Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Amor a la musulmana

Durante un tiempo salí con una chica marroquí. No pueden imaginarse lo difícil que fue acostarme con ella. Se resistía con todas sus fuerzas. Hasta ahora, yo lo atribuía a que las mujeres musulmanas eran tan reprimidas como las católicas, pero el viaje a Marrakesh me ha hecho comprender las cosas con más profundidad.

La capital turística de Marruecos tampoco se desnuda fácilmente. Sus estrechos callejones están llenos de pasadizos secretos y bordeados por muros altos e inescrutables. Las pequeñas ventanas no parecen diseñadas para mostrar sino para ocultar a sus habitantes, que además viven aislados del exterior por las gruesas paredes que los protegen el calor. Marrakesh te exige desvelarla paso a paso. Sin embargo, esa vocación por el misterio no tiene un talante severo o represivo como el de los monasterios. Por el contrario, forma parte de la seducción.

Mi musulmana –la llamaremos Fátima- solía quejarse de los hombres occidentales. Decía que sólo querían acostarse con ella, y que les resultaba demasiado fácil follar y demasiado difícil escuchar. Que ni siquiera se tomaban el trabajo de fingir algún interés por ella más allá de lo estrictamente cárnico. Tardé en comprender que no se resistía al sexo para llegar virgen al matrimonio, sino porque consideraba que hacerlo con una persona querida era una experiencia más plena, y la única que valía la pena.

Por eso, cuando conseguí vencer sus resistencias, el cambio fue sorprendente. Ella celebraba el sexo como un ritual. Cada noche que llegábamos a su casa, se bañaba. Recuerdo especialmente su obsesión por lavarse los pies. Cuando venía ella a mi casa, se vestía y pintaba como si fuese a una cena de gala. Incluso me regalaba a mí ropa interior, desodorantes y colonias. Necesitaba que cada acto sexual fuese decorado y celebrado, como una misa de domingo.

Yo consideraba todas esas abluciones simpáticas pero exageradas, y a menudo, francamente engorrosas. Pero conocer Marrakesh también le dio un sentido a eso. En el sur marroquí aún se ven muchas mujeres con velo, y se mantiene la cultura patriarcal machista, pero eso no necesariamente conlleva el grado de austera misoginia habitual en la tradición cristiana. Por el contrario, los mercados marroquíes están llenos de esencias y perfumes. Los jabones de jazmín y aceites para masajes son productos cotidianos. Hay un valle entero dedicado al cultivo de rosas, y una ciudad –Kelaa M’Gouna- que vive de los productos de tocador con el aroma de esa flor. Es costumbre regar de pétalos las mesas y las camas. Los marroquíes no le hacen ascos a la sensualidad ni al placer de los sentidos. Más bien, han desarrollado ambas cosas con delicadeza y talento. 

Creo que se debe precisamente a que aún creen en la trascendencia. Fátima puede parecer ingenua por la importancia que le daba a los detalles. Pero ahora entiendo que para ella las cosas tenían un sentido trascendental. El sexo era símbolo de algo más. En mi cultura de consumo, eso era inconcebible. En general, nos interesa de la gente sólo lo que se puede tocar, y ni siquiera estamos dispuestos a invertir demasiado para conseguirlo. Total, tenemos al alcance de la mano todas las sensaciones enlatadas: si queremos reírnos encendemos la tele, si queremos euforia tenemos cocaína, y el sexo siempre se puede conseguir más barato. La felicidad ya no es necesaria, porque podemos comprar una amplia gama de productos mejores.

Por esa época, yo acababa de separarme y no quería tener una relación estable. Ella decía lo mismo, pero no sabía cómo hacerlo. A sus ojos, salir juntos inevitablemente imponía compromisos que yo no reconocía, y la contradicción entre las palabras y los hechos era una constante fuente de discusiones. Dejamos de salir hace casi dos años, y nunca la he visto desde entonces.   
                
A veces me pregunto si realmente somos tan avanzados como creemos, o si sólo hemos achatado nuestras expectativas al nivel de un McDonalds espiritual. Para ser feliz, Fátima necesitaba cosas que a mí no me hacían falta. Era más exigente que yo con la vida. Pero no tengo claro si eso es bueno o malo.

Leer más
profile avatar
28 de abril de 2006
Blogs de autor

Al maestro con cariño

Nadie sabe por qué la cabeza y el corazón funcionan como funcionan. A esta altura de la semana, resulta evidente que el tema de la paternidad y de los maestros me está rondando como una obsesión: empecé con Tomás Eloy Martínez, seguí con la vida concebida como obra, me metí con Wenders… Anoche, cuando vi por TV que el Senado argentino había homenajeado a Roberto Fontanarrosa con una mención de honor, comprendí en simultáneo que quería hablar del querido Negro y que su irrupción cuadraba perfectamente con mi obsesión. Sigo sin entender los porqués de la recurrencia, pero no puedo más que rendirme a sus voces.

Siento la más profunda de las admiraciones por Roberto Fontanarrosa. Sigo su obra como humorista gráfico desde hace décadas: yo creo que el Negro es un genio cómico, y lo digo convencido de no exagerar. Si hubiese nacido en los Estados Unidos, su popularidad sería tan grande como la obtenida por el Schulz de Peanuts o el Bill Watterson de Calvin & Hobbes. Pero Fontanarrosa es argentino, o para ser más preciso, rosarino. Gracias a Dios, porque si no lo fuese nuestra vida sudaca sería infinitamente más pobre. ¿Qué clase de vida sería una vida sin Inodoro Pereyra?

La primer tira de Inodoro apareció en la revista cordobesa Hortensia. En aquel entonces el gaucho Inodoro era bastante más apuesto: tenía un cierto aire de figura romántica que dista del físico enclenque que hoy luce, y su nariz era casi inexistente –una nariz que ahora es su rasgo más saliente, por así decir. (Imagino que debido a la conexión con Les Luthiers, otros genios con quienes supo colaborar, se me ocurre que el Inodoro inicial se parecía a Daniel Rabinovich con vincha y peluca.) Pero ya en ese arranque tenía clara su vocación. Tal como ocurre en Martín Fierro, nuestra épica gauchesca por antonomasia, Inodoro se enfrenta a unos soldados y recibe a último momento la ayuda de un uniformado que se cambia de bando, inspirado por su coraje. Después de vencer a la partida, el soldado lo invita a huir rumbo a las tolderías (como también ocurre en Martín Fierro), dando pie a esta respuesta de Inodoro: “¿Sabe lo que pasa? Que esto ya me parece que lo leí en otra parte y yo quiero ser original”.

Desde entonces Inodoro y Fontanarrosa fueron fieles a ese deseo. El Negro dijo durante el homenaje del Senado que su única intención es la de hacer reír, pero cuando yo leo Inodoro, Boogie el Aceitoso o cualquiera de sus chistes publicados por Clarín (admito no conocer la obra literaria de Fontanarrosa, porque me encanta saber que me queda tanto Fontanarrosa por descubrir), me río, sí, pero me ocurre algo más: la inspiración que un lector sólo siente en presencia del verdadero talento creador. Ahora que sé que está enfermo, deseo con toda mi alma que la vida sea gentil con aquel que derramó tanta luz entre nosotros (me tienta pensar que debe sentirse “mal pero acostumbráu”, como suele decir Inodoro), para pedirle que nos depare Fontanarrosa para rato.

Cuando decidí que iba a escribir este texto busqué en mi biblioteca la compilación Veinte años con Inodoro Pereyra, y descubrí –no lo recordaba- que mi ejemplar estaba autografiado por el Negro. Escueto como los grandes de verdad, sólo puso Para Marcelo, fontanarrosa (Marcelo con mayúscula, su apellido con minúscula) y después el broche de oro: un dibujito de Mendieta, el perro que acompaña a Inodoro en las malas y en las malas. (Porque las buenas no llegan nunca.)   

Ese libro es un tesoro para mí.

Leer más
profile avatar
28 de abril de 2006
Blogs de autor

Con permiso

Es uno de los mayores misterios, pero pasa inadvertido: nuestros gobiernos admiten unas muertes pero rechazan otras. O lo que es igual, dividen las muertes en honestas y pecaminosas. Luego distribuyen los fondos según mueras bien o mal. Las razones son siempre disparatadas, pero de aspecto razonable.

Así, por ejemplo, está permitido matarse con el coche. Los miles de muertos que adornan con sus huesos las carreteras, sólo consiguen de vez en cuando una campañita publicitaria que engrasa algún bolsillo desvalido. Las autoridades bostezan.

En cambio está totalmente prohibido matarse a cigarros. Si quieres hacerlo, tendrá que ser en tu casa, como si te inyectaras heroína. Hay cursillos para dejarlo, ayudas médicas, psiquiatras de acompañamiento, enfermeras a domicilio, premios, tómbolas, ferias, circos. Es una muerte muy mal vista por las autoridades.

Y lo mismo sucede con las grandes cifras. Ayer decía el diario que la malaria mata cada año a un millón de personas, “la mayoría niños menores de cinco años”. Es una cifra considerable, incluso sin el añadido piadoso. Sin embargo, no sólo es una muerte aceptada y bendecida sino que además el Banco Mundial se embolsa parte del dinero destinado a las ayudas hospitalarias porque le parece un despilfarro.

Durante el almuerzo, un experto de la Organización Mundial de la Salud, Jorge Alvar, me informaba ayer sobre otra muerte consentida, la que produce una enfermedad conocida como leishmaniasis, la cual mata dos millones de personas al año y produce una agonía espantosa. En España hay ciento cincuenta casos anuales.

Como sólo afecta a los pobres, ya que mata a quienes tienen un sistema inmunológico raquítico, y como no la ha adoptado ningún cantante rapado, modelo de corsetería o deportista de purpurina para hacerse publicidad, no llama la atención de los medios de comunicación. Son ellos los que deciden qué enfermedades son chulas y cuáles no, de cuáles hay que sacar foto y cuáles aburren a la clientela. En consecuencia, ellos deciden las muertes que el estado luego permite o prohíbe.

Sin embargo, no lo deciden en conciliábulo y con sulfúrica malignidad, por ejemplo eligiendo aquellas muertes que afecten sólo a los parias del mundo, ni siquiera es eso, sino la dejadez, la chapuza, que ni se enteran, que les importa un pito, que hoy hay partido, que el ministro del ramo no sabe escribir ese nombre tan raro, y otras cosas semejantes.

Las razones de la muerte siempre son de este calado. Totalmente idiotas.

Leer más
profile avatar
28 de abril de 2006
Blogs de autor

CRÍTICA LITERARIA

Existe en el sitio del Opus Dei una página dedicada al Código Da Vinci. Visitarla es necesario si uno cree en la crítica literaria, aun más si uno se complace en el espectáculo de una institución religiosa que se dedica por esencia a cuidar una fe, que pelea contra una novela, una obra que propone una historia simulada. Es el combate titánico de la creencia contra la imaginación en un medio virtual. ¡Dios mío!

Lo que más impresiona es lo pesado en la rectificación del orden religioso. Si hablamos de la posibilidad de las segundas nupcias de José, por ejemplo, (lo que corresponde a la pregunta espantosa, cercana a la idea del divorcio, ¿Estuvo casado San José por segunda vez?) la respuesta del Opus viene de manera floja, citando al final la traducción al español de un libro de monseñor Danielou, cardenal francés famoso por su muerte en un éxtasis no religioso sino más bien con una profesional del amor carnal. A la pregunta básica ¿Estaba Jesús soltero, casado o viudo? se contesta con el apoyo de un libro catalán y de un libro alemán que provocan más espanto que confirmación. Cuando hablamos del estado civil del hombre en que se basa el negocio de la Iglesia, no hay un documento oficial promulgado en Roma que exprese de manera clara lo que son los hechos según los responsables del catolicismo romano. ¿Dónde está la doctrina?

Como agnóstico no me corresponde valorar el trabajo de profesionales de la religión, pero como lector me parece espantoso denunciar una novela sin valorarla. O por lo menos hacer una valoración de sus cualidades. En el caso de la obra de Dan Brown –con su pésima escritura y su utilización triste de las viejas recetas del thriller– habría sido muy útil explicar que cuando un autor tiene al hijo de Dios como recurso puede hacer más, mucho más que la novela que sigue presente en las listas de los libros más vendidos. Al no comportarse como debía; es decir, al no dar a una novela el tratamiento que merece una novela, el Opus se pone al mismo nivel que Dan Brown. Cada bando tiene su versión y, por el momento, es la de Brown la que más se difunde.

Una gran novela es una que provoca la creencia de sus lectores en la historia contada. La única manera de destrozar la historia es debilitar a la novela, poner al desnudo sus fallos y sus límites  El Opus hace todo lo contrario. Actúa como si, en el momento de denunciar la promoción del adulterio en El amante de Lady Chatterley se decida a la denuncia de los errores del autor en la descripción de las técnicas utilizadas en las granjas inglesas para el cultivo del grano. Como siempre, la mala crítica literaria provoca las críticas al crítico. Tengo dos críticas. La primera tiene que ver con la tecnología; es decir: es una historia de código, sí como no. Me explico: el Opus plantea todas sus preguntas en una página que utiliza el código HTML, y cada respuesta viene en PDF. Esto quiere decir que uno puede seleccionar, copiar y pegar parte o todo el texto de las preguntas, pero que cada respuesta es intocable. Se toma todo o nada, lo que es, claro, una actitud cerrada, contraria a la dimensión abierta de la red. Esto alimenta sospechas: el Opus ve cada respuesta como un monolito.

La segunda crítica tiene que ver con los muy malos argumentos del Opus cuando se refiere a la literatura. Hace poco, con la publicación en Estados Unidos del texto del Evangelio de Judas, escrito en el siglo uno y recopilado en un códice del siglo tres, hemos visto lo que puede la crítica literaria. Por ejemplo, en el texto que publicó Adam Gopnik en The New Yorker. Después de citar los argumentos a favor y en contra de la veracidad de lo que dice aquel evangelio rechazado por la Iglesia, Gopnik va al grano y dice que los evangelios de la Biblia nos entregan un Jesucristo que «nos convence más como personaje». De esto se trata: del texto y de la manera en que se recibe. Los editores de la Biblia superan, pero por muchísimo, tanto a Dan Brown como al Opus. «Dame la vieja religión» dice Gopnik en la conclusión de su artículo. Es lo que no supo hacer el Opus, decir dame la Biblia, la novela épica que supera al pobre thriller de Dan Brown. Lo siento, pero se me ocurre una pregunta: ¿Le falta la fe en la Biblia al Opus para utilizar sus códigos HTML y PDF frente al Código Da Vinci?

Leer más
profile avatar
27 de abril de 2006
Blogs de autor

La pescadilla de Darwin

Los reportajes filmados tienen un mayor impacto que los escritos y sin embargo son más fácilmente engañosos. La selección de las imágenes sortea el razonamiento, incluso cuando se disimula con una voz en off. Al final uno se pegunta qué es exactamente lo que quieren de mi, qué me están vendiendo.

Creo muy ilustrativo el caso de Darwin’s Nightmare, documental muy encomiado que ha recibido toda suerte de premios y sobre el que pesa más de una sospecha.

Su autor, Hubert Sauper, pretende ilustrar un proceso de empobrecimiento paradójico. Los pasos son los siguientes. Primero se introduce la perca del Nilo en el lago Victoria: es un predador que en pocos meses destruye la totalidad de la fauna de aquel inmenso mar interior. Segundo, la perca proporciona hasta cincuenta toneladas diarias de carne de pescado que congela una empresa dirigida por técnicos indios o pakistaníes (no se aclara). Tercero, los habitantes de aquella zona pesquera de Tanzania no pueden pagar el alto precio del pescado por lo que se ven obligados a alimentarse de las espinas y carcasas (las cuales aparecen en la película cubiertas de gusanos). Cuarto, las aeronaves que transportan el pescado congelado llegan cargadas de armas para las guerras mafiosas de la zona. Sus tripulantes son rusos (en realidad, ucranianos).

El planteamiento es impecable. Ecología: la introducción de especies no autóctonas produce una hecatombe. Colonialismo: los indios dirigen una compañía de capital europeo que empobrece a los nativos. Gangsterismo: las mafias rusas surten de armas a los bandidos locales. Sexo y crimen: las mujeres empobrecidas se dedican a la prostitución y a veces son asesinadas (por los pilotos ucranianos, según se insinúa en la película). El sida hace estragos.

Pues bien, cada uno de estos pasos me parece muy débilmente argumentado y su presencia simultánea, la acumulación de mitos populares, me lleva a sospechar que el documental exagera hechos empíricos con fines comerciales a la manera del fraudulento Michael Moore.

Si ha desaparecido toda la fauna del lago Victoria, ¿por qué el problema es específico de este pueblo de Tanzania? ¿Por qué no aparecen otros puertos pesqueros que compartan esta desolación? Si la industria produce cincuenta toneladas diarias de pescado congelado, ¿cuántos puestos de trabajo ha producido y cuántas familias viven de ella? Si hay cientos de pobres que se alimentan de los restos, ¿no es lógico pensar que sin esos restos ya estarían muertos? La alta densidad de la prostitución y del sida, ¿no es exactamente la misma que en Johanesburgo o en Lagos?

Pero lo más sospechoso es la acusación de tráfico de armas. No hay una sola prueba. Los ucranianos no tienen ni idea de lo que traen de ida, si es que algo traen. Uno de ellos concede que “a lo mejor son armas”, pero como podría decir que pueden ser bombas atómicas. Si el tráfico tuviera la importancia que le da Sauper, ¿por qué no filmó una sola escena de descarga, por qué nunca aparece nadie para llevarse las armas, por qué no menciona un sólo jefe de bandidos que use las armas?

En efecto, ¿por qué no da un sólo nombre? ¿Qué industria europea se está beneficiando de la perca? ¿Qué capitalista local se enriquece con ella, qué ministro, qué coronel? ¿Qué presidente o primer ministro tolera el contrabando de armas? ¿Y cómo pueden los traficantes confiar esas armas a un puñado de cándidos cincuentones que permiten filmar libremente las bodegas y la cabina del avión (con fotos de los niños), así como la vida que llevan en Tanzania?

Fue una entrevista que hicieron a Sauper en el canal Arte para defenderse de las acusaciones de oportunismo y falsedad que le han llovido, lo que avivó mi escepticismo. El autor me pareció endeble, inseguro, incapaz de defender su punto de vista si no era con generalizaciones triviales. Sin duda, es alguien voluntarioso y quizás bien intencionado. Un producto estándar de la antiglobalización y lo políticamente correcto. Pero una nulidad, porque si lo que cuenta es falso, desprestigia a todo posible periodista honrado.

Aunque seguramente también es un tipo muy listo. Sabe que no hay género que guste más a los occidentales que las películas de terror en las que actúan de protagonistas. O sea, de asesinos.

Leer más
profile avatar
27 de abril de 2006
Blogs de autor

La naturaleza humana según Brooke Shields

Hace unos días pusieron en la televisión La laguna azul, la película de 1980 cuyo mayor mérito es mostrar a Brooke Shields semidesnuda durante buena parte del metraje y completamente desnuda el resto del tiempo. En el argumento, ella y un jovencito rubio naufragan en una isla desierta durante su niñez, y pasan ahí años descubriendo su sexualidad y sus sentimientos de modo natural, sin la interferencia de una sociedad. A continuación, la naturaleza humana al desnudo según Brooke Shields:

1. Según la peli, si dos seres humanos de unos siete años cayeran en una isla desierta solos –su improvisado tutor muere al poco de llegar-, aprenderían por sí mismos a construir una cabaña de juncos de varios pisos con puertas falsas, terrazas y resbaladeras. Un triplex tropical cómodo y funcional. Lo que sí les costaría trabajo es, a pesar de ir todo el día en pelotas, dejar de llamar “bultitos” a los pechos y “cosita” al pene.

2. No obstante esos eufemismos, no les supondría ningún tipo de problema técnico descubrir el correcto uso de los bultitos y las cositas por sí mismos y sin asesoría. Eso sí, aún en condiciones de aislamiento, la chica se resistiría durante un buen tiempo antes de consumar -que para eso una es una dama-, obligando al joven a autogratificarse de un modo que debe haber aprendido por telepatía. 

3. Mientras estuviesen en tierra, sus cuerpos se mantendrían perfectamente estables. Al parecer, sus hormonas de crecimiento sólo se activarían al bañarse en el mar, y lo harían de porrazo: les caerían tres o cuatro años en cada baño. No obstante, a lo largo de todo el tiempo, sin importar las tormentas ni los caníbales, la chica y el chico tendrían el pelo perfectamente sedoso y bien peinado, y a ella nunca le saldrían pelos en las axilas.

4. Un día, como en Adán y Eva, ella cedería a la tentación de internarse en el bosque prohibido y encontraría una gigantesca cabeza de barro. Ella decidiría que eso es Dios y que hay que ir a adorarlo con regularidad. Él, por su parte, se negaría a abandonar su sofá. Es una suerte que no tenga un televisor.   

5. Todo eso más o menos sería la felicidad perfecta. No echarían en falta nada de su pasado, ni siquiera la comida o usar zapatos.

Mientras más pienso en esa película, más me alegra vivir en un mundo con contaminación nuclear, hornos microondas y pizzas congeladas. Lo otro es totalmente antinatural.      

Leer más
profile avatar
27 de abril de 2006
Blogs de autor

En el nombre del padre

¿Somos en alguna medida hijos de los artistas que admiramos? Siempre creí que sí, en la medida en que nuestro espíritu se templa en el calor que prodigan, y también dado que asumo que la paternidad es algo mucho más complejo –y por ende ambicioso- que la simple capacidad de concebir en la carne. Tenemos muchos padres a quienes les debemos distintas cosas, todas ellas imprescindibles para definirnos como lo que hoy somos. Además de hijos de nuestros padres carnales, somos hijos de nuestros maestros, de nuestros verdugos y de los artistas que concibieron el paisaje que habita nuestro espíritu.

Pensé en esto por culpa de una revista para la que escribo ocasionalmente en Buenos Aires, y que me obligó a ver la nueva película de Wim Wenders, Don’t Come Knocking. Me resistí a hacerlo pero me acorralaron. Yo no había visto ninguna película de Wenders desde Las alas del deseo, como la llamaron en la Argentina traduciendo la versión en inglés, o El cielo sobre Berlín, como se llamó originalmente. Imagino que no había vuelto a frecuentar su cine en parte porque me había saturado (yo era wenderófilo desde la primera hora, ¡estudié alemán durante cinco años por su culpa!), y en parte porque intuí que después de esa película le iba a resultar difícil encontrar una historia tan conmovedora. El cielo sobre Berlín se consagró como una summa de sus obsesiones, y el tiempo la convirtió en una suerte de non plus ultra: nunca más pudo aproximarse a los niveles de excelencia de entonces.

Don’t Come Knocking es más que mala: el adjetivo más preciso sería abisal. Los puntos en común con París, Texas (las características de la historia, el guión de Sam Shepard, la música de T-Bone Burnett emulando a Ry Cooder) no hacen más que traer a la mente aquella frase según la cual lo que se vive primero como tragedia retorna como farsa. El mismo Wenders trató de atajarse, diciendo que además de ser una historia familiar y una road movie (dos constantes de su cine, advertirán), Don’t Come Knocking era una farsa. Lo triste es que Wenders hablaba de un género, y que su definición terminó pendiendo sobre el resultado como una profecía autocumplida. (Dicho sea de paso, ¿no les parece, como a mí, que Sam Shepard es el peor actor del mundo?)

Más allá de la película, lo que me intrigó fue mi respuesta emocional. No se trataba de la simple frustración que se sufre ante un film olvidable, sino de algo más profundo: la decepción que experimentamos al comprender que nuestro padre no era el ser invulnerable y glorioso a quien idolatrábamos. Aquellos que son adultos conocen bien el proceso. El ídolo se desmorona, uno pone distancia y con el tiempo reevalúa su experiencia, sopesándolo todo. No puedo decir que Wenders me haya engañado, en tanto los padres de su ficción siempre fueron un fracaso. El Travis de París, Texas regresa de su exilio autoimpuesto tan sólo para rehacer el vínculo entre su pequeño hijo y su ex mujer, y al fin vuelve a irse. El Howard Spence de Don’t Come Knocking descubre que tiene dos hijos de madres distintas que ni siquiera se conocen entre sí, irrumpe en sus vidas y vuelve a desaparecer, dejándolos en su mutua compañía. Son seres patéticos y egoístas hasta la exasperación, y conscientes de ello concluyen que el mejor bien que pueden hacer es desaparecer: regresan a su existencia solipsista.

Entonces volví a ver El cielo sobre Berlín y recordé que nunca es justo juzgar a un padre por lo que hace o deja de hacer en su ocaso, o por el momento más bajo de sus vidas. (La crítica que Michiko Kakutani publicó ayer destrozando Everyman, la nueva novela de Philip Roth, pecó de esta crueldad innecesaria.) Cuando existió amor, y cuando un padre dejó una marca positiva en nuestra existencia, uno debe juzgarlo de acuerdo a las alturas que alcanzó aunque más no fuese ocasionalmente; y modelarse de acuerdo a esa imagen sin dejar de estarle agradecido. Porque la rueda gira y con el tiempo nosotros mismos nos convertimos en padres: carnales, artísticos, espirituales, y desde entonces no nos asiste otra esperanza que la de obtener la benevolencia de los que nos sucederán.

Leer más
profile avatar
27 de abril de 2006
Blogs de autor

Que no te oigo

La memoria auditiva es la más leve y se sumerge al instante en el silencio junto con el sonido que la origina. Recordar un sonido me parece a mí de las cosas más ásperas de pensar. Podemos imaginar que recordamos una melodía por analogía con el recuerdo de una frase lingüística, pero un sonido... ¿Recuerdo cómo sonaba el piano de Lipatti en mi primer tocadiscos? Ni en el último. ¿Recuerdo el tono de voz de mi madre? ¡Qué va! Alguna inflexión. Una “música”. Quizás, la risa.

¿Cómo sonaba la música en el pasado? La disputa (a mi entender de calado filosófico) entre intérpretes historicistas y sus contrarios se da en un terreno onírico: la reconstrucción de un sonido y de aquellos que lo percibieron. Reconstruir una sonoridad instrumental es una cosa (por ejemplo, el clavecín de Couperin), otra muy distinta reconstruir una audición del pasado (por ejemplo, cómo lo oían los coetáneos de Couperin). Podemos reconstruir una lengua muerta, pero nunca sabremos con qué acento se hablaba.

Hace unos meses, Charles Rosen, nuestro Virgilio musical, comentaba en el NYRB un ensayo recién aparecido sobre las transformaciones que el disco ha introducido en el estilo de los intérpretes. La tesis del estudioso, compartida por Rosen, era que la presencia de miles de grabaciones había provocado una severa reacción defensiva en los artistas, los cuales estaban cada vez más pegados a la letra de la partitura y huían con pavor de la libertad interpretativa. Según el ensayista, el mérito del artista actual reposaría, en mucha mayor medida que antaño, en la precisión técnica.

Rosen aportaba muchos datos sobre las libertades que se tomaban los grandes pianistas de hace cien años, frente a la sequedad y el rigorismo técnico de los actuales.

Por pura casualidad he topado con un texto de Heine en donde el argumento se repite. Está escrito hacia 1840, cuando los “concerti per pianoforte” se impusieron como el gran espectáculo de la burguesía refinada. Los virtuosos se convirtieron en las estrellas mejor pagadas y más admiradas del momento. Para un músico serio como Heine, aquello era abaratar, dilapidar, estupidizar la música.

“Este delirio universal de aporrear el piano, y sobre todo las gloriosas giras de los virtuosos del teclado, son algo típico de nuestra época y demuestran el triunfo de las artes mecánicas sobre el espíritu. La perfección mecánica, la precisión del autómata, la identificación del músico con la madera y las cuerdas tensadas, la transformación del hombre en un instrumento sonoro, eso es lo que ahora se exalta y alaba como la cima del arte” (Lutece, vol.II, P.180).

Para Heine, habituado a la lectura íntima de la partitura y a la música doméstica que se comparte entre unos pocos intérpretes, la aparición del inmenso espectáculo sonoro en los recientes palacios de conciertos debió de ser algo así como la entrada del ferrocarril en el arte. El virtuoso sería una locomotora, frente al antiguo paseante solitario, el wanderer, para quien la música era puro recogimiento.

O bien el modelo mecánico se ha acentuado con la invasión del disco, o ambos, Rosen y Heine, sufren una alucinación debida a la inconstante, frágil, engañosa memoria auditiva.

Leer más
profile avatar
26 de abril de 2006
Blogs de autor

El aroma casero del gas lacrimógeno

Mi primer recuerdo del centro de Lima es la imagen de unos perros colgados de los postes de luz. Algunos de ellos estaban abiertos en canal, y otros llevaban carteles insultando a la madre de Deng Xiao Ping.

Por esa y otras razones, mis amigos y yo nunca íbamos al centro de Lima. Los que vivíamos en el barrio residencial de Miraflores nos limitábamos a verlo en las revistas cuando había una manifestación política, o una bomba, o un discurso de los que improvisaba Alan García en el balcón del palacio de gobierno.

Sabíamos que la Plaza de Armas era un territorio comanche de carteristas y vendedores ambulantes. Oíamos a los abuelos hablar del tiempo en que el tugurizado jirón de la Unión era el aristocrático escenario de sus tertulias y sus romances. Yo acompañé alguna vez a mi tía a la procesión del Señor de los Milagros, y me impresionó el olor de los inciensos, el morado de los hábitos, los empujones de las viejas y la tétrica imagen de Cristo en la cruz. Pero no conocí mucho más. El centro, simplemente, no formaba parte de la geografía de mi vida.

Sin embargo, cuando comencé a trabajar ahí en 1998, lo encontré fascinante. El centro tenía todo lo que se pudiese encontrar en el Perú, pero a lo bestia: las casas señoriales de los conquistadores –aún habitadas por sus familias- al lado de los barrios marginales. El barrio financiero salpicado de iglesias coloniales. Algunos monumentos a un país desaparecido, como el río sin agua o la casi inutilizada estación ferroviaria de Desamparados. Otros testimonios de un país en construcción, como los transexuales del jirón Huatica o los sex shops que vendían dudosas pócimas para alargar el pene. El barrio chino con sus cerdos despellejados colgando en los escaparates. Los gigantescos pisco sours “Catedral” del decadente hotel Bolívar. Cada vez que salía a la calle había algún detalle sorprendente, algo que conocer. Me sentí un idiota por no haber experimentado todo eso antes. Incluso pensé mudarme ahí.   

Pero sin duda, lo más divertido eran las manifestaciones. A finales de los noventa, el régimen se caía a pedazos, y yo salía todos los días a manifestarme un rato a la hora del almuerzo. A veces me topaba con los de Construcción Civil, o con los jóvenes estudiantes, o con los partidarios de Toledo, los acompañaba un rato, gritaba sus consignas y me iba a comer algo.

Una vez, decidí no manifestarme, para variar. Traté de ir directamente a comer un tacu tacu al bar Cordano. Justo ese día, la manifestación era especialmente gorda, y me costó media hora atravesar el atrio de la Catedral. Pero cuando ya doblaba la esquina de Palacio de Gobierno, sentí un extraño picor en la nariz, y de inmediato, un ardor en los ojos. Reconocí tarde la acidez del gas lacrimógeno. Súbitamente, a mi alrededor, todo el mundo corría y se entrechocaba. En los resquicios en que conseguía mirar a través de mis propios párpados, veía a los policías aporreando a los manifestantes a pocos centímetros de mi indefensa cara. Me puse a gritar: “¡por favor, a mí no, yo sólo quería comerme un tacu tacu!”.

Mi último día en Lima antes de viajar a España, decidí sentarme en una terraza a contemplar la manifestación con cierta nostalgia adelantada. Acababa de aparecer en televisión Montesinos comprando a un congresista opositor, de modo que esa manifestación era especialmente indignada. Frente a mí, una señora observaba a los manifestantes con su niño de unos cinco años, la misma edad que yo tenía cuando colgaron a los perros de los postes. El niño preguntó:

-Mamá ¿Qué hacen?
La señora fumaba. Tenía cara de curtida por la vida.
-Se manifiestan, hijo.
-Ah –el niño meditó un rato antes de repreguntar-. ¿Y por qué se manifiestan, mamá?
-Por la democracia.
El niño asintió satisfecho, pero después de un rato de asimilar la información, volvió a la carga:
-Mamá ¿Qué es la democracia?
Esta vez, la señora expulsó la última bocanada de sus pulmones y apagó el cigarro con la suela.
-La democracia, hijo, es que a los ladrones que te gobiernan los cambien cada cinco años. Porque si los dejan diez, ya no los para nadie.

Luego siguieron su camino, y yo me quedé pensando cuánto echaría de menos el centro de Lima.      

Leer más
profile avatar
26 de abril de 2006
Blogs de autor

La vida también es una obra

Un comentario de MaryNewYork (presumo que existirán también una BettyNewYork y una Peggy y una Julie, inexorablemente rubias y gardelianas) recordaba el triste desempeño de Pablo Neruda como padre, a quien calificaba como “infame decepción” en la materia. A partir de mi texto de ayer sobre Tomás Eloy Martínez, Mary se preguntaba por qué tenemos que ligar al hombre con el escritor cuando en tantos casos –como el que ella menciona de Neruda, que yo por cierto desconocía- está probado que el talento y la bondad o la probidad suelen elegir vehículos humanos tan distintos entre sí. Me hizo recordar algo que leí recientemente sobre Eugene O’Neill, quien también parece haber sido un padre despreciable. Sabemos poco de Shakespeare, pero lo que sabemos nos basta para entender que no debe haber sido precisamente un marido ejemplar. Para no mencionar los conocidos casos de artistas que han colaborado con fascismos de toda índole, como Leni Riefenstahl, o manifestado desembozadamente su racismo (el Jevi-llano recordaba hace poco al D.W. Griffith de El nacimiento de una nación) o expresado su apoyo a regímenes indefendibles, como Borges con la dictadura de los 70. Y todo esto sin mencionar los infinitos casos de mezquindades, zancadillas y ninguneos que constituyen la forma más habitual de relación de los escritores entre sí.

Pero que esté comprobado que los escritores no somos santos ni mucho menos, no me impide buscar una correspondencia entre vida y obra. Llegado el caso puedo hacer abstracción y valorar el texto a secas. Me ocurre con T.S. Eliot cuando olvido su antisemitismo y sus juicios críticos; como dice Harold Bloom, “no lo amo, pero su genio trasciende mis afectos literarios”. Valoro demasiado la buena literatura, a la que sin duda asocio a lo mejor del espíritu humano, como para aceptar sin patalear que el precio de un buen libro sea la existencia de un hombre egoísta, miserable y cruel. Por eso tolero que existan joyas de la literatura escritas por hombres olvidables, pero me resisto a creer que todas ellas hayan sido obra de gente semejante. También existieron un Rodolfo Walsh, un Paco Urondo, un Haroldo Conti. (Me encantaría que viniese a la mente el ejemplo de algún escritor que ha sido un padre maravilloso, pero no se me ocurre ninguno. Tiene que haberlo, necesito que lo haya. ¡Por favor, ayúdenme!).

Cuando descubro que existen artistas que no borran con el codo lo que escribieron con la mano, me siento reconfortado. Entre otros motivos, porque me alivia entender que no necesito convertirme en un monstruo para escribir un libro inolvidable. Está claro que el imaginario del escritor romántico nos juega en contra, en el fondo todos creemos que aquel que arroja sus afectos por la borda persiguiendo la excelencia de una obra como Ahab a Moby Dick está de alguna manera justificado. Y no debería ser así. Con el debido respeto, creo que ninguna obra, por excelsa que sea, vale más que una vida humana. Sé que ningún libro o película que yo pueda hacer significará más para mí que el bienestar de mis hijas o el de mi amada. Imagino que se deberá a que carezco del talento febril de un Rimbaud, por poner un ejemplo. Sea por lo que sea, no estoy dispuesto a vender el alma al diablo por un libro, o por un éxito. Si el precio a pagar es no despegarme nunca del montón de artistas que batallan por el reconocimiento, que así sea. Y no es por altruismo. Simplemente moriría por segunda vez si alguien escribe sobre mí algo parecido a lo que MaryNewYork dijo de Neruda.

Leer más
profile avatar
26 de abril de 2006
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.