entre sí. En cambio, los dos únicos hombres de la historia –uno de los cuales ni siquiera aparece físicamente-, se limitan a cumplir la función de detonar la acción con sus abusos, depositan el espermatozoide de los problemas y luego desaparecen. En el fondo, Volver no es una historia tan distinta de Pepi, Luci, Bom.... Es una fábula sobre mujeres cómplices que se protegen mutuamente en un mundo de machos agresivos.

La diferencia es que Volver, desde el título, es una historia sobre el pasado, y lo difícil que resulta librarse de él. El daño producido por los hombres marca la vida de las mujeres para siempre, pero no se repara mediante la venganza –que la hay- sino mediante la honestidad. Las verdaderas víctimas no son los merecedores de esa venganza a menudo sangrienta, sino sus viudas y huérfanas. Las mujeres de Almodóvar no se disculpan por sus crímenes sino por haberles mentido a sus amigas para ocultarlos. Y no se sienten responsables por los muertos sino por las mujeres a las que esa muerte ha salvado.

Si invirtiésemos los roles de esta película, sería estrepitosamente machista. Si la directora fuese una mujer la acusaríamos quizá de misógina. Pero los personajes de Almodóvar resplandecen. La mala educación era un film de hombres, y resultaba oscuro y frío. En su última entrega, en cambio, el director manchego no sólo vuelve a las mujeres, sino a sus mujeres de toda la vida –Maura, Chus Lampreave, Penélope Cruz-, y construye con ellas un hermoso homenaje a la fuerza que esconde la fragilidad, y a la luz que brilla en el corazón de la oscuridad.

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24 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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