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La insoportable levedad de los críticos

En 1970, en ocasión del estreno de Ryan’s Daughter, David Lean fue invitado a una reunión de la National Society of Film Critics en el célebre hotel Algonquin. Lo que el director de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago suponía un homenaje reveló enseguida ser una emboscada. Los críticos norteamericanos, con Pauline Kael a la cabeza, se lanzaron a descuartizar la película que Lean estaba presentando, una historia de amor inspirada vagamente en Madame Bovary pero trasladada a la Irlanda de 1916. Según cuenta el crítico Richard Schickel, que por entonces dirigía la National Society, Lean no contraatacó. Sobrepasado por la agresión, se encerró en su caparazón. Para colmo Schickel, en un intento de sintetizar el sentido de las críticas, no tuvo mejor idea de expresarlo de esta forma: “¿Puede explicar cómo el hombre que dirigió Brief Encounter puede haber dirigido esta pila de mierda que usted llama Ryan’s Daughter?” En un momento de la ordalía, Lean se dirigió a Schickel por lo bajo y le dijo: “No entiendo lo que está pasando. ¿Por qué me hacen esto?” Aun cuando nadie puede cometer la ingenuidad de atribuir la totalidad de la culpa a Kael, Schickel y sus secuaces, lo cierto es que David Lean tardó quince años en volver a dirigir.

En estos días me encontré dos veces con esta anécdota, entre los documentales que vienen en la flamante edición norteamericana de Ryan’s Daughter (primera en DVD) y al releer la biografía de Lean escrita por Kevin Brownlow. (Que compré en la librería Ocho y Medio de Madrid, dicho sea de paso. Todavía me arrepiento de no haber comprado el guión de Lawrence que conservaban en algún estante.) Desde entonces no puedo dejar de pensar en ella.

Las razones puntuales del ataque son comprensibles. Ryan’s Daughter no es Lawrence, ni Zhivago, ni El puente sobre el río Kwai; ni siquiera es Brief Encounter. Pero es una bella película, que ha envejecido bien y que incluye la mejor tormenta marítima que se haya filmado, sin contar los engendros digitales como The Perfect Storm; mientras la veía, pensé que Lean había tratado de recrear la tormenta apocalíptica que Dickens describió con maestría en el capítulo LV de David Copperfield. Lo que ocurría en 1970 era que se estaba poniendo de moda otro cine. Ya se veía venir la revolución de los Coppola, los Scorsese, los Altman, los Bogdanovich, los Friedkin: películas más crudas, más realistas, con un feel documental, que estaban en las antípodas del romanticismo de Lean y de su sentido del gran espectáculo. Es verdad que tanto Lawrence como Zhivago habían recibido algunas críticas adversas (debe dar pena releer hoy esos textos, tan a contrapelo de la historia), pero el público las había consagrado. En cambio Ryan fracasó en la taquilla. Ese fracaso debe haber sido interpretado como una carta blanca para los críticos liderados por Kael, que sin duda sentían que no podía apoyarse al nuevo cine sin crucificar a todos los consagrados.

Por lo general los críticos se mueven en manadas y operan políticamente aun cuando son conscientes de estar cometiendo injusticias. Recuerdo que, en ocasión del estreno de Plata quemada, un crítico por entonces muy influyente nos dijo al director Marcelo Piñeyro y a mí que la película le había gustado, “pero que no lo podía decir”. En aquel entonces, la manada de críticos a la que comandaba presionaba a diario a favor de lo que se denominaba Nuevo Cine Argentino. Seis años después siguen esperando que el Nuevo Cine alumbre algún Coppola o algún Scorsese.

¿Qué derecho asistía a aquellos críticos para decirle a un hombre que había dirigido algunos de los mejores films de la historia que su nueva película era “una pila de mierda”? Aun en el caso de que la película fuese mala –que no lo es, lo juro-, debería existir un módico respeto hacia un artista de la talla de Lean. No puedo quitarme de la cabeza la imagen del hombre de sesenta y dos años, poniéndole el pecho a la violencia sin perder la dignidad y preguntándose por qué le hacían eso. Es verdad que el tiempo coloca todo en su lugar, pero no puedo dejar de pensar cuántas películas de Lean existirían hoy si Kael, Schickel y su manada se hubiesen comportado con decencia –esto es, sin crueldad. Lean tardó quince años en ponerse de pie y filmar Un pasaje a la India, su película final. En el medio quedó el proyecto de hacer Nostromo, sobre la novela de Conrad, y unas cuantas ideas más que para pesar de muchos nunca llegó a plasmar.

Ah, la insoportable levedad de los críticos…

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8 de mayo de 2006
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SCIASCIA/STENDHAL

Me acuerdo del día de mi descubrimiento de “Stendhal” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Era una traducción al español. Un librito del editor Trieste que me provocó una irresponsable crisis de celos. La sensación de ser testigo del robo de un tesoro francés por un príncipe siciliano. ¿Cómo podía ser? El autor del Gatopardo no había escrito un libro a propósito de Stendhal o un estudio literario sino un libro que se ubicaba con su seductor desorden, su obsesión por los detalles dentro del círculo mágico que el propio Stendhal había nombrado al dedicar La cartuja de Parma como el de los “happy few”.

Lo que más me molestó fue descubrir el uso del francés, muy acertado, para el título de un capitulo: “L’heure des cuirassiers”. Escribir así no era poner la pata en el terreno más íntimo de la literatura francesa, era establecerse en su centro. Algo como decir Stendhal es mío y lo demuestro con un libro que corresponde plenamente a los escritos íntimos del maestro.

Escritos que tocan así el gran secreto de la obra de Henri Beyle hay pocos. Está el famoso artículo de Balzac sobre la “Cartuja” que afirma que no existen más de mil quinientos lectores en toda Europa que puedan entender los méritos de la novela (“El señor Beyle, escribe Balzac, ha hecho un libro donde lo sublime estalla de capítulo en capítulo”). Está también el todavía debatido artículo de Prosper Mérimée, H.B., por uno de los cuarenta, una caricia que deja un arañazo en la figura de Stendhal. Al revés, hay un sinfín de cegueras, la más famosa la del propio Sainte-Beuve, primus inter pares de los críticos que confirmaron el pronóstico de un autor anunciando a mitad del siglo XIX que tendría sus lectores en 1880 y, aún más, en 1935.

Hasta ayer podía añadir a aquella lista los libros que un lector guarda por razones imposibles. En mi caso, eran tres: Stendhal de Albert Thibaudet,  Stendhaliana (nombre de una enfermedad incurable) de Emile Henriot y CLX petits faits vrais, un censo por Jean-Louis Vaudoyer de ciento sesenta historietas que gustaron a Stendhal sembradas a lo largo de su obra. Desde hoy, no son tres sino cuatro. Acabo de leer Adorable Stendhal de Leonardo Sciascia, que viene como un eco de lo que me provocó la lectura del libro de Lampedusa. Otro siciliano, igual capacidad de establecerse frente al gran amante de Italia y conversar sobre él de manera intensa, con hambre de hechos y dominio total de los escritos. El libro de Lampedusa no era un libro sino la transcripción de las lecciones que daba sobre literatura al final de su vida. Igualmente, el libro de Sciascia es una mera recopilación hecha por su viuda de los textos que el autor de Todo modo dedicó a Stendhal.

Es una obra incompleta, caótica y, por tanto, digna de Stendhal que dejó tantos libros inacabados. No sé por qué milagro llegó a mis manos la traducción al español. Fue publicada por Adriana Hidalgo Editora, en Argentina, en diciembre pasado. Todo lo que he leído es un encanto: las páginas sobre Pedro Napoleón que fue el modelo de Fabricio del Dongo; la maneja de recordar que Stendhal ha “lidiado con la nada”; la manera de definir la vida de Stendhal como “un amor hacia la vida no correspondido”; la descripción de la afición por Italia “de un escritor sumamente francés y muy poco italiano”; la evocación del bandolero Gasparoni encerrado en su fortaleza; la emoción al comprobar que sí fue posible, el conde Greppi almorzó con Stendhal  cerca de 1840 y jugó al billar con Hemingway en 1917. No faltan los pedacitos de nada sobre Gramsci, Paul Valery, André Gide, que son rasgos fundamentales en una pasión por Stendhal cercana a la alucinación. No falta, por supuesto, la comparación entre Stendhal, que se prometía lectores a largo plazo, y Lampedusa, actuando como un autor que no podría tener lectores.

El título del libro viene de una confidencia de Sciascia sobre Pasolini. (Me parece reconocer el texto, extracto de El caso Moro). Sciascia dice que lo que le aparta de Pasolini es el sobre-uso que hace este de la palabra adorable. Los pequeños amantes que por fin lo mataron en una playa eran para Pasolini sus “adorables”. Sciascia dice que para él aquella palabra solo mereció dos utilizaciones: “… para una sola mujer, y para un solo escritor. Y este escritor, tal vez esté de más decirlo, es Stendhal”.

Hay que hablar bien claro: es un libro tan imprescindible sobre Stendhal que nadie lo necesita a menos que sea víctima de aquella incurable enfermedad cuyo síntoma Sciascia describe: “el stendhalismo, dice, es seguramente la pasión más duradera, la más vasta, la más fervorosa que la historia, la vida y las costumbres literarias registran”.

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8 de mayo de 2006
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El negro literario de Alan García

Además de un excelente escritor, Óscar Collazos es un hombre con un admirable par de cojones, una de esas personas que parecen no comprender los límites de lo posible y que avanzan hacia las catástrofes con la ciega determinación de los ingenuos. Y luego, para colmo, lo hacen bien. Decidió ser escritor viniendo de una familia pobre y de una infancia sin libros. Y ahora es una voz literaria imprescindible de su generación. En 1989 se atrevió, tras veinte años de exilio europeo, a regresar a una Colombia criminalizada en la que prácticamente gobernaba Pablo Escobar. Y se niega a irse. Sus artículos de prensa le han valido amenazas de muerte. Y no deja de escribirlos ni de estar vivo, y para colmo, de tener sentido del humor. Pero eso lo sabe todo el mundo. A mí lo que me interesa de su pasado es el lado oscuro: Óscar Collazos era el negro literario de Alan García.

-En esa época –me dice-, Alan acababa de huir de Perú, perseguido por Fujimori, y se vino a Bogotá. Yo creo que sobre todo residía en París, pero tenía un apartamentito por acá. Y era muy amigo del ex presidente Belisario Betancur. Así que, cuando escribió sus memorias, le preguntó a él quién podía ayudarlo con el estilo. Y Betancur le dio mi nombre.

Collazos me mira con unos ojos pequeños y fijos que oscilan entre el escepticismo y la ironía. Es el tipo de persona que puede contar un chiste desternillante y quedarse serio, como si estuviese probándote, a ver si lo escuchas.

-Recuerdo el libro de Alan–le contesto-: El mundo de Maquiavelo. Pero no eran unas memorias, era como una novela más bien.
-Sí, pero contaba su historia. La mejor parte era su huida por los techos de Lima, descalzo y desesperado. Eso estaba bien narrado.

Esa fue la parte que yo leí. La revista Caretas publicó un extracto en que narraba la fuga nocturna y el abandono de sus amigos. Algo así como Scarlet O’Hara, justo antes de jurar que nunca más pasaría hambre. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue una cuestión de estilo. Se lo digo a Óscar:

-La prosa tenía juegos del lenguaje, y saltos de tiempo y perspectiva… ¿Por qué no simplemente contó sus recuerdos?
-Con un libro de memorias, cada dato puede ser contrastado y puede meterte en problemas. En cambio, con la ficción se puede jugar más.
-O sea, para poder mentir.
-Yo creo que era un poco mitómano, la verdad.
-¿Le descubriste mentiras?
-No, me refiero a que creía firmemente en una ficción épica sobre su propio personaje. Se veía a sí mismo como una especie de enviado para salvar al Perú. Literariamente, lo más difícil del trabajo fue depurar los excesos retóricos en los que ensalzaba las cualidades del protagonista.

El héroe de la novela se llamaba Alan García, pero la historia estaba contada en tercera persona, aunque a veces pasaba al monólogo interior. Era el tipo de recurso literario que caracterizaba a Vargas Llosa. En versión Alan, claro.

-¿Y te hiciste muy amigo de Alan?
-No, no intimamos. De hecho, sólo nos vimos tres veces. Yo le pedí que me diese el manuscrito y no me llamase en un mes, hasta que tuviese el trabajo terminado. Luego se lo di, y lo aprobó. Fue una relación correcta y de trabajo.
-¿Qué es lo que más recuerdas de él personalmente?
-Decía que era pobre. Me regateaba la tarifa cada vez que nos veíamos, quería pagarme menos. Pero creo que al libro luego le fue bien. Lo publicó Planeta y se tradujo a varios idiomas. Mejor, para ayudarlo en su pobreza.
-¿Sabes que ahora podría ser presidente?
-Claro, si lo eligiesen, me habría gustado pasar por allá a saludarlo. Pero supongo que, si publicas esto, me van a negar la visa al Perú. 

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8 de mayo de 2006
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Grandeur

Todavía hoy muchos franceses, sobre todo los agraviados, repiten incansablemente la palabra “Francia” en cuanto abren la boca y se refieren a ella como los catalanes cuando hablan de Cataluña, como un ser humano con sus hábitos, manías, amores, cóleras, deberes y demás adornos de los mortales, aunque con el paradójico sobreentendido de que la Patria es inmortal.

En Radio France hablaba esta mañana un ensayista cuyo nombre no he retenido y que utilizaba ese tonillo insoportable: “La France debe hacer esto y aquello por sus inmigrantes. La France tiene que pedir perdón por sus crímenes coloniales. La grandeza de la France la obliga a comprender a sus hijos árabes”. Y así sucesivamente.

Para distraer el asco, me fui a pasear por el soberbio hospital de los Inválidos, ese Escorial que Luis XIV ordenó edificar para dar asilo a sus soldados tullidos, una construcción severa, adornada tan sólo con cañones y bombardas, en cuya iglesia se encuentra la tumba de Napoleón como un escarabajo de pórfido finlandés en la celda fúnebre del faraón.

Si hay algo que queda lejos de la Francia actual es esa grandeza que utilizaba arteramente el quejica de la radio. Los cañones de Luis el Grande están magníficamente esculpidos, cubiertos de tritones, delfines, soles borbónicos, guirnaldas floreadas, parecen llevar borceguíes con hebilla de plata. Los cañones revolucionarios (quedan muy pocos) tienen el ascético aspecto de lo producido a toda prisa y con cuatro duros, son cañones sans culotte. Los cañones napoleónicos, los románticos cañones de la Grand Armée, de un verde aguamarina, ya han asumido la sobriedad burguesa y sólo las iniciales del Emperador decoran sus fustes. Los últimos cañones, los de la guerra moderna, son tan desnudos, eficaces, exactos e insípidos como un edificio de Gropius.

Nada queda de la Francia revolucionaria, nada queda de la Francia imperial, nada queda de la Grandeur, sólo la retórica barata del nacionalismo; unos tópicos que ya ni siquiera se atreve a utilizar la ultraderecha, pero que usan con todo desparpajo las almas bellas contra los franceses. Para que suelten la pasta, naturalmente.

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8 de mayo de 2006
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Pequeño Manifiesto de Odio al Hoy

Siempre detesté a Shirley McLaine. No me pregunten por qué: admito que la mujer actúa bien y que en su época dorada cantaba y bailaba con decoro, pero aún así la aborrezco desde que tengo uso de memoria. Me parecía una mujer amarga y resentida, lo que aquí solemos denominar un mal bicho; un juicio por completo infundado, lo asumo, pero no por ello menos real en el interior de mi cabeza. Lo sorprendente fue que hace algunos años me asignaron la responsabilidad de entrevistarla, y cuando me senté delante suyo no pasé de la segunda pregunta. Lo que ocurrió fue instantáneo, una reacción química en estado puro: nos detestamos tanto de manera recíproca (les juro que esto era evidente en ella, también), que me levanté y me fui. Nunca he hecho nada menos profesional en mi vida, y eso que he entrevistado a alguna gente memorable durante mi carrera periodística: Paul McCartney, Martin Scorsese, Julia Roberts, Madonna, Mick Jagger, Liza Minnelli, Sean Connery, Daniel Day Lewis, Arthur Miller… De ahí el asombro que siento cada vez que admito que existe algo que comparto con McLaine, aun cuando se trata del rasgo más insólito –quizás el único insólito- de su personalidad: la creencia en vidas pasadas.

No se asusten, no lo digo del todo en serio. Ella sí defiende esta creencia a capa y espada, ha llegado a editar varios libros al respecto que por supuesto no he leído: sostiene que todos hemos sido otros en siglos pretéritos, otras gentes, otras vidas. Por lo general yo me río de la superchería, y muy especialmente de la tendencia de esta gente a sostener que han sido personalidades célebres en tiempos remotos; nadie reivindica haber sido un campesino ruso o un esclavo etíope, por lo general afirman haber sido Cleopatra o Cromwell o Arquímedes. Pero a veces me descubro pensando que ciertas características mías (no me hagan decir cuáles) habrían sido más útiles en otros tiempos. Y en días como hoy me convenzo de que debo haber vivido en otros tiempos con mayor felicidad, porque detesto al mundo contemporáneo.

  Me encantaría haber vivido en tiempos más simples. Hacerme cargo de mi parcela de terreno, procurándole a mi familia el techo y el alimento, aun sabiendo que es posible que deba defenderla con las armas. Cambiaría todas las presuntas ventajas del mundo contemporáneo (en materia de medicamentos y de tecnología, por ejemplo) por la posibilidad de controlar mi vida un poco más de cerca, a pesar de que esto signifique vivir menos. El tiempo que la tecnología nos regala se pierde en millones de pequeños actos que, engarzados, suponen tan sólo un nuevo tipo de esclavitud. Vas a pagar una cuenta y te dicen que el billete es falso. Pagás con tarjeta y te dicen que la banda se desmagnetizó. Cargás el servicio a tu cuenta bancaria para que te lo debiten y descubrís que te debitan cosas que no esperabas. Querés renunciar a un servicio (de internet, o un gimnasio) y te encontrás con un montón de pegas sobre las que nadie te había informado cuando te inscribiste. ¿Qué la tecnología te ahorra tiempo? No me hagan reír…

El ordenador permite corregir de manera menos engorrosa que el papel, es verdad. Pero arrancar una página del cuaderno o de la Remington Rand no era tan grave; de hecho, la infinita mayoría de las obras fundamentales de la literatura y del teatro no han sido escritas con ordenadores. Lo cual me lleva a otro de los motivos por los que odio al mundo de hoy: vivo en un tiempo que da por sentado que las mejores novelas y los mejores dramas ya han sido escritos. No creo que Cervantes haya padecido este prejuicio. Ni Melville. Ni Dickens. Todos los grandes artistas tenían predecesores a los que querían superar, pero no se topaban a diario con gente que les decía que ni se molestasen. Buena parte de los escritores de hoy asumen el rol de comentadores, se contentan con trabajar en textos que funcionarían como un pie de página a los grandes de verdad. ¿Qué demonios pasó con la ambición creadora?

Ni siquiera puedo contentarme diciendo que la gente es más sofisticada. ¿Qué clase de sofisticación tiene una opinión pública que se traga con anzuelo y todo eso de que el terrorismo, con el islamismo como ideología, es el cuco de este tiempo? Es verdad que parte del planeta está en manos de regímenes más piadosos que las monarquías de antaño, o que las simples dictaduras. Pero tampoco podemos dar por sentado que se trata de conquistas inamovibles: estamos a tan sólo una conflagración nuclear, o una sequía, o una peste de distancia de regresar a los métodos de la Edad de Piedra.

En medio de este panorama, me queda el consuelo de saber que hay algo que me permitiría entenderme con Shirley McLaine. (¡A pesar de que hayamos sido enemigos acérrimos en otras vidas!) Es así: las posibilidades de sembrar concordia aparecen en las circunstancias más inesperadas.

Ya se los dije. Hoy tengo uno de esos días.

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5 de mayo de 2006
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SIMON LEYS

Cada mes la revista francesa Le magazine littéraire lleva dos columnas. Una, excelente, es firmada por Enrique Vila-Matas que demuestra que supera el conocimiento de la literatura francesa que tienen los propios franceses. La otra columna viene del otro lado del mundo. La firma Simon Leys, un profesor belga de literatura que vive en Australia. Su verdadero nombre es Pierre Ryckmans. Ha robado su pseudónimo a un héroe del novelista Victor Segalen. Es un autor extraño, un hombre mítico en muchos aspectos. Profesor de estudios y de idioma chinos escribe tanto en francés como en inglés y tiene una ironía, y también una transparencia en la escritura que lo establecen como una figura aparte entre los lectores que siguen sus pasiones.

Leys fue traducido al español en los años setenta cuando se dedicaba a escribir el contrario de lo que decían los maoístas en Francia. Por temor a ellos y a perder su visa para ir a China tuvo que esconderse detrás de su seudónimo para publicar ensayos que se llamaban Los trajes nuevos del presidente Mao y Sombras chinas. En estos libros se leía la verdad sobre China en aquella época: la “banda de los cuatro” era un hampa en el poder y la revolución cultural, una catástrofe con un sin número de muertos y de poblaciones desplazadas.

Desde entonces, he seguido a Ryckmans/Leys muy de cerca. Ha escrito sobre China, pero también sobre literatura y sobre el mar. Es difícil explicar por dónde va este autor. En 2003, por ejemplo, publicó un librito Les naufragés du Batavia (Los náufragos del Batavia) en la editorial Arlea. Es la historia de un milagro: trescientas personas que tenían que hundirse con el barco Batavia, en 1629, cerca de una isla de la costa australiana, llegan a salvo a tierra. Enseguida los sobrevivientes se dedican a hacer lo que la serie de televisión Lost muestra en el mundo entero: compartir la vida que les regaló la suerte. A pesar de hacerlo en un pequeño paraíso, se matan entre ellos a una velocidad tremenda. Es una historia real, basada en hechos, y, bajo la pluma de Leys, un relato encantador y realista.

Lo que más sorprende en Leys son los temas que le movilizan. Ha escrito una novela para imaginar qué habría pasado si Napoleón no hubiera muerto en Santa Helena; ha producido muchos ensayos literarios (Balzac, Simenon, Evelyn Waugh…); ha traducido al inglés Confucius y  al francés Two years before the mast de Richard Henry Dana, que es el mejor libro nunca publicado sobre el mar (existe en español bajo el título Dos años al pie del mástil). Entonces no me sorprende que la última columna de Leys trate de Joseph Conrad, que combina gran literatura y mar. Pero, al leerla, descubro lo que quizá había olvidado: Vladimir Nabokov odiaba a Conrad.

“Conrad es un escritor para escautismo” dijo Nabokov citado por Leys. La razón del odio: Dimitri, el abuelo de Nabokov, había reprimido en 1862 un levantamiento polaco que tenía entre sus responsables al propio padre de Conrad.  Casi toda la familia cercana a Conrad fue asesinada por las tropas de Dimitri Nabokov. Su nieto no soportaba la denuncia hecha por el escritor polaco de la barbarie rusa personalizada por un antepasado de su familia. Al leer esto he vuelto en seguida a los famosos cursos de literatura de Vladimir Nabokov. Capítulo sobre Dostoievski. Cito: “Dostoievski no es un gran escritor, más bien un autor mediocre…”. Y esta vez, tenemos que recordar que no fue el abuelo sino el tío bisabuelo de Vladimir Nabokov, quien fue encargado de la investigación sobre Dostoievski cuando este tramaba un complot contra el zar. Después, fue el jefe de la fortaleza Pedro y Pabo donde Dostoievski quedó detenido. Otra vez, Vladimir Nabokov no sabía cómo asumir un antepasado carcelario.

A pesar de huir a Rusia, el padre de Lolita tuvo que asumir, y no sabía cómo, la carga de una familia que participó en el absolutismo del poder del zar. Lo hizo, cuando se trataba de literatura, con unos odios que llegan al ridículo. Basta recordar las cuatro categorías que utilizó para clasificar a los personajes de Dostoievski: epilepsia, demencia senil, histeria, psicópatas. No voy a seguir así, contando lo que me provocó la lectura de la columna de Simon Leys: es un autor maravilloso, de los que abren las puertas escondidas en nuestras bibliotecas.

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5 de mayo de 2006
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Las cartas de Evo

Durante la toma de posesión de Evo Morales, en enero de este año, miles de campesinos bolivianos desfilaron por las calles de La Paz celebrando su triunfo. Entre ellos, recuerdo a una anciana, que me contó que era la primera vez que iba a la capital y que, de hecho, jamás en toda su vida había salido de su pueblo en el Altiplano. La señora, además, era analfabeta, de modo que tampoco podía leer periódicos ni libros. Pero cuando le pregunté por qué había votado por Evo, ella respondió con seguridad:

-Por la nacionalización de los hidrocarburos.

La nacionalización de los recursos naturales constituyó precisamente el eje de la protesta contra Sánchez de Lozada que desembocó en el triunfo electoral del MAS. Como tal, se convirtió en la demanda emblemática de unas bases cuya calidad de vida no ha mejorado con la liberalización económica. Ahora bien ¿Es la nacionalización una alternativa viable o los bolivianos se condenan a sí mismos a la miseria? ¿Está Bolivia repitiendo irracionalmente modelos caducos? ¿Responde Morales a una demanda popular apasionada e insensata?

Las respuestas a estas preguntas –siempre contradictorias y extremas- suelen mostrarnos más el sesgo ideológico de los analistas que la realidad en el terreno. Pero los políticos actúan sobre la base de cálculos bastante pragmáticos y, sólo en segundo lugar, empuñan la ideología para justificarlos en público. Y Evo ha demostrado varias veces que no es la excepción. Imaginemos que ese es el caso y tratemos de dilucidar con qué cartas juega.

Morales cuenta con el altísimo precio de la energía, precio que se incrementará con la nacionalización. Con el valor del gas y el petróleo inflamados, calcula que puede sacar una tajada mayor de esos recursos de la que, hasta ahora, le han ofrecido las transnacionales en las negociaciones. Debe suponer que el beneficio que les ofrezca a las empresas seguirá resultándoles demasiado interesante como para irse. O que, en el escenario extremo de no llegar a un acuerdo, la tecnología y capacitación para la extracción puede ser provista por algún socio. Cabe suponer que ese socio es Chávez, con quien ahora forma el bloque de reservas energéticas más poderoso del continente.

El eje económico Castro/Chávez al que se añade Morales es también una apuesta política costosa pero efectiva. Los médicos y profesores que aporta el cubano constituyen la base de la popularidad de Chávez entre los venezolanos sin recursos. Escapar del modelo económico de oferta y demanda permite subvencionar servicios y alimentos. Evidentemente, ese sistema sólo se podrá mantener mientras la energía siga cara. Morales apuesta a que así será. Y colaborará con eso. 

Sin embargo, las consecuencias internacionales de ese eje van mucho más allá. La intención de Chávez al abandonar la CAN –y llevarse consigo a Bolivia- no fue integrarse en el Mercosur, sino adueñarse de él rivalizando con los grandes. Entre los intereses afectados por la nacionalización boliviana está la empresa brasileña Petrobras. Tanto Lula como Kirchner han protestado por la reunión de Evo y Chávez con sus socios pequeños, Paraguay y Uruguay. La ambición de Chávez es descarada, pero lo cierto es que no te puedes pelear con el que reparte la gasolina. Al menos, no si quieres desarrollo industrial. La construcción de gaseoductos y oleoductos en la región creará un sistema circulatorio cuyo corazón estará en Caracas.

En un año de procesos electorales marcado por el descontento contra la economía liberal, se constituyen dos distintas alternativas para América Latina: la respetuosa socialdemocracia de Chile, Brasil o Uruguay, y la agresiva izquierda antisistema de Venezuela y Bolivia. Desde luego, la partida sigue abierta. Pieza clave en el equilibrio regional será México, cuyas reservas de petróleo estatal y cuya vecindad con EE. UU.  darán al nuevo gobierno el voto dirimente entre los dos modelos rivales.

El Perú, por supuesto, no es ajeno al juego. La pelea con Venezuela de las últimas semanas ha definido las posiciones, por si aún no lo estaban. De cara al exterior, García se presentará como el candidato de la socialdemocracia y Ollanta como el antisistema, jugando, por ejemplo, la previsible carta de los yacimientos de Camisea. En la segunda vuelta electoral, el eje de la confrontación traduce el dilema central de América Latina: si es posible redistribuir la riqueza dentro de las reglas del juego o hay que patear el tablero.

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5 de mayo de 2006
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Más música maestro

Lo mejor de la última película de Spike Lee (The Man Inside) no es la película, aunque supera con creces sus anteriores intentos de combinar una gota de sociología con el lenguaje macho que (según afirma) le permite exponer una cierta reflexión política a sus hermanos de los barrios criminales.

Será mejor que lo traduzca.

Spike Lee dice tener como propósito artístico consciente la construcción de un lenguaje que sea accesible para las gentes pobres y criminalizadas de los barrios negros americanos, a los que desea abrir los ojos. Con este propósito moralizante justifica dos acciones contrarias: se gana la voluntad del público blanco, culto y políticamente correcto, al tiempo que se permite facilidades comerciales que el público blanco y culto condenaría en cualquier otro artista. Eso es nadar y guardar la ropa con estilo.

Por esta razón el cine de Spike Lee a mi me ha sonado siempre lejanamente a cine español. Un cine que pretende ser ideológico, pero sólo para ocultar la codicia del taquillazo. La diferencia es que la parte comercial de Spike Lee cuenta con la mejor industria cinematográfica del mundo, de modo que sus películas son tan espléndidamente comerciales como casi todo el cine americano. En tanto que el cine español que dice no querer ser comercial, en efecto, no lo es, pero no porque no quiera.

Sin embargo, lo mejor de la última película de Spike Lee, como iba diciendo, es la canción con la que se inicia y termina. No figura en los principales títulos de crédito, donde la música viene firmada por el habitual (y gris) Terence Blanchard. Sólo se la menciona al final y en letra pequeña. Es la potente Chaiyya Chaiyya Bollywood Joint del prolífico A.R. Rahman, un tema que viene de la película Dil Se, de 1998, adaptado a hip-hop por el grupo Punjabi MC. Chaiyya había sido ya un éxito en India. También en DVD: lo bailaban los actores y comparsas del film en el techo de un tren a toda velocidad. Lo pasan en los pub ingleses a todas horas.

¿Por qué lo ha ocultado Spike Lee? ¿Había razones de copyright? ¿Motivos económicos? Sin embargo, ponerla como portada y colofón de su película la ha convertido en un artículo de culto que se está copiando por millones a través de Internet.

La teoría de la sospecha me inclina a pensar que Lee ha tratado con discreción a Rahman porque conoce a su gente y sabe que los hindúes son execrados por los racistas negros (la película se permite una escena burlesca sobre el turbante de un sigh), aunque me temo que los racistas negros no son fanáticos de Spike Lee.

No lo sé. Espero equivocarme. En todo caso, A.R. Rahman le debe el mejor lanzamiento que puede desear cualquier músico del tercer mundo.

El original está aquí.

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5 de mayo de 2006
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La Academia de los Menospreciados

Volví a ver Manhattan el otro día y me quedé enganchado con la Academia de los Sobrevaluados que inventan los personajes de Diane Keaton y Michael Murphy para burlarse de aquellos consagrados de la cultura a quienes consideran indignos de semejantes laureles: gente como Mahler y Van Gogh, por ejemplo. Woody Allen utiliza esta Academia ficticia para burlarse a su vez de los snobs interpretados por Keaton y Murphy. (Es gracioso cuando se mofa de la forma en que ella dice Van Gogh: “¡Van Goj…!”)  Quizás debido a mi alma de defensor de pobres y minusválidos, me quedé pensando a quién incluiría en una Academia de los Menospreciados, que agruparía a aquellos artistas que nunca han gozado de las mieles del éxito o recibido una atención acorde a sus méritos.

Habría que definir los términos de la membresía. En primer lugar deberían figurar aquellos artistas que a pesar de contar con un mínimo reconocimiento crítico y de público, se ven obligados a encarar cada nuevo trabajo como si fuese el último porque nunca saben si volverán a darles una oportunidad. Gente como Lloyd Cole, que siempre ha volado debajo del radar de la percepción masiva y que quizás encuentre problemas para financiar cada nuevo disco. Hace un tiempo atrás hubiese incluido aquí a David Cronenberg, pero el canadiense parece haber resucitado crítica y comercialmente con A History of Violence. (Que no me gustó, dicho sea de paso, a pesar de tanta alharaca.) También pienso en Richard Price, que ha escrito novelas magníficas como Clockers pero nunca termina de consagrarse públicamente. (Quizás no lo tomen del todo en serio porque tiene la osadía de escribir guiones de cine, además: qué caradura.)

Pero también sería justo incluir a aquellos que han obtenido éxito popular a pesar de que la crítica los maltrata contínuamente: Jim Carrey, por ejemplo. Yo entiendo que ha hecho películas olvidables, pero si al tipo lo han convocado Michel Gondry, Frank Darabont y ahora Tim Burton debe ser porque algo tiene, ¿no les parece? O gente como Daniel Handler, el autor de los libros de Lemony Snicket. (Dicho sea de paso, la película sobre el primero de los libros, en la que actuaba Jim Carrey, debió tener y no tuvo el éxito que hoy tienen tantas porquerías animadas que no son de Pixar: era buena de verdad.) Ahora que Handler publicó Adverbs, su primer libro para adultos desde el éxito de Lemony Snicket, la crítica le frunció la jeta como si dijese: “Mejor que siga dedicándose a los libros infantiles”. ¡Si Handler ya era un gran escritor gracias a los libros infantiles!

Y también debería contar con un ala honorífica, que reúna a aquellos que quizás conocieron la fama y el prestigio en vida, pero que hoy han sido casi olvidados dado que la moda privilegia en este tiempo a otra clase de artistas. Pienso que habría que reinvindicar a Emilio Salgari, por ejemplo. Y a Hugo Pratt. ¡Y al soberbio David Lean, el director de Lawrence de Arabia y de El puente sobre el río Kwai!  (Un cineasta que de seguir vivo debería dedicarse a otra cosa, porque ya no se pueden hacer películas épicas con complejidad psicológica y política; hoy los grandes presupuestos demandan personajes pavotes y unidimensionales).

Tal como ven, sería una Academia multitudinaria.

Y ustedes, ¿a quién incluirían?

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4 de mayo de 2006
Blogs de autor

El ejecutivo

He conocido a un ejecutivo petrolero. Es uno de esos hombres que de sólo verlos sabes que viaja en Business Class: la mirada de seguridad, la corbata de seda, el porte de quien maneja mucho dinero y a mucha gente. Como cuando bebo me pongo de izquierdas, me he acercado a reprocharle el hambre en el mundo. O en particular, en América Latina, su territorio. He barajado un par de abordajes, y al final he puesto el rictus justiciero pero también la mirada irónica. Y le he dicho:

-¿Y cómo les va con Hugo Chávez?
-Genial. No molesta para nada.

No esperaba esa respuesta. Me pregunto cuándo va a soltar la previsible andanada de insultos y carajos.

-¿Cómo que no?
-Tiene un montón de dinero del petróleo y hace proyectos de asistencia social. Pero con nosotros no se ha metido. Chávez ha convencido a todo el mundo de que ha hecho grandes cambios, pero la estructura de la propiedad sigue igual.

Trato de ir por otro lado, a ver si encuentro la revolución por alguna parte.

-Pero Evo, por ejemplo, detuvo a dos ejecutivos de Repsol hace poco.
-Sí, para fastidiar.

En este momento, el ejecutivo se sirve un canapé de queso. Yo me angustio:

-¿Pero ellos contrabandearon o no?
-Sí, pero con permiso. Se les vencía la licencia y la renovación tomaba veinte días. Pidieron no dejar de vender a las refinerías en ese lapso y el estado aceptó. De repente, un juez llamó a la compañía y dijo que le había llegado una orden de detención, y que si quería seguir siendo juez, tenía que firmarla. Por eso desaparecieron por un tiempo. Cuando Repsol aclaró las cosas con Evo, se entregaron. Aún así, los detuvieron incumpliendo acuerdos verbales. Pero poco a poco, van cumpliendo. Es una demostración de fuerza pero no van a condenar a esos dos, está claro.   
-¿Es necesaria esa demostración?

Aquí, el ejecutivo se come dos bocaditos de queso, para pensarlo bien.

-El precio del petróleo está muy alto –dice al fin-. El margen que deja es bastante. Y también es capital político. Chávez regala petróleo a Cuba, pero con eso sostiene a los médicos y profesores que le dan popularidad. En el plano internacional, su petróleo barato lo hace imprescindible para los países más industrializados de la región. Evidentemente, quiere ampliar su margen en detrimento de las empresas privadas. Lo mismo Evo. Es lógico. Es rentable por donde lo mires.
-¿Y ustedes no están furiosos?
-Lo damos por sentado. Forma parte de un estado soberano. En España, los hidrocarburos también son del estado. En Chile, el cobre, principal recurso natural, es del estado. Los operadores privados tenemos en nuestros contratos cláusulas que fijan nuestra participación según un “beneficio razonable”. Los abogados odian esa cláusula porque es interpretable. Pero es la que nos deja las manos libres para llegar a acuerdos. Si se gana demasiado dinero, el estado querrá más. Si se gana poco, necesitará más inversión privada. Ahora el petróleo está caro y sabemos que debemos ceder. Luego, el precio bajará, y nos pedirán que entremos. Eso se llama negociar. Y se hace siempre.
-No puede ser ¿Y todo el follón que hay montado con Chávez y sus cosas?
-Eso es política. Evidentemente, a los americanos no les hace gracia que un tipo que se pasa la vida insultándolos tenga un montón de petróleo. Pero no tiene que ver con sus acciones concretas. Es sólo política.

El ejecutivo se entrega a sus canapés de queso, y yo me quedo pensando que no se puede ser tan de izquierda con gente tan centrada. Pero que así tampoco se puede discutir rabiosamente, que es lo que nos divierte.    

Y sin embargo, luego me despierto con la noticia de que Evo Morales nacionaliza los hidrocarburos y ofrece seis meses a los empresarios para negociar o largarse de Bolivia. Imagino que a mi amigo el ejecutivo se le han atragantado los bocaditos de queso. Debo confesar que mi desayuno ha corrido la misma suerte.

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4 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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