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Acabemos con los feos

El gobierno español y los empresarios de la moda no están satisfechos con el físico de sus compatriotas. Tras varias reuniones entre los modistos y el Ministerio de Sanidad y Consumo, han llegado a un acuerdo: van a estudiar cómo se ven los españoles exactamente, y luego harán lo que puedan para cambiarlos y homogeneizarlos un poco, que tampoco vaya por ahí la gente viéndose como le dé la gana. Cito textualmente el cable de agencia:

“Los modistos se comprometen a estudiar la unificación de tallas y promover una imagen física saludable”
MADRID, 19 (OTR/PRESS)
“El sector de la moda se comprometió hoy con el Gobierno a colaborar para estudiar la unificación de las tallas y promover una imagen física saludable. Lo cierto es que no es esta la primera vez que el sector hace la misma declaración de intenciones, que hasta el momento no ha llegado a cumplir. El Gobierno ha decidido crear un grupo de trabajo para estudiar este problema. Además, elaborará un estudio antropométrico de la población española que actualice los parámetros de la tipología física de los ciudadanos.”

Yo, por mi parte, quiero manifestar mi plena conformidad con las medidas del ministerio de Sanidad y Consumo orientadas a unificar las tallas de los españoles. Ya puestos, creo que deberíamos unificar también el sentido estético de la gente. El gobierno se niega a admitirlo, pero aumenta preocupantemente la cantidad de feos y feas que circulan por las calles del país, y es necesario tomar medidas al respecto.

Yo propongo que el Ministerio de Ornato y Salud Pública, por ejemplo, plantee parámetros físicos obligatorios: un importante porcentaje de la fealdad de la gente se concentra en la zona de la nariz, porque su naturaleza protuberante con frecuencia irrumpe de un modo desagradable en el paisaje facial. En consecuencia, debería promocionarse el uso de narices armoniosas, pequeñas y sin caballetes, formadas por suaves curvas descendentes. Se podría empezar probando la autorregulación, pero si eso no funciona, cabría emplear una normativa más drástica, por ejemplo, prohibir a los feos de índole nariguda salir a la calle en horas punta, como una forma de reducir el índice de fealdad ambulatoria. Progresivamente, es posible extender esas medidas a los feos y feas labiales, oculares, auriculares y, por supuesto, a esa lacra social que constituyen los feos globales, aquellos en que, por capricho de la naturaleza o corrupción de la costumbres, ya no tienen arreglo posible, porque todo lo tienen mal puesto.

Así como es importante promover una imagen física saludable, hay que extender el uso de una imagen física con sentido estético. Este tipo de medidas sin duda incidirán positivamente en el aumento del turismo y la calidad de vida de los habitantes del reino. Porque un país de bonitos es un país feliz ¡Acabemos con la conspiración de los feos!

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21 de abril de 2006
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GLOBALIZACIÓN LITERARIA

Hago una lectura por la mañana de un artículo de Alex MacGillivray. Es un buen sitio que podemos calificar de izquierda iluminada. El artículo no es nada genial pero encuentro una verdad elemental: la globalización no es un destino, es, dice el autor, únicamente un proceso. MacGillivray ha escrito mucho sobre América Latina y sobre Asia y no camina cargado de verdades que quiere imponer al resto del mundo. En lo que dice de la globalización, por lo menos en lo que tiene que ver con la literatura, tiene toda la razón.

La globalización es un estado extremo pero no es un equilibrio estable, por lo menos en lo que tiene que ver con la literatura. Nunca los libros han circulado como ahora. Nunca se han publicado tantos libros (y esto vale para cada país en el mundo). Nunca el negocio de los libros ha sido tan bueno como en nuestra época digitalizada. Pero al final, a pesar de la globalización de los mercados, cada uno escribe y lee en su casa. Si volvemos al libro genial (hago una utilización muy limitada de este adjetivo), verdaderamente genial de Franco Moretti, Atlante del romanzo europeo 1800-1900, que se tradujo a muchos idiomas, vemos una influencia física del Quijote o de las novelas de Balzac a través de sus traducciones, pero nunca, por una especie de incipiente “globalización”, podemos pensar que el mundo literario se reduce o pierde sus matices internos cuando los libros empiezan a ser difundidos de manera amplia fuera de su idioma inicial.

En realidad la globalización literaria es un concepto que no existe. Sé que existe el Código Da Vinci pero la figura de Dan Brown pertenece a la retórica del éxito, nada más. ¿Quién cree que Dan Brown influye en el mundo con lo que escribe? Hace unos años se publicó en Francia un estudio titulado La république mondiale des lettres (Le Seuil). Su autor, Pascale Casanova, intentaba entender cómo funciona la fama y el éxito a nivel mundial entre los escritores. A pesar de su éxito y de las traducciones (en español está publicado por Anagrama bajo el título La república mundial de las letras) el libro no me ha convencido de la existencia de una globalización de la literatura. Demuestra con suma eficiencia que es mejor escribir en inglés que en español o en zulú para ser traducido y tener una audiencia internacional. Pero no llega, de ninguna manera, a demostrar lo que establece Franco Moretti: que cada país europeo, es decir cada cultura, tiene una identidad formada por sus propios escritores. En este proceso, el viaje de los libros no es el síntoma de la globalización; más bien es la entrega de unas hojas más para el gigantesco palimpsesto que es cualquier obra.

Lo voy a decir de manera brutal: creo que no se puede creer a la vez en la globalización como fenómeno ineludible de nuestra época y en la existencia de la literatura. Hace unos años, un cómico francés que hablaba en la radio frente al ultra-derechista Le Pen empezó su intervención diciendo: “Hola, amigos del fascismo y de la justicia”. De dos cosas una…

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21 de abril de 2006
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Aventura en el desierto

Me miro en el espejo y me siento orgulloso y viril. Llevo en la cabeza una especie de turbante nómada que, por supuesto, no me he anudado yo, pero que me hace sentir como un Lawrence de Arabia peruano, como un explorador de las fuentes del Nilo. Nomás debo tener cuidado de que no se me desbarate con el viento, porque no sabría ponérmelo solo.

La expedición al desierto del Sahara parte del pueblo de Merzouga, al sur de Marruecos. El programa incluye un largo trayecto en camello, una noche en una jaima y la escalada de una gigantesca duna para ver salir el sol antes de regresar por la mañana, después de haber vivido como un verdadero beduino bere bere.

Las emociones fuertes comienzan desde que me trepo al dromedario. Me preocupa que el animal se desboque, que se pierda, que se violente. Tardo un poco en darme cuenta de que los dromedarios van en fila india, atados entre sí y llevados por un guía, como los ponys de los alberges infantiles. Y es imposible que se pierdan porque han hecho tantas veces este camino que está todo sembrado de caquitas negras, como las migas de Hansel y Gretel. Pero lo que más me tranquiliza es que en un camello va una niña de tres años, y en el último, una mujer embarazada de seis meses. Me alivia formar parte de una aventura para infantes y parturientas.

Ya en el lugar, comemos sólo platos calientes. Uno de los guías me ha explicado que la mayoría de turistas no aguanta bien las ensaladas, quizá por el agua con que se lavan las verduras. Para evitar inconvenientes diarreas, toda la comida está bien hervida y se usan ingredientes sintéticos siempre que sea posible.

Pero lo mejor, sin duda, es la jaima. Es totalmente auténtica, excepto por el colchón y los cobertores y las lámparas de gas. Una chica francesa ha pedido un tipo de colchón especial para no maltratarse la espalda, y se lo han conseguido. Otra ha conseguido que la dejen dormir en la jaima con su chihuahua. Sí. Ha ido de vacaciones con su perro.

Los turistas queremos aventuras, pero tampoco tantas. Lo que nos gusta es el pelaje de la aventura, la imagen de una vida agitada de exploración y riesgos, pero sin los riesgos. No compramos una vida distinta de nuestra existencia segura y reposada, sólo la fantasía de escapar de ella. Eso sí, queremos la mejor fantasía que el dinero pueda comprar. Una señora se queja ante el guía de que el viento no la deja dormir y le exige que haga algo al respecto. Otra ha pedido un menú vegetariano (pero que no incluya ensaladas, claro). Yo miro bien si no hay bichos en la jaima, no vaya a ser que me pique alguno. Y así pasamos la noche, sintiéndonos realmente alejados de la civilización, prófugos de Occidente, tratando de olvidar que nuestro guía usa sin problemas su teléfono móvil.

Para cuando el sol sale, a la mañana siguiente, unos niños han llegado al campamento para vender artesanías y collares. Más adelante, se les unen unas mujeres. Su pueblo debe estar a menos de cinco minutos, pero eso también vamos a ignorarlo. De hecho, una señora –creo que holandesa- los considera parte del paisaje, como las palmeras o los dromedarios. Les toma fotos y le dice algo a su marido, que a mí me suena como “mira cariño, qué auténtico: una pobre. Perdone, señora pobre ¿puedo tomarle una foto?”.

A las nueve de la mañana, estamos de regreso en el albergue, listos para las duchas y la piscina, agotados de una vida intrépida y audaz.          

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20 de abril de 2006
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Debussy

Cuando a veces, como hoy, el día agita el hacha de guerra, la hora es cenicienta, las noticias manchan, y ataca definitivamente una atmósfera mefítica, lo mejor es calarse los cascos y escuchar una vez más Des pas sur la neige, breve estudio, cuatro minutos, pero un modelo inmejorable de cómo se debe caminar hacia la nada con tiempo emputecido.

Lo escucho por Dinorah Varsi, una uruguaya a quien seguí la pista hace años y que luego se eclipsó sin dar explicaciones. Dios sabe si vaga todavía por este mundo o tañe su teclado en mansiones más augustas. El disco lo encontré saldado por dos euros en una estación de tren suiza. Para mí, no tiene precio.

Con muy sombrío talante hay que interpretar estos pasos sobre la nieve. Avanzan lentos, aunque nunca tan despacio como yo querría. Me gusta la manera de Dinorah, tiene temple, es valiente, pero aún se apresura demasiado.

La versión más lenta que conozco es la de un pianista que lo grabó cuando estaba ya desprestigiado y sólo hacía bolos provinciales en Bolonia, en Cracovia, en Barcelona. Es cuando suelen estar mejor. Parecía agonizar en cada nota. Era exacto. Seguramente acababa los conciertos en compañía de una botella de ginebra y alguna televenta en su habitación de hotel.

Más despacio, más despacio, Dinorah, por el amor de Dios. En el otro mundo no hay que entrar atolondrado sino con la cabeza alta y sin darse humos, pero tampoco con humildad. Basta con escuchar esta música y tomarle el paso.

Aunque nunca he entendido que sean “sobre la nieve”. Estoy seguro de que en ese trance caminamos sobre las aguas.

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20 de abril de 2006
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El veneno y la medicina más poderosos

Nadie puede tomarse en serio eso de que los hombres somos de Marte y las mujeres de Venus. Pero es verdad que los hombres construimos el relato de nuestras vidas en torno a batallas y conquistas, en la ilusión de obtener gloria (o en su defecto, poder; y en el peor de los casos, oro), mientras que las mujeres son ciegas a semejantes espejismos; sus miradas, y por ende sus vidas, cortan siempre más cerca del hueso.

Durante mi viaje a Puerto Rico me compré el CD de un disco que todavía conservo en vinilo, y por lo tanto no oía desde hace mucho: Hejira, de Joni Mitchell. Por Dios, esa mujer. Víctima inescapable de mi género, siempre admiré a los artistas que se relacionan naturalmente con sus sentimientos, exponiéndose sin miedos al perfume elusivo del amor; debe ser por eso que la mayor parte de mis cantautores favoritos son mujeres, con Joni como suma sacerdotisa.

“Sólo somos partículas de cambio, lo sé, lo sé / Orbitando alrededor del sol. / ¿Pero cómo puedo conservar ese punto de vista / Cuando estoy siempre atada a alguien?,” dice en el tema que da título al disco. Joni no necesita más que un par de versos para enfrentarnos a la contradicción entre nuestra condición vital y las realidades a que nos somete un romance. Las experiencias dolorosas en la materia nos llevan a convertirnos en “un desertor de las guerras domésticas”, descreídos del valor de una relación estable, pero Joni sabe que tan sólo se puede desertar “hasta que el amor vuelva a chuparme y me regrese a su camino”. “Sabés que estoy contenta de estar sola / Y aun así, el más ligero roce de un extraño / Puede hacer que mis huesos tiemblen. / Ya lo sé, nadie va a enseñarme nada / Todos venimos y nos vamos como desconocidos / Cada uno tan profundo y tan superficial / Entre el fórceps y la lápida”.

En Hejira, Mitchell escribe y canta con el abandono de quien ya no teme sufrir por amor, porque lo ha asumido como inevitable. La metáfora del camino (el disco podría llamarse Joni On The Road, con consciencia del guiño a Kerouac) se resignifica al escapar de la metáfora convencional de la búsqueda del conocimiento, o del logro humano mensurable –otro espejismo masculino-, para abrazar la imposibilidad de la satisfacción emocional. En el camino nunca se llega a ninguna parte, tan sólo se pierde y se gana a diario, y de manera constante –como en el amor.

En un mundo que huye del dolor como de la peste, Mitchell lo abraza como un componente indisoluble de todo aquello que vale la pena de verdad. No busca el dolor, por cierto, pero sabe que vendrá y que una vez que venga lo trascenderá, incluso con una pizca de placer, como el que sentimos al contemplar nuestras cicatrices o cuando rascamos la costra de las heridas obtenidas a consecuencia de nuestra torpeza. Es necesario abrirse por completo al amor, estar tan disponible como aquel que camina por la ruta esperando aventón, y al mismo tiempo saber que más temprano que tarde volverá a dejarnos al borde de la autopista, preguntándonos si en verdad hemos avanzado algo. Esa disponibilidad es la que permite a Mitchell entregarse a un amor fugaz con alguien completamente opuesto, como el protagonista de Coyote, y a la vez conservar el humor al verlo “oler mi perfume en sus dedos / Mientras mira las piernas de las camareras”.

El amor es “un peligro repetitivo”; o bien “el veneno y la medicina más poderosos de todos”, un sentimiento que “va y viene / Como la atracción que la luna ejerce sobre las mareas”; en suma, una fuerza cósmica contra la que es inútil combatir, a la que más bien nos conviene adaptarnos para entender cuándo podemos ahogarnos y cuando conviene nadar. Egresado de una educación sentimental a la vez superficial (porque habilita el lazo sin obligarnos a la entrega verdadera) y represiva (porque concibe el compromiso como una condena), daría cualquier cosa por llegar a esa disponibilidad emocional que Mitchell siempre tiene, y nunca más que en Hejira. Ignoro si eso me convertiría en mejor artista, pero sin dudas haría de mí una persona mejor.

Pocos días atrás recordé una escena con mi madre, a quien en 1976 le mostré la tapa de Hejira, preguntándole si no le parecía hermosa. Ella creyó que yo le preguntaba si Joni era bella y me obligó a aclararle que no, que yo le estaba mostrando el arte de tapa, esa imagen de la Mitchell con boina negra y cigarrillo en la mano, atravesada por un camino interminable. Hoy ya no puedo decírselo a mi madre cara a cara; pero si pudiese, le diría que como en tantas otras cosas, la que tenía razón era ella y no yo.

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20 de abril de 2006
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El laberinto marroquí

Voy caminando por las calles de Marrakesh en busca del jardín Aguedal, un legendario parque almorávide. Según mi mapa, ya estoy cerca, a sólo dos o tres calles, cuando un chico viene hacia mí con resolución. Al principio sospecho que me va a asaltar, pero no lleva nada en las manos. Sólo me quiere hablar.

-¿Y usted a dónde va? -me pregunta.
-Al jardín Aguedal- le respondo, como si le importara.
-Por ahí no hay nada -dice.
-Perdone, pero según mi mapa...
-Su mapa está mal. Por ahí no hay nada, y además la calle está cerrada.
Imagino de inmediato de qué se trata. Me han advertido que en las calles de Marruecos la gente se te acerca para ofrecerse como guía turístico, y no te dejan en paz hasta que los contrates. Como llevo mi mapa, no necesito ningún guía, y se lo digo:
-Mire, gracias pero me las puedo arreglar solo.
-Como quiera, pero yo no voy a venderle nada. Sólo le digo que la calle está cerrada. Si quiere vuelva hasta la esquina y doble a la derecha. Verá el barrio judío. Pero por este camino no hay nada. Allá usted con lo que haga.
Y se va.
Lo ha dicho con tanta seguridad y naturalidad que sospecho que hay un error en mi mapa. Además, no me ha pedido nada. Ha sido una intervención desinteresada. Vuelvo sobre mis pasos y llego a la esquina que me ha señalado. Ahí se me acerca otro chico, de unos quince años.
-Hola.
-No quiero un guía -le digo, a la defensiva.
-Yo sólo lo estaba saludando. Pase al barrio judío, es bonito. Y relájese.
Me siento como un idiota.
-Perdona, chico, no quería ser mal educado.
-No hay problema, imagino que está cansado del acoso de los guías. Es normal. Yo sólo lo estaba saludando.
Le agradezco su comprensión y subo las escaleras que llevan al barrio. Pero la imagen que me espera es desoladora. El barrio judío es un caos de callejuelas de mala pinta y murallas sin ventanas. En algunas esquinas venden hachís. En otra hay un mendigo tirado en el suelo. Ni siquiera sé hacia dónde ir, o si es peligroso. Es tan enrededado que ni siquiera el dibujo de mi mapa desentraña sus recovecos y sus esquinas. No duro ni cinco minutos antes de salir y volverme a encontrar con el chico, que se ríe de mí.
-Fue una visita rápida.
No sé qué decir.
-Ya, es que...
-Si quiere yo lo paseo un poco. No le cobraré nada. Es sólo para practicar el idioma.   
-¿En serio? Bueno, gracias.

El chico se llama Karim y conoce todos los rincones del laberíntico barrio. Con él, el amenazador entresijo de callejuelas se convierte en un fascinante espectáculo. Me maravillo ante las tiendas de brujería, donde se venden pieles de rata y de serpiente. Me interno en las herboristerías más recónditas, entre aromas de especias y jabones de rosa. Karim me muestra un garito en que los hombres juegan billar y apuestan a carreras de carros de caballos. Me señala las estrellas de David grabadas en las puertas, y por supuesto, la hermosa sinagoga, un edificio de azulejos medio oculto en el corazón del vecindario. Es un guía soberbio, y en efecto, no me ha cobrado nada ni sugerido ningún intercambio. Cerca del final de mi visita, yo mismo estoy convencido de pagarle su tiempo con una propina tan generosa como sea posible. A la hora del almuerzo, ya de regreso en la puerta del barrio, me comenta:
-Y cuando vuelva, no deje de visitar el edificio de la cooperativa. Es el más hermoso y antiguo.

-¿El de la qué?
-Tiene un patio muy antiguo rodeado de columnas, y el techo se levanta. A mí siempre me ha gustado.
El edificio me maravilla de sólo oír la descripción. Miro el reloj. Aún quedan unos minutos antes de la una. Pienso que quizá a Karim no le moleste enseñarme una atracción más. Me digo mentalmente que, si lo hace, le doblaré la propina.
-Enséñamelo -le digo.
No me lo ofrece él.
Se lo pido yo.

Una vez más, atravesamos lúgubres callejones y muros impenetrables, hasta llegar a un edificio blanco. Es verdad que es hermoso en su interior, pero sólo caigo en la cuenta de la trampa cuando veo que sus muros están forrados de alfombras. "La cooperativa" es una tienda. El dueño se acerca y me ofrece un té y una sonrisa. Se está fresco ahí, y el hombre es muy amable. Tardo en reaccionar y acepto ambas cosas. En el instante en que me siento, Karim anuncia que tiene que irse a hacer sus oraciones, que vuelve en un minuto. La encerrona ha funcionado.

Durante la siguiente hora, el dueño desenrolla ante mí decenas, casi centenares de alfombras, tapices y cobertores. Me doy cuenta de que no puedo irme, porque sin Karim, no llegaría ni a la esquina. De hecho, en este barrio ni siquiera hay esquinas. Las calles son paralelas de sí mismas. Finjo interés, pero busco la ocasión de huir. Le digo al hombre que no puedo comprarle una alfombra porque no tengo cómo llevarla. Él ofrece llevarla a mi hotel, y a mí con ella. Le explico que de momento no tengo dinero. Él me dice que puedo reservarla o pagarla con una tarjeta, acepta euros y dólares. Le digo que no tengo dinero en ningún caso. Me pide que haga una oferta. Me niego a hacerla. La hace él. Ante mis ojos, las alfombras de 350 euros se reducen a 125 si me llevo dos. Parece imposible resistirse al embrujo de este hombre, pero lo consigo. Como si rompiese el hechizo, en el preciso momento en que le digo que no puedo comprarle nada, Karim aparece en la puerta, listo para devolverme al mundo exterior.

El vendedor de alfombras es tío de Karim, y el primer chico de la historia, el que me disuadió de mi destino inicial, es su primo. El pequeño comercio en Marruecos funciona por redes familiares. Y son como telarañas. Al final, sin importar lo que hagas para soltarte, sólo conseguirás enredarte más. Marrakesh es una ciudad muy segura. Nadie te roba ni te asalta. En todo el viaje, nadie me ha advertido que tenga cuidado, y no puedo decir lo mismo de Miami o Nueva York. En esta ciudad, la gente está tan segura de que te venderá algo que no se plantea robarte. En los zocos puedes comprar gallinas, lagartos, dentaduras postizas, joyas, camisetas del Barça, turrones, lámparas de aceite, agua de azahar. Tú nómbralo, ellos lo tienen. Y no te dejarán ir sin llevarte uno. O dos.

Estoy agotado cuando llego a la calle. Karim me ofrece llevarme a un buen lugar para comer. En efecto, el restaurante que escoge es bonito. Me siento. Me relajo. Trato de descansar y olvidar el episodio de las alfombras.  Miro la carta.

Los menús que ofrece el restaurante cuestan entre cuarenta y cincuenta euros: mi presupuesto para comer toda la semana. Me levanto y me voy. Cuando voy a llegar a la puerta, el camarero me pregunta qué pasa. Le explico que el lugar me parece demasiado caro. Él me dice:

-Ha habido un lamentable error. Le han llevado a usted la carta de cenas. Le mostraré la de almuerzos. Por favor, no se vaya ¿qué quiere beber?

Casi sin darme cuenta, me ha ido llevando de vuelta a la mesa, me ha sentado y me ha puesto una servilleta entre las piernas. También me ha obligado a pedir algo de beber. Cuando se va a traer la botella, miro la nueva carta. Los platos cuestan entre 25 y 35 euros. También son carísimos, pero ya no me importa. Si no consumo algo, sé que nunca conseguiré salir de ahí.

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19 de abril de 2006
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La Patria está en peligro

Al pobre Villepin se le está cayendo el cielo sobre la cabeza, según la famosa fórmula de Astérix. Harto de que nadie haga caso del Arte Contemporáneo Francés, el primer ministro de ese curioso país llamado Exágono, ha decidido montar una tremenda exposición a la española, o sea, de amor (subvencionado) a la patria, montada por los propios políticos en vistas a la foto, y con cientos de comisarios cuyos emolumentos garantizan la expresión pública de su alborozo ante la idea.

Con lo cual sólo ha conseguido, de momento, que los artistas franceses un poco honrados se cabreen (Boltanski, por ejemplo), decidan no participar (Fromanger), o pongan a Villepin como un trapo (Philippe Cognée en Liberation) por no haber sido invitados. Los otros, varios cientos de miles, en bloque, afirman que es una idea chovinista, grotesca, arcaica, pequeño burguesa, típica de la derecha, etc., pero no por eso renuncian a estar presentes en la juerga. Hay que colocar la mercancía.

En un segundo acto, Villepin logrará que el Arte Contemporáneo Francés sea vilipendiado en el mundo entero. Ya absolutamente nadie se toma en serio estas mangancias nacionalistas y los profesionales de Inglaterra, EE. UU., Italia o Alemania comienzan a afilar las uñas. Con razón. Yo diría que el panorama llamado artístico está por los suelos en todas partes, pero muy especialmente en Francia, en donde no aparece nada con agallas desde Yves Klein.

En un tercer momento alguien preguntará sobre los doscientos millones de euros presupuestados (más otros cien de patrocinio privado), cuando los barrios proletarios saltan por los aires y los jóvenes se han quedado sin el único contrato que se les ofrecía. Nadie contestará, claro.

Por fortuna, la exposición de Villepin es patriotera a la española, pero no xenófoba a la vasco-catalana. Quiero decir que también han invitado a los extranjeros residentes en Francia. Todo un detalle. Se abre en junio.

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19 de abril de 2006
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Sobreviviendo a la crítica

Un comentario de Matilde me hizo revivir la devastación que me produjo una crítica adversa, en ocasión de la edición de mi primera novela, El muchacho peronista. Y digo una porque fue tan sólo una la que me maltrató: el resto de las críticas fue benévolo, y hasta alentador. Parte del dolor tuvo que ver, imagino, con que la crítica adversa se publicó en el mismo diario donde yo trabajaba; fue como ser vapuleado por alguien de la familia. Pero la parte sustancial del dolor derivó de la crueldad del texto; no recuerdo haber leído crítica de saña semejante, ni en la Argentina ni en ninguna otra parte, referida a una primera novela. La regla tácita sugiere a los críticos ser magnánimos con un debut. Para colmo, el eje central de la argumentación se fundaba en la crítica a una frase que figuraba en la contratapa, ¡que por supuesto yo no había escrito!

Miren si sería artera la crítica, que la dirección del diario se ofreció a publicar una segunda opinión. Decliné la oferta: lo hecho, hecho estaba. Y seguí lamiendo mis heridas por los rincones. Yo estaba seguro de que el crítico, un escritor de la generación que me precedía a quien llamaremos B, ni siquiera había leído El muchacho peronista. Esta convicción derivaba de la fama de solapero del crítico, conocido por pergeñar críticas de libros sin haber leído mucho más que los textos incluidos en solapas y contratapas; pero también por el texto mismo de la crítica, que se refería a la narración y sus detalles tan sólo en los términos más vagos. Además tenía la sensación de haber sido victimizado a causa de mis amistades. Por aquel entonces tenía una relación incipiente con el escritor Juan Forn, que venía de publicar Nadar de noche y que además era mi editor, lo cual lo volvía intocable. (Los escritores no suelen meterse con la gente que puede comprar sus novelas.) Y Forn me había presentado a Rodrigo Fresán, que había tenido un éxito de ventas con su libro Historia argentina. Entonces fue mi turno con El muchacho peronista. Imagino que algún sector del statuo quo que B representaba debe haber pensado que tres “efes” ya eran demasiado, y las campanas sonaron a deguello.

Tardé diez años en terminar mi segundo libro. Nunca, ni por un instante, dudé de mi intención de seguir escribiendo, pero la práctica se me había vuelto dolorosa.

Empecé y dejé dos novelas. Recién con El espía del tiempo, mi tercer intento, pude llegar a puerto. Todavía tendría que esperar hasta Kamchatka para recuperar el placer absoluto de la escritura; mi novela nueva, La batalla del calentamiento, ya fue puro disfrute.

No hay escritor sin ego, así que está claro que aquel dolor tenía mucho que ver con mi vanidad herida. Pero al mismo tiempo me abismaba lo que yo consideraba una injusticia: estaba seguro de que El muchacho peronista era, aun en el peor de los casos, una digna primera novela. Después del vapuleo recibido, ¿me resultaría fácil publicar una segunda? Supongo que buena parte de mi demora tuvo que ver con el terror de corroborarlo; y que el hecho de que terminase siendo contratado por Alfaguara en Madrid dice mucho de mi renuencia a probar suerte otra vez en la Argentina. Por lo demás, suscribo la distinción que hace Matilde entre los que escriben con desapego profesional y los que ponemos la vida en cada libro, más allá de las cualidades literarias intrínsecas de cada texto. El muchacho peronista fue mi primer hijo literario, y uno vive el maltrato que reciben los hijos con una intensidad multiplicada por mil.

Pero la vida da vueltas y termina deparándole a uno la oportunidad de resarcirse. Pocos años después fui nombrado editor del dominical de aquel mismo diario. Y en tal categoría me convertí en superior de B, que por aquel entonces solía escribir columnas para el dominical. La vida me presentaba la posibilidad de tomarme venganza: ¡yo podía eliminar las columnas de B de un solo plumazo, y reír todo el camino hasta el horizonte!  Cierta tarde, uno de mis editores me informó que B estaba a punto de llegar para reunirse con él. Le pedí que cuando llegase me avisara. Imagino que B debe haber vivido segundos de exquisita tortura, imaginando qué maldad le tendría yo preparada. Todo lo que hice fue presentarme, dado que no nos conocíamos personalmente, y lo dejé que prosiguiese su reunión con el editor. Por supuesto, B siguió publicando sus columnas aun cuando no me gustaban. No estaba dispuesto a ser cruel con quien lo había sido conmigo.

Imagino que el encuentro con aquel hombrecillo terminó de curarme.

Lo importante, aun en medio del dolor más profundo, es no perder la elegancia.

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19 de abril de 2006
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Me frustro, luego existo

En un comentario que hizo a un texto de la semana pasada, Javier Andrade retomó la idea de que nuestras sociedades trabajan sobre la negación del dolor, para agregar algo más que se complacen en negar: la frustración. La cultura de masas es exitista. A juzgar por las películas, todos estamos llamados a un destino único que cumpliremos en el tercer acto, después de haber perseverado y atravesado pruebas. Y esto es mentira, aunque más no sea porque se trata de una verdad a medias. Todos estamos llamados a un destino único, puesto que se trata de un destino que sólo nosotros podemos llevar a fruición, y nadie más en nuestro lugar. Pero no es cierto que vayamos a cumplirlo necesariamente, porque eso entrañaría arriesgarse a sufrir reiteradas frustraciones, y eso no es algo que muchos estén dispuestos a tolerar.

Decir que nuestra sociedad no soporta frustraciones es casi igual a decir que nuestra sociedad es caprichosa: ante el primer contratiempo, patalea, grita y llora como un niño malcriado. Aquí en la Argentina, la experiencia de haber vivido tantos años en el silencio antinatural de la dictadura ha supuesto que nos pasemos al otro extremo. Ahora padecemos algo que podría calificarse de protestismo. Protestamos por cualquier cosa, a viva voz y en la calle. La semana pasada, haciendo fila en un banco (¿habrá cosa más odiosa que las filas y que los bancos?), un hombre que esperaba detrás de mí protestó porque una mujer se acercó a la ventanilla a formular una pregunta. El hombre sugirió que la mujer debía preguntar en el sector de informaciones; el problema es que la mujer ya lo había hecho y sin obtener satisfacción, de lo que daban fe otros que estaban más atrás en la fila. Pudiendo haberle preguntado a la mujer si no había intentado en Informaciones, el hombre eligió quejarse, lo cual demostró que estaba más dispuesto a protestar que a saber, o a tender su mano al otro.

Del mismo modo, un reclamo gremial paralizó días atrás la totalidad del servicio de transporte subterráneo, lo cual supuso, según cifras difundidas por los medios, que un millón de trabajadores de Buenos Aires sufriesen contratiempos para llegar a la oficina y para regresar a sus casas. Por supuesto, este es un tema complejo que no pretendo agotar aquí, ya que muchas de las causas de los reclamos son justas y a menudo entrañan intrigas políticas de entramado veneciano. (Este caso de los subterráneos, por ejemplo, es otra muestra de los representantes de la vieja política montándose sobre prácticas nuevas y practicando el neopiqueterismo.) Todo lo que me importa aquí es subrayar la naturalidad con que la sociedad asume que mi propia frustración es motivo suficiente para que yo me lance a frustrar a otros, aun cuando la lógica indica que me sería más beneficioso no alienar a la opinión pública con cuyo apoyo me convendría contar.

No olvidemos que aunque la sociedad no nos enseña a lidiar con la frustración, sí nos enseña a sublimarla. Cuando se siente frustrada, la mayor parte de la gente se compra algo nuevo. La opción, tal como la describía una canción del desaparecido grupo Fricción, es consumación o consumo. Si no logro consumar lo que deseo, procedo a consumir. Y si no tengo dinero para consumir, siempre me queda la opción de salir a la calle a cortar el tránsito, o de tomar las aulas para evitar una votación que no me gusta, como también ocurre en estos días en la Universidad de Buenos Aires, escenario de una batalla en torno del puesto del nuevo rector.

Una de las pocas ventajas que tenemos los artistas es la de nuestra profusa experiencia en materia de frustraciones; todo artista es, antes que nada, un artista de la frustración. Debemos someter nuestras obras al arbitrio de gente poderosa cuyo criterio no siempre compartimos, para después quedar librados al juicio del público –que puede no llegar nunca, si no hemos conseguido que el público se entere de que existimos mediante imprescindibles mecanismos de difusión y propaganda que casi siempre escapan de nuestras manos. Por eso yo, además de comprar, entreno. Me descargo tirando con el arco y masacrando a golpes el punching-ball instalado en mi patio, y después voy al gimnasio. Corro. Levanto pesas. Por suerte no me va tan mal, porque de otro modo a esta altura ya habría dejado a Schwarzenneger al nivel de Roberto Benigni.

El truco no está en evitar caer, sino en tener la convicción necesaria para volver a levantarse.

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18 de abril de 2006
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Un mundo de juguete

Jean Claude Van Damme ha defendido en estos páramos al mundo libre, y Russel Crowe ha roto sus pesadas cadenas. Michael Douglas ha pilotado un avión y Gerard Depardieux ha ayudado a Cleopatra. ¿Adivina dónde estamos? Claro que sí: en Marruecos. Para ser precisos, esto es Ouarzazate, una pequeña ciudad al borde del desierto del Sahara con una sola calle principal y no más de 10000 habitantes. A seis kilómetros del centro de Ouarzazate se eleva una fortaleza de 30000 metros cuadrados guardada por estatuas de dioses egipcios y dragones chinos. Pero no se desconcierte, todo es de plástico. Son los famosos estudios cinematográficos Atlas.

La visita a los estudios cuesta 50 dirhams -unos 5 euros- y está a cargo de una gordita con una notable cara de aburrida y un sentido del humor bastante negro. El recorrido empieza en el avión que usó Michael Douglas para La Joya del nilo, y que aquí, abollado y mugriento en medio del paisaje desértico, parece un gigantesco montón de chatarra. La imagen produce un efecto extraño, porque detrás del armatoste se eleva una fachada tibetana en la que Martin Scorsese filmó Kundun. Así puestos los escenarios, el avión parece el jet supersónico del Dalai Lama después de estrellarse en el desierto.

De momento, sin embargo, la mayor parte del estudio está ocupada por los decorados de un pueblo egipcio que se acaban de usar en el rodaje de Los diez mandamientos. Avanzamos entre las calles, rodeamos la noria, nos maravillamos con el anfiteatro de influencia griega, pero la guía se apresura a arrebatarnos el ensueño. Súbitamente patea una pared y la agujerea. Es sólo gomaespuma.

-No deben creer todo lo que ven en las películas -comenta. Y para reforzar sus palabras, rompe otra pared con la mano, como si fuera de papel.

En efecto, los estudios Atlas son un universo de cartón piedra. Conforme avanza la visita, uno puede comparar la refinada arquitectura del Egipto de Los diez mandamientos con el caricaturesco templo de Asterix y Cleopatra, pero uno y otro no son excluyentes. De hecho, los escenarios son intercambiables, y la mayoría de ellos han sido usados en dos o tres películas cambiándoles apenas un par de jeroglíficos y algunas esculturas. Y si falla algún detalle, la tecnología ayuda. Por ejemplo, desde las suntuosas habitaciones de Ramsés se puede contemplar el castillo de las cruzadas de El reino de los cielos, pero durante el rodaje, cubrieron la vista con una pantalla azul que se veía como el río Nilo. Además, la lógica comercial impone amortizar: los escenarios no sólo se usan para películas sino también para documentales ficcionados, incluso algún comercial de limpiasuelos en que el ama de casa quiere tener su casa como un palacio, y entonces un genio sale de una lámpara y le enseña el producto... Todo en el mismo escenario que han pisado Halle Berry y Timothy Dalton.

También los interiores sorprenden por lo pequeños que son. El establo de los luchadores de Gladiador no es más grande que un patio casero. La sala de reuniones de Ramsés tiene el tamaño de una habitación de hotel. La gordita nos explica:

-Las nuevas técnicas ópticas permiten agrandar visualmente los espacios. Y los techos ornamentados se diseñan por computadora y se sobreponen a la imagen en el montaje final. Los artesanos auténticos son demasiado caros.

Y sonríe, la muy canalla, feliz de destrozar nuestras ilusiones una por una.

Cerca de aquí están las kasbas de Ait Ben Haddou, que recuerdo haber visto en Gladiador y en El cielo protector de Bertolucci. Es verdad que son imponentes de por sí, pero filmadas de cerca y desde abajo producen la atemorizante impresión de estar ante los vestigios de una tribu guerrera y hermética. Y por esas cosas del lenguaje visual, si nos ponen una imagen de las ruinas e inmediatamente después una habitación oscura, creemos que la habitación está dentro de ellas. La magia del cine hace que un patio de plastilina gris nos parezca un calabozo cavernario.

Por eso, la posición de los estudios Atlas ofrece recursos para cualquier peli de africanos agresivos, pero también para historias como Lawrence de Arabia, filmada en el desierto cercano. Sus escenarios naturales pueden convencernos de estar en Palestina o en Irak, en Alejandría o en Roma, en Libia o en Irán. No es que el paisaje marroquí se parezca a esos lugares, en realidad, sino que no tenemos idea de cómo son esos lugares. Los estudios Atlas producen un mundo árabe de consumo rápido, lo suficientemente cerca de Occidente como para no correr riesgos y abaratar costos en fabricación de decorados y en figurantes con aspecto étnico, total, nadie sabe en realidad cuál es la diferencia entre un bere bere y un árabe.

Por eso, aunque todos los turistas nos tomamos  fotos a lo largo de media historia universal, cierto ánimo sombrío flota en el ambiente. Al final, las palabras de despedida de nuestra guía suenan como un epitafio de nuestros sueños:

-Todo lo que ven en el cine es mentira- dice-. La realidad es mucho más miserable.

Cuánta verdad, gordita.

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18 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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