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Al maestro, con cariño

Las vueltas de la vida. Me reencontré con Cecilia Roth en el Festival de Mar del Plata, y al preguntarle por su amiga Martha Olivera, a quien quiero entrañablemente, me dijo que estaba bien, pero luchando todavía para reponerse de la muerte de su hermano. Y así fue como me enteré de la muerte de Lucho Olivera.

El dibujante Lucho Olivera fue un ídolo para mí desde que yo era muy pequeño. Leía con fruición las historietas que dibujaba para las revistas de la Editorial Columba: D’Artagnan, El Tony, Fantasía… Ya me había seducido con su adaptación de Gilgamesh (he ahí una muestra de la cabeza de Lucho: ¿a quién más que a él podía ocurrírsele que la épica de Gilgamesh podía ser material para una historieta?), pero terminó de comprarme con la creación de su más grande personaje, Nippur de Lagash, que solía guionar su amigo de entonces Robin Wood. Nippur era El Errante, un sumerio cuya destreza en combate tan sólo era superada por su sabiduría en las cuestiones humanas. Nippur era todo lo que yo deseaba ser entonces, y lo que, para qué mentir, desearía ser aún hoy: alguien que, aun consciente de sus limitaciones, y a sabiendas de las terribles consecuencias que puede depararle en un mundo como el nuestro, ha decidido no ser otra cosa que un hombre decente. Nippur no se dejaba tentar por la gloria ni por el oro, y en cambio elegía apegarse a aquellas compañías que le hacían disfrutar de lo mejor del tránsito por esta existencia fugaz: la amistad, la inocencia, el honor, el amor verdadero.

Hablo de Nippur y siento que estoy hablando de Lucho.

Leí Nippur durante años, y todavía sigo leyendo las compilaciones que se editaron en la Argentina a comienzos de los años 80. Esos libros son biblias para mí, así como Nippur es uno de mis personajes favoritos de todos los tiempos y de todos los géneros, tan formador de mi carácter y de mi experiencia como los grandes personajes de los libros que amo: el Rey Arturo, Robin Hood, Ulises, Oliver Twist… Estoy convencido de que, de llegar a viejo, seguiré releyendo todavía esos capítulos que ya me sé de memoria.

Lucho murió el 11 de noviembre. Y yo, que reviso cotidianamente no menos de tres diarios argentinos, no me enteré jamás. Si la noticia salió publicada, debe haberlo hecho de forma tan escueta que se me pasó por alto. ¡Y desde entonces hasta ahora no me crucé con ningún homenaje! La vida puede ser cruel. Debemos ser centenares de miles los que crecimos leyendo las historietas de Lucho. Estoy seguro de que todos nosotros desearíamos que se lo celebrase ahora con los honores que merece alguien que nos hizo gozar tanto y que nos enseñó tanto. Esto no será un gran consuelo para Martha y el resto de sus amigos y familiares, pero les juro que las historias de Lucho seguirán viviendo en mí y en tantos otros durante mucho, mucho tiempo. Es duro que haya muerto ante el silencio del mundo, pero lo bueno es que tocó nuestros corazones; en este sentido, Lucho logró aquello a lo que aspiramos todos los artistas y tan sólo algunos obtienen.

Quizás el mejor de los homenajes posibles se lo dispensó la misma Martha. Cuando respondió el mail que le escribí, me contó que había publicado dos avisos fúnebres en el diario La Nación, uno a nombre suyo y otro “a nombre de Nippur, Gilgamesh y todos los demás”. No debe haber forma más gráfica de demostrar que aunque Lucho ya no esté, sus criaturas lo sobreviven y lo sobrevivirán por siempre.

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16 de marzo de 2006
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Las ruinas del arte

El attelier de Delacroix, en la delicada Plaza Furstemberg, ya no es un taller sino una sala de exposiciones. No obstante, los responsables del recinto procuran ofrecer al público información sobre los talleres de pintura, de modo que suele valer la pena acercarse a curiosear. Ya  casi nunca se deja ver la cocina de los pintores.

La exposición de este mes de marzo viene dedicada a Étienne-François Haro, uno de aquellos personajes imprescindibles para los artistas y cuya historia es apenas conocida. El negocio de los Haro, “especializado en la venta de productos y la restauración de obras de arte”, suministraba pigmentos, bastidores, telas, dorados, pinceles, en fin, todos aquellos materiales que necesitaba el pintor y cuya calidad era decisiva para el éxito de la pintura.

Llevaban a cabo, además, algunas tareas de importancia que hoy son ignotas, como la de proceder al marouflage (¿el “encolado”?) de las telas, o a matter les tableaux, operación que no he podido descifrar por falta de diccionarios. También restauraban y preparaban las telas para la venta.

El negocio, cuyo admirable nombre era “Au Génie des Arts” (obsérvese el plural de “artes”, tan noblemente gremial, tan poco romántico), fue siempre floreciente. Como otros colegas suyos, estos suministradores solían ser más ricos que sus clientes, de modo que el intercambio de servicios por pintura era corriente. En consecuencia, hacían de marchantes ayudando a quienes consideraban los mejores. En la venta final del patrimonio, tras la muerte del viejo Haro en 1897, se subastaron 216 pinturas, dibujos y pasteles, muchos de ellos de Delacroix y de Ingres. Una verdadera fortuna.

Las relaciones que mantuvieron estos negociantes con los últimos artistas dotados de génie artesanal y técnico, fueron fraternales y rara vez de mera explotación. Delacroix, por ejemplo, ejerció de testigo en la boda de Haro.

Su influencia fue enorme, pero apenas se les recuerda. Son las víctimas colaterales de la destrucción de un arte.

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16 de marzo de 2006
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JEROME DAVID FONSECA

Para mí, Rubem Fonseca no es un autor brasileño. Suelo leer los autores brasileños en francés. Puedo leer un diario en portugués, pero una novela sobrepasa mis capacidades lingüísticas. La literatura brasileña es un producto traducido. Las Memorias póstumas de Bras Cubas, para citar una cumbre de la literatura, es algo que leo, como todos los autores de Brasil, en una traducción francesa. Todos, menos Rubem Fonseca, a quien descubrí en español y voy siguiendo en español pues las casas editoriales francesas no hacen su trabajo; es decir, traducir todo lo que publica un cuentista cuya vitalidad sigue siendo un modelo.

Muchas veces, viajar a países hispanohablantes es traer a Francia los libros de Fonseca. Cuando uno empieza a leer un autor en un idioma, no puede cambiar después, sería como escuchar la voz del autor en un doblaje malo. Como descubrí la literatura japonesa en EE.UU., leo los autores japoneses meramente en inglés, en libros comprados en Amazon o en aquella librería japonesa cercana a la pista de hielo del Rockefeller Center en Nueva York. No se trata de esnobismo sino de los accidentes que suelen ocurrir en una vida de lector.

Hoy, el placer que me da aquella vida es comprar en una librería de Santiago de Chile Pequeñas criaturas en la edición que publicó Norma en Bogotá. No podrá superar, claro, el placer que me procuró el libro que Fonseca había escrito en portugués para demostrar su pasión por el escritor ruso Isaac Babel. Se titulaba Emociones y pensamientos imperfectos y, como trataba de la adaptación al cine de un libro de Babel, era una especie de confusión insuperable entre idiomas y géneros donde yo sentía que hacía lo que me correspondía para seguir a Fonseca.

Pase lo que pase, con Fonseca no existe la decepción. Nunca le falta la energía vital. Se nota en su manera de combinar sexo y muerte, y también comida y amor, pero también en su manera de ser cuidadoso para mantener aparte tanto sexo y amor, como comida y muerte (creo que en su ficción, donde no faltan los muertos, solo se vincula la muerte y la comida en Bufo y Spallanzani, a ver si me equivoco: rercuerdo sapos venenosos pero también algo con setas mortales).

Como muchos, descubrí a Fonseca a través de El gran arte. Desde entonces, es algo que me sirve para saber cuál es el lector que tengo frente a mí. Si alguien me dice que El gran arte es una novela policiaca, tengo la respuesta: “Claro que sí, tal como En busca del tiempo perdido es un documento sobre la homosexualidad a principios del siglo veinte en el Faubourg Saint Germain”.

Rubem Fonseca es un escritor que se ubica en lo más alto de lo que la literatura nos dice sobre la condición humana. El abanico de sus preocupaciones supera todo. Un ejemplo (que sus seguidores van a reconocer como un extracto de “secreciones, excreciones y desatinos”) permite demostrarlo en una frase: “... estaba pensando en Dios y observando mis heces en la taza del retrete” dice el narrador de un cuento exquisito. Como Fonseca, no hay otro y acabo de comprobarlo en Internet, con un placer también exquisito, al introducir las palabras Rubem Fonseca en Google. En la segunda página aparece el enlace hacia lo que Rubem Fonseca opina de Juan Rulfo. Es un artículo del diario Crónica de hoy, que cuenta cómo Gabriel García Márquez entregó el premio Juan Rulfo a Fonseca en la Feria de Guadalajara en 2003. Todo parece normal salvo un detalle: el retrato del autor que viene al lado del titular: es la fotografía de Jerome David Salinger, el autor de The Catcher in the Rye.

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15 de marzo de 2006
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Ubersexuales y ubersexualas

Después de ver a las mujeres de las películas de Rodríguez y Tarantino, he echado un vistazo a una revista de hombres, más que nada para saber si soy un buen hombre. Es decir, si encajo en la definición de lo que se espera de un ejemplar masculino en el mundo de hoy. O si debería parecerme más al gorila que golpea mujeres en Sin City. O peor aún, a David Beckham.

Estudiando atentamente la revista en cuestión, he descubierto que han pasado de moda los metrosexuales, lo cual es un alivio porque eso es carísimo: entre ropa, peluquería y cosméticos, luego no te queda para pagar el alquiler. Y aparte de eso, tienes que ir a sitios tan costosos como tu aspecto, así que es prohibitivo. Con el agravante de que el modelo de mujer al que se supone que aspiras es la Spice Girl Victoria. No, gracias.

En compensación, sin embargo, lo que se ha puesto de moda no es el oso peludo y musculoso que tumba a las mujeres de un garrotazo y las arrastra de los pelos a su cueva, sino un nuevo modelo de tipo recio pero sensible llamado ubersexual.

Hasta donde he podido entender, un ubersexual es un hombre que no está obsesionado con su imagen pero tampoco va por la vida como un punk. Se viste más o menos como cualquiera y su nivel de guapo es el del hombre corriente. Además, en el paquete estético vienen incluidos talentos no necesariamente visuales, como tener conversación o hasta interesarse por la política, aunque tampoco se trata de ser un activista. O sea, un ubersexual es un tipo como cualquiera. Lo último en moda masculina es lo mismo de toda la vida.

A nivel de casas de diseño, eso implica que la ropa de moda sea totalmente sosa y ordinaria pero carísima. Buen negocio, supongo. A nivel de destrezas adquiridas, eso implica que los hombres debemos entrenar para ser capaces de articular dos oraciones seguidas, de ser posible con una idea entre las dos. Eso es barato. Pero a nivel de convivencia, me parece una grave injusticia con las mujeres, a las que obligamos a estar escuálidas y a menudo anoréxicas, a pagar fortunas por prendas de vestir que cubren menos que una curita y a decorarse con pinturas, alhajas y peinados. Todo esto era más fácil cuando no se les permitía tener una vida independiente, pero ahora tienen ocupaciones profesionales, son madres y además están obligadas a estar buenas, con toda la ingeniería de producción que eso implica. 

En cambio, la ubersexualidad es una cosa que te encuentras de repente. Vas, lees una revista de hombres y ya está: estás de moda porque te tocó. Y si no lo estás, tampoco es tan difícil. Además, la moda masculina dura. Lo de ser metrosexual se mantuvo dos o tres años. A las chicas, además de todo lo que ya tienen que hacer, les cambia el marco conceptual cada temporada.    

Así que quiero elevar mi más enérgica voz de protesta y demandar para las mujeres una nueva moda que les permita vivir sin complejos y no estresarse, algo en plan domingo por la mañana, que les ofrezca la posibilidad de salir por la noche con zapatillas, pelo recogido y cara lavada. Pero en última instancia, chicas, si nada de eso es posible, acudan al modelo Tarantino: compren armas de fuego. Eso nunca falla.

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15 de marzo de 2006
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Mujeres al borde de un ataque de genialidad

Tengo una amiga chilena que de tanto en tanto intenta enviarme algún comentario, y como el blog no la deja (“¡Tu blog me ignora!,” se titulaba su mensaje de ayer) opta por el expediente de enviarme un mail simple y sencillo. El comentario que había intentado enviarme había sido motivado por el texto de hace algunos días sobre las canciones que nos cuentan. En él, según refiere, me preguntaba por qué no había incluído a ninguna artista femenina. “¿Ninguna Laurie Anderson, o Tori Amos, o Kate Bush?,” protestaba, movida por la incontestable misoginia de mi Top Ten personal.

            En aquella ocasión establecí que se trataba de una lista personalísima, y por ende, en tanto subjetiva, alejada de cualquier pretensión de corrección política: cada uno tiene derecho a meter lo que quiere dentro de su Top Ten. Y además afirmaba que uno elige determinadas canciones no sólo por su valor puramente artístico, sino por la vinculación que tienen con nuestras historias personales. Son músicas que asociamos a momentos determinados, a emociones que nos resistimos a olvidar; por eso se trata de canciones que además de contar algo objetivo, nos cuentan también a quienes las amamos. Pero el comentario de mi amiga chilena (dicho sea de paso: ¡qué contento me pone la Bachelet!) me pareció una buena oportunidad para contar que ya llevo varios años comprando más música hecha por mujeres que por hombres. Las artistas más excitantes que he descubierto en los últimos años, y que por lo tanto suenan con más frecuencia en mi auto y en mi casa, son mayoritariamente femeninas.

            Hace ya mucho que no oigo nada de Laurie Anderson, pero para hacer justicia con mi amiga, sí disfruto con frecuencia de la música de Tori Amos y de Kate Bush. (No se pierdan su álbum nuevo, por favor, y tampoco dejen pasar el último de Fiona Apple.) Aimée Mann me parece brillante: una canción como Wise Up, que apareció en su momento tanto en la película Jerry Maguire como en Magnolia, es de esas que jamás está demasiado lejos de mis labios. P. J. Harvey viaja conmigo a todas partes, conduzca hacia donde conduzca. Bjork es otra elección obvia. Claro, también las hay más exóticas. Como Sam Phillips, que ostenta nombre de hombre pero es una cantautora deliciosa: tiene un disco llamado Martinis & Bikinis que ya destrocé de tanto escucharlo. Y Natacha Atlas, cuyo descubrimiento debo a mi amigo Pasqual, fotógrafo extraordinaire. La Atlas es un puente entre Oriente y el futuro, dos ideas que muchos quieren creer enfrentadas.

            También están las que uno escucha desde hace siglos y que jamás se dan por vencidas, como Rickie Lee Jones; su disco The Evening of My Best Day fue para mí uno de los mejores de 2003. Y Joni Mitchell, que en algún sentido es la madre de todas. Siento que debería hacer un esfuerzo para colar en mi Top Ten la versión de Both Sides, Now que Joni incluyó en un disco reciente, donde se acompaña con una orquesta que le hace justicia a una canción que es a su vez terrena y celestial. He contemplado al amor desde los dos lados, ahora / Desde el dar y desde el tomar, y aun así / Son las ilusiones del amor lo que recuerdo / Realmente no sé nada del amor, canta Joni. Y aún así, son sus canciones de amor lo que recuerdo.

            Hace ya algún tiempo que advertí que, sin habérmelo propuesto, me la pasaba escuchando música escrita y tocada y cantada por mujeres. Me sorprendió gratamente. Se me ocurrió que las cosas eran así, nomás: que ellas eran las artistas más conmovedoras de este tiempo.

            Después de lo cual volví a apretar play.

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15 de marzo de 2006
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Semiosis divina

La película titulada Syriana, con el encantador George Clooney haciendo de espía desabrochado, es realmente mediocre. El mejor hallazgo es que el hijo de un consejero americano se electrocute en una piscina de Marbella a causa de una bombilla rota. Solo en España las propiedades de los jeques árabes pueden sufrir estas garrafales averías.

Sin embargo, es interesante comprobar que al espectador de cine comercial ya se le puede colocar un esquema de la filosofía de Heidegger bajo la forma de un thriller político. Resumiré el argumento.

El fundamento material del drama son los yacimientos petrolíferos que forman una cinta mágica alrededor de la tierra, cuyo espesor es mayor en algunas zonas de oriente medio y Asia central. Esta cinta es la que proporciona toda la energía que mueve a las naciones ricas. Es, por lo tanto, una material vital, el alimento de la vida. En realidad, es una materia sagrada porque es la que da sentido a la civilización occidental y sin ella nuestras naciones se hundirían en la miseria y la muerte.

Como todo lo sagrado, la materia vivificante está en disputa. La guerra por su posesión puede parecer una guerra meramente económica, pero es un conflicto más profundo. En la película aparecen dos de las iglesias que tratan de controlar la materia sagrada.

Nuestra iglesia la representan los obispos y los cardenales de las compañías petrolíferas americanas, los cuales compiten entre sí, asesinan, destruyen y conspiran los unos contra los otros como en el renacimiento florentino. La iglesia enemiga es un borroso conjunto de terroristas y suicidas que usan el arcaico lenguaje de los monoteístas. También ellos se matan entre sí, asesinan, destruyen y conspiran para demostrar su control sobre la fuente de la vida.

No hay modo humano de entender los lenguajes de unos y de otros. El lenguaje de los economistas americanos es tan oscuro como el de las madrazas islámicas. El lenguaje de los teólogos es, por definición, hermético. Su función no es explicar, sino consolar.

Dos códigos semióticos, el hipertécnico y el architeológico, tratan de vencer en esta guerra eterna por el nombre de Dios cuya única garantía son los cadáveres que producen los unos y los otros. Es una guerra que los humanos hemos perdido una y otra vez y otra vez y otra. Ahora la estamos perdiendo de nuevo. Porque nadie controla la materia mágica, el santo Grial, las reliquias santas. Es ella la que nos controla a nosotros, títeres de sucesivos símbolos del vacío.

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15 de marzo de 2006
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Un método irreprochable

Sería injusto describir la película El método tan sólo como una mirada a las estrategias, casi siempre crueles, que desarrollan las empresas multinacionales para escoger su personal. La selección del personal es apenas su excusa, lo que Hitchcock denominaría un McGuffin: el anzuelo narrativo que nos impulsa a iniciar el viaje. Una vez sentados a la mesa los siete candidatos que aspiran al puesto gerencial, lo que ocurre es una lucha de ribetes darwinianos durante la que todos, o casi todos, demuestran qué límites hasta entonces impensados cruzarán con tal de imponerse.

Sexto largometraje de Marcelo Piñeyro, El método fue exhibida por primera vez en la Argentina el sábado pasado, en el marco del Festival de Cine de Mar del Plata en el que compite de manera oficial. Durante la función a sala llena, el público siguió con silencio reverente el proceso de eliminación digno de Eran diez indiecitos; y a pesar de lo claustrofóbico del relato (que transcurre por completo dentro de la empresa seleccionadora), disfrutó del lujo que entraña el juego entre unos actores admirables. Es una pena que el Festival de Mar del Plata no tenga una categoría que premie al mejor elenco, porque sin duda El método (protagonizada entre otros por Ernesto Alterio, Eduard Fernández, Najwa Nimri y Carmelo Gómez, que ya se llevó el Goya al actor de reparto) se lo ganaría en un instante.

El hecho de haber trabajado con Piñeyro (escribí los guiones de Plata Quemada y de Kamchatka) no me impide valorar públicamente lo que Marcelo ha aportado al cine argentino de los últimos años. Esa solidez narrativa que el público internacional asocia naturalmente al cine que hoy se hace aquí, era infrecuente antes de que Piñeyro abriese el fuego con Tango feroz. En este sentido, El método es una cima del método Piñeyro, porque demuestra cuánto y cuán bien puede narrarse, ¡cuánto cine puede hacerse!, con tan pocos elementos. Ocho actores, una mesa, sillas y un buen guión le bastan para revisar algunos aspectos insoslayables de la condición humana (la ambición, el miedo a la vejez, el rol de la mujer, el poder, el valor de los sueños, la violencia innata de la especie, los prejuicios de clase y de nacionalidad, el sexo, y así ad infinitum) en un relato que nunca deja de generar suspenso. En esencia, El método (que ya ha sido estrenada en España, y vista por más de 600.000 espectadores) es una historia de hombres y mujeres que, como en todas las películas de Piñeyro, atraviesan una situación límite con la intención de descubrir quiénes son en verdad –aunque la respuesta, como en este caso, no sea precisamente la que les habría gustado oír.

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14 de marzo de 2006
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Mujeres de armas tomar

La chica está desnuda, sentada en un rincón de la celda. De la pared cuelgan cabezas de otras chicas, cuyos cuerpos han sido devorados por su psicópata captor. A ella misma le han arrancado una mano y se la han comido frente a sus ojos. El otro prisionero, Marv, le ofrece su abrigo y la abraza para consolarla. Ella llora en su hombro y le pide un cigarrillo. Él dice para sus adentros:

-Mujeres. A veces sólo necesitan desahogarse, y luego están como si nada.

¿Les parece la escena más machista que una mente enferma pueda concebir? Pues se equivocan. Fue concebida por tres mentes enfermas: Frank Miller, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, directores de Sin City (Ya sé que no es ningún estreno, pero mi condición de minusválido temporal me ha obligado este fin de semana a conformarme con el DVD).

Y tengo otra escena. Ésta ya es el colmo: un escuadrón de prostitutas armadas, entre las cuales figuran especialistas en armas de fuego y hasta una nipona habilidosa con una espada samurai, rodean a un chico. Una de ellas lo amenaza apuntándole a la cabeza con una automática de cañón recortado. De repente, el chico pierde la paciencia, empuja el arma y le da una bofetada a la prostituta. Todas sus compañeras desenfundan sus armas, listas para matarlo. Pero ella le dice:

-Había olvidado lo rápido que eras.

Lo coge de la cintura y lo besa apasionadamente.

Sin City es una fantasía animada cargada de testosterona. Todas –y quiero decir TODAS- las mujeres de la película están impresionantes, y hasta las policías van vestidas como en una peli porno, cuando van vestidas. Como si fuera poco, todas van armadas hasta los dientes. Casi todos los personajes masculinos le arrean un porrazo a alguna de ellas, aunque todos juran que nunca golpean a las mujeres. Pero es que en el fondo, aunque algunas saquen un cuchillo y se lo claven en el pulmón a sus agresores, está claro que les encanta el golpe.

La factoría Tarantino y sus amigos es una máquina de mujeres de este tipo: piensen en la Salma Hayek de From dusk til dawn: una bailarina exótica que se convierte en monstruoso vampiro. O la Uma Thurman de Kill Bill, que descuartiza a 89 orientales con un sable. O la escena de la tele en Jackie Brown, con las mujeres anunciando armas de fuego. Estoy convencido de que, en la vida real, una mujer de ésas le produciría un ataque de impotencia incontrolable al mismo Rocco Siffredi. Pero pueblan las fantasías de miles de adolescentes con acné, mayoritariamente vírgenes, supongo.

Las mujeres violentas y carentes de grandes discursos existenciales son precisamente el motor de la acción de esas películas, y especialmente en Sin City. Uno de los personajes masculinos está enamorado de una chica a la que salvó de una violación cuando tenía 11 años. Otro quiere evitar que un policía alcoholizado y violento se ensañe con una prostituta. Un tercero se arriesga a todo para vengar la muerte de la única mujer que se acostó con él a pesar de su horrorosa fealdad. Los hombres de Sin City, ejemplos de lealtad, ternura y amor, vuelan edificios, asesinan enemigos con sus propias manos y disparan a los testículos de sus víctimas, pero siempre movidos por su afecto hacia mujeres que llevan cinturones con granadas y pistolas UZI, y con la convicción de protegerlas de la jungla de cemento. Paradojas de la masculinidad. Para que luego digan que los hombres son simplones.      

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14 de marzo de 2006
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Estar preparado

Formo parte de un jurado popular que debe decidir sobre la culpabilidad del señor Millás, acusado de asesinar a su esposa. Él afirma su inocencia. Dice haberla encontrado ya muerta al llegar a casa.

Un testigo asegura que ha visto pasar por allí a alguien muy parecido al señor Millás, a la hora del crimen y en un Volskswagen Golf, que es el coche del señor Millás. Sin embargo, era de noche y el defensor afirma que el señor Millás es de complexión normal, fácilmente confundible, y que miles de coches como el suyo circulan a diario por esa calle, exactamente un 12%. Además, la fiabilidad de los testigos presenciales es apenas de un 30%.

Hay huellas del marido por toda la casa, pero claro, vive allí. No hay más huellas. La acusación ha dicho que en un 80% los crímenes de este tipo, sin robo, sin móvil sexual, dentro de la casa, los comenten parientes próximos a la víctima. En fin, la inmensa mayoría de las pruebas (hasta un setenta y cinco por ciento) y el grado de credibilidad de los testigos, tanto los que presenta la acusación como la defensa, se apoyan en datos estadísticos indudables.

Las estadísticas proporcionan datos muy precisos sobre realidades incontrovertibles. En una sociedad cada vez más enigmática, los datos estadísticos son uno de nuestros escasos apoyos sólidos. Por ejemplo: casi un 90% de las mujeres asesinadas lo han sido por sus maridos, amantes, novios o rechazados.

¿Pero qué hago si sé que las estadísticas no tienen la menor validez científica para el establecimiento de un hecho? ¿Que las estadísticas no prueban absolutamente nada? ¿Las tomo o no las tomo en consideración a la hora de juzgar al señor Millás? ¿Y cómo hago para no recordarlas, para apartarlas por completo de mi juicio?

El caso lo propone Richard Fumerton en su reciente Epistemology (Blackwell). La decisiva importancia de la creencia en las estadísticas es aún más dramática si en lugar de formar parte del jurado soy el acusado. Dada mi edad y características sociológicas, las estadísticas dicen que tengo más del 50% de probabilidades de ser condenado por razones estadísticas.

Ahora adivinen ustedes de qué hablan los políticos, qué saberes manejan, y cuál es el único elemento técnico que usan para establecer la verdad, lo real, nuestra vida.

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14 de marzo de 2006
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PIAZZOLA

Estoy en Buenos Aires. Amigos de Clarín me regalan una serie de doce CDs con tantos libritos como su diario hizo bajo el título Tango de colección. No falta nadie entre los maestros de la época reciente: Osvaldo Pugliese, Susana Rinaldi, Aníbal Troilo ... pero voy directo al número once de la serie: Astor Piazzolla.

A Piazzolla nunca le pasé la cuenta. En París, yo tenía un estudio en el piso cinco de un edificio donde él ocupaba un dúplex en los pisos dos y tres. No tengo nada en contra del bandoneón pero tener a un bandenoista como vecino es otra historia. Siempre dudaba, a pesar de la etiqueta «Piazzolla» en la puerta, que fuese el famoso músico el que me negaba el sueño, pues nunca nos habíamos cruzado en la escalera. La cronología al final del librito me saca de dudas: claro que sí, era Piazzolla el que mandaba a través del edificio el soplo melancólico de su instrumento. Es la misma melancolía que invade poco a poco a poco mi habitación en el hotel donde estoy escuchando veinte temas suyos. Por la ventana veo la fenomenal metrópolis bajo el sol. La verdad es que no puede hacer nada para detener la tristeza de la música de Piazzolla. Edmundo Rivero canta Jacinto Chiclana (letras de Borges) y ya estoy destrozado.

Un intento de escape por Internet no da ningún resultado. Encuentro sitios que se llaman terapiatanguera.com.ar o tangauta.ar; ni siquiera este último, al ser una buena combinación de Tango e internauta, trae alegría.

Cuando el CD toca el tema El gordo triste, homenaje al músico Aníbal Troilo (Pichuco), cantado por Amelita Baltar, Buenos Aires es la ciudad más oscura del mundo. Las letras son del poeta Horacio Ferrer y parten el alma de cualquier ser humano:

«Por gracia de morir todas las noches,
jamás le viene justa muerte alguna.
Jamás le quedan flojas las estrellas.
Pichuco de la misa en los mercados.

De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre
que en un fósforo ha visto la tormenta crecida;
que camina derecho por atriles torcidos,
que organiza glorietas para perros sin luna?»

El tema musical que viene después no puede ponerme más bajo. Su título no me sorprende. Es, lo juro, Buenos Aires hora cero.

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13 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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