Aún guardo una foto en la que aparezco a los ocho años metido en un sleeping bag con dos amiguitos del colegio que se habían quedado a dormir en casa. El mayor, Eduardo, era mi mejor amigo de la escuela. El más pequeño era su hermano Aaron. Desde mi regreso al Perú, esa foto fue lo único que me quedaba de mi antigua vida mexicana. Alguna vez le escribí a Eduardo, pero él no contestó. Y eso fue todo.
Por entonces, el que todos decían que era mi país estaba en guerra. Vivíamos oyendo las bombas. Comprábamos velas para los apagones. Salíamos hasta temprano debido a los toques de queda. El periódico nos traía muertos nuevos cada día. Llegado un punto, no había ni agua. Yo nunca entendí por qué nos habíamos ido de México, el lugar que para mí representaba la felicidad. En México, además, yo estudiaba en un pequeño colegio laico y mixto. En Perú pasé a un gigantesco colegio religioso de hombres, aspirantes a sementales a los que les manaban las hormonas por las orejas. En esas circunstancias, Eduardo se convirtió en el rostro del paraíso perdido.
Quince años después, durante mi primer regreso a México, visité mi antiguo colegio. Me costó encontrarlo, porque el payaso gigante que decoraba su fachada se había convertido en una sobria pared azul. Pero ahí estaba. Era mucho más pequeño que en mis recuerdos. Y aún estaba ahí Miss Mercedes, la profesora que yo mejor recordaba.
Miss Mercedes no podía creer que yo era yo. Se acordaba bien de mí, aunque creía que era chileno. Al reconocerme, convocó a los pequeños que jugaban por el patio y me presentó como un ejemplo. Les dijo que así quería verlos a todos algún día, regresando al colegio de sus primeros años. Los niños, en realidad, se querían ir a jugar. Yo me sentí un poco avergonzado.
Le pregunté por Eduardo Suárez, pero no sabía nada. Los últimos datos que figuraban en el archivo del colegio eran dos números de teléfono inutilizados. Alguien dijo que se había mudado a Cuernavaca. Por supuesto, un nombre como Eduardo Suárez no es algo que puedas buscar en la guía telefónica de una ciudad con más de veinte millones de habitantes en la que esa persona ni siquiera vive.
Me olvidé del tema hasta que regresé a México para promocionar mi libro. Entonces se me ocurrió una idea tomada de los programas de gente que busca a gente. En el primer noticiero de gran audiencia al que asistí, en Televisa, el periodista Carlos Loret de Mola me permitió decir frente a la cámara:
-Si te llamas Eduardo Suárez, tienes 31 años y asististe al colegio Ann Mansfield Sullivan, es probable que seas mi primer amigo y que yo te esté buscando. Por favor, ponte en contacto con este programa.
En ese momento, en Cuernavaca, una mujer sentada frente al televisor pegó un grito:
-¡Eduardo, creo que en la tele están hablando de ti!
Tres días, después, por intermedio de Azucena, la productora del programa, Eduardo Suárez asistió a la presentación de mi libro y cenó conmigo. El encuentro no sólo fue emotivo, sino también sorprendente. Nuestras vidas habían discurrido paralelamente. Guardaba la misma foto que tengo yo, la del sleeping bag. Sus padres se divorciaron al mismo tiempo que los míos. Había emigrado a Australia poco después que yo. Había vuelto a México al mismo tiempo que yo me instalaba en Barcelona. Ahora, él mismo planea mudarse a Barcelona. Pero lo más increíble es que el día que hice mi anuncio en la televisión era su cumpleaños número 32. Se despertó con la noticia de que yo lo estaba buscando.
-¿Te acuerdas de Oli?
-Uno güero ¿No?
-Un imbécil. No hacía más que fastidiar. Tuve pesadillas con él hasta mucho después de regresar al Perú. Soñaba que yo llegaba al colegio desnudo y él estaba vestido de Supermán y se burlaba de mí. Pero no era rubio. Tenía el pelo negro.
-¡Ese era Micky! Oli no se metía con nadie. Siempre estaba dormido.
-Es verdad. Era el imbécil de Micky. ¿Y cómo se llamaba esta chica… la morena de lentes?
-Jimena… creo.
-Qué fea era la pobre…
Es difícil explicar el tipo de emociones que lo embargan a uno en estos casos. No se trata sólo de Eduardo, sino de un mundo perdido. Desde que abandoné ese país, de mi niñez en México no quedó nada. Nadie con quién hablar ni recordar. Era un espacio en blanco, una realidad que iba apagándose de olvido. El encuentro con Eduardo fue como confirmar que ese mundo había existido, que había otro testigo del niño que alguna vez fui yo. Fue, de alguna manera, como descubrir que uno está vivo. O al menos, que lo estuvo alguna vez.
En su ejemplar de la novela, escribí: “Para Eduardo, porque he esperado veinte años para firmarte este libro”. Creo que es la dedicatoria más sincera que he escrito en mi vida.