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Recursos humanos

Vas a una entrevista de trabajo, y te dicen que van a probar un nuevo método de selección. Tú y cinco candidatos más se van a pasar la mañana ahí encerrados y se van a eliminar mutuamente, hasta que sólo quede uno. Es como el circo romano, pero las fieras llevan traje y corbata, y pinta de gente seria. Son bastante dóciles ante el domador, pero están dispuestas a matar a dentelladas a sus congéneres. Son a la vez conejillos de indias y leones.

Esa es la situación de partida de El método Grönholm, la exitosísima obra teatral del catalán Jordi Galcerán que lleva en cartel más de dos años y no tiene visos de irse, ni siquiera después de ser llevada al cine. ¿A qué se debe su éxito? Quizá a que todos los espectadores sienten que podrían estar en ese escenario, o que lo han estado ya.

El método Grönholm narra la crueldad en las relaciones laborales, y para eso se ambienta en una de sus facetas más inhumanas, como es la selección de personal. Los personajes encajan en los estereotipos habituales: el indeciso sin opinión propia, dispuesto a decirle al jefe lo que sea para agradar, el macho ibérico resuelto a imponerse sexualmente a sus competidores, el joven decidido a todo por escalar posiciones. Sólo uno sobrevivirá a las pruebas. Previsiblemente, será el que menos escrúpulos muestre ante los objetivos trazados.

¿Es una metáfora exagerada la de esta obra?

Ni tanto. Durante un tiempo, yo trabajé en una oficina. Mis compañeros entraban a trabajar a las nueve de la mañana y salían a las diez de la noche. Yo me negaba a pasar la vida ahí encerrado y salía a las seis o siete, lo cual se consideraba una señal de falta de compromiso y ociosidad. Yo defendía que la jornada de ocho horas era un derecho. Pero ellos ni siquiera se quejaban del exceso de trabajo o la explotación. Al contrario, se enorgullecían. Competían por ver quién trabajaba más:

-Yo me quedé el viernes hasta medianoche.
-¿Sí? Pues yo vine el sábado toda la tarde.
-¿Ah, sí? Pues yo pasé el domingo en la oficina. Y traje a mis hijos y a mi señora para que almorzaran acá.
Algunos chicos trataron de organizar a la gente en un sindicato, pero muchos otros tenían miedo de sufrir represalias del gerente. Decían:
-Hay miles de personas sin trabajo afuera. A la menor provocación me echan, y cubrirán mi puesto en cinco minutos.

En esa época, circulaba la especie de que “el país necesitaba trabajo duro” y eso era bueno para la economía. Pero era mentira, porque la economía necesitaba consumo. Y en ese momento, nadie consumía: los desempleados no tenían dinero y los empleados no tenían tiempo. De hecho, en esa época, el Perú llevaba diez años de flexibilización laboral y sufría una recesión feroz. Pero ahí estábamos todos, felices por tener trabajo, dispuestos a dejarnos explotar, orgullosos de hacerlo por nuestro país.

El método Grönholm habla del mundo de los recursos humanos, en que los trabajadores son cada vez más recursos y menos humanos. Es muy divertida, y te ríes y te emocionas. Pero luego sales con la sensación de que algo en tu vida está fatal. Supongo que cuando uno vive una mentira, las mentiras de la ficción se vuelven la realidad más confiable, y la más incómoda.

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17 de marzo de 2006
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ANDRÉS Y LAS AMERICAS

¿Por qué leemos las columnas de Andrés Oppenheimer?  Dos veces por semana, en docenas de diarios de EEUU y de América Latina, demuestran con una eficiencia implacable, que el mundo no es lo que parece.  Sabemos que casi siempre hay al final un párrafo que empieza por las palabras "mi conclusión" donde el columnista se atreve a pronunciarse sobre una situación política, económica o social.  Pero no creo que esa conclusión, muchas veces excelente, es lo que buscamos.  Me explico, pero antes tengo que añadir una fe de erratas inmediata: Oppenheimer no es columnista, sigue siendo un reportero, lo que da el toque particular de sus artículos.

Oppenheimer es siempre un reportero.  Incluso cuando hace un libro, como el último, Cuentos Chinos (Editorial Sudamericana) que se publicó  hace un semestre.  Acabo de leerlo, a la manera de los periodistas, hojeando, saltando páginas y mirando todo con un detector de fuentes como herramienta fundamental.  Sobran la información, las confidencias de responsables políticos y las exclusivas.  El conjunto forma un cóctel único en América Latina, tan único que llegué a hacerme aquella pregunta.  ¿Por qué leemos las columnas de Andrés Oppenheimer?  No voy a esconder que soy de sus amigos.  Quizás, esto afecta la respuesta que voy a dar:  creo que leemos a Oppenheimer para creer en América Latina.  Me pareció obvio al ver cómo en su libro intentaba adivinar cuánto tiempo Madelaine Allbright, que fue secretaria de estado de Bill Clinton, dedicaba a América Latina.  Es lo mismo que busca el reportero en una de sus últimas columnas, cuando analiza la plata que Bush destina al patio de atrás.  Sea cual sea la época, Oppenheimer mantiene la misma pasión: entender un continente siempre decepcionante.

A su manera, informada, entusiasta, estimulante, Oppenheimer es en el fondo un idealista.  Va a Washington pensando que los gringos se enterarán de la importancia de sus vecinos del sur.  Y va a América Latina pensando que los líderes políticos tienen un deseo sincero de salir adelante para mejorar la situación de su continente.  Oppenheimer es un puente entre las Américas.
No existe otro periodista que sea reconocido como él, tanto en el norte como en el sur.  En el fondo no lo leemos tanto por sus respuestas sino por su ánimo en el momento de repetir las mismas preguntas con la fe sincera de que un día desaparecerán la corrupción, la ineficiencia y el autoritarismo.

Hay que reconocerle su lucidez:  al momento de escuchar las respuestas desaparece la ingenuidad.  Se necesita más que el suéter de Evo Morales para hacer creer a Oppenheimer que Bolivia va por buen camino.  Como Argentino que huyó de su país en la época de los generales, mantiene también una postura antiautoritaria cuando habla de Chávez o de Castro.   Oppenheimer
es un amante de América Latina que cree en la democracia, lo que basta para meterlo en una situación poco cómoda.

Al final, si pensamos en las instituciones que dan un sentido formal de existencia a América Latina, no se puede ignorar la mirada exigente de ese profesional.  Es por eso que siento mucho ver que cuando describe los países de América Latina utiliza dos palabras:  son, dice, "cuentos chinos".

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17 de marzo de 2006
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Cinegética

En la frontera con Suiza un leve temblor recorre la fila que espera a que le examinen el pasaporte y el equipaje. Es como esa primera brisa que riza las aguas del mar. La cola avanza despacio y la lentitud es un síntoma de excepción que alerta a los habituales. Musitan débiles quejidos. Algo sucede. Los agentes de aduanas muestran hoy una curiosidad infrecuente, les brillan los ojos.

La brisa aumenta de fuerza. Una mujer bajita, de tez oscura, muy fina, llama la atención de los policías. La separan del grupo con suavidad, en silencio. Noto cómo su hijo, un muchacho delgadísimo, con una espesa melena negra, gafas y calcetines blancos, se agita a mi lado. “Le va a dar un ataque de pánico”, pienso para mí, y en efecto el chico comienza a temblar, a mover los hombros, a dar saltitos, sin decir ni pío. En un instante los policías han formado un círculo a su alrededor y lo ocultan a la vista del público. Él y su madre son conducidos sin brusquedad por una puerta hacia la nada. Creo oír las dentelladas, el crujir de los huesos.

Los policías están excitados, han cobrado dos piezas y ahora se emplean a fondo, como los futbolistas después de marcar un tanto, queman energía, sobreactúan.

Es mi turno. Uno de ellos, alto y bermejo, se inclina, me mira de hito en hito y dice: “¿Habla usted mi idioma?”. Y sin tiempo para responder: “Es muy importante que entienda lo que le digo”. Sin pausa: “¿Lleva dinero? ¿Cuánto?”, pero de inmediato algo llama su atención y señala mi bolsa: “¿Qué lleva ahí?”. Estoy sudando y el pánico me hace balbucear en una lengua que conozco perfectamente. Soy un sospechoso. Incluso yo entiendo que me comporto como un culpable.

Otro agente me mira con ansia, como un chacal que observa envidioso la carroña que devora su compañero de jauría. Se acerca despacio arrugando el morro y mostrando los colmillos, pero mi policía se lo sacude de encima irritado, con un ladrido seco: “Fout l’camp d’ici!”. Y yo me escabullo, mientras él se enfrenta al colega.

Me he salvado gracias a la lucha por el predominio de dos machos carroñeros. Gracias, Darwin.

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17 de marzo de 2006
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EL DOBLE DE JULIO CORTÁZAR

Borges recuerda el día en que un muchacho muy alto se presentó en la redacción de la revista Los Anales de Buenos Aires con un "previsible manuscrito" en busca de publicación. El joven se llamaba Julio. El manuscrito, Casa Tomada. El año, 1947. Borges, a la sazón editor de la revista, aprobó la calidad del relato y lo publicó, sin saber que el tiempo convertiría a esas diez páginas en emblema de una revolución narrativa. En el prólogo al cuento Cartas de mamá, un Borges claramente emocionado cuenta que Cortázar le confesaría años más tarde que esa fue la primera vez que vio un texto suyo en letras de molde.

La anécdota sería un bonito recuerdo o una emotiva historia entre maestro y discípulo, si no fuera por un mínimo detalle: es falsa.

En realidad, ésa no era la primera publicación de Cortázar. Casi diez años antes, había publicado su primer poemario, Presencia, bajo el seudónimo de Julio Denis. En 1941, el mismo Denis firma un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella y, desde entonces, otros análisis literarios en Canto y en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. El primer cuento de Denis, Llama por teléfono, Delia, aparece en El Despertar de Chivilcoy en 1942. El segundo, Bruja, en Correo Literario en 1944, el mismo año en que Oeste edita su poema Distraída. Omar Prego Gadea, en su libro La fascinación de las palabras, afirma que Cortázar no estrena su verdadero nombre hasta 1949, en el poema dramático Los Reyes. Borges no dice con qué nombre figura el que fue colaborador de Los Anales de Buenos Aires entre el 47 y el 48. En el citado prólogo, el autor de El Aleph se disculpa dicendo que "la ceguera es cómplice del olvido".

¿Miente Borges para quedarse con la primicia de Cortázar? Como teoría, eso suena bastante infantil. ¿Miente Cortázar entonces? ¿O es que el joven escritor considera que su seudónimo era realmente una persona distinta de él?

La existencia de Julio Denis, sin haber sido un secreto, es uno de los aspectos más oscuros de la vida del escritor nacido Julio Florencio Cortázar Scott. El estudioso José Luis Trenti Rocamora se sorprende de que en la nómina que elaboró Néstor García Canclini -que cuenta con 140 títulos de y sobre el escritor- y en The Library of the Congress -cuyo fichero ofrece 291- no aparezca una sola investigación sobre su otra identidad. Apenas algunas menciones, casi por descuido. Goloboff, por ejemplo, atribuye el nacimiento de Julio Denis a la enfermiza timidez de Cortázar y al desprecio que sentía por el apellido de su padre, a quien odiaba por haberlo abandonado cuando era niño. Pero entonces ¿Por qué no usó el apellido de su madre? Además, años después, Cortázar recuperó su nombre sin que remitiesen ni su timidez ni su odio contra el padre, que llegó al punto de hacerle rechazar su herencia inmobiliaria.

Otra pregunta sin resolver es de dónde salió el nombre de Denis. Trenti sugiere rastrear su origen en las lecturas de juventud de Cortázar. Señala El gran Meaulnes de Verne, en la que se menciona a un Denis. O las lecturas de viajes de Cortázar, donde pudo haber encontrado a un poco conocido cronista francés del siglo XVIII llamado Juan Fernando Denis. Ambas posibilidades resultan, por decir lo menos, rebuscadas. Recurriendo al sistema de buscarla en toda la literatura universal, se puede justificar cualquier palabra. Y Denis no es un nombre demasiado especial, podría ser haber sido simplemente un cualquiera, un nadie, un otro.

Sin embargo, Julio Denis no fue sólo un seudónimo literario, sino que saltó de vez en cuando a la vida de Cortázar, incluso lo reemplazó. Eso demuestran las 24 cartas del escritor a Mercedes Arias, que recopiló Mignon Domínguez: la primera carta, de agosto de 1939, está firmada por Julio Cortázar. La número 21, de julio de 1943, por Julio Denis. Lo mismo ocurre con la correspondencia de la misma época de Cortázar a Marcela Duprat, que estudió y publicó Nicolás Cócaro. Curiosamente, según parece, Julio Denis nunca le escribió a un hombre.

Los últimos años de Denis son los más duros de Cortázar. En 1945, renuncia a su puesto como docente tras el ascenso de Perón al gobierno. Poco después, sufre el rechazo editorial de su primera novela y también de la segunda. Pierde un concurso literario. Logra publicar su primer libro de cuentos pero lo recibe la más lapidaria indiferencia. Sueña con abandonar el país. Más adelante, describiría el Buenos Aires de esos años como "un castigo. Vivir allí era como estar encarcelado". En 1951, consigue una beca y parte a París sabiendo que no volverá y abandonando en Argentina a su viejo amigo Julio Denis.

Entonces comienza la historia conocida: Julio Cortázar trabaja como traductor para UNESCO, viaja, conoce el éxito como escritor, descubre la marihuana, radicaliza su posición política. Queda poco del oscuro profesor de Chivilcoy y menos de su seudónimo. No obstante, Julio Denis quizá aún registra una última aparición. Como no podía ser de otro modo, está vinculada a uno de los momentos más tristes del escritor.

En 1981, a Julio Cortázar le diagnostican leucemia. Un año después, muere su última esposa, Carol Dunlop. En 1983, se entera de que su madre va a morir. Aprovecha un viaje a La Habana y continúa hasta Buenos Aires para visitarla. En Argentina, la dictadura vive sus últimos días, pero a Cortázar se le hace difícil celebrar. Para él, ni siquiera el momento político es feliz: los militares no quieren saber de él y los demócratas tampoco, tras sus declaraciones del 76 afirmando que Videla era un "militar democrático". Las autoridades e instituciones lo ignoran deliberadamente. Sólo se queda cinco días. El 4 de diciembre, deja Argentina por última vez.

Casi dos meses y medio después, la profesora de literatura nicaragüense Marta Cruz Kaplansky recibe un sobre desde Buenos Aires. La carta está fechada el 3 de diciembre, pero no le extraña. Los correos latinoamericanos no son muy confiables a principios de los ochenta. Ni siquiera lo son ahora. La carta elogia a la revolución sandinista y cuenta algunas impresiones sobre Argentina. A pesar de las circunstancias, no es un quejido ni un testamento. Su única particularidad es la firma de Julio, sin apellido. Marta Cruz escribe una respuesta que nadie leerá nunca. En el camino al correo, los periódicos le informan que el ciudadano francés Julio Cortázar ha muerto en París la noche anterior, doce horas antes de que un argentino sin apellido conocido le dedicase a ella sus últimas palabras.

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16 de marzo de 2006
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Al maestro, con cariño

Las vueltas de la vida. Me reencontré con Cecilia Roth en el Festival de Mar del Plata, y al preguntarle por su amiga Martha Olivera, a quien quiero entrañablemente, me dijo que estaba bien, pero luchando todavía para reponerse de la muerte de su hermano. Y así fue como me enteré de la muerte de Lucho Olivera.

El dibujante Lucho Olivera fue un ídolo para mí desde que yo era muy pequeño. Leía con fruición las historietas que dibujaba para las revistas de la Editorial Columba: D’Artagnan, El Tony, Fantasía… Ya me había seducido con su adaptación de Gilgamesh (he ahí una muestra de la cabeza de Lucho: ¿a quién más que a él podía ocurrírsele que la épica de Gilgamesh podía ser material para una historieta?), pero terminó de comprarme con la creación de su más grande personaje, Nippur de Lagash, que solía guionar su amigo de entonces Robin Wood. Nippur era El Errante, un sumerio cuya destreza en combate tan sólo era superada por su sabiduría en las cuestiones humanas. Nippur era todo lo que yo deseaba ser entonces, y lo que, para qué mentir, desearía ser aún hoy: alguien que, aun consciente de sus limitaciones, y a sabiendas de las terribles consecuencias que puede depararle en un mundo como el nuestro, ha decidido no ser otra cosa que un hombre decente. Nippur no se dejaba tentar por la gloria ni por el oro, y en cambio elegía apegarse a aquellas compañías que le hacían disfrutar de lo mejor del tránsito por esta existencia fugaz: la amistad, la inocencia, el honor, el amor verdadero.

Hablo de Nippur y siento que estoy hablando de Lucho.

Leí Nippur durante años, y todavía sigo leyendo las compilaciones que se editaron en la Argentina a comienzos de los años 80. Esos libros son biblias para mí, así como Nippur es uno de mis personajes favoritos de todos los tiempos y de todos los géneros, tan formador de mi carácter y de mi experiencia como los grandes personajes de los libros que amo: el Rey Arturo, Robin Hood, Ulises, Oliver Twist… Estoy convencido de que, de llegar a viejo, seguiré releyendo todavía esos capítulos que ya me sé de memoria.

Lucho murió el 11 de noviembre. Y yo, que reviso cotidianamente no menos de tres diarios argentinos, no me enteré jamás. Si la noticia salió publicada, debe haberlo hecho de forma tan escueta que se me pasó por alto. ¡Y desde entonces hasta ahora no me crucé con ningún homenaje! La vida puede ser cruel. Debemos ser centenares de miles los que crecimos leyendo las historietas de Lucho. Estoy seguro de que todos nosotros desearíamos que se lo celebrase ahora con los honores que merece alguien que nos hizo gozar tanto y que nos enseñó tanto. Esto no será un gran consuelo para Martha y el resto de sus amigos y familiares, pero les juro que las historias de Lucho seguirán viviendo en mí y en tantos otros durante mucho, mucho tiempo. Es duro que haya muerto ante el silencio del mundo, pero lo bueno es que tocó nuestros corazones; en este sentido, Lucho logró aquello a lo que aspiramos todos los artistas y tan sólo algunos obtienen.

Quizás el mejor de los homenajes posibles se lo dispensó la misma Martha. Cuando respondió el mail que le escribí, me contó que había publicado dos avisos fúnebres en el diario La Nación, uno a nombre suyo y otro “a nombre de Nippur, Gilgamesh y todos los demás”. No debe haber forma más gráfica de demostrar que aunque Lucho ya no esté, sus criaturas lo sobreviven y lo sobrevivirán por siempre.

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16 de marzo de 2006
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Las ruinas del arte

El attelier de Delacroix, en la delicada Plaza Furstemberg, ya no es un taller sino una sala de exposiciones. No obstante, los responsables del recinto procuran ofrecer al público información sobre los talleres de pintura, de modo que suele valer la pena acercarse a curiosear. Ya  casi nunca se deja ver la cocina de los pintores.

La exposición de este mes de marzo viene dedicada a Étienne-François Haro, uno de aquellos personajes imprescindibles para los artistas y cuya historia es apenas conocida. El negocio de los Haro, “especializado en la venta de productos y la restauración de obras de arte”, suministraba pigmentos, bastidores, telas, dorados, pinceles, en fin, todos aquellos materiales que necesitaba el pintor y cuya calidad era decisiva para el éxito de la pintura.

Llevaban a cabo, además, algunas tareas de importancia que hoy son ignotas, como la de proceder al marouflage (¿el “encolado”?) de las telas, o a matter les tableaux, operación que no he podido descifrar por falta de diccionarios. También restauraban y preparaban las telas para la venta.

El negocio, cuyo admirable nombre era “Au Génie des Arts” (obsérvese el plural de “artes”, tan noblemente gremial, tan poco romántico), fue siempre floreciente. Como otros colegas suyos, estos suministradores solían ser más ricos que sus clientes, de modo que el intercambio de servicios por pintura era corriente. En consecuencia, hacían de marchantes ayudando a quienes consideraban los mejores. En la venta final del patrimonio, tras la muerte del viejo Haro en 1897, se subastaron 216 pinturas, dibujos y pasteles, muchos de ellos de Delacroix y de Ingres. Una verdadera fortuna.

Las relaciones que mantuvieron estos negociantes con los últimos artistas dotados de génie artesanal y técnico, fueron fraternales y rara vez de mera explotación. Delacroix, por ejemplo, ejerció de testigo en la boda de Haro.

Su influencia fue enorme, pero apenas se les recuerda. Son las víctimas colaterales de la destrucción de un arte.

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16 de marzo de 2006
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JEROME DAVID FONSECA

Para mí, Rubem Fonseca no es un autor brasileño. Suelo leer los autores brasileños en francés. Puedo leer un diario en portugués, pero una novela sobrepasa mis capacidades lingüísticas. La literatura brasileña es un producto traducido. Las Memorias póstumas de Bras Cubas, para citar una cumbre de la literatura, es algo que leo, como todos los autores de Brasil, en una traducción francesa. Todos, menos Rubem Fonseca, a quien descubrí en español y voy siguiendo en español pues las casas editoriales francesas no hacen su trabajo; es decir, traducir todo lo que publica un cuentista cuya vitalidad sigue siendo un modelo.

Muchas veces, viajar a países hispanohablantes es traer a Francia los libros de Fonseca. Cuando uno empieza a leer un autor en un idioma, no puede cambiar después, sería como escuchar la voz del autor en un doblaje malo. Como descubrí la literatura japonesa en EE.UU., leo los autores japoneses meramente en inglés, en libros comprados en Amazon o en aquella librería japonesa cercana a la pista de hielo del Rockefeller Center en Nueva York. No se trata de esnobismo sino de los accidentes que suelen ocurrir en una vida de lector.

Hoy, el placer que me da aquella vida es comprar en una librería de Santiago de Chile Pequeñas criaturas en la edición que publicó Norma en Bogotá. No podrá superar, claro, el placer que me procuró el libro que Fonseca había escrito en portugués para demostrar su pasión por el escritor ruso Isaac Babel. Se titulaba Emociones y pensamientos imperfectos y, como trataba de la adaptación al cine de un libro de Babel, era una especie de confusión insuperable entre idiomas y géneros donde yo sentía que hacía lo que me correspondía para seguir a Fonseca.

Pase lo que pase, con Fonseca no existe la decepción. Nunca le falta la energía vital. Se nota en su manera de combinar sexo y muerte, y también comida y amor, pero también en su manera de ser cuidadoso para mantener aparte tanto sexo y amor, como comida y muerte (creo que en su ficción, donde no faltan los muertos, solo se vincula la muerte y la comida en Bufo y Spallanzani, a ver si me equivoco: rercuerdo sapos venenosos pero también algo con setas mortales).

Como muchos, descubrí a Fonseca a través de El gran arte. Desde entonces, es algo que me sirve para saber cuál es el lector que tengo frente a mí. Si alguien me dice que El gran arte es una novela policiaca, tengo la respuesta: “Claro que sí, tal como En busca del tiempo perdido es un documento sobre la homosexualidad a principios del siglo veinte en el Faubourg Saint Germain”.

Rubem Fonseca es un escritor que se ubica en lo más alto de lo que la literatura nos dice sobre la condición humana. El abanico de sus preocupaciones supera todo. Un ejemplo (que sus seguidores van a reconocer como un extracto de “secreciones, excreciones y desatinos”) permite demostrarlo en una frase: “... estaba pensando en Dios y observando mis heces en la taza del retrete” dice el narrador de un cuento exquisito. Como Fonseca, no hay otro y acabo de comprobarlo en Internet, con un placer también exquisito, al introducir las palabras Rubem Fonseca en Google. En la segunda página aparece el enlace hacia lo que Rubem Fonseca opina de Juan Rulfo. Es un artículo del diario Crónica de hoy, que cuenta cómo Gabriel García Márquez entregó el premio Juan Rulfo a Fonseca en la Feria de Guadalajara en 2003. Todo parece normal salvo un detalle: el retrato del autor que viene al lado del titular: es la fotografía de Jerome David Salinger, el autor de The Catcher in the Rye.

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15 de marzo de 2006
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Ubersexuales y ubersexualas

Después de ver a las mujeres de las películas de Rodríguez y Tarantino, he echado un vistazo a una revista de hombres, más que nada para saber si soy un buen hombre. Es decir, si encajo en la definición de lo que se espera de un ejemplar masculino en el mundo de hoy. O si debería parecerme más al gorila que golpea mujeres en Sin City. O peor aún, a David Beckham.

Estudiando atentamente la revista en cuestión, he descubierto que han pasado de moda los metrosexuales, lo cual es un alivio porque eso es carísimo: entre ropa, peluquería y cosméticos, luego no te queda para pagar el alquiler. Y aparte de eso, tienes que ir a sitios tan costosos como tu aspecto, así que es prohibitivo. Con el agravante de que el modelo de mujer al que se supone que aspiras es la Spice Girl Victoria. No, gracias.

En compensación, sin embargo, lo que se ha puesto de moda no es el oso peludo y musculoso que tumba a las mujeres de un garrotazo y las arrastra de los pelos a su cueva, sino un nuevo modelo de tipo recio pero sensible llamado ubersexual.

Hasta donde he podido entender, un ubersexual es un hombre que no está obsesionado con su imagen pero tampoco va por la vida como un punk. Se viste más o menos como cualquiera y su nivel de guapo es el del hombre corriente. Además, en el paquete estético vienen incluidos talentos no necesariamente visuales, como tener conversación o hasta interesarse por la política, aunque tampoco se trata de ser un activista. O sea, un ubersexual es un tipo como cualquiera. Lo último en moda masculina es lo mismo de toda la vida.

A nivel de casas de diseño, eso implica que la ropa de moda sea totalmente sosa y ordinaria pero carísima. Buen negocio, supongo. A nivel de destrezas adquiridas, eso implica que los hombres debemos entrenar para ser capaces de articular dos oraciones seguidas, de ser posible con una idea entre las dos. Eso es barato. Pero a nivel de convivencia, me parece una grave injusticia con las mujeres, a las que obligamos a estar escuálidas y a menudo anoréxicas, a pagar fortunas por prendas de vestir que cubren menos que una curita y a decorarse con pinturas, alhajas y peinados. Todo esto era más fácil cuando no se les permitía tener una vida independiente, pero ahora tienen ocupaciones profesionales, son madres y además están obligadas a estar buenas, con toda la ingeniería de producción que eso implica. 

En cambio, la ubersexualidad es una cosa que te encuentras de repente. Vas, lees una revista de hombres y ya está: estás de moda porque te tocó. Y si no lo estás, tampoco es tan difícil. Además, la moda masculina dura. Lo de ser metrosexual se mantuvo dos o tres años. A las chicas, además de todo lo que ya tienen que hacer, les cambia el marco conceptual cada temporada.    

Así que quiero elevar mi más enérgica voz de protesta y demandar para las mujeres una nueva moda que les permita vivir sin complejos y no estresarse, algo en plan domingo por la mañana, que les ofrezca la posibilidad de salir por la noche con zapatillas, pelo recogido y cara lavada. Pero en última instancia, chicas, si nada de eso es posible, acudan al modelo Tarantino: compren armas de fuego. Eso nunca falla.

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15 de marzo de 2006
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Mujeres al borde de un ataque de genialidad

Tengo una amiga chilena que de tanto en tanto intenta enviarme algún comentario, y como el blog no la deja (“¡Tu blog me ignora!,” se titulaba su mensaje de ayer) opta por el expediente de enviarme un mail simple y sencillo. El comentario que había intentado enviarme había sido motivado por el texto de hace algunos días sobre las canciones que nos cuentan. En él, según refiere, me preguntaba por qué no había incluído a ninguna artista femenina. “¿Ninguna Laurie Anderson, o Tori Amos, o Kate Bush?,” protestaba, movida por la incontestable misoginia de mi Top Ten personal.

            En aquella ocasión establecí que se trataba de una lista personalísima, y por ende, en tanto subjetiva, alejada de cualquier pretensión de corrección política: cada uno tiene derecho a meter lo que quiere dentro de su Top Ten. Y además afirmaba que uno elige determinadas canciones no sólo por su valor puramente artístico, sino por la vinculación que tienen con nuestras historias personales. Son músicas que asociamos a momentos determinados, a emociones que nos resistimos a olvidar; por eso se trata de canciones que además de contar algo objetivo, nos cuentan también a quienes las amamos. Pero el comentario de mi amiga chilena (dicho sea de paso: ¡qué contento me pone la Bachelet!) me pareció una buena oportunidad para contar que ya llevo varios años comprando más música hecha por mujeres que por hombres. Las artistas más excitantes que he descubierto en los últimos años, y que por lo tanto suenan con más frecuencia en mi auto y en mi casa, son mayoritariamente femeninas.

            Hace ya mucho que no oigo nada de Laurie Anderson, pero para hacer justicia con mi amiga, sí disfruto con frecuencia de la música de Tori Amos y de Kate Bush. (No se pierdan su álbum nuevo, por favor, y tampoco dejen pasar el último de Fiona Apple.) Aimée Mann me parece brillante: una canción como Wise Up, que apareció en su momento tanto en la película Jerry Maguire como en Magnolia, es de esas que jamás está demasiado lejos de mis labios. P. J. Harvey viaja conmigo a todas partes, conduzca hacia donde conduzca. Bjork es otra elección obvia. Claro, también las hay más exóticas. Como Sam Phillips, que ostenta nombre de hombre pero es una cantautora deliciosa: tiene un disco llamado Martinis & Bikinis que ya destrocé de tanto escucharlo. Y Natacha Atlas, cuyo descubrimiento debo a mi amigo Pasqual, fotógrafo extraordinaire. La Atlas es un puente entre Oriente y el futuro, dos ideas que muchos quieren creer enfrentadas.

            También están las que uno escucha desde hace siglos y que jamás se dan por vencidas, como Rickie Lee Jones; su disco The Evening of My Best Day fue para mí uno de los mejores de 2003. Y Joni Mitchell, que en algún sentido es la madre de todas. Siento que debería hacer un esfuerzo para colar en mi Top Ten la versión de Both Sides, Now que Joni incluyó en un disco reciente, donde se acompaña con una orquesta que le hace justicia a una canción que es a su vez terrena y celestial. He contemplado al amor desde los dos lados, ahora / Desde el dar y desde el tomar, y aun así / Son las ilusiones del amor lo que recuerdo / Realmente no sé nada del amor, canta Joni. Y aún así, son sus canciones de amor lo que recuerdo.

            Hace ya algún tiempo que advertí que, sin habérmelo propuesto, me la pasaba escuchando música escrita y tocada y cantada por mujeres. Me sorprendió gratamente. Se me ocurrió que las cosas eran así, nomás: que ellas eran las artistas más conmovedoras de este tiempo.

            Después de lo cual volví a apretar play.

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15 de marzo de 2006
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Semiosis divina

La película titulada Syriana, con el encantador George Clooney haciendo de espía desabrochado, es realmente mediocre. El mejor hallazgo es que el hijo de un consejero americano se electrocute en una piscina de Marbella a causa de una bombilla rota. Solo en España las propiedades de los jeques árabes pueden sufrir estas garrafales averías.

Sin embargo, es interesante comprobar que al espectador de cine comercial ya se le puede colocar un esquema de la filosofía de Heidegger bajo la forma de un thriller político. Resumiré el argumento.

El fundamento material del drama son los yacimientos petrolíferos que forman una cinta mágica alrededor de la tierra, cuyo espesor es mayor en algunas zonas de oriente medio y Asia central. Esta cinta es la que proporciona toda la energía que mueve a las naciones ricas. Es, por lo tanto, una material vital, el alimento de la vida. En realidad, es una materia sagrada porque es la que da sentido a la civilización occidental y sin ella nuestras naciones se hundirían en la miseria y la muerte.

Como todo lo sagrado, la materia vivificante está en disputa. La guerra por su posesión puede parecer una guerra meramente económica, pero es un conflicto más profundo. En la película aparecen dos de las iglesias que tratan de controlar la materia sagrada.

Nuestra iglesia la representan los obispos y los cardenales de las compañías petrolíferas americanas, los cuales compiten entre sí, asesinan, destruyen y conspiran los unos contra los otros como en el renacimiento florentino. La iglesia enemiga es un borroso conjunto de terroristas y suicidas que usan el arcaico lenguaje de los monoteístas. También ellos se matan entre sí, asesinan, destruyen y conspiran para demostrar su control sobre la fuente de la vida.

No hay modo humano de entender los lenguajes de unos y de otros. El lenguaje de los economistas americanos es tan oscuro como el de las madrazas islámicas. El lenguaje de los teólogos es, por definición, hermético. Su función no es explicar, sino consolar.

Dos códigos semióticos, el hipertécnico y el architeológico, tratan de vencer en esta guerra eterna por el nombre de Dios cuya única garantía son los cadáveres que producen los unos y los otros. Es una guerra que los humanos hemos perdido una y otra vez y otra vez y otra. Ahora la estamos perdiendo de nuevo. Porque nadie controla la materia mágica, el santo Grial, las reliquias santas. Es ella la que nos controla a nosotros, títeres de sucesivos símbolos del vacío.

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15 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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