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Un método irreprochable

Sería injusto describir la película El método tan sólo como una mirada a las estrategias, casi siempre crueles, que desarrollan las empresas multinacionales para escoger su personal. La selección del personal es apenas su excusa, lo que Hitchcock denominaría un McGuffin: el anzuelo narrativo que nos impulsa a iniciar el viaje. Una vez sentados a la mesa los siete candidatos que aspiran al puesto gerencial, lo que ocurre es una lucha de ribetes darwinianos durante la que todos, o casi todos, demuestran qué límites hasta entonces impensados cruzarán con tal de imponerse.

Sexto largometraje de Marcelo Piñeyro, El método fue exhibida por primera vez en la Argentina el sábado pasado, en el marco del Festival de Cine de Mar del Plata en el que compite de manera oficial. Durante la función a sala llena, el público siguió con silencio reverente el proceso de eliminación digno de Eran diez indiecitos; y a pesar de lo claustrofóbico del relato (que transcurre por completo dentro de la empresa seleccionadora), disfrutó del lujo que entraña el juego entre unos actores admirables. Es una pena que el Festival de Mar del Plata no tenga una categoría que premie al mejor elenco, porque sin duda El método (protagonizada entre otros por Ernesto Alterio, Eduard Fernández, Najwa Nimri y Carmelo Gómez, que ya se llevó el Goya al actor de reparto) se lo ganaría en un instante.

El hecho de haber trabajado con Piñeyro (escribí los guiones de Plata Quemada y de Kamchatka) no me impide valorar públicamente lo que Marcelo ha aportado al cine argentino de los últimos años. Esa solidez narrativa que el público internacional asocia naturalmente al cine que hoy se hace aquí, era infrecuente antes de que Piñeyro abriese el fuego con Tango feroz. En este sentido, El método es una cima del método Piñeyro, porque demuestra cuánto y cuán bien puede narrarse, ¡cuánto cine puede hacerse!, con tan pocos elementos. Ocho actores, una mesa, sillas y un buen guión le bastan para revisar algunos aspectos insoslayables de la condición humana (la ambición, el miedo a la vejez, el rol de la mujer, el poder, el valor de los sueños, la violencia innata de la especie, los prejuicios de clase y de nacionalidad, el sexo, y así ad infinitum) en un relato que nunca deja de generar suspenso. En esencia, El método (que ya ha sido estrenada en España, y vista por más de 600.000 espectadores) es una historia de hombres y mujeres que, como en todas las películas de Piñeyro, atraviesan una situación límite con la intención de descubrir quiénes son en verdad –aunque la respuesta, como en este caso, no sea precisamente la que les habría gustado oír.

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14 de marzo de 2006
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Mujeres de armas tomar

La chica está desnuda, sentada en un rincón de la celda. De la pared cuelgan cabezas de otras chicas, cuyos cuerpos han sido devorados por su psicópata captor. A ella misma le han arrancado una mano y se la han comido frente a sus ojos. El otro prisionero, Marv, le ofrece su abrigo y la abraza para consolarla. Ella llora en su hombro y le pide un cigarrillo. Él dice para sus adentros:

-Mujeres. A veces sólo necesitan desahogarse, y luego están como si nada.

¿Les parece la escena más machista que una mente enferma pueda concebir? Pues se equivocan. Fue concebida por tres mentes enfermas: Frank Miller, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, directores de Sin City (Ya sé que no es ningún estreno, pero mi condición de minusválido temporal me ha obligado este fin de semana a conformarme con el DVD).

Y tengo otra escena. Ésta ya es el colmo: un escuadrón de prostitutas armadas, entre las cuales figuran especialistas en armas de fuego y hasta una nipona habilidosa con una espada samurai, rodean a un chico. Una de ellas lo amenaza apuntándole a la cabeza con una automática de cañón recortado. De repente, el chico pierde la paciencia, empuja el arma y le da una bofetada a la prostituta. Todas sus compañeras desenfundan sus armas, listas para matarlo. Pero ella le dice:

-Había olvidado lo rápido que eras.

Lo coge de la cintura y lo besa apasionadamente.

Sin City es una fantasía animada cargada de testosterona. Todas –y quiero decir TODAS- las mujeres de la película están impresionantes, y hasta las policías van vestidas como en una peli porno, cuando van vestidas. Como si fuera poco, todas van armadas hasta los dientes. Casi todos los personajes masculinos le arrean un porrazo a alguna de ellas, aunque todos juran que nunca golpean a las mujeres. Pero es que en el fondo, aunque algunas saquen un cuchillo y se lo claven en el pulmón a sus agresores, está claro que les encanta el golpe.

La factoría Tarantino y sus amigos es una máquina de mujeres de este tipo: piensen en la Salma Hayek de From dusk til dawn: una bailarina exótica que se convierte en monstruoso vampiro. O la Uma Thurman de Kill Bill, que descuartiza a 89 orientales con un sable. O la escena de la tele en Jackie Brown, con las mujeres anunciando armas de fuego. Estoy convencido de que, en la vida real, una mujer de ésas le produciría un ataque de impotencia incontrolable al mismo Rocco Siffredi. Pero pueblan las fantasías de miles de adolescentes con acné, mayoritariamente vírgenes, supongo.

Las mujeres violentas y carentes de grandes discursos existenciales son precisamente el motor de la acción de esas películas, y especialmente en Sin City. Uno de los personajes masculinos está enamorado de una chica a la que salvó de una violación cuando tenía 11 años. Otro quiere evitar que un policía alcoholizado y violento se ensañe con una prostituta. Un tercero se arriesga a todo para vengar la muerte de la única mujer que se acostó con él a pesar de su horrorosa fealdad. Los hombres de Sin City, ejemplos de lealtad, ternura y amor, vuelan edificios, asesinan enemigos con sus propias manos y disparan a los testículos de sus víctimas, pero siempre movidos por su afecto hacia mujeres que llevan cinturones con granadas y pistolas UZI, y con la convicción de protegerlas de la jungla de cemento. Paradojas de la masculinidad. Para que luego digan que los hombres son simplones.      

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14 de marzo de 2006
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Estar preparado

Formo parte de un jurado popular que debe decidir sobre la culpabilidad del señor Millás, acusado de asesinar a su esposa. Él afirma su inocencia. Dice haberla encontrado ya muerta al llegar a casa.

Un testigo asegura que ha visto pasar por allí a alguien muy parecido al señor Millás, a la hora del crimen y en un Volskswagen Golf, que es el coche del señor Millás. Sin embargo, era de noche y el defensor afirma que el señor Millás es de complexión normal, fácilmente confundible, y que miles de coches como el suyo circulan a diario por esa calle, exactamente un 12%. Además, la fiabilidad de los testigos presenciales es apenas de un 30%.

Hay huellas del marido por toda la casa, pero claro, vive allí. No hay más huellas. La acusación ha dicho que en un 80% los crímenes de este tipo, sin robo, sin móvil sexual, dentro de la casa, los comenten parientes próximos a la víctima. En fin, la inmensa mayoría de las pruebas (hasta un setenta y cinco por ciento) y el grado de credibilidad de los testigos, tanto los que presenta la acusación como la defensa, se apoyan en datos estadísticos indudables.

Las estadísticas proporcionan datos muy precisos sobre realidades incontrovertibles. En una sociedad cada vez más enigmática, los datos estadísticos son uno de nuestros escasos apoyos sólidos. Por ejemplo: casi un 90% de las mujeres asesinadas lo han sido por sus maridos, amantes, novios o rechazados.

¿Pero qué hago si sé que las estadísticas no tienen la menor validez científica para el establecimiento de un hecho? ¿Que las estadísticas no prueban absolutamente nada? ¿Las tomo o no las tomo en consideración a la hora de juzgar al señor Millás? ¿Y cómo hago para no recordarlas, para apartarlas por completo de mi juicio?

El caso lo propone Richard Fumerton en su reciente Epistemology (Blackwell). La decisiva importancia de la creencia en las estadísticas es aún más dramática si en lugar de formar parte del jurado soy el acusado. Dada mi edad y características sociológicas, las estadísticas dicen que tengo más del 50% de probabilidades de ser condenado por razones estadísticas.

Ahora adivinen ustedes de qué hablan los políticos, qué saberes manejan, y cuál es el único elemento técnico que usan para establecer la verdad, lo real, nuestra vida.

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14 de marzo de 2006
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PIAZZOLA

Estoy en Buenos Aires. Amigos de Clarín me regalan una serie de doce CDs con tantos libritos como su diario hizo bajo el título Tango de colección. No falta nadie entre los maestros de la época reciente: Osvaldo Pugliese, Susana Rinaldi, Aníbal Troilo ... pero voy directo al número once de la serie: Astor Piazzolla.

A Piazzolla nunca le pasé la cuenta. En París, yo tenía un estudio en el piso cinco de un edificio donde él ocupaba un dúplex en los pisos dos y tres. No tengo nada en contra del bandoneón pero tener a un bandenoista como vecino es otra historia. Siempre dudaba, a pesar de la etiqueta «Piazzolla» en la puerta, que fuese el famoso músico el que me negaba el sueño, pues nunca nos habíamos cruzado en la escalera. La cronología al final del librito me saca de dudas: claro que sí, era Piazzolla el que mandaba a través del edificio el soplo melancólico de su instrumento. Es la misma melancolía que invade poco a poco a poco mi habitación en el hotel donde estoy escuchando veinte temas suyos. Por la ventana veo la fenomenal metrópolis bajo el sol. La verdad es que no puede hacer nada para detener la tristeza de la música de Piazzolla. Edmundo Rivero canta Jacinto Chiclana (letras de Borges) y ya estoy destrozado.

Un intento de escape por Internet no da ningún resultado. Encuentro sitios que se llaman terapiatanguera.com.ar o tangauta.ar; ni siquiera este último, al ser una buena combinación de Tango e internauta, trae alegría.

Cuando el CD toca el tema El gordo triste, homenaje al músico Aníbal Troilo (Pichuco), cantado por Amelita Baltar, Buenos Aires es la ciudad más oscura del mundo. Las letras son del poeta Horacio Ferrer y parten el alma de cualquier ser humano:

«Por gracia de morir todas las noches,
jamás le viene justa muerte alguna.
Jamás le quedan flojas las estrellas.
Pichuco de la misa en los mercados.

De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre
que en un fósforo ha visto la tormenta crecida;
que camina derecho por atriles torcidos,
que organiza glorietas para perros sin luna?»

El tema musical que viene después no puede ponerme más bajo. Su título no me sorprende. Es, lo juro, Buenos Aires hora cero.

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13 de marzo de 2006
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El festival de cine de Mar del Plata, emotivo y emocionante

Mar del Plata no es Cannes, pero su festival de cine depara emociones de las buenas. La ceremonia de apertura fue el jueves 9 por la noche, coronada por la proyección de la última locura de Werner Herzog, llamada The Wild Blue Yonder. El viernes 10 a mediodía fue el inicio de las llamadas "master classes", con dos figuras que, en efecto, sentaron cátedra: Tim Robbins y Susan Sarandon, que parafraseando al César, vinieron, vieron y vencieron. Fueron unas sesiones encantadoras, con Tim Robbins recordando sus inicios teatrales y sus dificultades para estrenar en los cines la adaptación de Embedded Live, la última -y muy política- incursión en los escenarios; su proyecto de filmar en breve como director una nueva adaptación de 1984, el clásico orwelliano, en un mundo ya no evidentemente totalitario sino idéntico al actual, en que el Gran Hermano es tan sólo una instancia de autocensura dentro de la cabeza de cada hombre y de cada mujer; de su experiencia con Clint Eastwood durante el rodaje de Río Místico ("Es un maestro zen. ¡Hace tan sólo una toma por cada escena, así que más vale ir preparado al set!") y de la forma en que el gobierno de Bush, al que define como "el peor en toda la historia de los Estados Unidos", es en su ceguera un aliciente para todo tipo de creación artística.

Su esposa, la actriz Susan Sarandon, derramó carisma, lucidez y buen humor sobre los centenares de personas que colmaban la sala del Hotel Hermitage. Explicó por qué vive en Nueva York y no en la obvia Los Angeles ("Me gusta caminar. Me gusta que mis hijos vayan a escuelas normales con personas normales. Y me gusta ir al supermercado sin maquillar y vistiendo pantalones de gimnasia. Si fuese así a un supermercado en Los Angeles, sin duda alguna perdería muchos trabajos") y se explayó sobre la falta de información que existe en los Estados Unidos respecto del resto del mundo en general, y de América Latina en particular. (Tim Robbins también dijo algo espectacular al respecto: "Nosotros nos enteramos de noticias sobre ustedes no cuando luchan por una causa, sino cuando sufren motines"). Durante su breve estadía en la Argentina, que visitaban por primera vez, no dejaron de impresionar a nadie por su sencillez y por su deseo de conocer cómo se vive aquí. Para los cineastas argentinos, su insistencia en que el cine que se hace aquí llena los vacíos de la (des)información tan propia de los medios norteamericanos, fue un aliciente más en la tarea cotidiana.

Pero sin duda la nota más emotiva del viernes fue el homenaje a los veinte años de La Historia Oficial, el film de Luis Puenzo que obtuvo el Oscar a la Mejor Película Extranjera. Estaba Puenzo, por cierto, y Marcelo Piñeyro (hoy cineasta, pero por aquel entonces productor), y la guionista Aída Bortnik, y hasta la actriz que fue la niña en el film y que hoy tiene veinticuatro años. Pero también estaba Estela Carlotto, la presidenta de las Abuelas de Plaza de Mayo, una institución que en aquel momento colaboró cuanto pudo con la realización de la película. (De hecho, algunos de los álbumes que el personaje de Norma Aleandro revisa en el film, llenos de fotos de desaparecidos, son los álbumes reales que las Abuelas compilaban). Pero el momento más intenso fue aquel en el que se reveló que entre los asistentes al homenaje estaba la abuela del nieto recuperado número 82, para más datos oriundo de esta ciudad, Mar del Plata. La emoción fue tan grande, que Luis Puenzo ya no pudo hablar. Y los que también nos quedamos en silencio, con la garganta hecha un nudo, recordamos entonces las palabras de Tim Robbins y pensamos cuántas veces, incluso dentro de nuestro propio país, el cine nos mostró aquello que el poder y que la prensa se empeñaban en tapar.

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13 de marzo de 2006
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Curas

El obispo y poeta Pedro Casaldáliga acaba de recibir el premio internacional Catalunya a los derechos humanos. Casaldáliga lleva más de treinta años como obispo de Sao Felix de Araguaia, una de las diócesis más pobres del Brasil, donde se ha enfrentado a la esclavitud, a los latifundistas, a la pobreza, a las amenazas de muerte, a la muerte de uno de sus colaboradores en un atentado, al parkinson, a la hipertensión e incluso al Vaticano. Y ahí sigue. Ocupa una casa paupérrima que no tiene puerta, y vive bajo el lema “no poseer nada, no llevar nada, no pedir nada, no callar nada y, de paso, no matar nada”. Es una de esas personas inverosímiles cuya única ambición es servir a los demás. Siempre me he preguntado de dónde saldrá esta gente.

Casaldáliga me recuerda al padre Hubert Lanssiers, a quien conocí en una cárcel del Perú. Lanssiers había estado en la Segunda Guerra Mundial, en el Japón post nuclear, en la invasión de Viet Nam y en la Camboya de los jemeres rojos. En el Perú, era capellán de las cárceles, y especialmente de los pabellones de terroristas.

Su trabajo era mediar entre los presos y los policías. Según me explicó una vez, a menudo a los policías les daba por disparar. A veces mataban una paloma, a veces un perro, a veces una persona. Entonces había que mandar a un juez a recoger el cadáver, y los presos secuestraban al juez y a su escolta. Cuando la situación amenazaba convertirse en una matanza indiscriminada, alguien llamaba al padre Lanssiers.

Por lo general, el trabajo de Lanssiers implicaba decirle a los policías:

-¿Ustedes son tontos? ¿Qué quieren, un motín? Ahora mismo bajan las armas y me dejan entrar a hablar con ellos. Y no quiero balas al aire ni tonterías.

A continuación, se acercaba a los presos y les decía:

-¿Ustedes son tontos? ¿Qué quieren, que los maten? Ahora mismo sueltan a ese juez, porque la próxima vez no mandarán a un juez sino a un comandante. Y entonces se van a meter en problemas.

Tras largos conciliábulos y muchas negociaciones entre los dos grupos que estaban dispuestos a asesinarse, Lanssiers solía conseguir un entierro decente para los muertos, un proceso judicial para los autores y la pacificación del motín en la cárcel. Realmente era el único que podría hacer esas cosas, porque estaba por encima de las diferencias entre policías y terroristas. Tampoco trababa de catequizar ni adoctrinar a nadie. Simplemente, era el único interesado en evitar el exterminio mutuo.

Como Casaldáliga, Lanssiers tiene la autoridad moral de quien no se pregunta quiénes son los buenos y quiénes son los malos, porque está demasiado ocupado pensando en los seres humanos. En las cárceles todos lo respetaban, porque era el único que respetaba a todos, incluso a los psicópatas. La verdad, a menudo los sacerdotes son los únicos que pueden aspirar a esa posición de mediación, porque lo hacen desde una moral humanista que resulta la más comprensiva y compasiva. Es una verdadera lástima que tantos otros sacerdotes dediquen sus mejores esfuerzos a regañar a los condones y a los gays. Con la de cosas interesantes que podrían hacer.      

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13 de marzo de 2006
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Misterios gozosos

Después de ver setenta óleos de Pierre Bonnard uno sale a la calle y le parece estar viendo a todas las mujeres de París tomando un baño en el tub. Doble error. Estamos en marzo, sopla un norte que corta la respiración, y ya nadie que aún se bañe se baña en un tub.

Bonnard es un poeta marginal, entregado a un egoísmo pétreo y sublime. Ni la primera guerra mundial, ni la revolución rusa, ni la segunda guerra mundial, nada pudo apartarle de ese minúsculo, breve, mínimo mundo de la lujuria soleada. Mujeres de corta estatura y bien musculadas bañándose en un tub, aunque también (años más tarde) en una bañera, o incluso en medio del comedor. En todo caso, bañándose, lavándose, mojando la piel y la carne con una esponjilla o con sus pequeñas manos. En ocasiones, tendidas en la cama con las piernas muy separadas.

Junto a las mujeres bañándose en un tub, espejos, cristales, cortinas estampadas, fruteros y jardines, poca cosa más. Todo ello empapado de una luminosidad vibrante vivificada por pinceladas percutantes como pizzicatos. Decenas de azules, naranjas, lilas, fuegos y azafranes, anuncian un Rothko entregado a su joven amante en lugar de a la mística eslava.

Ese universo en miniatura, orgullosamente apartado del mundo y de sus catástrofes, es el de la pareja apasionada que vive en cueros, desayuna en cueros con búcaros de encendido color, y duerme en cueros interminables siestas. Un modo de habitar en el que sólo existe el baño, el dormitorio y la salida al jardín. Un mundo que no es exactamente el de la felicidad sino el del bonheur, que es cosa muy distinta.

El tub es la gran jofaina, tina, palangana o barreño metálico que se usaba antes de inventarse la bañera. Y si hemos de creer a los pintores, sobre todo a Degas y a Bonnard, sólo lo usaron las mujeres. La palabra aparece por contagio del inglés, hacia mediados del XIX.

Ese observador que ve a su amante lavarse en el tub, siempre simboliza el bonheur, porque el bon-heur es el buen augurio, el buen presagio, la señal indudable de un gozo o de un placer inminente. Muy distinto de nuestra felicidad, que es abstracta, intelectual, bancaria y un latazo.

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13 de marzo de 2006
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NUESTRO GG EN TALLIN

Todo se encuentra en Internet, incluida la interpretación de la interpretación de la interpretación de una novela. Hace poco, hablé de la sensación extraña que me procuró la lectura de la reseña de la novela Nuestro GG en La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez, que leí en la revista «Encuentro de la cultura cubana». Sin entrar en detalles, donde yo veía un homenaje a Graham Greene en las letras GG, el autor de la reseña resaltaba que GG es tanto una pareja de escritores (Gutiérrez-Greene) como el G2 ; es decir, el servicio de contrainteligencia de la seguridad cubana.

¿Quién tiene la razón? Nunca lo sabremos, pero el misterio cobra un relieve nuevo con la lectura de una parte de la introducción a la recopilación de artículos de Green que publica el diario Times en internet. El texto cuenta el encuentro casual de Graham Greene con un modelo de espía, en Estonia, en 1934.

El episodio es una caricatura del mundo de Greene: encuentro casual en un avión, entre dos lectores de Henry James. Por una parte, Greene, aburrido y, cómo no, buscando un prostíbulo famoso en Tallin. Por otra, un católico, ex pastor y vendedor de armas de guerra y municiones que pertenece al Foreign Office, aunque su trabajo de verdad es el de espía.  Volviendo de Estonia, Greene concibe, para el guión de una película que nunca se hizo, el personaje de un vendedor de máquinas de coser marca Singer, que trabaja como espía para los servicios británicos.

Años después, pasando de un lado del Atlántico al otro, y cambiando de máquina electrodoméstica, tendremos a la figura famosa de Wormold, «nuestro hombre en la Habana», vendedor de aspiradores que finge llevar una red de espionaje y cobra de Londres un ingreso que no merece. Claro que pertenezco a la raza de los que no se equivocan dos veces. He leído mucho a Greene, y conozco a Cuba y nunca sospeché que la figura central de una novela habanera era una importación desde un país báltico. Al contrario: Wormold me parecía muy habanero. Bastaba mirar a la gente en la calle para saber de dónde mi GG sacaba su inspiración…

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10 de marzo de 2006
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En defensa de una causa perdida

Terminé de leer El primo Basilio, de Eca de Queirós, y me resultó inevitable pensar que el adulterio es uno de los temas más perdurables de la literatura. (La novela cuenta la traición de la joven y encantadora Luisa, que engaña a su marido con el primo del título, con las consecuencias funestas que son de imaginar.) Ya David es adúltero en el arranque del Antiguo Testamento, como lo es Helena en La Ilíada; desde los albores del relato escrito hasta la pasión homosexual de Brokeback Mountain, el arco del adulterio como tema es tan constante en la narrativa como inconstantes son los hombres. Lo cual remite al tema del matrimonio, que lo antecede en la experiencia: para que exista el adulterio, hombres y mujeres deben haberse prometido fidelidad, un amor exclusivo. Al menos a mí, esta promesa me parece más sorprendente -¡y más misteriosa!- que el adulterio.

W. Somerset Maugham dice que el amor es una broma pesada que se nos juega para asegurar la preservación de la especie. Si así fuese, debería sernos natural la reproducción con cuantos socios se nos presenten cada vez que sucumbimos al celo, como ocurre con la mayoría de los animales. Y sin embargo, casi desde el origen de la especie, el hombre tendió a organizarse de manera monogámica. Me pregunto cuáles serán las razones. No creo que tengan que ver con la instauración de los tabúes, puesto que más allá de madres y hermanas y padres y hermanos, hay un universo de posibilidades amatorias que no conducen necesariamente a las estrecheces del matrimonio. Y en el caso de que coincidiésemos con Ambrose Bierce y dijésemos que el amor es una locura pasajera que se cura con el matrimonio: ¿qué representaría el adulterio? ¿Una recaída?

Dándole vueltas al asunto me encontré con algunas frases memorables, aun cuando muchas veces no coincida con lo que expresan. Las disfruté locamente, así que las comparto:

Cuando queremos leer sobre las cosas que se hacen por amor, ¿a qué recurrimos? A la sección policial de los diarios”. (George Bernard Shaw)

Matrimonio: el estado o condición de una comunidad formada por un amo, una amante y dos esclavos, lo cual al sumar resulta, en total, dos”. (Ambrose Bierce)

La cadena del matrimonio es tan pesada que hacen falta dos para arrastrarla –y a veces tres”. (Alejandro Dumas)

El matrimonio es una amistad reconocida por la policía”. (Robert Louis Stevenson)

El matrimonio es la única aventura permitida a los cobardes”. (Voltaire)

El amor es una cosa ideal, el matrimonio es una cosa real; la confusión de lo real con lo ideal nunca se salva de recibir castigo”. (Goethe)

Soy consciente de lo inadecuada que parece hoy la institución matrimonial, o cuanto menos la pareja monogámica, dadas las veleidosas características de la especie. Pero contra todo argumento racional, elijo seguir apostando a la relación exclusiva entre dos, por lo menos mientras exista el mutuo consentimiento. Ya sé que se trata de un salto de fe, y que existen montañas de evidencia en mi contra. Pero después de todo, yo soy de los que creen en la posibilidad de la justicia social y de la paz entre los hombres. ¡Yo soy de los que creen en la novela! De allí a creer en el amor perdurable entre dos hay tan sólo un paso. Lo mío, está claro, son las causas perdidas.

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10 de marzo de 2006
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LOS ESTRAGOS DEL TIBURÓN

La primera novela que leí fue “Tiburón” de Peter Benchley. Yo tenía nueve años, y mi papá –que era un pesado- me insistía para que leyese libros sin dibujitos. Un día fuimos a una librería, y en la portada de uno de los libros figuraba un escualo gigante persiguiendo a una calata. Yo dije: “quiero ése”, y papá no tuvo más remedio que comprarlo.

Cumpliendo mis expectativas, en la primera escena del libro, una pareja se besaba de noche en la playa. Como parte del calentón, la chica decidía darse un baño desnuda. Benchley describía su cuerpecito chapoteando entre la espuma, inocente pero pecaminosa. A mitad de su baño, súbitamente, algo empezaba a seguirla. Era nuestro protagonista, que tras un breve acecho, la devoraba con profusión de sangre y vísceras. Era lo mejor que había leído en mi vida.

El resto de la novela era más aburrida. Pasaba algo con la esposa del sheriff. Creo que estaba insatisfecha con su matrimonio, o algo de eso, que por entonces me daba igual. Lo que me molestaba era que la mayoría de los cadáveres aparecían ya destazados, sin descripciones de su combate contra la muerte. La verdad, no me interesó mucho el libro, hasta que encontré algo que no había visto en mi vida: una metáfora. Era bastante boba, la verdad, pero me llamó la atención: ocurría cuando la esposa del sheriff se sentaba en el water durante un día de verano. El autor escribía, si mal no recuerdo, que la señora orinaba “como si le hubiesen vaciado una bolsa de hielo en los riñones”.

Nunca se me había ocurrido que alguien pudiese orinar como si le hubiesen vaciado una bolsa de hielo en los riñones, pero traté de imaginarlo, y pensé en un incontenible chorro de agua vaciándose en el water, como si la mujer se derritiera por dentro. Esa descripción me pareció casi tan fabulosa como la escena del tiburón persiguiendo a la calata.

A partir de ese libro, continué leyendo. Devoraba todo lo que encontraba en la biblioteca de mis papás. Comencé con novelas policiales de Agatha Christie, continué con los autores del boom latinoamericano, leí hasta a Marx. Por supuesto, no entendía ni la mitad de lo que leía, pero era voraz, y siempre encontraba cosas que me llamaban la atención. Había descubierto la capacidad de viajar a otros mundos hechos de palabras, y la capacidad de las palabras para convertir cualquier mundo en una aventura.

Hace un par de semanas supe por el periódico de la muerte de Peter Benchley, y la lamenté. Él no revolucionó la literatura universal, ni el lenguaje literario. Pero me cambió a mí.

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10 de marzo de 2006
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