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La república surrealista de Honduras

Por 1 de junio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Aunque apenas dura veinte minutos, el vuelo de El Salvador a Honduras es el más largo de mi vida. La primera vez que trato de llegar a Tegucigalpa, el avión da varias vueltas en torno a la ciudad. Por momentos inicia el descenso, pero inmediatamente recupera altura. Finalmente, el piloto anuncia que el clima no le permite ver el aeropuerto, y que tenemos que volver a San Salvador.

Pasamos la noche ahí y volvemos a intentarlo al día siguiente, a las cinco de la mañana. Pero una vez más, es imposible. El piloto trata de aterrizar tres veces sin éxito, y al final, de nuevo, regresamos por donde vinimos.

Yo estoy reventando de furia y grito mi indignación, pero pronto noto que a los demás pasajeros no les preocupa. Lo esperaban. A muchos de ellos ya les ha pasado varias veces. Es simplemente lo habitual. Cuando al fin consigo llegar, dieciséis horas después de lo previsto, le digo a la persona que me recibe de la editorial:

-¿Por qué no ponen el aeropuerto en otro sitio?
-Porque esto es Honduras, pues. Si tuviéramos un aeropuerto normal, sería otro país.

Según me explica, éste es el único país donde un avión ha chocado con un bus. Antes, en el camino al aeropuerto, los aviones que aterrizaban pasaban volando muy bajo sobre una calle. Había que poner el semáforo en rojo cuando se acercaba uno. Pero una vez, el semáforo se estropeó, y un vuelo se llevó de encuentro a un autobús. 

Estoy seguro de que eso no puede ser verdad. En la primera charla que doy le comento a otro hondureño la historia. Para mi sorpresa, la confirma. Y añade:

-También somos el único país donde un tren ha chocado con un barco. Es que el tren venía muy rápido por la costa y descarriló, y fue a darle de lleno a un bananero que estaba ahí abajo.

Conforme recorro la ciudad, descubro que ese sentido del surrealismo es el sentido común de los hondureños. Paso por ejemplo por Ciudad Mateo, una urbanización entera construida en un sitio prohibido. Nadie la habita, pero ahí está, desierta y en pie. Y por las noches, el alumbrado público se enciende para que nadie pueda ver. Paso por la casa del director de AID, a la que se le cayó el salón. Está perfectamente pero no tiene fachada. Hasta se ven los muebles del interior. Paso por una gasolinera que no tiene gasolina. Y mis amigos hondureños no se inmutan, todo lo sobrellevan con una sonrisa.   

De hecho, se divierten contándome esas cosas. Y aunque todas parecen imposibles, cuando las contrasto, resultan ciertas. La mayor parte de las historias absurdas tienen que ver con la política. Muchos me cuentan del gobernante Roberto Suazo Córdova, que le puso un estadio de fútbol a su pueblo de La Paz, aunque ese pueblo no tiene equipo de fútbol, de modo que el estadio se ha convertido en pastizal de burros. Otros me hablan del presidente Marco Aurelio Soto, que puso la capital del país en Tegucigalpa porque ahí tenía sus negocios mineros, para vigilarlos mejor. Alguno añade que el presidente también tenía a su amante en esa ciudad.

En algún momento le pregunto a uno:

-Pero, ¿nunca se han rebelado contra tanta tontería?
-No, aquí las manifestaciones las reprimían los militares a punta de cachiporra. Ni armas llevaban. La única protesta grande que he visto fue cuando arrestaron a un narco: Ramón Mata Ballester. Los americanos lo secuestraron sin siquiera pasar por las autoridades hondureñas. Ahí sí la gente se enojó, porque ese narco era muy popular y todos lo querían mucho. Sólo desde entonces la embajada americana requirió seguridad. Hasta entonces era como una casa más.

Entre los demás centroamericanos, los hondureños tienen fama de tranquilitos. Ahora comprendo que su cotidianeidad es tan extravagante que no es posible sorprenderlos. Han desarrollado el sentido del humor como un arma de defensa contra la realidad, una realidad siempre delirante que ellos acogen con un gesto irónico y una flema admirable, casi británica.

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