Félix de Azúa
El attelier de Delacroix, en la delicada Plaza Furstemberg, ya no es un taller sino una sala de exposiciones. No obstante, los responsables del recinto procuran ofrecer al público información sobre los talleres de pintura, de modo que suele valer la pena acercarse a curiosear. Ya casi nunca se deja ver la cocina de los pintores.
La exposición de este mes de marzo viene dedicada a Étienne-François Haro, uno de aquellos personajes imprescindibles para los artistas y cuya historia es apenas conocida. El negocio de los Haro, “especializado en la venta de productos y la restauración de obras de arte”, suministraba pigmentos, bastidores, telas, dorados, pinceles, en fin, todos aquellos materiales que necesitaba el pintor y cuya calidad era decisiva para el éxito de la pintura.
Llevaban a cabo, además, algunas tareas de importancia que hoy son ignotas, como la de proceder al marouflage (¿el “encolado”?) de las telas, o a matter les tableaux, operación que no he podido descifrar por falta de diccionarios. También restauraban y preparaban las telas para la venta.
El negocio, cuyo admirable nombre era “Au Génie des Arts” (obsérvese el plural de “artes”, tan noblemente gremial, tan poco romántico), fue siempre floreciente. Como otros colegas suyos, estos suministradores solían ser más ricos que sus clientes, de modo que el intercambio de servicios por pintura era corriente. En consecuencia, hacían de marchantes ayudando a quienes consideraban los mejores. En la venta final del patrimonio, tras la muerte del viejo Haro en 1897, se subastaron 216 pinturas, dibujos y pasteles, muchos de ellos de Delacroix y de Ingres. Una verdadera fortuna.
Las relaciones que mantuvieron estos negociantes con los últimos artistas dotados de génie artesanal y técnico, fueron fraternales y rara vez de mera explotación. Delacroix, por ejemplo, ejerció de testigo en la boda de Haro.
Su influencia fue enorme, pero apenas se les recuerda. Son las víctimas colaterales de la destrucción de un arte.