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¿Qué haría usted con $175000?

Después de ganar el premio Alfaguara, tengo un problema que nunca pensé que tendría: ¿qué hago con todo ese dinero? Si ustedes creen que la respuesta es fácil, acompáñenme en mi visita al contable, un caballero amable dispuesto a ayudarme a encontrar un destino para todos esos euros huérfanos e indefensos. Nuestra conversación se desarrolla así:
-Buenas, he ganado un inesperado montón de dinero y quiero poner en orden todos mis papeles contables para emplearlo legalmente.
-Vale. ¿Has hecho declaración de renta?
-Sí, el año pasado. Pero dijeron que me devolverían más de 900 euros, y no lo han hecho hasta ahora.
-Qué extraño. ¿Te has dado de alta en el censo?
-… Bueno, estoy empadronado en mi municipio...
-No, me refiero al censo de Hacienda.
-No, no tengo ninguna hacienda.
-No, hijo, no has entendido. Quiero decir s… Olvídalo, no estás. ¿Cotizas mensualmente a la seguridad social?
-No, como nunca me enfermo, no hace falta…
-Pero te has dado de alta en la seguridad social.
-¿No es en los hospitales que lo dan a uno de alta? Pues entonces no, como nunca me enfermo, no hace falta.
-… Ya.
-Entonces ¿podemos pedir que me devuelvan ese dinero?
-Mira, hijo, para como tú has hecho las cosas, yo te recomendaría que no pidas que nadie revise tu pasado fiscal. Puede ser peor.
-Bueno, pensemos en el futuro. He ganado un montón de dinero: $175000, o sea, 143000 euros.
No parece muy impresionado con mi fortuna.
-Ya, pero a eso le tienes que quitar impuestos y comisión de agencia.
-¿Ah, sí? ¿Y cuánto queda?
Aquí se pone a mirar números en una calculadora.
-Como 100000. Con suerte, un poco más.
-De acuerdo ¿En qué lo puedo gastar?
-Puedes comprar un apartamento. Si es primera vivienda, lo deduces de impuestos.
Esta mañana estuve viendo precios. En Barcelona, un estudio de 30 m. cuesta 200000 euros. Si compro a las afueras, puedo conseguir algo por 180000. Hay un inmueble de 150000, pero mide 12 metros cuadrados y tiene el techo en buhardilla. No sé quién pueda vivir ahí a menos que sea un perro o un liliputiense.
-Creo que tendré que pedir un préstamo –le digo.
-¿Tienes empleo estable?
-No. De hecho, el contrato por el premio se queda con todo lo que gane por este libro, o sea, mis ingresos de los próximos dos años.
-Ya. Quizá sea mejor que gastes en un coche, por ejemplo, con su respectiva plaza de garage, por ejemplo.
-No sé conducir.
-Entiendo. Podrías invertir en bolsa…
Me mira bien, y cae en la cuenta de que está hablando con uno que cree que Hacienda es un fundo agropecuario. Yo trato de imaginarme mirando todas las mañanas los movimientos bursátiles. Ni siquiera sé deletrear bien esa palabra. Él continúa:
-… Pero no sé si tú…
-Ya, yo tampoco lo veo muy…
-Claro.
-¡Ya lo tengo! Puedo tratar de ahorrar para comprar un apartamento más adelante.
-Pero si todo ese dinero se queda en tu cuenta, los impuestos te van a comer. Además, de por sí, el dinero va perdiendo su valor.
-Entiendo.
-Bueno, se lo puedes dar a una ONG tipo Amnistía Internacional o SOS Racismo. Tú sabes, alguna obra solidaria. Es deducible.
-No puedo. Desde que tengo dinero, soy de derechas.
-Ya.
Quedamos en que lo pensaríamos, pero eso fue la semana pasada y aún no tengo idea. Como ustedes saben, este blog no suele ser muy interactivo. Yo escribo algo, ustedes dan su punto de vista, a veces la gente discute, y ya está. Pero ahora, chicos y chicas, necesito con urgencia su ayuda: ¿en qué se gastarían todo ese dinero?

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12 de abril de 2006
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Felices Pascuas (I)

Cuando yo era pequeño existía en la Argentina una revista infantil muy popular, llamada Anteojito. Cierta vez, hace ya algunas décadas pero precisamente para esta altura del año, Anteojito incluyó en su edición semanal una lámina desplegable a todo color que en su intención de celebrar las Pascuas, reproducía las estaciones del Vía Crucis. Recuerdo haberla despegado de la revista y haber buscado los fósforos. Después le prendí fuego y arrojé los restos por el inodoro.

A pesar de mi formación cristiana no podía dejar de pensar, como el niño que era entonces, que más allá de los discursos sobre la gloria del sacrificio y de la redención y la mar en coche, lo que Anteojito me mostraba a todo color era el vívido detalle de un proceso de tortura y ejecución.

A veces creo que se trató de una suerte de visión presciente sobre lo que ocurriría en la Argentina poco tiempo después, al instaurarse la dictadura. Otras veces pienso que simplemente rechazaba de manera instintiva una de las líneas rectoras del pensamiento cristiano: que es el dolor lo que le otorga sentido a todo, tan sólo el dolor, y por ende nunca la alegría, el placer, el trabajo constante y consciente o la simple esperanza.

Esta línea de pensamiento, rediviva en los últimos años por las tendencias más conservadoras (y obviamente dominantes) de la Iglesia, encuentra en la película La pasión de Cristo su exposición más clara. Lo único que yo encontré en el engendro filmado por Mel Gibson es la radiografía de una mente enferma; yo creo que se trata de la obra de un desquiciado, alguien que claramente encuentra en el dolor algo más que sentido: Gibson, es obvio, encuentra allí placer.

Nunca diría que hay que ignorar el dolor. Estoy seguro de que este es uno de los males de nuestro tiempo, huímos del dolor a cualquier precio, preferimos fracasar a sufrir, preferimos anestesiarnos a sentir –porque no hay forma de sentir sin exponerse al dolor, y ante la perspectiva del sufrimiento optamos por no sentir nada. (A veces me pregunto si es esa línea de razonamiento, la que asegura que sólo puede obtenerse la gloria mediante el dolor más terrible, la que me susurra al oído la conveniencia de mantener un perfil bajo, de volar por debajo del radar).

Pero tampoco creo que haya que glorificar el dolor. Es una realidad inescapable. A lo largo de la vida sentimos dolores físicos, dolores del corazón, dolores del alma. (Cuando leemos los diarios, cuando vemos las noticias por TV, cuando nos topamos por la calle con el sufrimiento ajeno.) Pero esto no ocurre todo el tiempo, ni mucho menos. Creo que el dolor es, simplemente. Y que cuando aparece puedo llegar a utilizarlo en mi favor, para templarme, para trascenderlo. Pero no lo busco ni lo buscaré. Por más tentadoras que resulten las historias sobre hombres desgarrados, y en especial sobre artistas desgarrados. Yo soy de los que suscriben lo que alguna vez dijo el músico Luis Alberto Spinetta: “Para crear cosas hermosas hay que vivir una vida hermosa”.

Y bien sabemos que este mundo está necesitado de cosas hermosas.

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12 de abril de 2006
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BECKETT Y LA CONTRATACIÓN

No me gustan los aniversarios. En la prensa, son síntomas de la voluntad de mirar hacia atrás en lugar de contar lo que viene hacia nosotros. El centenario del nacimiento de Samuel Beckett sería una buena prueba de esto, con artículos que salieron en toda la prensa francesa, como si Francia no hubiera  vivido también este lunes el desenlace extraño de una crisis de dos meses. Después de monstruosas manifestaciones que contaban con muy pocos jóvenes desempleados, Jacques Chirac, que según informaciones fidedignas sigue siendo el Presidente de la República francesa, anunció la muerte del CPE (Contrato de Primer Empleo) que pretendía ayudar a los jóvenes sin formación a encontrar su primer trabajo.

No es necesario analizar otro episodio que pinta a Francia como un hombre oligofrénico dentro de Europa (si uno quiere entender la crisis se puede echar un vistazo a lo que dice el New York Times. Me parece mejor, de verdad, pensar en Beckett. Era Irlandés, vivía en París, escribía en francés y me parece, al escuchar la pésima intervención de Chirac, que Becket es lo más francés que hemos tenido. Este país vive esperando a Godot. Un Godot que se llama un día CPE, y otro día reforma, y que nunca llega.

Esperando a Godot, la obra de teatro, fue creada en París en 1953, bajo el título En attendant Godot, en un pequeño teatro del barrio de Montparnasse, el «Théatre de Babylone». No hay que creer lo que se cuenta ahora: no gustó a la crítica, para nada, y tampoco al público que salía confuso frente al espectáculo de vagabundos diciendo boberías de cada día en una indefinida espera. Pero el público seguía llenando el teatro. “No tengo idea sobre el teatro. No sé nada del teatro. Nunca voy al teatro”, había escrito Beckett poco antes a un amigo suyo. He leído estas frases varias veces, la última vez hoy en el sitio de un diario de Toronto, y me parece que tenemos por fin la clave de la relación de los franceses con la política. Es como En attendant Godot. Los políticos dicen boberías, no se puede esperar nada de ellos pero ofrecen un espectáculo fascinante: el espejo de lo que es Francia, país conservador, el más conservador de Europa, que finge siempre, desde la Revolución Francesa, esperar un acontecimiento que cambiará el panorama.

Es lo que se debe entender para rematar el miserable caso del CPE que llegó a ocupar tanto la prensa francesa: Chirac y Villepin, su primer ministro, son Vladimir y Estragon, los dos mata-hambre de Becket que dicen: «Rien ne se passe, personne ne vient, personne ne s’en va, c’est terrible». (No pasa nada, no viene nadie, nadie se va, es terrible.) Es Francia.

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11 de abril de 2006
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Materias pendientes

El tema de los mejores guiones de la historia elegidos por la Writers Guild of America generó algunos comentarios que no me gustaría dejar pasar. Por una parte creo, dado que la información me llegó de segunda mano (me la envió mi amigo José Artemio Torres, desde Puerto Rico), que el Guild eligió los mejores guiones de su cine, y no del cine mundial. Es cierto que los estadounidenses tienden a confundir su parte con el todo, como ya lo demuestra el hecho que hablen de sí mismos como americans y de que nos obliguen, por ende, a distinguirnos como southamericans. Y también es verdad que son los dueños de la pelota: ellos han desarrollado el cine hasta convertirlo en lo que hoy conocemos, no sólo como lenguaje sino también como industria internacional. Pero no creo que haya que ignorarlos, o hacer como si no existiesen, tal como sugería el Jevi-llano. Lo más recomendable sería, más bien, aprender lo que se pueda de nuestros competidores u ocasionales adversarios. Y a este respecto, Hollywood y su historia ofrecen muchas lecciones que nos vendría bien aprender.

Por ejemplo en la defensa de la producción cultural. (Habría que decir, aunque suene paradójico: una defensa agresiva, con los dientes apretados.) Los estadounidenses son conscientes de que su producción artística ha sido vital no sólo para otorgar trabajo a los miembros de sus gremios específicos, sino para exportar además un modo de vida y todos los consumos que de él se derivan. El cine, la música y la TV de USA nos han impuesto la omnipresencia del inglés, un modo de concebir la acción política, modas y modismos, productos alimenticios, el culto al automóvil e infinidad de otros usos que hoy nos resultan cotidianos e inseparables de nuestra propia cultura; en este sentido, la cultura de USA funcionó como el Caballo de Troya de USA. Esta es hoy nuestra realidad, de la que no podremos desembarazarnos de un sablazo cual si fuese un nudo gordiano. Lo que sí podemos hacer es, en primer lugar, proteger nuestras democracias para que sus procesos no vuelvan a verse interrumpidos como lo han sido repetidas veces durante el siglo XX: es imperativo que no volvamos a empezar de cero cada vez sino que avancemos, aunque sea con pasos pequeños. Y una vez establecida la velocidad crucero, imaginar cómo hacer para establecer políticas culturales agresivas que nos permitan no sólo desarrollar una industria del cine y de la TV, sino también venderle al mundo los productos que fabricamos o fabricaremos. Nuestros gobiernos necesitan entender que el arte popular no es un artículo suntuario, sino más bien la mejor de las campañas de prensa y difusión posibles. El talento lo tenemos. Lo que precisamos ahora es conducción política con visión de futuro, sagacidad… y paciencia.

Mi amigo Pepe Verdes bromeaba ayer por mail después de haber visto Good Night, and Good Luck, la película de George Clooney que recrea la lucha del periodista Edward Murrow contra el psicótico de Eugene McCarthy. Pepe mencionaba la capacidad de los estadounidenses para convertir sus propios dramas en cine, y se preguntaba si el mismo conflicto de Irak no sería obra del Writers Guild. Esta es otra de las cuestiones que deberíamos aprender de nuestros vecinos del norte: a hacer más fluido el tránsito entre nuestra vida y nuestro arte. Todo indica que los latinos somos más morosos, o bien más holgazanes, para lidiar con las cuestiones que nos presenta la existencia. Los muchachos de USA, en cambio, tienen entrenado el instinto para objetivar sus propias cuestiones –históricas, sí, pero también culturales, pasando por todos los tópicos: el racismo, la homofobia, la corrupción política y mucho más- y plasmarlas en la pantalla. Quizás por eso los mejores críticos de Estados Unidos hayan sido y sean norteamericanos: porque una de las vertientes de su cultura es iconoclasta y autocuestionadora, y ha contribuido en mucho a la vitalidad de su nación. Mientras tanto nosotros, que vivimos en una de las zonas del planeta más ricas en drama de todo tipo, tendemos a utilizar estos temas con la topicalidad de una película para TV; por lo demás, al menos a juzgar por buena parte del cine y de la literatura, parecemos provenir de una provincia condenada a siesta eterna.

A riesgo de abusar de la imagen, mi querido Jevi-llano, creo que este asunto bien puede ser descripto como una tortilla: porque se han roto muchos huevos para prepararla, y porque inevitablemente tiene dos lados. En este asunto puntual, ignorar o ningunear al otro lado de la tortilla sólo resultaría en un provincialismo mental parecido al que sesga la visión que algunos líderes de USA tienen del resto del mundo.

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11 de abril de 2006
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Viejo glorioso (1)

De mis Encuentros con Grandes Hombres de Antaño guardo un magnífico recuerdo del que me permitió conocer y simpatizar con Gonzalo Torrente Ballester. Debió de ser hacia 1990, en pleno verano parisino, y le estábamos esperando en La Closerie des Lilas, al final del Bulevar Raspail, un grupo de amigos españoles.

Uno de ellos, personaje descomunal que ahora no quiero nombrar, había citado también allí al hijo de un hermano suyo que vivía desde hacía décadas en Extremo Oriente y a quien no había vuelto a ver. Tampoco su sobrino le había visto nunca, desde una lejana visita al cumplir los tres años, cuando se despidieron de la familia antes de emprender el gran viaje al Este.

Torrente llegó muy puntual, muy contento, muy bien colocado detrás de sus enormes gafas de megamiope. Lo cierto es que en una primera impresión, a don Gonzalo, que era delgado como un alambre, sólo se le veían las gafas, dos colosales rosetones semiopacos, tras los cuales vivía el literato.

Fue muy amable con todos y procedió a contar dos anécdotas encadenadas, realmente jocosas y bien narradas, aunque no acabé de entenderlas porque me distraía verle consultar la carta, operación que duró toda la segunda anécdota. La estudiaba de lado, es decir, por el borde, como si tratara de desentrañar una anamorfosis de Holbein.

Cuando había ya decidido pedir un Negroni, llegó el sobrinito, el cual era ya un mocetón de casi treinta años, alto y apuesto, al que acompañaba la mujer más espectacular que yo haya visto en toda mi vida.
(Continuará)

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11 de abril de 2006
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EL EVANGELIO DE LA TRAICIÓN

Lo que hago es peligroso pero la tentación es tremenda. Desde el anuncio hecho por The National Geographic del descubrimiento de un manuscrito del siglo III que cuenta el Evangelio de Judas añoro el momento en que por fin se podrá leer el texto. La presentación en el sitio de la revista americana es sumamente irritante. Es un despliegue pretencioso con un fondo negro, feo, y una navegación compleja. Pero sobre todo es una presentación frustrante: solo se entregan extractos del texto, lo que, tengo que reconocerlo, estimula el interés por la revista. Por fin, otra versión de la historia de Jesús, la del apóstol malo que lo vendió a los romanos por unas monedas (el manuscrito no dice el precio exacto).

El interés es peligroso, ya lo he dicho. Ha habido tantos fraudes en relación a la historia religiosa que uno tiene que tomar cualquier noticia con sumo cuidado (el fraude más grande es el Código Da Vinci, no por ser la copia de otro libro como lo decidió un tribunal de Londres la semana pasada, sino por ser una fraude literario: una novela cuya escritura supera todo en la falta de gracia).

Parece que todas las pruebas científicas posibles demuestran que este Evangelio de Judas es un objeto de suma credibilidad: el papiro y la tinta son del siglo III. Y la prueba literaria, quiero decir la prueba a través de la lectura del texto, la confirma por el momento.  En el texto del evangelio, Jesucristo dice a Judas: "Tú superarás a todos ellos". Le dice también "serás maldito" y le propone, mejor dicho, le ordena su tarea: "Vas a sacrificar al ser humano que es mi vestido".

Claro que la entrega de estas palabras no es sencilla. Debemos imaginar que Jesús habló en arameo a Judas. El evangelio, como tantos primeros textos cristianos, fue escrito en griego clásico. El manuscrito descubierto es una traducción al copto. El National Geographic entrega otra traducción en inglés. Y, finalmente, soy un francés que lo pasa a una audiencia hispanohablante. A pesar de todo, el texto me parece válido. Quiero decir: de vivir una vida de hijo de Dios (lo que por el momento no es el caso) y tener que estimular a uno de mis discípulos para que me traicione, creo que la relación mía con este señor habría sido esta: escoger al mejor, nada menos, y tratarle como tal, pues no voy a utilizar al más blando para destrozarme.

El tema no es nuevo. Norman Mailer le ha dado un tratamiento al publicar El evangelio según el hijo. Era una novela mala que contaba el nuevo testamento según Jesucristo pero planteaba el problema del punto de vista, en el sentido que Henry James da a estas palabras: la visión de una historia desde un punto preciso, en este caso desde la mente del profeta. En la novela de Mailer, Jesucristo decía: "Amo a Judas. Lo amo incluso más de lo que amo a Pedro". Creo que no podía ser de otra manera. Jesús podía prescindir de Pedro: sobra la gente dispuesta a organizar un nuevo culto, lo podemos comprobar cada día, pero traidores, traidores de gran tamaño (hablamos de traicionar al hijo de Dios, no de robar plata en la Costa del Sol en un negocio inmobiliario) no son fáciles de encontrar.

En su edición del domingo, The New York Times le quita mérito a Judas. Escribe que por no estar disponible Judas, se habría encontrado otro malo para la película del cristianismo. Me parece que se equivoca el Times. La traición es un gran arte que requiere grandes artistas. Nada supera lo que se consigue con la falta de lealtad, por lo menos en la literatura. El novelista Graham Green lo reconoció en un discurso que para mí sigue siendo la clave de su obra. Era el 6 de junio de 1969, hablaba al recibir el Shakespeare Prize en la Universidad de Hamburgo y su conferencia se titulaba The virtue of Disloyalty  (La virtud de la deslealtad). Decía: "Loyalty confines you to accepted opinions; forbids you to comprehend sympathetically your dissident fellows. Disloyalty encourages you to roam through any human mind: it gives the novelist an extra dimension of understanding". ("La lealtad lo limita uno a las opiniones compartidas por todos; impide entender y acercarse al otro. La deslealtad lo anima a uno a pasear por la mente del otro: da al novelista una dimensión extra para entender"). Así es: por ser el que le traicionó, Judas era el apóstol que más sabía de Jesucristo. Por lo menos es mi evangelio.

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10 de abril de 2006
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El lado oscuro de la tortilla

La sociedad que aglutina a los guionistas de los Estados Unidos, llamada Writers Guild of America, eligió ciento un guiones del cine (norte)americano a los que consagró como los mejores de la historia. Los primeros diez de la lista que trascendió son bastante inapelables: Casablanca, El Padrino, Chinatown, Citizen Kane, All About Eve, Annie Hall, Sunset Boulevard, Network, Some Like It Hot y El Padrino II. Según parece Woody Allen, Coppola y Billy Wilder colaron cuatro guiones cada uno, mientras que Charlie Kaufman, William Goldman y John Huston colaron tres.

Lo primero que surge de la lista es que la ecuación mejor guión-mejor película es indestructible. ¿Quién está en condiciones de ver una película mediocre y entrever que a pesar de la torpeza de su resolución había un guión maravilloso al inicio del proceso? Necesitamos que la película nos deslumbre, para recién después recurrir al guión como una de las causas lógicas de ese deslumbramiento. Esto es una pena, en la medida que condena al anonimato a miles de guiones impecables que resultaron destrozados por una dirección ramplona, o por actuaciones chatas, o por una edición predecible; pero se trata de las reglas del juego. ¿Cuántos libros sublimes han pasado desapercibidos ante nuestros radares debido a una pobre venta, o a la falta de prensa, o a una distribución inexistente?

La consagración de Casablanca en el primer puesto apunta a destacar la misma característica del cine: su condición de arte colaborativo. Siempre se señala que fueron muchas las manos que contribuyeron al guión de Casablanca, además de las acreditadas de Julius y Philip Epstein y Howard Koch; actores y productores sumaron su inspiración a un rodaje que se inició cuando aun no se sabía cómo terminaría la película –un final que hoy nos aparece como tan perfecto, y así tan canónico, que resulta imposible imaginarle variación alguna.

Suele decirse que es posible hacer una película apenas correcta a partir de un buen guión, pero que es imposible realizar una buena película a partir de un mal guión. La calidad del guión con que se va al rodaje es el primer listón de la película: si realmente está bien construido, la película nunca será un desastre.

Me encantaría elegir cuanto menos diez guiones inolvidables de la historia del cine hispanoparlante. Pero me temo que conocemos tan mal nuestro propio cine, que cometeríamos injusticias espantosas tan sólo porque nunca oímos hablar de determinadas películas.

Algún día daremos vuelta a la tortilla.

Ese día no está tan lejos.

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10 de abril de 2006
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Un carácter

Le gustan las películas de Schwarzenegger, pero sabe que no deberían gustarle dado el tipo de gente que frecuenta. Desde luego, podrían gustarle como a millones de admiradores de Schwarzenegger, pero él no cree pertenecer a ese grupo. A él le gustan de otra manera, de un modo peculiar, inteligente, por así decirlo, y en consecuencia no tiene empacho en decir públicamente ante sus amigos que a él le gustan las películas de Schwarzenegger.

De todos modos, no lo dice así, directamente, como lo diría alguien a quien de verdad le gustaran las películas de Schwarzenegger, sino con el añadido de una casi imperceptible mueca o tonalidad de la voz que indica la abismal distancia que media entre él diciendo que le gustan las películas de Schwarzenegger y cualquier otra persona que diga exactamente lo mismo.

Si la señal casi imperceptible alcanza la inteligencia del oyente, entonces éste pasa de la estupefacción o el horror a la complicidad. El amigo puede entonces decir que a él también le gustan mucho las películas de Schwarzenegger.

Sin embargo, el interlocutor nunca sabrá si a su amigo le gustan de verdad las películas de Schwarzenegger, o si dice que le gustan, aunque en realidad le gustan y no se atreve a decirlo, de manera que se esconde diciendo que le gustan.

Los interlocutores han sido atrapados por un mecanismo tremendamente efectivo con el que se construye todo intercambio social, casi toda la información política y buena parte de la pasión amorosa.

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10 de abril de 2006
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Compre ya, compre ahora, compre lo que sea

Estás sentado frente al televisor y aparece ese comercial del reloj del Real Madrid. El narrador te cuenta cómo está hecho y cuánto pesa, y te va mostrando todas sus funciones y su resistencia al agua. Mientras tanto, el reloj gira ante tus ojos, brilla. Es importante que lleve el sello del Real Madrid, porque eso es garantía de triunfo. Llevar uno de esos es como llevar escrito en la frente: “soy un ganador”. Al final del comercial, aparece el número al que debes llamar para comprarlo. Tú no necesitas un reloj. Ni siquiera eres del Real Madrid. Pero corres al teléfono, porque no puedes seguir viviendo sin ese reloj.

La publicidad no está hecha para cubrir necesidades, sino para crearlas. Si no existiese, probablemente vivirías sin la vajilla, el juego de cuchillos, la cama inflable, el acondicionador y todas esas cosas completamente inútiles que guardas en tu desván. Y aún si necesitases esas cosas, bastaría con una marca, ya que entre los requerimientos legales, las leyes de oferta y demanda y los costos de producción, todos los productos son básicamente iguales. La publicidad no sólo hace que necesites ese producto que no te hacía ninguna falta, sino que necesites el de esa marca y ningún otro.

Eso hace apasionante 13,99 euros, la novela que consagró al francés Frederic Beigbeder y que yo sólo he podido leer ahora, cuatro años después de su aparición. Beigbeder, que es publicista, se sumerge en las cloacas de las agencias para mostrarnos el mundo de la gente que se dedica a crear ilusiones para los demás: una panda de cocainómanos consumistas hiperestresados obligados constantemente a contar chistes malos para demostrar que son ingeniosos. Un montón de millonarios racistas que sólo quieren gente blanca en sus anuncios. Un coro de deshechos espirituales, cuya única religión es la cirugía estética.

El protagonista de la novela describe todo eso para que lo despidan. Aspira a conseguir su libertad de ese mundo, pero para conseguirla necesita el seguro del desempleo. Con es meta, insulta a los clientes, produce malas ideas, tiene hemorragias nasales en la cara de su jefe y escribe con la sangre de su nariz “Cerdos” a lo largo de las paredes y los espejos de sus anunciantes. Y sin embargo, por mucho que se esfuerza, no consigue que lo echen.
Y es que el sistema fagocita todo, incluso la rebeldía. Como los relojes Swatch con la cara del Che, los actos de insubordinación del creativo protagonista son reciclajes comerciales de la combatividad, lo que corresponde a su rango de tipo excéntrico que tiene “ideas”. Todo el mundo espera que sea raro, eso es una garantía para los inversionistas, porque la gente que piensa es rara.

Richard Ford dice que la literatura está hecha de historias falsas que te dejan mejor equipado para vivir la realidad. 13,99 produce ese efecto. No puedes volver a ver los comerciales sin la sensación de que, detrás de esa aspiradora mágica, detrás de la chica que vino del futuro para venderte un detergente, detrás de Isabel Preysler ofreciendo chocolates en un cóctel, hay un cocainómano comprando sus gramos a tu costa.

Al final, Frederic Beigbeder lo consiguió: fue despedido de la agencia publicitaria en que trabajaba. Así que compra este libro, cómpralo ya, compra tres o cuatro ejemplares. No veas este blog como un comercial común y corriente. Velo como una campaña de caridad. Puedes apadrinar a un niño etíope o a un publicista francés adicto a los estimulantes en paro. Como siempre, puedes escoger qué tipo de solidaridad consumes. Para eso tienes la libertad.

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10 de abril de 2006
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Visita

“Hola mamá, buenos días”
“Mira, acabo de ver pasar a tu padre sin el tridente, ha vuelto a dejarse el tridente en el océano”
“¿Estás bien? ¿Tienes frío?”
“No sé qué va a hacer ahora sin el tridente. No debería salir sin el tridente, parece un don nadie. Y todo mojado...”
“No te asustes, sólo te estoy desenredando el pelo. Estate quieta”
“Hace una semana, cuando la boda, también se presentó sin el tridente. Fue muy comentado, claro, tu padre sin tridente es de una vulgaridad...”
“Ya lo sé, mamá. Me lo dijiste el mes pasado. Te ha dado fuerte con lo de Neptuno”
“¿Has llamado a la puerta? Tienes que llamar a la puerta. No debes entrar sin llamar. Aquí todo el mundo entra sin llamar, como si yo no existiera”
“He llamado”
“Pues para algo habrás venido. ¿Ya has tomado una decisión?”
“Pues claro que sí”
“Entonces, ¿te vas a casar conmigo, sí o no? Me gustaría conocer tus intenciones”
“No puedo casarme contigo, mamá, soy tu hija”
“Además, siempre sales sin el tridente y haces el ridículo, ¿me oyes? El-ri-dí-cu-lo”
Las conversaciones con pacientes de Alzheimer, oídas de improviso en un parque, en un hospital, en el metro (ésta la pillé en unos almacenes), son tan conmovedoras como nuestras obras de arte.
La nuestra es una civilización enferma de Alzheimer.

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7 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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