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Intolerancia

¿Existe uno solo de nosotros que no esté infectado por la intolerancia? No hablo de las circunstancias en que somos víctimas de esa actitud, sino por el contrario, de aquellas en las que somos los victimarios. Yo reconozco a diario este impulso en mi propia persona. Conduciendo mi auto, por ejemplo, me convierto en un Führer ambulante. Taladro a bocinazos a aquellos que avanzan a paso de mula, con el argumento de que necesito mi tiempo para cosas más valiosas. Taladro a bocinazos a aquellos que van por el medio de los dos carriles, impidiéndome sobrepasarlos por uno u otro lado. Taladro a bocinazos a aquellos que parecen haberse dormido al volante y no reaccionan ante la luz verde del semáforo. Y nunca pierdo de vista que, al hacerlo, alimento la intolerancia de aquellos que son sensibles a los bocinazos.

Sé que el Figueras al volante constituye la peor expresión de mi persona. Y al mismo tiempo hay algo de juego en mi intolerancia, de mecanismo de descarga: en un momento estoy gritándole al del auto vecino –que no me escucha, por supuesto- y al otro segundo he retomado la canción que venía cantando; el tránsito entre uno y otro estado anímico es tan veloz como natural.

Por supuesto, nunca olvido mi intolerancia en el interior del auto: es mi compañera, un Colt metafórico cuya culata siempre está al alcance de mis dedos. Soy intolerante con los escritores que considero mediocres. (Ayer, sin ir más lejos, el elogio que alguien destinó en el dominical de El País a la espantosa novela de una argentina me puso de mal humor.) Soy intolerante con determinadas músicas, sus cultores y sus fans: la cumbia en versión argentina contemporánea, por ejemplo, a la que considero la única música popular latinoamericana que carece por completo de swing. Soy intolerante con la televisión de aire. (Dios sea loado por la invención del cable.) Soy intolerante con Bush y con todos los que representan sus políticas. (Con especial predilección por Condoleeza Rice: pienso en toda la gente que luchó para que las mujeres accedan a una posición de poder, y en toda la que también luchó para que alguien de raza negra llegue a esas alturas políticas, ¿y todo para abrirle camino a este personaje?) Berlusconi, por ejemplo, me pone frenético. También soy intolerante con los hombres que hablan todo el tiempo de fútbol y con las mujeres que hablan todo el tiempo de asuntos domésticos. Y detesto esperar en los restaurantes, así como detesto todo tipo de trámites y de filas ad hoc.

Podría seguir así el día entero. En materia de intolerancias, me considero un hombre muy generoso. Si no lo fuese seguramente me sentiría perdido en un país tan rico en intolerantes. Yo vivo en una ciudad que sufre de intolerancia a los piqueteros. Husmeo con regularidad las páginas virtuales de diarios que son intolerantes con un presidente al que acusan de intolerancia. No satisfechos con los entrerrianos que expresan su intolerancia ante la instalación de las papeleras, ahora tenemos a otros entrerrianos que se manifiestan intolerantes con los intolerantes, quebrando su corte de rutas por medios violentos. ¡Dentro de poco, cuando comience el Mundial de Fútbol, nuestra intolerancia hacia el resto del orbe llegará a cotas insospechadas!

Y al mismo tiempo sé que es nuestra historia reciente la que me previene contra toda forma de intolerancia y su corolario de violencia y discriminación. La lección que impartieron con su conducta las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo (y detrás de ellas, todos los parientes y amigos de los desaparecidos) es una que jamás me perdonaría desoír. Cualquiera de ellos que hubiese hecho justicia por mano propia habría contado con mi comprensión; y sin embargo persistieron en el reclamo cívico hasta el día de hoy, convencidos de que un sólo un gesto de intolerancia dirigido a los intolerantes los convertiría precisamente en aquello de lo que siempre quisieron diferenciarse.
Por eso, aun cuando reconozco mi propia intolerancia y lidio con ella a diario en la certeza de que jamás lograré borrarla del todo, conservo un sensor escrupuloso que me impide pasar a mayores. Vivimos en un mundo que se ha puesto difícil, y que parece estar en manos de gente que ganó un concurso televisivo en busca del intolerante mayor. (American Idolizer?) Consecuentemente, la esperanza que deposito en la perdurabilidad de la especie no puede sino estar basada en la paciencia de los mansos y en su capacidad de buscar la concordia. (Dije mansos, lo cual no es igual a decir idiotas ni sumisos.)

Sería deshonesto si no aclarase que lo que me puso a pensar en la cuestión de la intolerancia fueron ciertos intercambios de mensajes que encontré en el blog. No me asustan, soy de los que ama discutir a los gritos y se enfervoriza en las polémicas. Pero no pasa un día en que no piense cuánto me gustaría encontrar la forma de ser igualmente apasionado en la búsqueda del entendimiento y de la concordia. ¿Por qué será que hacer algo malo es tan fácil y tan instantáneo, mientras que hacer algo bueno es lento y trabajoso?

Y sí, Olga Trevijano, leo todos los mensajes. Tal como imaginas, lo hago con una sonrisa en los labios. Pocas armas son más eficaces en contra de la intolerancia que el sentido del humor. Ante todo el humor que empleamos para reírnos de nosotros mismos.

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24 de abril de 2006
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Abdul, el musulmán

Según una reciente encuesta, el 90% de los españoles considera que los musulmanes son autoritarios. El 79% los acusa de intolerantes. Y un 68% los llama violentos. Pero mientras atravesamos la cordillera marroquí del Alto Atlas, mi guía Abdul parece una persona de lo más moderada y amable.

-¿Cuántas veces al día rezas? –le pregunto.
-Debo rezar cinco veces, pero puedo diferir algunas oraciones si estoy trabajando. Alá comprende.
-¿Y qué pasa si no lo haces? ¿Ustedes creen en el Diablo, como los católicos?
-No. Alá no necesita asistentes. Él decide todo, él juzga quién merece un premio después de la muerte y quién no.

La religión está más presente en la vida de Abdul que en la de cualquier católico que yo haya conocido. De hecho, lo está en la de todos aquí. Hay una mezquita en cada pueblo que atravesamos. Hay incluso más mezquitas que pueblos. Están pintadas de blanco para que destaquen entre las construcciones de un monótono color tierra. Y sus torres son siempre los edificios más altos, incluso de las ciudades como Marrakesh. Cinco veces al día –una de ellas a las tres de la mañana- los altavoces de esas torres llaman a rezar con voces que a mis oídos suenan como de ultratumba. Si no encuentras la mezquita, es que estás muerto. 

Por supuesto, la importancia de esas mezquitas para sus fieles es mucho mayor que la de las iglesias para un cristiano. En cada pueblo, el imán es prácticamente el alcalde. Recibe un sueldo del estado y asiste a una escuela durante unos cinco o seis años, donde entre otras cosas, se aprende de memoria el Corán. Una vez graduado y destinado a un pueblo, sus funciones incluyen la integración de los nómades que lleguen de las montañas: los alfabetizan, los adoctrinan y les buscan algún trabajo en el pueblo, para evitar la aparición de marginales.

-Marruecos parece un lugar muy seguro. ¿No roban?
-La religión lo prohíbe.
-¿La religión? Dirás la ley.
-Es lo mismo.

En efecto, el jefe del Islam en el país es el rey. El estado y la religión se conciben como una sola institución que cuida de la salud espiritual y el tejido social de la comunidad. El mundo musulmán tiene un sentido comunitario de todo, incluso de la propiedad. Abdul, por ejemplo, parece un millonario: usa dos casas, una de ellas de cuatro pisos y con vista al valle del Draa. Pero ninguna es suya.

-Los propietarios son mi padre, dos hermanos de mi madre, una tía, su cuñado y dos de mis hermanos.
-¿Y tú por qué no eres propietario?
-Porque no me he casado. Cuando tenga hijos, parte de la casa será mía.

La familia es el encaje social de las personas. Tener hijos es la mejor inversión, porque ellos también tendrán hijos y entre todos podrán compartir sus posesiones. Abdul tiene seis hermanos. Cuando vamos a su casa, tomamos el té con la abuela, el abuelo, tres señoras que no son pareja de los otros tres señores, tres niñas y dos pequeños. Pregunto varias veces cuánta gente vive en esa casa, pero nadie me lo sabe decir con exactitud. Eso sí, no hay fotos de ellos en las paredes ni sobre las mesas. En vez de eso, hay versículos del Corán enmarcados. La única figura humana que decora la casa es un gigantesco retrato del rey Mohamed VI, que Abdul observa con genuino afecto.

-Es un buen rey. No le gustan los ricos. Es un hombre sencillo que quiere a los pobres.
-¿Pero no me dijiste que tenía un campo de golf privado y ha construido un palacio especial para que su hijo vaya a tomar el aire del campo? 
-Sí, pero es muy sencillo. El día en que se casó, invitó a todos los pobres a celebrarlo con él.
-¿En su palacio?
-No, por las calles.

En una sociedad tan protectora de la familia, el matrimonio es, por supuesto, la institución fundamental. Si tienes dinero, la boda puede durar hasta nueve días. En Ouarzazate, nos cruzamos con alguna caravana que festejaba en la calle, bloqueando el tránsito, para que todo el mundo pudiese ver que se casaba alguien de la familia. Proporcionalmente, lo peor que le puede ocurrir a tu familia es que no te cases. De ahí el tabú de la homosexualidad.

-Los gays son ilegales, y sólo traen problemas. Mi hermano administra un hotel. Cuando llega un par de varones europeos y pide un cuarto con una sola cama, les pide sus documentos para ver si son hermanos. Si no lo son, les niega el cuarto. Que hagan lo que quieran, pero con dos camas. Así, si llega la policía, mi hermano no es cómplice.
-En España, los gays se pueden casar. Es legal.
-En eso vamos a terminar aquí también. Ya han empezado con leyes de igualdad de la mujer y esas cosas.
-¿No estás de acuerdo con la igualdad de la mujer?
-Es discriminatoria.
-¿Qué?
-Claro, porque las leyes benefician sólo a las mujeres de la ciudad, que tienen educación y pueden conseguir trabajos. En cambio, las mujeres del campo lo tienen más difícil. El 80% son analfabetas. ¿Quién se va a casar con ellas? Ahora todos los hombres quieren mujeres de la ciudad, porque ellas tienen dinero.
-Bueno, pero las de la ciudad también son más propensas a divorciarse.
-Da igual. Con la nueva ley, tras el divorcio, los bienes se reparten en partes iguales, sin importar que la mujer trabaje o no. Una razón más para que los hombres sólo quieran casarse con las mujeres de la ciudad. Esas leyes quizá sirvan dentro de varios años, pero la sociedad marroquí no está preparada para ellas.

Por momentos, recuerdo la manifestación contra el matrimonio gay que la Iglesia convocó el año pasado en Madrid. Pienso en los sacerdotes argumentando que el matrimonio gay acabaría con la familia. Rememoro a las madres manifestándose con los cochecitos de sus bebés. El 79% de los españoles piensa que los musulmanes son intolerantes, pero quizá, después de todo, no seamos tan distintos.    

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24 de abril de 2006
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¿DÓNDE?

Hay días en que la sola lectura de las noticias basta para preguntarse si se mantiene el planeta tal como lo conocemos o si nuestros dirigentes intentan crear otro mundo. ¿Dónde estamos?

1. Hugo Chávez anuncia que Venezuela se retira de la comunidad andina de naciones. Le parece que los esfuerzos de los vecinos para mejor su entorno no tienen sentido y propone a su país no cambiar su entorno sino cambiar de vecinos. Como lo pregunta el editorial del diario El Nacional: “¿Quién le dijo al Presidente que queremos ser sureños y no andinos?”.

2. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, recibe al primer cosmonauta brasileño que viaja al espacio, el teniente coronel Marcos Pontes.
Vestido con su traje de astronauta, el brasileño es condecorado en una ceremonia especial. Por favor: no leer ceremonia espacial, aunque uno se pregunta cuál es el espacio que más interesa al poder brasileño, que ahora quiere involucrarse en la industria del espacio aunque no sabe cómo traer comida al noreste.

3. Evo Morales dice a José Miguel Insulza, secretario general de la OEA, que si no sabe donde están las playas bolivianas en el pacífico, su país encontrará el camino para llegar a ellas.

Cuando parece que todo lo que es América Latina hace un giro político hacia la izquierda, existe una especie de pérdida compartida de la burbuja geopolítica. Es un movimiento doble en que se suman los sueños o las viejas aspiraciones que nunca fueron atendidas y las renuncias a trabajar en los problemas reales. América Latina es una tierra que consiguió a la vez su independencia y el fracaso de cualquier cooperación internacional. Si se quiere modificar el curso de la historia es lo que hay que hacer de verdad. En lo que tiene que ver con geografía, es una tierra ubicada entre desigualdades y despilfarro. Esto también se puede atender pero de manera seria, fuera de las posturas retóricas. Al leer las noticias, tengo la sensación de que viene otro futuro fenomenal para las novelas de dictadores. Conocemos la pregunta del caudillo: ¿Qué hora es? Y la broma para responder: La hora que usted quiera mi general. Ahora descubrimos la afirmación de los presidentes electos: “He soñado que mando en otro país, hay que crear este país, ya”.

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24 de abril de 2006
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Sobre la inconveniencia de pensar

El pensamiento es inseparable de una indestructible y profunda melancolía. Eso decía Schelling, y a su sombra, el patriarca George Steiner propone diez razones para justificar tan temible tristeza del entendimiento en uno de sus últimos trabajos.

1. Nuestro pensamiento (thought) es tan vasto como incompleto. La tierra fue científicamente plana durante miles de años. Nada puede asegurarnos de que no persistimos en similares chifladuras.

2. Nuestro pensamiento es necesariamente disperso ya que un exceso de concentración inutiliza la esfera neurológica e impide la vida. Se aguanta en punto muerto.

3. No puede haber novedad en los contenidos del pensamiento. Todo ha sido pensado millones de veces por millones de humanos, la esfera del pensamiento es limitada. Sólo las formas cambian.

4. El lenguaje natural es soberano y no se somete a la matematización. Todo él es metafórico. Cualquier constructo del pensamiento es lingüístico y metafórico. No podemos escapar de la metáfora.

5. El pensamiento se desperdicia en todo momento, no es “economizable”. Einstein confesaba haber tenido dos ideas en toda su vida. Heidegger, una. Los demás, ninguna o media.

6. Entre el pensamiento y el acto hay tantas interposiciones que ningún pensamiento puede coincidir con ningún acto. La inversa también es cierta y aún más triste.

7. No hay “realidad” ninguna accesible al pensamiento, sólo reflejos (reflections) del propio pensamiento. Aunque el pensamiento no fuera un espejo y fuera una ventana, los cristales estarían igualmente sucios.

8. Aquellas personas a las que más amamos son absolutamente opacas para nuestro pensamiento, el cual sólo conoce la soledad.

9. No hay pedagogía capaz de formar un pensamiento con garantías de no estar creando un idiota. Sobre todo, en nuestro modelo social.

10. Nuestro pensamiento nos hace extraños a nosotros mismos. Asunto muy bien visto por Sófocles.

Algunos dirán que, como Schelling, también Steiner al final de su vida confiesa no haberse enterado de nada y la rabia que le provoca irse como llegó, como un tonto. La tristeza de los viejos, etcétera, etcétera.

Yo opino que estos diez motivos de tristeza mental demuestran que Steiner, como casi todos los viejos, conserva un perfecto sentido del humor.

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24 de abril de 2006
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Romanticismo zen

Me sorprendió que tantos se enganchasen a hablar de amor, a partir del texto que ayer me inspiró un disco de Joni Mitchell. Durante un rato temí que fuesen sólo mujeres las que recogían el guante, en cuyo caso habría certificado aquello de que los hombres somos víctimas inescapables de nuestro género; pero aparecieron al fin el Jevi-llano y Javier Andrade, confiables como las mareas. De cualquier forma sigo pensando que las mujeres son más francas al hablar de sus requiebros, lo que a la larga termina convirtiéndolas en más sabias. Me gusta una canción de KT Tunstall que comienza diciendo: “Mi corazón me conoce mejor de lo que yo me conozco, así que voy a dejar que sea él quien hable”. Los hombres también tenemos corazones que nos conocen bien, pero nosotros insistimos en tratarlos de usted y no los consultamos ni para saber la hora.

Por algún motivo, seguramente vinculado a mi torpeza en la expresión de cualquier elemento emocional, Olga Trevijano interpretó que mi visión del amor era derrotista, o tal vez cínica. No es ninguna de las dos cosas, ¡y eso que cargo con un cofre lleno de frustraciones! Defendería la imagen del amante como autoestopista porque creo que el amor suele conducirse de esa forma: nos recoge ocasionalmente, nos transporta por un rato y la mayoría de las veces vuelve a dejarnos al borde del camino, pero no creo que esto sea una visión negativa del asunto, sino más bien realista –y desde la esperanza. En este terreno no hay nada más venenoso que las expectativas equivocadas. Hace ya tiempo que no aliento la fantasía de “conducir” el amor; creo que todo lo que puedo hacer es comportarme como un surfer, esto es ser paciente en la espera de la ola justa, cabalgar encima de su fuerza aprovechando el impulso y aspirar a no caer antes de tiempo.

Cuando digo que la satisfacción emocional es imposible, me refiero a la satisfacción definitiva. Por supuesto que conozco la felicidad, pero me consta que es tan fugaz como una ola y la acepto tal cual es. En su esencia no se diferencia mucho del fenómeno de la vida del que por supuesto forma parte, y al que alude como un eco: algo que tan sólo es, y siempre brevemente. En cuanto tratamos de imponerle nociones intelectuales como el transcurso en línea recta o la perdurabilidad del calendario, sólo produce dolor. Esos dolores tan profundos como los que impulsaron al amigo de Ana María a decir que desearía no haber vivido determinadas experiencias aun cuando no sea verdad, porque se bajó de esas experiencias en otro lugar de la autopista –un lugar más próximo al nuevo amor.
(Días atrás oí algo sabio de boca del más improbable de los oráculos, esto es una ex modelo: ella decía que la fantasía del amor eterno era propia de una época en que la vida era por fuerza mucho más corta. Una cosa era conservarlo cuando moríamos a los treinta años, y otra muy distinta es conservarlo ahora, cuando nuestra expectativa de vida llega a los ochenta o noventa. De cualquier forma yo sigo aspirando a que mi amor dure lo que me resta de vida.)

No creo que la oposición clasicismo-romanticismo nos ilumine en esta materia. Lo que nos serviría, imagino, es una suerte de combinación de ambos estilos que quizás podría llamarse romanticismo zen: un approach que utilice la intensidad del romanticismo con la perspectiva del zen y nos permita gozar de la pasión con plena conciencia de su fugacidad. Y aquí subrayo: gozar de la pasión, no sufrirla. Encontrar el punto en que la noción de ser transpasados por una emoción que no podemos retener ni encapsular se convierte en parte del goce, y no de sus espinas. Está claro que no existen dos olas iguales, pero la certeza de que tarde o temprano otra ola romperá en la playa lo aproxima a uno a un cierto equilibrio que facilita la verdadera apertura del corazón.

Que es de lo que se trata, finalmente: volverse disponible al amor, habiéndole perdido el miedo al dolor.

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21 de abril de 2006
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Más anacronismos

Que Zeus se viera obligado a adoptar los disfraces más indignos para ocultarse de su vigilante esposa cada vez que copulaba con una mortal, que llegara a la ignominia de hacerse pasar por un cisne, me parece intolerable. Desde luego, muy impropio de nuestros ancestros, que eran gente por lo general apersonada y de buenas maneras.

¿Cómo es posible que ya entonces el adulterio fuera asunto espinoso y mal reputado? Sin embargo, los fornicios de Afrodita con Marte y de Helena con Paris, tan fieramente castigados, así lo atestiguan. La maldición del adulterio suele justificarse por la legitimidad de la descendencia, pero me parece muy flojo argumento.

No es evidente que se considere una traición a la sangre. Ciertamente, un dolor intenso atraviesa al marido, pero a ese dolor debe añadirse la vergüenza, porque el cornudo siempre y en todo lugar ha sido motivo de burla. No así la adúltera, la cual recibe castigo, pero no humillación.

Todos sabemos además que, por sublime paradoja, sólo una porción pequeñísima de adúlteras acaba siendo conocida. Todos los adúlteros, en cambio, son descubiertos al instante. Si con el adulterio se jugara la herencia, no habría burla. El populus no hace chistes con el oro. Ha de ser algo mucho peor.

La última versión de adulterio que ha llegado a mi conocimiento es la de Separate lies, película de Julian Fellowes, architípicamente inglesa, que entretiene mientras dura y luego se olvida. Sin embargo, plantea el asunto de un modo poco frecuente.

En esta historia, el cornudo es un buen hombre que ni queda en ridículo, ni da pena, ni es un canalla, ni tampoco un payaso, sino un ciudadano que negocia el asunto con considerable dignidad.

Muy bajo ha tenido que caer el adulterio para que se haga héroe a un cornudo. Aunque sea inglés. 

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21 de abril de 2006
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Acabemos con los feos

El gobierno español y los empresarios de la moda no están satisfechos con el físico de sus compatriotas. Tras varias reuniones entre los modistos y el Ministerio de Sanidad y Consumo, han llegado a un acuerdo: van a estudiar cómo se ven los españoles exactamente, y luego harán lo que puedan para cambiarlos y homogeneizarlos un poco, que tampoco vaya por ahí la gente viéndose como le dé la gana. Cito textualmente el cable de agencia:

“Los modistos se comprometen a estudiar la unificación de tallas y promover una imagen física saludable”
MADRID, 19 (OTR/PRESS)
“El sector de la moda se comprometió hoy con el Gobierno a colaborar para estudiar la unificación de las tallas y promover una imagen física saludable. Lo cierto es que no es esta la primera vez que el sector hace la misma declaración de intenciones, que hasta el momento no ha llegado a cumplir. El Gobierno ha decidido crear un grupo de trabajo para estudiar este problema. Además, elaborará un estudio antropométrico de la población española que actualice los parámetros de la tipología física de los ciudadanos.”

Yo, por mi parte, quiero manifestar mi plena conformidad con las medidas del ministerio de Sanidad y Consumo orientadas a unificar las tallas de los españoles. Ya puestos, creo que deberíamos unificar también el sentido estético de la gente. El gobierno se niega a admitirlo, pero aumenta preocupantemente la cantidad de feos y feas que circulan por las calles del país, y es necesario tomar medidas al respecto.

Yo propongo que el Ministerio de Ornato y Salud Pública, por ejemplo, plantee parámetros físicos obligatorios: un importante porcentaje de la fealdad de la gente se concentra en la zona de la nariz, porque su naturaleza protuberante con frecuencia irrumpe de un modo desagradable en el paisaje facial. En consecuencia, debería promocionarse el uso de narices armoniosas, pequeñas y sin caballetes, formadas por suaves curvas descendentes. Se podría empezar probando la autorregulación, pero si eso no funciona, cabría emplear una normativa más drástica, por ejemplo, prohibir a los feos de índole nariguda salir a la calle en horas punta, como una forma de reducir el índice de fealdad ambulatoria. Progresivamente, es posible extender esas medidas a los feos y feas labiales, oculares, auriculares y, por supuesto, a esa lacra social que constituyen los feos globales, aquellos en que, por capricho de la naturaleza o corrupción de la costumbres, ya no tienen arreglo posible, porque todo lo tienen mal puesto.

Así como es importante promover una imagen física saludable, hay que extender el uso de una imagen física con sentido estético. Este tipo de medidas sin duda incidirán positivamente en el aumento del turismo y la calidad de vida de los habitantes del reino. Porque un país de bonitos es un país feliz ¡Acabemos con la conspiración de los feos!

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21 de abril de 2006
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GLOBALIZACIÓN LITERARIA

Hago una lectura por la mañana de un artículo de Alex MacGillivray. Es un buen sitio que podemos calificar de izquierda iluminada. El artículo no es nada genial pero encuentro una verdad elemental: la globalización no es un destino, es, dice el autor, únicamente un proceso. MacGillivray ha escrito mucho sobre América Latina y sobre Asia y no camina cargado de verdades que quiere imponer al resto del mundo. En lo que dice de la globalización, por lo menos en lo que tiene que ver con la literatura, tiene toda la razón.

La globalización es un estado extremo pero no es un equilibrio estable, por lo menos en lo que tiene que ver con la literatura. Nunca los libros han circulado como ahora. Nunca se han publicado tantos libros (y esto vale para cada país en el mundo). Nunca el negocio de los libros ha sido tan bueno como en nuestra época digitalizada. Pero al final, a pesar de la globalización de los mercados, cada uno escribe y lee en su casa. Si volvemos al libro genial (hago una utilización muy limitada de este adjetivo), verdaderamente genial de Franco Moretti, Atlante del romanzo europeo 1800-1900, que se tradujo a muchos idiomas, vemos una influencia física del Quijote o de las novelas de Balzac a través de sus traducciones, pero nunca, por una especie de incipiente “globalización”, podemos pensar que el mundo literario se reduce o pierde sus matices internos cuando los libros empiezan a ser difundidos de manera amplia fuera de su idioma inicial.

En realidad la globalización literaria es un concepto que no existe. Sé que existe el Código Da Vinci pero la figura de Dan Brown pertenece a la retórica del éxito, nada más. ¿Quién cree que Dan Brown influye en el mundo con lo que escribe? Hace unos años se publicó en Francia un estudio titulado La république mondiale des lettres (Le Seuil). Su autor, Pascale Casanova, intentaba entender cómo funciona la fama y el éxito a nivel mundial entre los escritores. A pesar de su éxito y de las traducciones (en español está publicado por Anagrama bajo el título La república mundial de las letras) el libro no me ha convencido de la existencia de una globalización de la literatura. Demuestra con suma eficiencia que es mejor escribir en inglés que en español o en zulú para ser traducido y tener una audiencia internacional. Pero no llega, de ninguna manera, a demostrar lo que establece Franco Moretti: que cada país europeo, es decir cada cultura, tiene una identidad formada por sus propios escritores. En este proceso, el viaje de los libros no es el síntoma de la globalización; más bien es la entrega de unas hojas más para el gigantesco palimpsesto que es cualquier obra.

Lo voy a decir de manera brutal: creo que no se puede creer a la vez en la globalización como fenómeno ineludible de nuestra época y en la existencia de la literatura. Hace unos años, un cómico francés que hablaba en la radio frente al ultra-derechista Le Pen empezó su intervención diciendo: “Hola, amigos del fascismo y de la justicia”. De dos cosas una…

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21 de abril de 2006
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Aventura en el desierto

Me miro en el espejo y me siento orgulloso y viril. Llevo en la cabeza una especie de turbante nómada que, por supuesto, no me he anudado yo, pero que me hace sentir como un Lawrence de Arabia peruano, como un explorador de las fuentes del Nilo. Nomás debo tener cuidado de que no se me desbarate con el viento, porque no sabría ponérmelo solo.

La expedición al desierto del Sahara parte del pueblo de Merzouga, al sur de Marruecos. El programa incluye un largo trayecto en camello, una noche en una jaima y la escalada de una gigantesca duna para ver salir el sol antes de regresar por la mañana, después de haber vivido como un verdadero beduino bere bere.

Las emociones fuertes comienzan desde que me trepo al dromedario. Me preocupa que el animal se desboque, que se pierda, que se violente. Tardo un poco en darme cuenta de que los dromedarios van en fila india, atados entre sí y llevados por un guía, como los ponys de los alberges infantiles. Y es imposible que se pierdan porque han hecho tantas veces este camino que está todo sembrado de caquitas negras, como las migas de Hansel y Gretel. Pero lo que más me tranquiliza es que en un camello va una niña de tres años, y en el último, una mujer embarazada de seis meses. Me alivia formar parte de una aventura para infantes y parturientas.

Ya en el lugar, comemos sólo platos calientes. Uno de los guías me ha explicado que la mayoría de turistas no aguanta bien las ensaladas, quizá por el agua con que se lavan las verduras. Para evitar inconvenientes diarreas, toda la comida está bien hervida y se usan ingredientes sintéticos siempre que sea posible.

Pero lo mejor, sin duda, es la jaima. Es totalmente auténtica, excepto por el colchón y los cobertores y las lámparas de gas. Una chica francesa ha pedido un tipo de colchón especial para no maltratarse la espalda, y se lo han conseguido. Otra ha conseguido que la dejen dormir en la jaima con su chihuahua. Sí. Ha ido de vacaciones con su perro.

Los turistas queremos aventuras, pero tampoco tantas. Lo que nos gusta es el pelaje de la aventura, la imagen de una vida agitada de exploración y riesgos, pero sin los riesgos. No compramos una vida distinta de nuestra existencia segura y reposada, sólo la fantasía de escapar de ella. Eso sí, queremos la mejor fantasía que el dinero pueda comprar. Una señora se queja ante el guía de que el viento no la deja dormir y le exige que haga algo al respecto. Otra ha pedido un menú vegetariano (pero que no incluya ensaladas, claro). Yo miro bien si no hay bichos en la jaima, no vaya a ser que me pique alguno. Y así pasamos la noche, sintiéndonos realmente alejados de la civilización, prófugos de Occidente, tratando de olvidar que nuestro guía usa sin problemas su teléfono móvil.

Para cuando el sol sale, a la mañana siguiente, unos niños han llegado al campamento para vender artesanías y collares. Más adelante, se les unen unas mujeres. Su pueblo debe estar a menos de cinco minutos, pero eso también vamos a ignorarlo. De hecho, una señora –creo que holandesa- los considera parte del paisaje, como las palmeras o los dromedarios. Les toma fotos y le dice algo a su marido, que a mí me suena como “mira cariño, qué auténtico: una pobre. Perdone, señora pobre ¿puedo tomarle una foto?”.

A las nueve de la mañana, estamos de regreso en el albergue, listos para las duchas y la piscina, agotados de una vida intrépida y audaz.          

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20 de abril de 2006
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Debussy

Cuando a veces, como hoy, el día agita el hacha de guerra, la hora es cenicienta, las noticias manchan, y ataca definitivamente una atmósfera mefítica, lo mejor es calarse los cascos y escuchar una vez más Des pas sur la neige, breve estudio, cuatro minutos, pero un modelo inmejorable de cómo se debe caminar hacia la nada con tiempo emputecido.

Lo escucho por Dinorah Varsi, una uruguaya a quien seguí la pista hace años y que luego se eclipsó sin dar explicaciones. Dios sabe si vaga todavía por este mundo o tañe su teclado en mansiones más augustas. El disco lo encontré saldado por dos euros en una estación de tren suiza. Para mí, no tiene precio.

Con muy sombrío talante hay que interpretar estos pasos sobre la nieve. Avanzan lentos, aunque nunca tan despacio como yo querría. Me gusta la manera de Dinorah, tiene temple, es valiente, pero aún se apresura demasiado.

La versión más lenta que conozco es la de un pianista que lo grabó cuando estaba ya desprestigiado y sólo hacía bolos provinciales en Bolonia, en Cracovia, en Barcelona. Es cuando suelen estar mejor. Parecía agonizar en cada nota. Era exacto. Seguramente acababa los conciertos en compañía de una botella de ginebra y alguna televenta en su habitación de hotel.

Más despacio, más despacio, Dinorah, por el amor de Dios. En el otro mundo no hay que entrar atolondrado sino con la cabeza alta y sin darse humos, pero tampoco con humildad. Basta con escuchar esta música y tomarle el paso.

Aunque nunca he entendido que sean “sobre la nieve”. Estoy seguro de que en ese trance caminamos sobre las aguas.

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20 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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