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El saboteador de las manos limpias

John Perkins no era un mercenario armado hasta los dientes listo para asesinar a los presidentes díscolos. Tampoco se colaba vestido de ninja en las casas de sus víctimas. Ni siquiera era un magnate de los negocios prepotente cegado por la ambición. En sus viajes a Indonesia, Panamá o Ecuador, pasaba simplemente por un analista o un pequeño hombre de negocios americano, estudiando el terreno para las inversiones. Y sin embargo, la capacidad de Perkins de hacer daño era mucho mayor que la de un asesino a sueldo, porque su munición disparaba contra países enteros. Perkins era un francotirador económico.

Según cuenta, su rama laboral fue inventada por el agente de la CIA Kermit Roosevelt, el nieto de Theodore. Tras la nacionalización del petróleo en Irán en 1951, EE. UU. descubrió que una intervención militar podría generar una reacción en cadena, involucrar a la Unión Soviética y terminar produciendo una guerra nuclear. Era necesario concebir una estrategia de intervención pacífica, y Kermit tuvo la misión de ejecutarla. El agente compró adhesiones, ofreció prebendas, agitó ánimos, y consiguió desestabilizar y después derrocar al régimen democrático de Mossadegh para reemplazarlo por el más manipulable Reza Shah.

Durante los siguientes años, los desastres militares de Corea y Vietnam persuadieron a EE. UU. de que ésa era la mejor estrategia para controlar gobiernos. El único detalle por resolver era que los agentes no debían estar claramente conectados con el gobierno norteamericano. La CIA los entrenaría, pero debían trabajar nominalmente para compañías privadas.

A partir de entonces, un grupo de hombres –entre los cuales estaba Perkins– fue preparado para la acción económica. Su trabajo era conseguir que los gobiernos nacionales pidiesen préstamos a los organismos multilaterales o a EE. UU. para desarrollar infraestructuras. Las compañías encargadas de desarrollar esas infraestructuras –como Halliburton– siempre eran americanas, de modo que el dinero simplemente pasaba de una oficina a otra en la misma ciudad. Pero los países contraían deudas millonarias, y quedaban enredados en una pegajosa telaraña.

En su calidad de analistas privados, agentes como Perkins preparaban informes muy alentadores sobre el crecimiento macroeconómico de los países en cuestión, para que los funcionarios y la banca aprobasen esos préstamos. Pero los informes tenían que ser falsos, y aunque no lo fuesen, su situación económica debía empeorar. La idea era que los países no pudiesen pagar sus deudas, y EE. UU. se cobrase las pérdidas en recursos naturales, que continuarían siendo administrados por las mismas compañías. Si los análisis financieros no bastaban para convencer a los gobiernos, llegaba el momento de ofrecerles sexo y sobornos a los gobernantes. Y si ni con ésas, los agentes desaparecían y entraban a tallar los “chacales”. Según Perkins, ellos se ocuparon del presidente ecuatoriano Jaime Roldós y el panameño Omar Torrijos, consiguiendo que las muertes parecieran accidentes. 
    
Esa historia, que parece una novela de espías de John LeCarré, está publicada por Perkins en Confessions of an economic hit man. No sé si ha sido traducida al español, pero sería instructivo hacerlo. El gigantesco tinglado de corrupción que Perkins describe cumple los requisitos formales de una democracia. Conocerlo nos permite estar atentos al pulcro y elegante camuflaje de la injusticia.

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31 de marzo de 2006
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Traductor traidor (III)

Una de mis adaptaciones favoritas de una novela al cine es El paciente inglés. Y lo es precisamente porque no se parece en nada al relato original (un texto magnífico, dicho sea de paso), y aun así funciona en sus propios términos. Es cierto que en una primera lectura El paciente inglés aparece como inadaptable. El escritor Michael Ondaatje narra una historia que le ocurre a gente concreta, en un tiempo concreto, en un lugar concreto; pero su prosa es elíptica, lo cual es otra manera de decir que es poética, porque relega la acción a un segundo plano y se concentra en los pequeños detalles, en el aspecto sensorial de la aventura, en las epifanías mínimas que viven sus protagonistas al toparse con un piano desvencijado, con una ciruela arrancada del huerto, con un hueso que sobresale en el cuerpo de la mujer amada. 

Una comparación entre la novela y la película permite sacar algunas conclusiones generales sobre las diferencias entre el relato literario y el fílmico. La novela es más libre, se lo permite todo y va inventando sus reglas a medida que avanza. La película es más convencional, porque el relato no puede evocar hechos y sensaciones con la misma ligereza que un verso o una frase dicha al pasar: cada excursión en el tiempo es un flashback, y cada flashback debe cumplir con una función determinada dentro de la apretada estructura narrativa de un film. En algún sentido, la novela de Ondaatje es como esas cajitas llenas de cosas viejas con las que uno se encuentra a veces al mudarse, o al desmontar la casa de parientes que ya no están: llena de elementos diversos que parecen no tener conexión entre sí, pero que evocan infinidad de momentos y de sensaciones a quien las revisa. La película, en cambio, nunca puede ser más compleja que un trencito de esos que nos regalaban cuando niños: seguramente evocará algunos momentos, pero sólo nos maravillará si sigue funcionando.

Supongo que la ventaja de la novela por encima del cine se debe a que su trayecto entre nosotros es mucho más largo, y por lo tanto ha explorado más. Todavía hoy una novela puede experimentar con sus convenciones, ganar premios como el Booker y a la vez permanecer en los primeros puestos de los charts de ventas. Una película también puede experimentar y ganar premios, pero si lo hace no figurará jamás entre las más vistas. La novela es un juguete artesanal, que el escritor concibe para su propio divertimento, y que en todo caso, casi por añadidura, divertirá después a otros. El cine es un juguete demasiado caro para que el director lo conciba con la intención de jugar a solas. El escritor es por definición un francotirador. En el mejor de los casos, el director es el líder de una banda de inadaptados (dentro de la que milita el guionista, por supuesto) a quienes ha guiado hacia la victoria.

Yo creo que un guionista debe abandonar de cuajo la intención de trasladar literalmente una novela al cine. Si yo hubiese adaptado Rosario Tijeras de manera literal, habría a puesto a Rosario como en la novela, contando en un par de frases que ella y sus amigos se llevaron de rumba al cadáver de su hermano. Pero en ese caso la anécdota no tendría el peso que tiene en la película, donde el director Emilio Maillé se lleva al espectador a rumbear con el muerto. (Una de las mejores escenas del film, sin duda alguna.) Lo mejor es leer la novela un par de veces, hacer anotaciones y después regresarla a la biblioteca para entonces escribir un guión que se convierte, en buena medida, en lo que uno recuerda del texto: aquello que más lo conmovió, y por ende más ama del relato. No podemos hacerle justicia a un texto novelístico siéndole fieles, o por lo menos fieles de una forma inimaginativa y servil; para mejor honrarlo hay que traicionarlo, del mismo modo en que el buen traductor traiciona al original al trascender la frase textual para reinventar su música, su ritmo, su pluralidad de sentidos –en suma, su espíritu.

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31 de marzo de 2006
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Traductor traidor (II)

Muchos suponen que en el proceso de adaptar una novela al cine, la tarea de un guionista es tan sólo la de limpiar la horajasca del texto original para quedarse con la acción, las escenas que encapsulan el argumento. Si bien hay novelas que permiten realizar una transposición más lineal (adaptar El silencio de los inocentes es relativamente sencillo, pero eso no es posible con novelas como Desde el volcán o Lord Jim), hay otras que lo pierden casi todo al saltar al cine a pesar de que su anécdota se conserve intacta. Es lo que suele pasar con los libros de Dickens, o los de John Irving. Sus relatos están tan llenos de sucesos, que los adaptadores suelen creer que la solución es eliminar unos cuantos personajes y proceder a toda velocidad, saltando de un incidente a otro. Y así se pierden dos ingredientes fundamentales de sus historias. El primero es el proceso interior que los incidentes disparan en los protagonistas: estas novelas son largas porque, entre otros motivos, nos proporcionan tiempo para asimilar la dimensión de los hechos del mismo modo en que se lo proporcionan a sus personajes. Esta “larga” marcha (porque en realidad no es tan larga, tan sólo lo simula) nos permite además obtener algo similar a una perspectiva panorámica: el manejo literario del tiempo nos convence de que estamos asistiendo al desarrollo completo de una o más vidas en el exiguo margen de unos centenares de páginas. Lo cual nos deja en el umbral del segundo ingrediente vital en estas novelas grandes /grandes novelas: la representación del paso del tiempo.

Es cierto que un novelista puede poner punto y aparte e iniciar el párrafo siguiente diciendo: “Veinte años después…” Pero además de la indicación literal del paso del tiempo, el relato literario tiene otras, múltiples maneras de sugerir el transcurrir de las horas y de los años. Esto es lo que muchos adaptadores tienden a tachar o pasar por alto cuando buscan material para su guión: cortan lo que parece tiempo muerto, disquisición, detalle innecesario, descripción, monólogo interior. Visto desde el prisma de la acción pura es posible que esos pasajes parezcan inertes, pero son vitales para introducir al lector en un ritmo parecido al de la vida misma, con altos y bajos, que encapsule los dos tiempos de la respiración: para que la caída en la montaña rusa obtenga su emoción siempre hace falta un trepar lento hasta la máxima altura. En las últimas décadas, quizás inspirado por la acción constante de los videogames, el cine de Hollywood ha pretendido hilar un climax detrás de otro, prescindiendo de los valles. Yo creo que ese machacar al público con un peligro tras otro sólo produce anestesia. La pantalla estalla en mil pedazos y yo ronco como un bendito, porque todo ese estruendo se vuelve tan monótono como lo sería un plano único de un edificio que se prolongase durante seis horas.

Un cineasta también puede recurrir al cartel que indica el paso del tiempo. Pero una vez retirado el cartel, necesita además hacernos sentir que el tiempo pasó. Ese es uno de los problemas que tengo con Brokeback Mountain a partir de la media hora del relato: no siento el paso del tiempo, y en cambio veo que todo sigue igual a excepción del maquillaje de Jake Gyllenhaal y de Heath Ledger. ¡Son los mismos chicos de antes, con bigotes y patillas! Esta es una de las diferencias fundamentales entre cualquier novela y su traslación al cine: el texto literario produce la sensación del paso del tiempo con mayor facilidad, quizás porque, entre otros motivos, incluye el tiempo en su relación con el lector. Uno puede tomarse semanas, meses en terminar un libro; se envejece naturalmente con el relato, uno se aparta de él, lo deja fermentar en su mente y regresa cuando quiere o puede. Pero las películas están concebidas para ser registradas de una sentada.

Uno de los mayores desafíos de adaptar Plata quemada fue el de representar la espera. El relato se inicia con un estallido, el del robo, y concluye con otro, el del enfrentamiento final de los delincuentes con la policía. Pero el grueso de la historia está ocupado por tiempo muerto: tres hombres encerrados en un apartamento, contando ovejas hasta que la policía desista de buscarlos. ¿Cómo narrar cinematográficamente este encierro, esta espera desesperante, este aburrimiento de los protagonistas, sin aburrir al público? Supongo que buena parte del mérito es del director Marcelo Piñeyro. Pero en el terreno del guión, dado que teníamos consciencia de las ventajes de la literatura sobre el cine para representar la espera, tratamos de robarle a la narración escrita algunas de sus técnicas; así usamos las voces interiores, por ejemplo, para mostrar la disociación entre la quietud del cuerpo y el torbellino que sacudía mientras tanto las mentes de sus personajes.

Desde entonces quedé fascinado por los desafíos que presenta el cine para representar el tiempo. Las novelas me presentan otros desafíos, pero la compresión del relato cinematográfico hace que el tema del tiempo sea una de sus mayores dificultades. De hecho, cuando el productor Matthias Ehrenberg me ofreció adaptar al cine la novela Rosario Tijeras mi primera respuesta fue negativa: pensé que la intención era hacer otra película sobre latinos drogones y violentos, puro estereotipo, perpetuación de un lugar común que considero lamentable. Pero entonces Matthias me dijo: “Para mí, Rosario Tijeras es un relato sobre el tiempo”. Y así me enganchó.

        (Continuará.)

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30 de marzo de 2006
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Amor en occidente

Era opinión de Denis de Rougemont que el amor burgués, el que se impone como único “natural” después de la Revolución Francesa, obliga a la coincidencia entre el objeto de deseo y el objeto de respeto. Dicho en plata: que a partir de entonces nos tienen que gustar nuestros cónyuges, además de casarnos con ellos. Un asunto que nunca había sido ni necesario ni honesto.

Los campesinos se casaban con quien podían. Los aristócratas con quien debían. Luego cada cual se las arreglaba para tener una actividad sexual conforme a sus gustos, de modo que matrimonio y sexualidad sólo coincidían para la reproducción.

¿Por qué, entonces, esa abundancia de historias románticas desde la antigüedad? La pregunta aparecía en presencia de un medievalista, Carlos Alvar, que acababa de contar la extravagante historia de Flamenca, una novelita del siglo XIV. En ella se narra la historia de una mujer casada y un caballero enamorado, el cual recurre a un medio de seducción curiosísimo. Como sólo puede verla en misa, se sitúa cerca y aprovecha cada vez que los fieles besan el misal como despedida litúrgica, para soltar dos palabras. Al domingo siguiente, dos más. Al cabo, ella le contesta con otras dos. Y así sucesivamente hasta que con el tiempo (mucho, se supone), el caballero logra seducirla, los adúlteros organizan un plan delirante y finalmente lo llevan a cabo con gran regocijo y ludibrio. No lo cuento por si alguien se anima a editarla.

Calixto y Melibea, Lanzarote y Ginebra, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda... ¿Qué necesidad había de este tipo de historias en unas sociedades que diferenciaban a la perfección entre la sexualidad y el amor? Pero es que, en efecto, hay una acronía sentimental que parece substancial de la especie. Como si la prensa del corazón fuera una constante ontológica de los humanos.

La escena de anacronismo sentimental que más me ha sorprendido en mi corta vida es la del hijo de Héctor que, espantado por el casco de su padre, rompe a llorar cuando el guerrero se despide de su esposa. Es una sutil sugerencia de que Andrómaca no llora por dignidad, pero sabe que no volverá a ver vivo a su esposo. Esta confesión de amor conyugal, de sentimentalidad burguesa, me parece rotundamente incongruente con el resto del poema y la orgía de sangre y divinidad a la que se entregan aqueos y troyanos. Como si fuera una interpolación de Stendhal. Habría que suprimirla.

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30 de marzo de 2006
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El amargado filosófico

Te levantas por la mañana y te preguntas para qué. Al anudarte la corbata, te parece estarte ajustando tú mismo un collar perruno. Al llegar al trabajo, te das cuenta de que sonríes con amabilidad a gente que no te importa y a la que tampoco le importas tú. Sin embargo, no puedes expresar tus verdaderos sentimientos. Tampoco puedes dejar de asistir sin más. Ya puestos, ni siquiera puedes ir vestido como quieras. Y ahora piensa que la empresa es sólida y el sueldo es bueno. O sea, esa esclavitud es lo mejor que la vida va a ofrecerte. Bienvenido al universo de Michel Houellebecq.

En los últimos años, inesperadamente, Houellebecq se ha convertido en el escritor más exitoso de Francia. No es que tenga frases maravillosas, ni una gran imaginación. Sus novelas tampoco son obras maestras de estructura o investigación. De hecho, lo único realmente característico de Houellebecq es su ferocísima mala leche, la incapacidad de sus personajes de encontrar una vida que valga la pena, sin importar donde busquen.

Parte de eso no es nuevo. El trabajo de un escritor es precisamente descubrir lo que funciona mal en el espíritu de una sociedad. El Quijote habla de una España imperial pero pauperizada y sin ilusiones, que se refugia en las leyendas de héroes de caballería. Los Miserables son la crónica de un mundo en que la ley y la justicia no van de la mano. Conversación en la Catedral denuncia la sistemática demolición de la libertad. Todas esas novelas estaban animadas por la esperanza de un mundo mejor o más justo: aún podía llegar la verdad, o la democracia, o la justicia. Aún se podía construir una sociedad mejor.

Ahora bien ¿Qué haces si eres un francés del siglo XXI? Vives en un país rico con un sistema igualitario y una democracia indiscutible. Puedes pensar lo que quieras, puedes decir lo que quieras y vivir a tu manera sin importar tu origen, religión, sexo u opción sexual. Estás obligado a ser feliz. Y si no lo eres, preocúpate, porque donde ya no hay problemas, tampoco queda la esperanza de resolverlos.

Houellebecq es el escritor del mundo perfecto, que constata que en ese mundo también hay soledad, y tristeza, y mediocridad, pero lo que no hay es una posibilidad de mejorar, una utopía. A sus personajes les han robado hasta el consuelo, porque el bienestar de que gozan les impide culpar a nadie de sus desgracias y los obliga a asumir la total responsabilidad por sus fracasos. Y la libertad los arroja a un mundo de desarraigo y amargura, donde todos son tan iguales y tan libres que nadie tiene nada en común, ningún puente les permite comunicarse en realidad.

Un ejemplo es su concepto de la libertad sexual. Según uno de sus personajes, igual que el liberalismo económico produce desigualdades sociales, el liberalismo sexual produce diferencias: algunos tienen más de lo que necesitan y otros no tienen nada. En un mundo en que estuviese prohibido el adulterio, todos terminarían por encontrar su lugar y su pareja. Pero librar el sexo a las leyes de oferta y demanda es condenar a los feos a la soledad.

Horrendo ¿Verdad? Sí, Houellebecq es un grandísimo reaccionario. Pero resulta que ha sintonizado con la sensibilidad de millones de personas. Quizá, en una sociedad escéptica y satisfecha, la única manera de proyectar el pensamiento hacia el futuro es volverlo hacia el pasado.

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30 de marzo de 2006
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Traductor traidor

La tarea de adaptar una novela al cine es de las más ingratas para los guionistas. Lo cual no es poco, considerando que la labor del guionista es ingrata de por sí.

Para empezar hay que desmontar la construcción que el libro presenta, con el propósito de volver a armarla desde cero: más allá de sus obvias afinidades, el cine y la literatura son soportes diferentes. Concebir una película a partir de un libro puede ser un afán tan absurdo y tan engorroso como el de utilizar el papel del libro como materia prima de una escultura. Pero claro, casi nadie se da cuenta de la dificultad del proceso. Empezando por los productores.

La primera novela que adapté al cine fue Plata quemada, de Ricardo Piglia. Todo el mundo me decía que Plata quemada ya era “casi una película”. Es verdad que la anécdota suena cinematográfica: el robo fallido, la fuga, la persecución y el asedio final son la materia prima de infinidad de películas. Pero el mérito de Piglia como escritor fue valerse de ese material para convertirlo en literatura. Plata quemada es una novela que, por ejemplo, va y viene varias veces en el tiempo y en el espacio en una cantidad de líneas que no excede las que puede contener una página. Es cierto que el cine cuenta con el recurso del flashback, el recuerdo, un salto hacia atrás, pero este recurso no opera de la misma forma en la página que en la pantalla. En el texto uno puede divagar, ir y venir, siguiendo la lógica propia del discurrir mental. En el cine este proceso es más engorroso, uno no puede ir y venir en cuestión de segundos sin perder el hilo de la narración: cada flashback necesita su tiempo, su puesta en escena, su exposición.

Plata quemada también funciona de acuerdo a un recurso literario de interposición: el relator no nos pone en medio de la acción, sino que más bien tiende a referirla. No es alguien que hace presente lo que ocurre, sino alguien que refiere lo que ocurrió, a la manera del informe, de la crónica, del diagnóstico clínico. Sólo vemos a sus personajes a través del reflejo que generan en distintos espejos. Piglia hace objetiva la existencia del narrador no como criatura omnisciente, que todo lo ve, sino criatura subjetiva y sesgada. Se alude todo el tiempo a la historia de amor entre los dos protagonistas, a su relación casi telepática, pero casi nunca la vemos en acto. ¡Casi no existen diálogos que nos muestren cómo se hablaban entre ellos! Lo cual no nos dejaba a los adaptadores (el director Marcelo Piñeyro y yo) más remedio que inventarles un lenguaje común, con sus códigos, con sus recurrencias y con sus silencios.

Trasladar literalmente al cine el recurso literario de Piglia hubiese supuesto poner en primer plano a los múltiples relatores y en un plano distante, casi borroso, a los protagonistas. Esa habría sido una película interesantísima, pero también árida y fría. En el cine es más obvia que en la literatura la necesidad del público de identificarse con los protagonistas, de meterse en su cuerpo y en su circunstancia para atravesar la aventura hasta el final; de alguna manera, la narración del cine siempre ocurre en primera persona aun cuando parezca narrar objetivamente, porque nos mete dentro de la acción de forma casi virtual: nosotros no observamos el relato, estamos dentro del relato. Ver una película es como estar en un simulador de vuelo: lo más parecido a la verdadera experiencia, sin afrontar ninguno de los riesgos. Y en aquel entonces, en una Argentina paranoica donde todo el mundo creía que en cualquier momento podía ser asaltado o secuestrado, Piñeyro y yo creímos que la apuesta más osada era valerse de ese poder del cine y hacer que la gente se identificase y padeciese con estos protagonistas, ¡y hasta llorase por ellos!, aun cuando eran delincuentes, asesinos, drogadictos y además homosexuales: la encarnación de todos los miedos de nuestra sociedad pacata y represiva.

        (Continuará.)

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29 de marzo de 2006
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¿QUÉ PASA?

Me despierto en un país donde, ayer, entre uno (según la policía) y tres (según los sindicatos) millones de personas se manifestaron en la calle. Piden al gobierno renunciar a la promulgación de la ley sobre el «Contrat de Première Embauche» (CPE – Primera contratación laboral) que pretende facilitar la entrada en el mundo del trabajo a una persona que no tiene formación. Durante dos años, la empresa puede poner fin al contrato de esta persona sin tener que justificar la razón de su despido. El CPE no quita nada al hermético y complicado "código del trabajo" que rige en Francia las relaciones entre una empresa y sus empleados, sino que intenta probar una solución nueva. No existe algo más peligroso para un gobierno en Francia que intentar hacer algo nuevo para una parte de la población. El resto de la población se moviliza en seguida, pues Francia es el país del igualitarismo ciego y de la defensa de los privilegios.

En las manifestaciones estaban personas que tienen trabajo, que esperan tenerlo en el futuro (estudiantes) o que lo tuvieron (jubilados). Nadie, tanto entre los organizadores de las manifestaciones como en la prensa, ha dicho que en la calle estaban quienes constituyen el objetivo de la nueva ley: los desempleados, sobre todo de los suburbios, donde la tasa de desempleo supera el 40%. Como el gobierno actúa con una pobrísima capacidad de animar un diálogo social o simplemente de explicarse, y la oposición supera cada día su record de mala fe, se vio a la Francia de siempre: el reino de la ideología y de los privilegiados (tener un trabajo ya es un privilegio en ciertas partes de la población).

Cualquier persona que conoce Francia reconoce en lo que ocurrió ayer un juego político, donde cada uno toma una postura en la vieja comedia de la muerte anunciada de un primer ministro (recordamos a Juppe en 1995 con su reforma de las jubilaciones), en lugar de buscar de manera pragmática una solución. Quizás los franceses somos tontos. Lo pensé de verdad al leer los últimos cálculos del profesor Richard Lynn que da un promedio de inteligencia (Intelectual Quotient) de 94 a los franceses en contra de 98 para un español, 100 para un británico y hasta 107 para un alemán.

Al navegar por Internet uno se pregunta si lo que pasa de verdad tiene que ver con las pesadillas clásicas de los franceses o si son cosas más graves, podríamos decir definitivas. Hoy, más que el CPE, me preocupa saber qué pasará con el lince ibérico si siguen las obras de la autopista M-501 cerca de Madrid, o si de alguna manera la mezquita de Córdoba conseguirá recuperar las vigas que se prononen a una subasta en la casa Christie's de Londres o, aún más importante, si la solución del tema de las papeleras que enfrente a Uruguay y Argentina se va a resolver con o sin un impacto ambiental sobre el río Uruguay.

¿Qué hacemos a los animales, a nuestra historia, a nuestra tierra que nunca podremos recuperar?  Esta es la pregunta. En lo que tiene que ver con los franceses no hay que preocuparse. Son tontos y creen más en los gritos de la calle que en la democracia (herencia de la Revolución). Pero como muchos me lo piden, voy a explicar lo que pasa en Francia. Es muy sencillo. Para entenderlo hay que recordar unos segundos de la película Manhattan de Woody Allen cuando, en la inauguración de una exposición, una mujer cuenta que por fin ha tenido un orgasmo el día anterior. «Pero -añade la mujer-, mi analista ha dicho que este orgasmo no vale, no era de los buenos». De esto se trata en Francia: los manifestantes le dicen a los desempleados que quizás podrían conseguir un trabajo pero que su contrato no sería de los buenos.

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29 de marzo de 2006
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Primavera mortal

Ahora que abril ya mocea en algunos árboles del Jardín de Luxemburgo (sólo en algunos, pero no en otros; peculiar e injusto capricho que trae a la resurrección unos individuos antes que otros, como seguramente también sucederá entre los humanos con permiso para resucitar), he recordado una escena antigua, cuando me acerqué a Dachau, el primer campo de concentración que ordenó construir Hitler, cerca de Munich, en fechas también primaverales.

Los hornos de Dachau ardieron con maldad metódica y sin descanso, ensayando el camino de los grandes verdugos industriales, Auschwitz, Mathausen, Birkenau, ideados todos y mejorados a partir del prototipo bávaro.

Pero cuando lo visité era primavera y el autobús que lleva hasta el campo cruzaba prados y rodaba bajo enormes tilos como un gran insecto en busca de su efímera pareja, tembloroso y excitado ante tan augusta prueba, la reproducción, ensayo de la resurrección, y como ella otorgada a unos pero no a otros, y a algunos antes que a los demás.

Casi todos los que ocupaban el autobús eran turistas americanos muy jóvenes y yo no comprendía por qué aquellos espléndidos animales de cuerpo atlético (ellos con el pelo corto y camisetas Fred Perry, ellas con escuetos shorts muy ceñidos), acudían a un lugar tan macabro como Dachau. Ajo y zafiros. Estrellas entre gusanos.

Al llegar, se arremolinaron en torno a los carritos que vendían hot dogs, coca cola y bretzels con bulliciosa algarabía. Los caminos entre barracones lucían una cinta floral a modo de zócalo y en las plazas centrales brillaban los arrayanes de mirto recién cortados. Todo lo viviente estaba hinchado de fluidos y a punto de estallar.

Me sentí desolado y perdido, yo que no tenía ningún pariente asesinado por los alemanes, al observar a aquellos jóvenes que acudían joviales “al lugar donde murieron los abuelos”. Comían sus hamburguesas, entraban en los barracones cogidos de la mano, se abrazaban y besaban en los rincones oscuros donde yo creía ver ojos de fósforo, y en fin pasaban unas horas felices en la tierra que acogió la ceniza de sus ancestros. Desolado y perdido.

Hasta que me dije que tenían toda la razón, que había vuelto a resucitar la primavera, que eran hermosos, fuertes y perdurables como los tilos de la carretera, que olían como los arrayanes de mirto recién cortados, y que esa es la mayor victoria de los humanos contra la muerte, la maldad y el odio.

Seguramente, la única.

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29 de marzo de 2006
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El hombre de Marte

“Mis memorias deberían empezar diciendo que yo era un monstruo” afirma Stanislaw Lem, que era un chico problema. Para obedecer a su padre, le exigía que bailase sobre la mesa. Se negaba a comer si no le permitían hacerlo bajo la cama, y en general, se entretenía haciéndole la vida imposible a todos los que tuviese alrededor. Hasta que la vida se le hizo imposible a él.

En 1940, la ciudad de Lvov donde vivía fue ocupada por tropas soviéticas. Lem postuló al politécnico y aprobó el examen, pero las nuevas autoridades le negaron el ingreso por proceder de una familia burguesa. Merced a los contactos de su padre, entró en la escuela de medicina, casi contra su voluntad. Luego llegaron los nazis. Y luego volvieron los soviéticos. Lvov fue separado del territorio polaco y anexado a Ucrania. Lem ya ni siquiera sabía de qué país era.

Un carácter rebelde como él podría haberse convertido en un héroe de la libertad, y acabar con una bala en la cabeza. También podría haberse inscrito en el partido para cambiar al monstruo desde adentro. O simplemente, podría haber sido médico militar, como estaba inscrito en su destino. Pero Lem tenía claro que la realidad era odiosa, y que no le apetecía comprometerse con ella ni para bien ni para mal. Se negó a rendir sus exámenes finales y escribió una novela. Luego trató de publicarla. De ese tiempo recuerda:

“Cada semana tomaba un tren nocturno a Varsovia para sostener interminables discusiones con los editores. Torturaban mi texto con sus críticas, lo acusaban de contrarrevolucionario y decadente, me ordenaban cambios. Consideraban que la novela era “ideológicamente impropia” y me obligaban a añadir episodios para equilibrar su composición”. 

A partir de ese momento, Lem decidió dedicarse a la ciencia ficción.
Sesenta años después, sus libros están traducidos a 41 idiomas y ha vendido más de 27 millones de copias en todo el mundo. Es, sin duda, el autor polaco más leído del siglo XX.

Su obra más famosa, Solaris, ha sido llevada al cine por dos talentos tan dispares como Tarkovsky y Steven Soderbergh. Cuenta la historia de un científico que llega a una lejana estación espacial y se encuentra con su novia, que se ha suicidado años antes. Al principio, el científico cree que ha enloquecido, o que ha encontrado un fantasma. Luego descubre que esa es la forma de vida de ese lugar, una especie que escanea su cerebro y se materializa ante sí como su mayor miedo o su más fuerte deseo. O ambas cosas. Y empieza a convivir con esa proyección de sí mismo.

Solaris es una fábula sobre el amor y los insondables límites de la realidad. En vez de pistolas láser e invasiones marcianas, muestra los interiores de una aséptica nave y los páramos acuáticos de un planeta muerto. Sus escenarios son una metáfora de la soledad, su historia es un retrato de la persistencia de la memoria y la inevitabilidad de la muerte. En un siglo de utopías científicas, Lem –como Bradbury en sus mejores momentos– consiguió transfigurar la ciencia en poesía, y con ella, escapar de las estrechas restricciones de la realidad, incluso de la rigidez ideológica de la ficción. Si hay algo más allá de la vida, debe parecerse a los lugares que él imaginó. Desde ayer, Lem puede verlo con sus propios ojos, pero ya no nos lo puede enseñar.

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29 de marzo de 2006
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Rebelde sin cauce

Cuando le conocí se llamaba Gonzalo Suárez, pero no era Gonzalo Suárez, entonces era Martín Girard. Por las mismas fechas, Pere Gimferrer era todavía Pedro Gimferrer, aunque la chica que le gustaba era la misma con la que se ha casado hace unos días. Tras las crecidas y desbordamientos de la vida, cada río acaba por regresar a su cauce y fluye confiadamente hacia su destino.

Martín Girard tenía entonces dos leyendas como dos espadas de combate. La primera, que era hijo de Helenio Herrera, el hombre más importante de España y entrenador del Inter de Milán. Que alguien llamado Helenio fuera capaz de tener hijos, nos parecía algo teratológico. Y que Martín Girard pudiera entrar gratis en todos los partidos del Barça, una tremenda injusticia que se le perdonaba porque había escrito el gran libro del siglo, Rocabruno bate a Ditirambo. Pedro Gimferrer y Paco Ferrer Lerín siempre lo llevaban en el bolsillo de su abrigo, fueran a donde fueran. Yo les imité.

La segunda leyenda llegó más tarde, cuando Martín Girard abandonó la literatura para hacer cine bajo el pseudónimo de Gonzalo Suárez. ¿Cómo pudo elegir filmar muñecos bidimensionales cuando había oído atentamente las infinitas voces sin dimensión de la literatura? Era incomprensible, escandaloso, intolerable. Para justificarlo, nació la segunda leyenda. Se dijo que en una de sus películas había logrado seducir a Jean Seberg y que su dedicación al cine obedecía a ese único propósito.

La diminuta muchacha que vendía periódicos en Au bout du souffle era nuestra actriz adorada, a una muy solemne distancia de Anouk Aimée la cual ya entonces tenía algo de ministra socialista. Años más tarde, tras el suicidio de Jean Seberg, cuando supimos lo desdichada que había sido aquella delicada miniatura y el tsunami de locura y fuego que arrasó su delicada cabecita, aún la amamos más desesperadamente. Por ella merecía la pena haber abandonado la literatura y haberse convertido en Gonzalo Suárez.

Ahora, con el título Las suelas de mis zapatos, Seix Barral ha recogido las crónicas deportivas de Martín Girard, aquel artista supremo, ignorante de que a la vuelta de la esquina le estaba esperando Gonzalo Suárez con dos espadas de combate.

Todo pincha, todo corta, todo mancha, y luego todo acaba por regresar a su cauce. Menos las bellas muchachas suicidas. Ningún cauce puede acompañarlas hasta su destino. 

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28 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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