Marcelo Figueras
Siempre creí que el cine era una experiencia religiosa. Y no de cualquier religión, sino de una muy específica, y en un tiempo específico: el primer cristianismo, aquel de las catacumbas. Por la oscuridad en que transcurrían las reuniones, por la consagración a algo que aparece más grande que la vida misma, por la consciencia de formar parte de un culto para iniciados y –last but not least– por la veneración debida a un narrador perdurable, en este caso Jesús; el hombre hablaba en parábolas porque conocía el valor que la gente concede a las buenas historias. En lo profundo de aquellos túneles iluminados por velas, los primeros apóstoles también contaban historias, las historias de Jesús y sobre Jesús. Ellos, los portadores de la luz, fueron antecesores de los Lumiére.
Volví a pensar en esto al leer el libro Down And Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, de Peter Biskind. Al relatar la consagración de Quentin Tarantino en los años 90, Biskind define el momento en que el cine dejó de ser aquella religión de catacumbas: “Con el advenimiento del video, una cultura de la escasez se transformó del día a la noche en una cultura de la abundancia, despojando al cine de su halo hierático, la mística de la imagen que había inspirado a críticos católicos como André Bazin… El video fue para el cine como la Reforma protestante. Considerado desde siempre un ‘arte democrático’, el video lo democratizó aún más, convirtiendo en irrelevantes a los intermediarios: los críticos / maestros, los sacerdotes de la religión del cine”. Al rechazar a los académicos, los nuevos cinéfilos rechazaron también a las películas de las que eran campeones. Por eso “adolescentes tardíos como Tarantino prefieren sus películas de artes marciales antes que Eisenstein o Renoir”, dando lugar a lo que Biskind define como “un nuevo brutalismo”.
No me disgusta el hecho de que cada cinéfilo arme su propio panteón sagrado; a esta altura me siento más gnóstico que católico oficial, así que creo que cada persona puede experimentar la divinidad sin necesidad de intermediarios. (Procedo de la misma forma con la literatura, que es mi otra religión: a sus sacerdotes, aquellos que se creen dueños de la Verdad literaria, también me los paso por el forro.) Pero el cambio que posibilitó el video no se limitó al acceso a los títulos del cine, sino también a las cámaras. El desarrollo de la tecnología digital hace de cada persona un director potencial. En los últimos tiempos causó sensación un documental autobiográfico llamado Tarnation, armado básicamente a partir de videos familiares: lo que importa no es tanto el soporte o el origen del material, sino la construcción del relato.
Lo que no ha cambiado demasiado es la circulación del material. Cualquiera puede armar su propia película, pero eso no significa que pueda exhibirla en las mismas pantallas que difundirán El código Da Vinci. Lo cual demuestra que todo cineasta potencial sigue sujeto a la autoridad de distribuidores y exhibidores. Es verdad que existe internet, otra instancia democratizadora; pero para que alguien vea mi película si la cuelgo allí necesito que se entere de que existe, y esto supone alguna forma de publicidad. Así como los sacerdotes contaban con el poder secular para que pusiese en caja a los herejes, los fabricantes del cine industrial cuentan con sus propios socios capitalistas, los dueños de las bocas de exhibición.
Quizás algún día la Reforma triunfe y esta religión del cine se transforme en un instrumento de iluminación para todos y cada uno de los que se asomen a ella. Pero por el momento seguimos batallando con aquellos que aseguran tener el copyright de dios.