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Fruta extraña

¿Cuáles son las canciones más tristes del mundo? El flamante libro de Tom Reynolds I Hate Myself and I Want to Die: The 52 Most Depressing Songs You’ve Ever Heard trata de responder esa pregunta. Entre su selección figuran algunas canciones obvias: Strange Fruit interpretada por Billie Holliday, Prayers for Rain de The Cure y hasta la versión que Celine Dion hizo de All By Myself. Pero por supuesto, cada uno de nosotros podría confeccionar su propia lista. Y eso sin necesidad de entrar en la discusión que el libro presenta, porque una cosa son las canciones depresivas, como el título las define, y otra muy distinta las canciones tristes –que son las que yo prefiero.

En mi lista seguramente figuraría la versión del Aleluya de Leonard Cohen interpretada por Jeff Buckley. (Tardé varios meses en dejar de llorar cada vez que la escuchaba, y eso que la oía varias veces al día.) Cuando era más chico me pasaba con algunas canciones de Simon & Garfunkel, como Scarborough Fair / Canticle, The Boxer y The Only Living Boy in New York. Aunque imagino que en buena medida la melancolía adolescente tuvo mucho que ver, siguen siendo canciones de una tristeza exquisita.

Tampoco podría faltar Romance de Curro el Palmo, del disco que Serrat le dedicó a los poemas de Miguel Hernández. ¿Es posible concebir un verso final más triste que: “Tanto penar para morirse uno”? Charly García aportaría varias melodías: Rasguña las piedras de su época de Sui Generis, una canción dirigida a una amada muerta y enterrada (“Y escarbo hasta abrazarte / Y me sangran las manos”), y Viernes 3 A.M. de su etapa con el grupo Serú Girán, que no es otra cosa que la crónica de un suicidio. Su último verso dice simplemente: “Los que no pueden más / Se van”.

Las canciones tristes de The Smiths, y de Morrissey como solista, deberían tener un libro aparte puesto que son y han sido su especialidad. Páginas como Reel Around the Fountain, Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me y November Spawned a Monster elevan la tristeza a la categoría de arte. Algo parecido podría predicarse de R.E.M., el grupo de otros apóstoles de la melancolía: entre sus canciones tristes prefiero Nightswimming, que es simplemente una de mis canciones favoritas.

Se me ocurren otras miles. My Funny Valentine en la versión de Chet Baker. Clouds, de Joni Mitchell. Luka, de Suzanne Vega. Not Dark Yet, de Bob Dylan. Y por favor, no me hagan meterme con el tango. Deben existir pocas cosas más desoladoramente tristes que Gardel cantando Sus ojos se cerraron: “Por qué sus alas tan cruel quemó la vida / Por qué esa mueca siniestra de la suerte / Quise abrigarla y más pudo la muerte…”.

Una de las condiciones sine qua non de la perfecta canción triste es ese matiz que, precisamente, la separa de una canción depresiva. Aún en su infinita tristeza, las canciones que prefiero incluyen una dosis de alegría. Y no cualquier alegría, sino una alegría profunda y contemplativa, la que se desprende de los momentos en que uno observa la vida con perspectiva y comprende que en sus circunstancias definitorias es siempre así, triste y alegre a la vez, que nos pone en simultáneo lágrimas en los ojos y sonrisas en la boca; esa clase de emociones complejas que la ópera alcanza con tanta facilidad. En esta cuestión es inevitable coincidir con Billie Holliday: la vida es, en efecto, un fruto extraño.

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17 de mayo de 2006
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Lecciones para ser una estrella

La primera vez que vi a Xavier Velasco fue en la televisión española, cuando recibió el premio Alfaguara 2003. Llevaba un traje Armani y una mirada psicótica, y con sus ojillos degenerados recitaba:

-La literatura no quiere que la respetes… la literatura quiere que le toquetees, que la tomes, que la violes…

Por entonces, Xavier solía amenizar las presentaciones de sus libros con “happenings porno artísticos”.

Yo pensaba que un ser como él sólo podía haber bajado de Marte. Y tuve la ocasión de comprobarlo personalmente el año pasado, durante la feria de Guadalajara. Xavier tenía una suite en el Hilton con minibar y otros placeres que se convirtió en la “Casa Abierta al Pueblo Xavier Velasco”. A partir de medianoche, por ahí desfilaban escritores del crack, músicos de Molotov, alcohólicos peruanos y toda la fauna que estas ocasiones convocan. Yo pasé ahí todas las noches de la feria. Cuando ya me iba, alguien me preguntó si me había gustado el centro histórico de la ciudad. Yo dije:

-¿Hay un centro histórico?

Con frecuencia, durante las tertulias del salón Velasco, saltaba la alarma antiincendios y los empleados del hotel subían a ver qué ocurría. Pero pronto comprendieron que toda la vida de Xavier es un gigantesco incendio con fuegos artificiales y luces de colores.

Para empezar, su ropa: Xavier presentó su libro con una corbata violeta, una especie de frac, un micrófono inalámbrico y unos memorables zapatos rojos con suelas amarillas, ante un auditorio atestado. El concepto que tiene Xavier de sus lectores es similar al de los fans de una estrella de rock, y los atiende como a tales. Su presentación era un concierto. Y se dedicó largamente a cada uno de los que hicieron una interminable fila para que les autografiase el libro. La feria cerró a las nueve, pero él se quedó con sus lectores hasta las diez y media en el lobby del hotel.

La última vez que vi a Xavier fue en Monterrey, a donde fue para presentar mi libro. Venía de Boston y traía un camiseta bahiaza de Olodum y una bolsa de compras más grande que su maleta. Había comprado un afiche tridimensional de Green Day, un muñeco plástico de Napoleón Dinamyte, una colección de spaghetti westerns en DVD, una yarda de cerveza con el logo de Coca Cola. Y eso sólo hasta donde llegué a ver. Cuando nos sentamos a beber una copa, le dije:

-Veo que todavía te queda el dinero del premio.
-No mames, güey, sólo me duró dos años.
-¿Y qué te compraste?
-No me acuerdo. Cuando me dieron el premio dije que lo peor que podía ocurrir era que me gastase el dinero en tonterías. Pero eso fue lo que hice.    
-¿Por qué no te compraste una casa al menos?
-Porque no me alcanzaba. Mi casa tiene cuatro dormitorios, jardín, terraza y dos perros que pesan más de cien kilos. Para vivir como quiero, sólo puedo alquilar.

Dos copas después:

-Cuando estés de gira, ten cuidado. Estás entrando en el mundo de las groupies. Y son un lío. Peligrosísimas. No te acuestes con ninguna.
Dos copas después.
-¿Sabes qué? Qué tontería. Acuéstate con todas.
-¿Tú te acostaste con muchas?
-Sobre todo con una que conocí en Guayaquil. Pero me la llevé a Perú y a Panamá.
-¿Le pagaste los pasajes? Eso no es una groupie. Eso es amor.
-No. Eso es que tenía el dinero. Ahora que lo pienso, ya sé en qué lo fui tirando.

Xavier no ha publicado una novela desde que ganó el premio. Él dice que todo el dinero que te dan es sólo para que sobrevivas durante todo el tiempo en que no vas a escribir. A pesar de eso, en la editorial no están preocupados. Una de sus editoras me dice:

-Xavier no es problema: lleva tres años vendiendo el mismo libro, pero es que se sigue vendiendo. Y tiene un público muy fiel, que lo sigue por todas sus presentaciones de libros.

No es fácil conseguir eso, porque te obliga a ser como Xavier: una estrella a tiempo completo, una estrella cuando estornuda y hasta cuando va al baño, una estrella desde que se levanta hasta que se acuesta. Y, me consta, se acuesta tarde.       

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17 de mayo de 2006
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La risa de Tracy

La semana pasada, comentando lo que escribí sobre el pianista y compositor Bob Telson, Ana María Berasategui se permitió dudar del valor que las cosas bellas poseen en esta vida. Es verdad que yo exageraba, diciendo que los que crean cosas bellas –como obras de arte, puntualmente- hacen girar al mundo. No era mi intención refutar a los científicos, tan sólo pretendía subrayar la importancia que tienen las obras bellas; pero no sólo para mí, tal como suponía Ana María. Quizás sea yo un optimista, y quizás posea una sensibilidad ante la belleza más aguda que la del común: ¡deformación profesional! No obstante estoy convencido, y aquí sí me animaría a discutir con científicos, que las cosas bellas mejoran nuestra vida y en consecuencia tienen un peso fundamental en el mundo.

Cualquiera reacciona ante la visión de un rostro bello. Más allá de la carga sexual o erótica que pueda tener esa contemplación, existe en ella un instante no adulterado de delectación estética, de simple reverencia espiritual ante lo naturalmente hermoso. Lo mismo nos ocurre cuando nos detenemos delante de un paisaje, o cuando contemplamos ciertos animales en movimiento. Al instante retomamos nuestras vidas donde habían quedado, ¿pero quién se animaría a decir que esa trepidación no ha dejado una marca dentro nuestro: al crear un recuerdo digno de ser revisitado, al volvernos reverentes?

Cualquiera reacciona ante un gesto bello. Se esté en España, en Sudán o en Tailandia, la visión de una persona que cierra su paraguas debajo de la lluvia para sentir las gotas caer sobre su cuerpo conmovería a cualquier testigo, más allá de su posición social, su estado de ánimo o su cultura. Lo mismo puede ser dicho de los gestos de generosidad, el beau geste por antonomasia: aquel que sale de su propia caparazón para ofrecerle a otro algo muy íntimo –su tiempo, su alegría, su vida- siempre deja huella en nuestro corazón.

Cualquiera reacciona ante las sensaciones que le recuerdan que está vivo, y que esta vida, más allá de sus complicaciones, es algo que vale la pena experimentar. Por eso reaccionamos ante la lista que, sentados dentro de un auto, desgranan los ángeles de El cielo sobre Berlín / Las alas del deseo: porque aunque no somos ángeles que desearían ser hombres, somos hombres que a menudo perdemos noción de nuestra humanidad. Y entonces esos pequeños gestos, como los de mover los dedos dentro de los zapatos, mancharse las manos con la tinta de los diarios y poder decir uh, oh y ah en vez de repetir siempre y amén, nos reconectan con nuestra mejor parte.

Por eso reaccionamos también ante la lista que el personaje de Woody Allen confecciona en los minutos finales de Manhattan. Allen está tratando de encontrar razones por las que vale vivir y recurre en primer término al arte: se le ocurre que Mozart, Louis Armstrong y los Hermanos Marx han creado cosas por las que la vida vale la pena, pero enseguida recuerda la risa de Tracy, la chica a quien ha dejado escapar. Y el recuerdo de la risa de Tracy, que en su ausencia no puede sino motivar dolor, lo obliga a salir de su marasmo. La risa de Tracy le cambia la vida.

Por golpeados que estemos, todos tenemos o tuvimos en nuestras vidas algo parecido a la risa de Tracy. Algo que nos cambió para bien, o que nos movilizó por dentro. Estoy seguro de que Ana María también lo tiene. Acepto que el peso de las cosas bellas en este mundo es menor del que debería tener. Pero el hecho de que conserve algún peso, por liviano que nos parezca, no puede ser menos que un motivo para el optimismo.

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16 de mayo de 2006
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VISCA CATALUNYA

He vivido muchos años en Cataluña. Al leer las noticias sobre el follón (no conozco otra palabra) que se produce en el “Palau de la Generalitat”, la sede del gobierno catalán, me preguntó cómo se entiende, o mejor no se entiende, al otro lado del mundo, lo que es ser catalán en el siglo XXI. Una parte de la península que explicaba la necesidad de “fer país”, de construir su país frente al franquismo, no sabe ahora cómo hacer para que una persona se sienta cómoda en el noreste de España ( ya puse la maldita palabra).

“Qui viu i treballa a Catalunya es catalá” (quien vive y trabaja en Cataluña es catalán) decía Jordi Pujol, el presidente de la Generalitat, para definir a sus ciudadanos en las últimas décadas. Hoy, la confusión es total. Una sociedad civil que fue la más inventiva, irónica, eficiente en la época de la dictadura se pierde y pierde su alma. Es muy difícil entender cómo la izquierda catalana, al llegar al poder en la Generalitat, y conociendo los problemas de vivienda, de calidad de la salud o de enseñanza que se plantean, decide en 2003, bajo el mando de Pasquall Maragall, que no hay tarea más urgente que definir los términos nación y nacionalismo.

Quizá lo mejor para percibir la esencia de tanta confusión es leer dos capítulos, no mas que dos capítulos de Vaya España (Aguilar), un retrato de España escrito por dieciocho corresponsales extranjeros. Ni uno de ellos merece la sospecha de no sentir amor por los españoles. Lo aman todo, incluyendo sus defectos. Es un libro que dice cuánto se disfruta al vivir en España, pero los dos capítulos dedicados al nacionalismo en general y a Cataluña en particular son devastadores.

“¿Mai has viatjat a Espanya?” (¿Has viajado alguna vez a España?) es la primera pregunta que se hace a Barbara Schwarzwälder, de Alemania, en su primer curso de catalán en Barcelona. Como ella lo dice, la pregunta está hecha para impedir a una alumna que quiere aprender el catalán dar una respuesta sin errar. Con razón titula su magnifico texto “En el laberinto nacionalista”. Y no se sale del laberinto.

Gerrit Jan Hoek, un holandés enviado a Barcelona, por su amor al Barça, el club de fútbol, no dice otra cosa al recordar que un idioma es también un “medio de comunicación” y que no se puede utilizar para apartarse de todos sin ser más pobre.

Escribo todo esto con sumo respeto hacia los maestros de la literatura catalana, Mercé Rodoreda o J.V. Foix, si hay que citar a alguien. Pero citar nombres es peligroso. Enseguida tengo que admitir una “traición”: los versos de Gabriel Ferrater (autor del Poema inacabat) y los de Jaime Gil de Biedma (que recopiló sus poemas en Colección particular) siempre están a mi lado. El primero escribía en catalán y el segundo en castellano y no sé elegir entre ellos sin quitar algo a Barcelona. A menos que, como advierte un poema de Gil de Biedma que toma del catalán, con lo que pasa ahora, “Barcelona ja no és bona”.

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16 de mayo de 2006
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Soledad y tristeza en el Distrito Federal

-Señores pasajeros, estamos sobrevolando la ciudad de México. Por favor, abróchense los cinturones.

En el momento en que escucho esa frase, asoman por la ventanilla pequeñas ciudades que comienzan a tejerse sobre el fondo marrón del suelo, hasta cubrirlo por entero con casas, edificios y autopistas. Pero pasan diez minutos, veinte minutos, media hora, los edificios se suceden en un extensísimo entramado, y aún no llegas. En días claros –es decir, con una capa de smog relativamente delgada-, tu vista se pierde en la infinitud de casas. No hay mar ni montañas ni límites de ningún tipo: el distrito federal no termina nunca.

Uno puede sentirlo desde que llega al aeropuerto. La siguiente ciudad más grande del continente, Nueva York, tiene tres aeropuertos internacionales. México lo resuelve todo con uno solo. En el Benito Juárez, los aviones hacen largas colas en la pista de despegue, y hasta parece que se tocan bocinazos, se pasan los semáforos en rojo, se empujan y se mentan la madre. Los camiones de equipaje parecen un gran mercado ambulante, y los minibuses de pasajeros chocan unos con otros.

Eso es sólo el preámbulo del avispero que es la calle. Uno de los recuerdos más claros de mi infancia en México es que salía con una hora de anticipación para llegar a tiempo a la escuela, que estaba a diez cuadras. Y el problema se multiplica en distancias largas. Recuerdo una vez haber ido a buscar a un amigo para ir a una reunión de trabajo: 60 km hasta su casa, 60 más hasta la reunión, y luego regresar. En total, ese día cubrí la distancia que separa a Barcelona de Zaragoza sin salir del DF. Y demoré como si hubiese llegado hasta Sevilla.

Por infernal que parezca, ése es el encanto de México: por mucho que te esfuerces, sabes que nunca terminarás de conocerlo. Sólo concebir una calle entera resulta complicado. Cada casa parece diseñada deliberadamente en un estilo distinto de la que tiene al lado. Puedes visitar un barrio rico, uno colonial, uno miserable y uno moderno en la misma manzana. México desafía a todas las leyes, incluso las del urbanismo, incluso la de gravedad.

Esa gigantesca masa de gente y lugares violentamente apachurrados acentúa la sensación de soledad. Sientes que, además de estar aislado, eres una pequeña piltrafa, una insignificancia en un mundo descomunal que no eres capaz de comprender, en el que tu voz se pierde entre el sonido de las bocinas. Eso me ocurre cuando llego a mi hotel, en Cuauhtémoc con Parroquia.

Para empezar, el pasillo del hotel es como el de El Resplandor de Kubrick. Tengo que atravesar varios pasillos deshabitados, amortiguados por alfombras mullidas e iluminados con una luz oblicua. El silencio es tan intenso que, al abrir la puerta de mi cuarto, me recorre un escalofrío. Cuando abro la ventana para que entre un poco de ruido humano, descubro que tengo vista al consultorio de un odontólogo. O más bien, que un hombre acostado con la boca abierta tiene vista a mí.Cierro la ventana.

Mi suite se llama Jaspe y tiene una bañera, incluso un minibar. Trato de sentirme exitoso y triunfador. Me desnudo y me sumerjo en el agua caliente con un whisky en la mano. Consulto sin salir del agua las posibilidades del canal porno: “Mexicanas debutantes” y “Hermanitas anales” parecen las propuestas más interesantes. Pero no consigo relajarme completamente.

Decido vestirme y bajar por una copa. En el bar, decorado en un oscuro estilo de los setenta, no hay nadie. Me pido un Bloody Mary. Me siento de humor para uno de esos. No llega nadie. Pasan las horas. Pido otro Bloody Mary. El silencioso barman parece Grady, a punto de recomendarle a Jack Nicholson que asesine a su mujer.

Al fin, un hombre entra en el bar. Lentamente, se acerca a la barra e intercambia unas palabras con Grady. Luego se dirige a un lado. Me pierdo en mis pensamientos, hasta que escucho una canción. Es una balada de Mijares: “Para amarnos más”. Comprendo que el recién llegado es el pianista del hotel. Él sigue cantando éxitos de la canción romántica mexicana: “40 y 20”, “Gavilán o Paloma”, “Brindemos por ella”.

Son las 12:40 de la noche. Me pido otra copa.

En el bar del hotel, aún no hay nadie.

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16 de mayo de 2006
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Perdona que insista

Es que he vuelto muy impresionado de esta última visita a Barcelona. Coincidí con el derrumbe del gobierno de Maragall, la expulsión de los independentistas y la convocatoria de elecciones. En el palacio de la Generalidad quedó un montón de cascotes mezclados con relojes Rollex, carburadores de BMW y lencería de Christian Dior, horterismo caro. En realidad, se han derrumbado más cosas.

Cuando los socialistas catalanes ganaron la carrera de los Juegos Olímpicos y pusieron a Barcelona en el mapa internacional, sufrieron un ataque de narcisismo que ha acabado por sorberles el seso. Diseñaron una ciudad de servicios sobre las ruinas de una ciudad industrial y aquella masa amorfa, negra de hollín, miserable y cubierta de roña del franquismo que tanto le gustaba a Bataille, se transformó en una agradable ciudad socialdemócrata.

A partir de ese momento se creyeron capaces de crear de la nada, como Dios. El montaje de espectáculos ha sido una obsesión de los últimos diez años. Escenarios, telones, montajes, coreografías, en resumen, falsedades, cuentos y trampantojos. Una escenografía de purpurina que escondía corrupciones, mafias, criminalidad rampante, clientelismo y estafas apenas disimuladas a la población, como el hundimiento del túnel del Carmelo que dejó a casi un centenar de familias sin hogar.

Creyeron que se harían con el poder absoluto si diseñaban un partido que, aunque socialista, fuera nacionalista, porque Cataluña echa mucho de menos la religión. Olvidaron que el único caso conocido de nacional socialismo es escasamente recomendable. Se aliaron con los independentistas, los cuales disfrazan una ideología de extrema derecha con retórica izquierdoide. Finalmente, ese diseño les ha estallado en la cara al cabo de dos años.

El poder, en las próximas elecciones, volverá muy probablemente a la derecha tradicional y católica en cuyas manos estuvo desde la muerte de Franco y que representa muy cabalmente a la burguesía catalana. El paréntesis socialista se verá como una aberración: aquellos años en los que un grupo de señoritos convencidos de ser de izquierdas creyeron poder diseñar la vida de los ciudadanos como si fuera un desodorante.

El diseño de la mentira, unido al espectáculo circense continuado para distraer a la población y un soborno descarado de los medios de comunicación, no les ha servido para nada. Si quieren volver al poder no tendrán más remedio que ser socialistas. Y eso seguramente no conviene a sus intereses privados.

Por lo demás, los restaurantes estaban carísimos y había bajado mucho la calidad. Seguía siendo un placer ver el sol cada mañana y a los loros verdes volar en formación de combate entre las palmeras, como aquellas heroicas patrullas de Spitfire en la batalla de Inglaterra. Están anidando y no se andan con bromas.

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16 de mayo de 2006
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DISCREPANCIAS EN LA CATEDRAL

El 13 de abril del año pasado, Rupert Murdoch, el dueño de medios de comunicación más rico del mundo, hablaba frente a mil quinientos de sus redactores en jefe en Nueva York. Y para asegurarse de la atención de su audiencia, empezó con el clásico “opening joke” (el chiste de apertura). Era una cita de una carta del autor Mark Twain a un amigo. “Muchas veces, decía Twain, recordamos con lástima que Napoleón disparó con un fusil a un redactor en jefe y mató a un editor… Pero nos acordamos con generosidad que a pesar de esto tenía buenas intenciones…”.

Lo que contaba Twain no es cierto, pero no podemos olvidar aquellas intenciones que atribuía a Napoleón. Creo que las intenciones del joven novelista peruano Diego Trelles Paz son igual de buenas. Su última novela, El círculo de los escritores asesinos, cuenta a cuatro voces lo que habría sido el asesinato de un crítico literario. Siendo un poco crítico literario, el proyecto me parece simpatiquísimo. Como idea, claro. No dudo de lo imprescindible que es la tarea de limpiar Lima de su “mafia cultural”. Pero, tal como Napoleón se equivocó en el relato de Twain, sus asesinos se equivocan en el momento de contar su crimen. Un escritor es un testigo poco confiable. En lugar de entregar los hechos, cuenta su historia. Al final, no es el crimen sino los asesinos, escuadrón de la muerte de la mala cultura, los que representan la parte más atractiva del texto.

“Todo escritor necesita de un padre espiritual…” reconoce el autor y como su novela tiene lugar en Lima, no hay duda acerca de la figura del padre. “… vamos al malecón Paul Harris, de repente asoma Vargas Llosa por el balcón” dice uno de los personajes al final de una noche sin dormir. No importa donde pasa la noche con sus compañeros, en un bar llamado “Círculo”, “Dragón” o “Tijeras”, es el mismo mundo cerrado de  las conversaciones de una generación que llegó demasiado tarde para plantear en su conversación la famosa pregunta: "¿en qué momento se jodió el Perú?"

En la catedral de Diego Trelles Paz, ya no hay Perú y tampoco hay realidad. Los protagonistas se tiran nombres de personajes, libros o películas a la cara. Su vida se limita a las discrepancias sobre obras ajenas a ellos. Saben que nuestro mundo globalizado y virtual solo hospeda a “personajes desquiciados de una novela anónima” que llamaremos la vida limeña o parisiense o madrileña, no importa. Debo reconocer que me encantó la lista de las referencias culturales en la novela. Permite una pequeña síntesis, que es el retrato de una generación de jóvenes: el cine cuenta tanto como la literatura; la poesía sobrevive; Roberto Bolaño es un mito necesario para creer que todo es posible; todavía queda algo de Francia (muchas gracias, Eric Rohmer) y Juan Carlos Onetti no tiene que temer nada del futuro, incluyendo el tratamiento que le podrían propinar escritores asesinos.

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12 de mayo de 2006
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Las cosas que hacen girar al mundo

Me conozco todas las razones convencionales, pero a veces creo que más allá de lo que pretende la ciencia, también existe gente que hace girar al mundo; gente sin la cual el planeta encallaría, enajenándose de su rumbo, perdiéndose en la inmensidad.

El miércoles por la noche fui a ver el show que la cantante Isabel de Sebastián y su marido, el pianista y compositor Bob Telson, ofrecen en el Faena Hotel. Conozco a Isabel desde hace varias vidas atrás, cuando era la vocalista de un grupo de rock llamado Metrópoli al que muchos considerábamos la gran esperanza de la escena local. Se ve que algo le faltaba o le sobraba a esa escena, porque un día Isabel agarró sus maletas y se fue a los Estados Unidos. Conocí a Bob por su intermedio, cuando ya eran pareja y vivían en un apartamento de Tribeca que el 11-9 arrasaría tiempo después. En ese entonces yo conocía a Bob como el autor de Calling You, la inolvidable canción que Jevetta Steele cantaba en la película Bagdad Café. Gracias a Isabel descubrí además que Bob había compuesto varias piezas para la compañía de danzas de Twyla Tharp, y que era de la clase de persona dentro de cuya cabeza Sófocles podía ocurrir en Harlem; conservo la grabación de The Gospel at Colonus, en la que brillan The Five Blind Boys of Alabama y The J.D.Steele Singers, como uno de mis regalos más preciados.

Siempre me pareció que Bob vivía dentro de su propio universo. Es un hombre parco, pero no desconectado de los demás. Lo he visto pasarse toda una velada abrazado a una guitarra mientras los demás conversaban, sin enajenarse nunca: las cosas que improvisaba sobre las cuerdas constituían sutiles comentarios personales. Lo del universo personal termina de aclararse cuando uno oye sus canciones: se trata de un planeta donde Cole Porter dialoga con Salgán, donde Nick Cave y Tom Jobim intercambian impresiones de vida –convertidas en música, por supuesto; he ahí el lenguaje que se habla en su propia metrópoli.

Bob Telson es un compositor exquisito. Definidas por el perfecto instrumento de Isabel, sus canciones brillan en la oscuridad del universo como un faro. En el último tiempo compuso el score para un musical de Bagdad Café que ojalá tengamos suerte de ver alguna vez en la Argentina. (Saboreé algunas de esas canciones el miércoles, durante su show.) Mientras tanto, me basta con saber que sigue en la casona de Martínez que parece construida alrededor de su piano, y en la que vive junto a Isabel y sus dos hijos desde hace tres años: lejos de su país natal pero cerca de todo, viviendo a su aire, dándole tiempo al mundo para acomodarse a su sorpresa. Y yo, que he tenido la inmensa fortuna de conocerlo, seguiré durmiendo tranquilo noche tras noche aun cuando George W. Bush pretenda que su hermano Jeb lo suceda en la presidencia, aun cuando ya hayan muerto mil en un mes a causa de la violencia sectaria en Irak, aun cuando sigan intentando ahogar a Palestina, porque sé que en este rincón de Sudamérica existe un tipo que día tras día se levanta de la cama para crear algo bello. Y las cosas bellas que el hombre crea, más allá de lo que pretenda la ciencia, son las que hacen que el mundo siga girando.

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12 de mayo de 2006
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Carta a un amigo

Decía Fernando Savater en el Ciberpaís de ayer que en Internet sólo visita las páginas hípicas y lee los blogs de los amigos.

¡Hola Fernando! No soy un caballo, soy un amigo. ¡Qué más quisiera yo que haber sido un caballo! Resígnate, como yo me he resignado.

Aquí me tienes, hablando con el universo. Es raro esto, ¿verdad? Hace un tiempo teníamos el convencimiento de que sólo merecía la pena hablar en círculos muy discretos y selectivos. Recuerdo como si fuera hace cuarenta años que éramos ferozmente partidarios de la oralidad, lo que generaba más de uno de tus espantosos chistes. Teníamos una cierta desconfianza ante todo aquello que no se dice a la cara. Por eso preferíamos la enseñanza de maestros como Agustín García Calvo o Rafael Sánchez Ferlosio en directo, que la de Nietzsche en papel. Las palabras hay que oírlas mientras están vivas, como la música. Leerlas es un grandísimo consuelo, pero consuelo al cabo.

De nuestro paso por San Sebastián tengo presente sobre todo la fraternidad entre profesores y alumnos. Formábamos una unidad ambulante y las clases se daban en las aulas, en las tabernas, por la calle o en la sidrería. Estábamos siempre hablando, disputando, discutiendo, pero sobre todo escuchando a los demás. Luego, claro, escondidos por las esquinas oscuras estaban los malos, los que ni escuchan ni hablan. Y los malos te han perseguido hasta el final. Por fortuna, ha sido su final y no el tuyo el que os ha separado.

En tus declaraciones dices que has usado mucho el teléfono móvil: “Hemos pasado unos años complicados y el teléfono evita la angustia de saber cómo están los tuyos”. Que lo hayas escrito en pretérito, ese “hemos pasado”, me ha dado una enorme alegría. ¡Os habéis librado de la peste! Te imagino ahora corriendo por la Concha, como solías cada mañana, y una multitud de espíritus buenos corriendo contigo una carrera invisible y dándote ánimos. Eres el superviviente.

No sé si tú también lo viste, pero ayer salía por la televisión el Tchelis declarando en la Audiencia. ¿Lo recuerdas? No recuerdo quién me dijo que tenía la celda empapelada con estampitas de la Virgen María. Había sido un alumno ejemplar en cuya tesis doctoral estuvo presente Maurice de Gandillac, si no recuerdo mal. ¡Qué catástrofe la de ese país! Les va a costar insomnios comprender la malignidad que les destruyó la razón durante decenios, la peste que ha contaminado a sus hijos y a sus nietos con un veneno que lo arrasa todo, a los asesinados y a los asesinos, necesitarán mucho coraje para comprender que no han ganado nada, que todo ha sido inútil y que sólo han producido océanos de dolor. Para nada, Fernando, para nada.

Me comentaba hace años otro de nuestros compañeros donostiarras que por lo menos los tiranos mesopotámicos dejaron esculturas, monumentos, zigurats, astronomía, poemas... En Rusia no ha quedado absolutamente nada del estalinismo. Las estatuas han sido inmediatamente destruidas, no sólo por representar al infame, sino porque eran esculturas infames. Tampoco en el País Vasco va a quedar nada de estos años tan criminales como idiotas. Nada para la memoria como no sean las tumbas. El mal, ya lo sabes, es siempre banal.

¡Qué fatiga, ¿no es cierto?, tener que ayudarles ahora a tragar su derrota!

Te envío mi mejor relincho. Y un abrazo para Sara.

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12 de mayo de 2006
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El reality show del poder

La señora está un poco nerviosa por las cámaras, pero en cuanto recibe el micrófono, pone la voz firme para hacer su demanda:
-En mi comuna no hay agua ni desagüe –protesta-. Llevan años prometiendo y prometiendo, pero no ponen tuberías. Tenemos que atravesar todo el cerro para llegar a la fuente más cercana.

Frente a ella, dirigiendo la sesión, está ni más ni menos que el presidente de Colombia Álvaro Uribe, flanqueado por sus ministros, el director de Planeación Nacional, el gobernador y su gabinete, los alcaldes y concejales del municipio, los diputados y congresistas de la zona e incluso representantes gremiales y del sector privado. Y está indignado. Se vuelve hacia el encargado de infraestructuras y le dice, casi le recrimina:

-¿Me puede explicar eso?

El aludido carraspea, se pone nervioso, tartamudea. Parece querer decir que la red de agua no puede subir hasta el final del cerro. Pero en realidad, así de porrazo, no sabe ni dónde está exactamente el barrio de la señora, ni cuáles son las previsiones y alcances de la red de tuberías punto por punto. Quizá podría preguntárselo a alguno de sus subordinados, pero esto es la tele, y cada segundo cuesta. No le queda más remedio que soportar la regañina casi paterna del presidente que exige una solución en menos de tres meses y asegura en cadena nacional que se ocupará personalmente del seguimiento del problema. 

Esta escena se repite todos los sábados, cada semana desde un punto diferente del país, y constituye una de las claves de la popularidad de Uribe. Los “consejos comunales” –que así se llama el programa- muestran a un presidente atento a los problemas de cada ciudadano colombiano, como un gran padre que, además, lo ve todo. Como Dios, vaya. Pero con la ventaja de que Dios no puede culpar a los santos y a los ángeles por sus errores. En cambio, la escenificación de los consejos comunales como una supervisión del patrón a sus empleados permite que Uribe se atribuya los aciertos pero delegue los fracasos en esta grey de funcionarios cuyo desempeño, sin embargo, vigila atentamente, día y noche, infatigablemente.

Y es que Uribe, como Hugo Chávez, hace gala de un gran talento escénico, menos chirriante pero no menos efectivo que el de su vecino. Si Chávez mezcla en su papel la retórica revolucionaria con los modos del papá populachero y acriollado, Uribe es más bien el padre severo pero justo, y en su discurso abundan las referencias a Dios, la Patria y los viejos valores de las familias decentes.

Eso funciona. El principal candidato opositor, Carlos Gaviria, era magistrado del tribunal que aprobó la ley que permite llevar una dosis de droga para consumo personal. Se trata de una ley que tienen todas las democracias. No obstante, la semana pasada, Uribe acusó a su rival de haber apoyado con ella el uso y por lo tanto el tráfico de drogas. En un país hipersensible donde el tema se confunde con la violencia guerrillera y la corrupción, Uribe sabe qué palabras empujan a Gaviria hacia el abismo. Otra de sus estrategias es llamarlo “comunista”. Gaviria, en respuesta, acusa al presidente de “macartismo”. Pero el primer adjetivo resuena mucho más fuerte en los oídos colombianos. 

Uribe domina no sólo las palabras y los escenarios, sino incluso los gestos políticos, y cuenta para ello con la propia ambición de sus opositores. Al candidato conservador Andrés Pastrana lo nombró embajador en Washington. Al liberal Horacio Serpa lo envió a la OEA. A la independiente Noemí Sanín, a Madrid. Así acalló las principales voces que lo acusaban de cercanía con los paramilitares, y neutralizó a los partidos opositores.

En el reality show del poder, Uribe es un conductor privilegiado y goza de una gran sintonía. Su imagen personal es como una luz que baña a sus aliados y condena a la oscuridad a sus enemigos. Como ocurrió con Fujimori o Chávez, eso tiene un efecto corrosivo en las instituciones democráticas: los grandes partidos tradicionales están descabezados. Y él mismo, en las últimas elecciones, no contó con una lista sino con una alianza de siete, lo cual lo libera de ceñirse a un programa. Ha conseguido reformar la constitución para optar a la reelección. Las autoridades juzgaron que la emisión de los consejos comunales en televisión pública durante la campaña por la presidencia constituía competencia desleal, y él recurrió a la intocable televisión privada.   

Colombia tiene un récord de más de cincuenta años de institucionalidad ininterrumpidos. Aquí había elecciones cuando casi todos los demás países de la región sufrían dictaduras militares. Y sin embargo, hoy, aunque haya tomado un rumbo opuesto a los demás países andinos, es una muestra más del desprestigio que sufre la democracia entre sus propios ciudadanos.

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12 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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