Marcelo Figueras
Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura: decir lo que pienso, poner el cuerpo, ocupar los espacios que alguna vez el miedo dejó vacíos y sentirme acompañado por una multitud en la construcción de algo mejor. Voy a marchar con miles de otros para recordar a los miles de otros que fueron asesinados por la dictadura; y para renovar nuestro compromiso de impedir que homicidas mesiánicos (esto va a ser más fácil) y funcionarios corruptos (esto será más difícil) vuelvan a adueñarse de la Argentina.
Este aniversario número treinta nos encuentra mejor que el número veinte, y que el número diez. Porque más allá de su manifestación criminal, la dictadura fue para la Argentina el Caballo de Troya de una operación político-económica que se verificó simultáneamente a escala continental; y hoy, treinta años después, América del Sur está liderada en su mayor parte por gobiernos democráticos que no son democráticos tan sólo por su mecanismo de origen, sino porque gobiernan para la gente. Las dictaduras latinoamericanas en general, y la argentina en particular, cimentaron su poder a sangre y fuego, pero sus crímenes no cesaron con su caída. Los gobiernos militares enajenaron las economías nacionales, y la miseria que produjeron se sigue padeciendo hoy, lo cual es igual a decir que los militares (y sus ministros de economía civiles, claro) todavía siguen matando: los niños víctimas del hambre y la gente que no recibe adecuada atención médica son muertos tardíos, pero deberían sumarse a la cuenta de los desaparecidos. En este sentido, los militares y las eminencias grises que guiaron sus manos funcionaron como bombas atómicas: mataron a miles con el estallido, pero mataron a muchos más con las secuelas de su radiación.
Al menos hoy siento que el sufrimiento entrañó un aprendizaje. Ahora nadie se quedaría en su casa ante la amenaza de un golpe; y no sólo hablo de un golpe militar, sino de las múltiples variantes del fraude que se han multiplicado en las urnas desde los 70 hasta hoy. (Y en países infinitamente más poderosos que los nuestros, dicho sea de paso.) Aprendimos también que la democracia es una construcción colectiva, y por cierto cotidiana: la gente tiene un alto grado de movilización y ante el menor atropello gana las calles reclamando justicia. Otra enseñanza vital es la de la opción por la no violencia: si hoy existe entre nosotros algo parecido a la justicia, se debe a la terquedad en el reclamo republicano que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo practicaron sin desmayos, la gota que al fin horada la piedra. Peticionar una y mil veces, golpear todas las puertas hasta que alguna se abra; aun con las imperfecciones propias del sujeto humano, nuestra única esperanza es la construcción a partir de la ley.
Siempre me pareció magnífico el título del libro de Miguel Bonasso, Recuerdos de la muerte. Porque la dictadura en la Argentina fue una temporada en el infierno: todos morimos entonces de una u otra forma, a todos nos mataron, enteros o en parte. Y hoy podemos recordar esa muerte, ver esa muerte como algo del pasado, y aunque la muerte definitiva todavía nos espere en algún recodo, vivir este tiempo bendito como una temporada de resurrección. No somos los que éramos, ¡no podríamos serlo aunque quisiéramos!, pero somos. Somos una versión más triste y más sabia.
Yo perdí la inocencia el 24 de marzo de 1976. La dictadura me cagó la vida de mil maneras; todavía me visitan sus espectros. Muchos de los errores que cometí de adulto se deben, en buena medida, a que me convertí en un viejo a los catorce años (un anciano inmaduro sólo puede ser infeliz), y en consecuencia dejé jirones de piel y libras de carne por todas partes, peleando la batalla por readueñarme de mi vida. Pero ya no me quejo, al menos hoy no. Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura.
Hoy voy a ser feliz.